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El ataque de los golems de hielo
Regresaron al cálido hogar de Lumen. Bipa
no vio a Esme ni a Nevado y, cuando preguntó por ellos, el Maestro Cristalero
le explicó que los había enviado por delante.
—Nos están aguardando en la entrada del túnel secreto
que lleva a la ciudad —dijo—. No te preocupes por ellos; los golems son
criaturas pacientes.
Caía ya la tarde, y Lumen preparó la cena. Mientras
Bipa sorbía lentamente su sopa, masticando con fruición los trozos de carne que
navegaban en ella, el Maestro Cristalero le dio las siguientes indicaciones:
—Cruzar la Ciudad será sólo el principio. Deberás tener
cuidado de que no te vean. Una opaca como tú, sobre todo si va acompañada de
un gólem de nieve, llama mucho la atención. Pero eso no será lo más difícil.
»Una vez atravesada la puerta de salida llegarás al
Laberinto de Espejos. Los espejos reflejarán tu imagen y absorberán tu
esencia. Te verás a ti misma multiplicada docenas, cientos de veces. Y el
Laberinto es inmenso, por lo que, incluso si te orientas bien, tardarás mucho
tiempo en salir. Para entonces habrás perdido algo muy importante de ti misma.
Habrás perdido corporeidad.
Bipa se estremeció. No obstante, dijo:
—Pero eso es bueno, ¿no? De este modo me será más
fácil acercarme al palacio de la Emperatriz y encontrar a Aer.
Lumen movió la cabeza.
—Sería bueno, si no fuese porque aún te queda mucho
camino por recorrer.
»Después del Laberinto de Espejos viene
el Túnel de las Mil Máscaras. En él, cientos de rostros vigilarán tus pasos.
Son engañosos y crueles. Tomarán la forma de aquellos que quieres, de aquellos
a los que añoras. Y la única manera de avanzar es dejándolos atrás.
¿Comprendes?
—Ningún problema —asintió Bipa—. Ya he dejado atrás
todo lo que amo.
—Salvo a aquel a quien pretendes encontrar.
—¿Aer? —Bipa se rió—. Él no es tan importante para
mí.
—Y, sin embargo, has llegado muy lejos
en su busca —observó Lumen.
Bipa resopló.
—Partí tras él porque alguien debía hacerlo. Pero
ten por seguro que, si llego a saber que tendría que viajar tan lejos y pasarlo
tan mal, me habría quedado en casa. Ese zoquete no merece tantas molestias por
mi parte.
Lumen alzó una ceja blanca como la escarcha.
—Cuidado, Bipa —le advirtió—. Tu corazón, tus sentimientos,
son tu mayor arma contra el poder de la Emperatriz. No los reprimas. Los
etéreos no tienen deseos corporales, pero tampoco sienten ya las emociones.
Los etéreos no sienten nada. Si quieres llegar hasta Aer tendrás que acercarte
a su esencia todo lo posible... pero si te vuelves del todo como ellos, no
tendrás ya deseos de regresar... y tú quieres regresar, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —replicó ella con vehemencia—.
¿Quién querría... no sentir nunca nada?
—Tiene sus ventajas. No experimentan dolor, no los
acucia el hambre, ni los angustia la enfermedad...
—Pero es como si estuvieran muertos —declaró Bipa,
estremeciéndose.
—En eso te equivocas. Los muertos son
cuerpos sin espíritu. Los etéreos, simplemente, renunciaron a su cuerpo, y a
todo lo que ello conlleva. Alcanzaron un estadio superior...
—¡Pero eso es estúpido! —estalló Bipa—.
¡Si no comes, no duermes, no amas, no lloras..., no estás vivo! La vida es el
don más preciado de la Diosa. Tú lo sabes —añadió—, porque tratas a Esme como a
una persona y no como un pedazo de roca. Yo no quiero ser una etérea
—declaró—. Soy opaca, soy corpórea y estoy orgullosa de serlo. Pero Aer...
—concluyó entonces, en voz más baja; calló, comprendiendo por fin lo que
significaba realmente el largo viaje de su amigo, y por primera vez asumió que
podría ser un viaje sin retorno.
Lumen entendió sin necesidad de más palabras.
—No se lo tengas en cuenta —dijo con suavidad—. Él
es medio cristalino. Lleva escrito en la sangre el deseo de ver a la
Emperatriz.
—Su padre —recordó Bipa—. Su padre era extranjero.
¿Cómo sabes que vino de aquí? ¿Acaso lo conocías?
—No —respondió él—. Lo supe por su nombre. «Aer» es
una palabra de la lengua antigua, una que se hablaba en nuestro mundo en
tiempos remotos y que ya ha quedado olvidada. Pero algunas palabras subsisten,
como mi nombre y el de mi hermano gemelo. Y el de tu amigo. Aer —añadió—
significa <<Aire>>. Un nombre muy del agrado de los etéreos.
—Aire —repitió Bipa—. Muy apropiado para él —comentó
con cierto desdén—. Es lo único que tiene dentro de la cabeza.
Pero en el fondo estaba pensando en otra cosa.
Estaba pensando, no sin cierto dolor, que era verdad, que Aer era como el
viento, inasible, inalcanzable, tan ligero como un soplo de brisa, tan lejano
como el lugar donde nacían los copos de nieve.
Tan diferente a ella...
—Sea como fuere, Bipa —prosiguió Lumen—, tendrás
que alcanzarlo antes de que llegue al Abismo. Porque si cruza al otro lado, ya
no podrás seguirlo.
—¿Por qué no? ¿Qué hay al otro lado?
—No lo sé, porque nunca he llegado tan lejos. Pero
no es eso lo que debe preocuparte, Bipa, sino el propio Abismo. No podrás
atravesarlo.
—Si Aer puede, yo también —se rebeló ella.
—¿De veras? —sonrió el Maestro Cristalero—. ¿Acaso
sabes volar?
Ella lo miró, anonadada.
—No estarás hablando en serio —balbuceó.
—Para cruzar el Abismo, Bipa, hay que volar, no hay
otro modo. Hay que lanzarse al vacío y aguardar el milagro. Todos los
Caminantes lo hacen sin mirar siquiera, y por eso llegan al otro lado. Pero los
opacos no sois capaces, no podéis. Tenéis demasiado miedo a morir.
—¿Acaso tú no lo tienes? —le espetó ella, picada.
—Sí —sonrió él—. Y por eso sigo aquí y no he sido
capaz de atravesar el Abismo.
Bipa respiró hondo.
—Aer no puede ser tan estúpido —murmuró.
—Yo en tu lugar no esperaría para comprobarlo —le
aconsejó Lumen.
Y en esta ocasión, la joven no supo qué contestar.
Partieron poco después, cuando Lumen juzgó que en el
exterior ya se habría hecho totalmente de noche. Bipa recogió sus cosas con
cierta pena. Le habría gustado prolongar su estancia en el acogedor hogar de Lumen.
Pero Aer llevaba demasiada ventaja, y el tiempo apremiaba.
Estaba todavía pensando en todo lo que el Maestro
Cristalero le había contado cuando llegaron a la entrada del túnel oculto. En
efecto, allí los aguardaban Esme y Nevado. El gólem de nieve retrocedió unos
pasos para alejarse de la antorcha que llevaba Lumen.
—Iré yo primero —dijo el Cristalero—. Sigúeme, Bipa.
Caminaron por el túnel un buen rato. Cuando Bipa
comenzaba a impacientarse, Lumen se detuvo de pronto y la joven casi chocó
contra él.
—¿Qué...? —empezó, pero el hombre la hizo callar.
—Ssshh... Silencio a partir de aquí. Estamos
llegando a la Ciudad.
Tuvieron que trepar los últimos metros. Por fin, Lumen
retiró una trampilla que cubría sus cabezas, y pudieron respirar algo de aire
puro.
—Sube —susurró el Maestro Cristalero—. Cuando salgas
por ahí estarás en la Ciudad, en un pequeño almacén de cristales. Busca la
muralla y bordéala para no perderte, te conducirá a las puertas de salida.
Esme y yo nos quedamos aquí. Buena suerte —le deseó, con una sonrisa que
iluminó su piel blanca como la leche.
—Muchas gracias por todo —dijo Bipa con calor—.
Gracias, gracias. Nunca te olvidaré —añadió, cuando ya atravesaba el portillo.
—Eso espero —dijo Lumen.
Esme ayudó a Nevado a subir hasta donde Bipa lo esperaba.
Luego, la trampilla se cerró sobre ella y sobre el Maestro Cristalero. Bipa y
su gólem escucharon el susurro de sus pasos en la oscuridad.
Y después, silencio.
La muchacha respiró hondo y se irguió, con decisión.
—Andando —le dijo a Nevado en voz baja—. Tenemos
que salir de aquí.
Encontraron la puerta y salieron al exterior. De
noche, la Ciudad de Cristal se mostraba muda y fría entre la niebla. No había
nadie, señal de que a los translúcidos no les preocupaba la presencia de un
ejército de golems de hielo ante sus puertas.
«Estarán todos durmiendo», pensó Bipa. Luego recordó
que, según le había contado Lumen, los habitantes de la Ciudad de Cristal
apenas dormían. La muchacha se detuvo de golpe y miró a su alrededor, inquieta.
Pero no vio a nadie.
Prosiguió la marcha en la semioscuridad.
Sin embargo, la ciudad era grande y todas las calles le parecían iguales. ¿Cómo
iba a encontrar la muralla?
«No necesito la muralla —pensó de pronto, alzando la
mirada hacia el cielo—. Estoy muy cerca; la Estrella me guiará.»
Descubrió que, en efecto, el tenue resplandor que
manchaba la oscuridad sobre la Ciudad de Cristal parecía proceder de una
dirección determinada. Aun en la más profunda de las noches, la Estrella guiaba
a los Caminantes hacia el palacio de la Emperatriz, desafiando a la tiniebla.
Bipa apresuró el paso. Tras ella oía el suave
crujido de las pisadas de Nevado, que la seguía fielmente. Caminaban buscando
los rincones más oscuros, pegándose a las paredes de los edificios, con pasos
furtivos, como dos ladrones.
Y, por fin, Bipa divisó las puertas de la Ciudad.
Echó a correr y, en su precipitación, no advirtió que las dos estatuas que
flanqueaban la entrada de la calle no eran realmente estatuas.
Al gólem de cristal le bastó con alargar una mano
para capturarla. Y, cuando Bipa se debatió, tratando de quebrar sus dedos, la
criatura lanzó el otro puño hacia ella, sin remordimiento alguno. La chica
sintió el golpe un instante antes de sumirse en la oscuridad.
Despertó sobre una incómoda cama fabricada a partir
de un bloque de cuarzo duro y frío. Cuando enfocó la vista pudo ver a Nevado
junto a ella. También vio las paredes de cristal de la celda, y el enorme
prisma de cuarzo que bloqueaba la entrada, y recordó lo que había ocurrido.
—Podrías haberme echado una mano —le reprochó a
Nevado.
El gólem no respondió. Bipa se acomodó como pudo
sobre el lecho mineral y se arropó con su chal, alicaída.
Apenas había empezado a considerar todas sus opciones
cuando los golems que guardaban la puerta movieron el bloque a un lado, y
alguien entró. Bipa se levantó de un salto.
Ante ella se encontraba Lux, el Señor de la Ciudad
de Cristal.
—Déjame salir de aquí —le pidió Bipa, antes de que
el translúcido tuviera ocasión de hablar—. Déjame cruzar al otro lado. Me
marcharé y no volveré a molestarte.
—Tú eres la opaca que reclama Gélida —observó Lux, y
la joven recordó entonces a los golems de hielo que aguardaban en la puerta de
la ciudad.
—No... no irás a entregarme a ella, ¿verdad?
—¿Y por
qué no? Perteneces a sus dominios,
muchacha, no a los míos.
—Pero... ¡me matará!
—Morirás igualmente si sigues adelante.
Desesperada, Bipa extrajo el Ópalo de debajo de sus
ropas.
—¡Mira! —le espetó—. ¡Es esto lo que quiere! ¿Lo sabías?
Déjame cruzar y será tuyo.
Las palabras habían brotado de su boca antes de
darse cuenta de que iba a pronunciarlas. Se arrepintió enseguida de su
ofrecimiento, y quiso retractarse, pero el Señor de la Ciudad de Cristal sonrió
y dijo:
—Es lo que sospechaba.
—Espera... No hablaba en serio... en realidad...
—balbuceó ella; pero Lux le hizo callar con un gesto.
—No quiero para nada tu Ópalo, muchacha. Esos objetos...
parecen sagrados, pero son en realidad un lastre que nos impide Cambiar. No...
eres tú la que me interesa.
—¿Yo? —se asustó Bipa—. ¿Por qué? Como tú mismo has
dicho, soy una opaca y no...
—Una opaca con un Ópalo. No me malinterpretes: no
quiero que ese objeto caiga en manos de Gélida. Si se lo entrego, como pide,
hoy se marchará, pero mañana regresará con un ejército mucho mayor, y entonces
sí destruirá la Ciudad de Cristal, porque mis golems estarán demasiado
agotados como para hacerle frente.
»Pero tampoco quiero tu Ópalo. Para mí es una carga.
Hace ya mucho tiempo que ansió desprenderme de él y Caminar hacia el palacio de
la Emperatriz. Pero no puedo...
—... porque tu hermano tiene un Ópalo semejante
—murmuró Bipa—. Lo sé.
—Y porque tengo una responsabilidad para con la Ciudad.
Hace mucho que deseo poder encontrar un sucesor, alguien que herede mi cargo.
Pero no puedo entregarle mi Ópalo a nadie. Sin embargo, tú eres demasiado opaca
como para seguir Caminando, y, por otro lado, tienes un Ópalo...
Bipa comprendió.
—¿Pretendes marcharte de aquí y dejarme a mí en tu
lugar? ¡Pero yo no puedo ocupar tu puesto! Tengo que seguir adelante, tengo que
encontrar a Aer...
—Con ese Ópalo no serás capaz de Cambiar, es demasiado
poderoso todavía. De modo que no podrás llegar nunca al palacio de la
Emperatriz. Pero éste —añadió, señalando su propia frente— está casi agotado.
Después de tanto tiempo, por fin... se me permitirá Caminar... y Cambiar...
incluso aunque lo lleve puesto.
—No pienso quedarme aquí —insistió ella—. No puedo.
—Podrás —le aseguró Lux—, porque te quedarás aquí
encerrada hasta que seas uno de nosotros. Y entonces comprenderás la
importancia de la gema que traes, y estarás dispuesta a aceptar tu destino como
Señora de la Ciudad de Cristal.
—¿Y convertirme en alguien como tú? —replicó Bipa,
desafiante—. No, gracias.
Lux no respondió. Sólo la miró un instante, con una
enigmática sonrisa. Y Bipa no pudo evitar acordarse de Lumen, tan idéntico a
él, y a la vez tan diferente.
Entonces, el Señor de la Ciudad de Cristal dio media
vuelta y salió de la celda.
—¡Eh! —lo llamó Bipa—. ¿Has escuchado algo de lo que
te he dicho?
No hubo respuesta. Bipa pegó la nariz a la pared y
oteó el exterior, pero no pudo ver ya a nadie entre la niebla. Fuera seguía
siendo de noche.
Entonces, se oyó un silbido, un golpe y un estruendo
de cristales rotos. Bipa levantó la cabeza, alerta.
—¿Qué ha sido eso?
El ruido se repitió. La muchacha prestó atención.
Parecía como si algo muy pesado hubiese caído del cielo sobre los tejados de
la ciudad. Enseguida, otro de aquellos objetos se estrelló contra una casa, muy
cerca de allí. Bipa estaba demasiado lejos como para verlo, pero oyó el sonido.
Si había caído tan cerca, también podría caer sobre
ella.
A través de las paredes de su prisión vio que la
calle se animaba. Los habitantes de la ciudad, presurosos, salían de sus casas
y corrían todos en la misma dirección. Los golems los seguían.
—¿Qué estará pasando? —se preguntó Bipa.
En alguna parte, una torre se rompió en mil pedazos,
abatida por otro de aquellos grandes objetos que llovían del cielo.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo a Nevado, estremeciéndose.
Trató de mover la gran roca de cuarzo que bloqueaba
la entrada, pero no fue capaz. Nevado también lo intentó, y consiguió desplazar
la roca un poco, pero no lo suficiente. Empujaron los dos a la vez. Sin
embargo, el cuarzo no se movió ni un centímetro más.
Cuando Bipa, cansada de empujar, se dejó caer en el
suelo, exhausta, algo atrajo su atención en el exterior. Volvió a pegar la
nariz al cristal y distinguió, emergiendo de entre las sombras nocturnas, la
alta figura de un gólem que se acercaba. Hasta que no estuvo junto a la puerta,
Bipa no se percató de que era más oscuro que los demás.
—¿Esme? —la llamó, sin poder ocultar su alegría.
Ella no dio muestras de haberla oído. Empujó el bloque
de cuarzo de la entrada hacia un lado, desde un punto que Bipa y Nevado,
encerrados en el interior de la celda, no podían alcanzar. Y, después de
unos breves instantes de incertidumbre, la roca se movió, despejándoles la
salida.
Bipa recogió sus cosas y se apresuró a escapar al
exterior, seguida de Nevado. Se abrazó a la dura cintura de Esme.
—¡Gracias, gracias! Te debemos otra, Esme.
Ella inclinó la cabeza para mirarla, pero esa fue su
única reacción. Se separó de Bipa con delicadeza y echó a andar sin
esperarlos. Pese a ello, Bipa supo que tenían que seguirla.
Corrieron detrás de Esme, atravesando las calles de
la Ciudad de Cristal. Nadie les prestó atención. Todos tenían cosas más
importantes en qué pensar.
Los bloques seguían cayendo del cielo, y Bipa tuvo
ocasión de examinar uno de ellos. Había quedado en medio de una calle, adonde
había ido a parar tras destrozar una cúpula.
—Es granizo —dijo la chica, perpleja—. Está granizando.
Pero aquellas piedras de hielo eran demasiado
grandes como para ser naturales. Por otra parte, estaban causando destrozos
considerables. «Si aquí granizara de esta forma a menudo —razonó Bipa—, a estas
alturas ya no existiría la Ciudad de Cristal.»
Pero, entonces, ¿quién podría bombardear la ciudad
de aquella manera? Bipa pensó en Gélida. Sin embargo, desechó la idea. Ni
siquiera ella sería capaz de hacer algo así.
Apartó definitivamente aquellos pensamientos de su
mente para salir corriendo detrás de Esme, que se alejaba. La siguió durante un
rato, entre el sonido atronador de los proyectiles de hielo que torturaban la
ciudad, hasta que ella se detuvo en la entrada de la calle que conducía a la
puerta de salida. Allí seguía todavía uno de los golems guardianes, silencioso
e inmóvil. El otro, probablemente, habría ido donde todos los demás, a
defender la ciudad, si es que podían defenderla de alguna manera.
—No nos dejará pasar —dijo Bipa, preocupada. Comprendía
que no podía pedir a Esme que luchara contra él, y Nevado no era lo bastante
consistente como para poder enfrentarse a un gólem de cristal.
En aquel instante, el guardián de la puerta volvió
la cabeza hacia Bipa para evaluarla. Ella entendió entonces que no la juzgaba
por ser una intrusa, sino por su condición de opaca.
Bipa tuvo miedo. El gólem de cristal se movió hacia
ella, amenazador. En esta ocasión, adivinó, no se contentaría con dejarla
inconsciente. Iba a matarla. Dio media vuelta para escapar, pero chocó con
Nevado, y ambos cayeron al suelo.
El gólem de cristal descargó el puño sobre ellos.
Pero un brazo verde se interpuso entre el guardián y
sus víctimas. Se oyó un sonido desagradable, como un chirrido, y el gólem de
cristal retrocedió un paso.
Bipa se atrevió a mirar.
Esme se alzaba ante ella, inmóvil, majestuosa, protegiéndolos
del guardián con su propio cuerpo. Las dos enormes criaturas se miraron la una
a la otra. Esme avanzó un paso.
Mientras tanto, seguían lloviendo bloques de hielo
sobre la Ciudad de Cristal.
El guardián se abalanzó sobre Esme, y los dos golems
chocaron con violencia. Esme resistió el golpe; sus pies no se despegaron del
suelo. El gólem de cristal la golpeó, volteando el brazo contra ella, y Bipa
oyó que algo se resquebrajaba. Sin embargo, en la penumbra no pudo distinguir
cuál de los dos había sufrido daños.
Sintió que algo muy frío y húmedo tiraba de ella, y
se sobresaltó.
Descubrió que se trataba de Nevado, que se había
puesto en pie e intentaba levantarla. Bipa obedeció, aún aturdida. Cuando se
quiso dar cuenta, Nevado la arrastraba hacia la puerta. La muchacha trató de
reaccionar y se desasió del helado contacto de su mano.
—Para... ¡Para! ¡No podemos dejarla así!
Pero Nevado la cogió, sin contemplaciones, y se la
cargó a la espalda. Bipa pataleó, llamando a Esme, mientras el gólem de nieve
corría en dirección a la puerta y, a sus espaldas, aquellas dos formidables
criaturas, una de cristal y otra de esmeralda, seguían enzarzadas en una terrible
batalla.
Por fin, Nevado la depositó ante la puerta. Bipa
echó un último vistazo atrás, pero la niebla y la oscuridad impedían ver otra
cosa que dos formas confusas. Respiró hondo y se esforzó por concentrarse en la
vía de escape que tenía frente a ella.
En aquel momento se oyó un ruido que acabó con un
escalofriante tintineo, como si algo muy grande se hubiera roto en mil pedazos.
—¡Esme! —gritó Bipa, angustiada.
Trató de volver atrás, pero Nevado la retuvo entre
sus fríos brazos.
—No te preocupes por ella —dijo una voz en la oscuridad.
Bipa distinguió los rasgos del Señor de la Ciudad de
Cristal, y retrocedió asustada. Pero él sonrió; y Bipa descubrió entonces que
era Lumen, el Maestro Cristalero.
—Me temo que te debo una disculpa por no haberte
hablado de los golems que vigilaban las puertas —dijo él—. En mi defensa diré
que no sabía que existían. Lux debe de haberlos puesto aquí después de que yo
fuese expulsado de la ciudad.
Pero a Bipa eso ya no le preocupaba.
—¿Qué está pasando? —inquirió—. ¿Qué son esas cosas
de hielo, y de dónde salen?
—Gélida no ha querido esperar al amanecer: está atacando
la ciudad.
—No puede ser —balbuceó la chica—. ¿Qué vais a
hacer?
—Defendernos, por supuesto. Y ahora, vete. Los asuntos
de los translúcidos no son de la incumbencia de una muchacha opaca.
—Pero... ¡todo esto es culpa mía!
—No, no lo es. Gélida lleva mucho tiempo queriendo
traspasar las puertas de la Ciudad de Cristal, pero Lux nunca se lo ha
permitido: sólo es una pálida, demasiado opaca para continuar, y lo seguirá
siendo, mientras sea incapaz de renunciar a su ejército, a su palacio y a sus
sirvientes. Gélida quiere tu Ópalo, es cierto. Pero también desea atravesar la
ciudad, como tantos otros. Y ahora ya tiene una excusa para tratar de hacerlo a
la fuerza. Márchate: nosotros nos ocuparemos. Yo ayudaré a mi hermano y
animaré más golems para él.
—Pero... ¿qué pasará con Esme?
—Mi Ópalo no va a desgastarse con tanta facilidad,
Bipa, no te preocupes.
Mientras hablaba, una figura se había acercado a
ellos, envuelta en jirones de niebla. Cuando se aproximó lo bastante como para
poder reconocerla, Bipa dejó escapar un suspiro de alivio: era Esme.
Parecía cansada, y su pulida superficie cristalina
estaba resquebrajada en algunos puntos, pero aún estaba entera.
La joven se sintió tan aliviada que la
abrazó con fuerza.
—Gracias, Esme.
Lumen sonrió.
—Es una chica fuerte. Es hora de que te vayas, Bipa.
La gente está muy ocupada, pero igualmente tratarán de impedirte marchar, si te
descubren.
Ella los abrazó a ambos y les dio las gracias de
nuevo. Después, seguida de Nevado, franqueó las puertas de la ciudad de Cristal
y corrió entre la niebla sin mirar atrás.
El camino ascendía entre dos paredes rocosas espinadas
de agujas de cristal. Bipa corrió todo lo que pudo, trepó, resbaló, se levantó
de nuevo... una y otra vez.
Cuando el día comenzaba a clarear se detuvo a recuperar
el aliento, exhausta. Había llegado a lo alto de la elevación, pero el terreno
no se abría ante ella, sino que, por el contrario, el camino se estrechaba y se
adentraba en una cueva cuya boca estaba erizada de prismas de cristal, como los
dientes de unas mandíbulas amenazadoras.
Bipa se estremeció y dudó un momento. Se dio la
vuelta para contemplar, quizá por última vez, la Ciudad de Cristal que se
extendía a sus pies. La luz del día había disipado la neblina lo bastante como
para apreciar sus contornos. Desde allí también eran claramente visibles todos
y cada uno de los golems de hielo que aguardaban al otro lado, ante la muralla.
Sólo que ya no se contentaban con aguardar.
Un cristal se rompió en alguna parte. Y otro. Y otro
más.
Bipa contempló, sobrecogida, cómo los golems de Gélida
lanzaban enormes bloques de hielo contra la muralla, con tanta violencia que
llegaban a quebrarla. Sus cuerpos se contorsionaban en un giro imposible para
voltear el brazo desde atrás, con un brusco movimiento de cintura que disparaba
rocas de hielo como si sus miembros superiores fuesen una poderosa honda. Algunos
de los proyectiles eran tan grandes y llegaban tan alto que alcanzaban las
torres de cristal.
Bipa fue testigo de la destrucción de las delicadas
agujas bajo la lluvia de bloques de hielo. Impasible, Gélida contemplaba el
ataque de sus golems desde lo alto de su enorme lagarto animado.
—¿Qué les pasa? —murmuró la muchacha, angustiada—.
¿Por qué no hacen nada?
Forzó la vista para tratar de distinguir lo que
sucedía en el interior de las murallas. Una breve ráfaga de brisa despejó la
niebla un poco más, y Bipa vio, no sin cierto alivio, que detrás de la puerta
aguardaban docenas de golems de cristal en perfecta formación. Descubrió
entonces que estaban llegando más, desde todos los rincones de la ciudad.
Cuando todos estuvieran preparados, las puertas se abrirían y los translúcidos
se defenderían por fin del ataque de Gélida.
Bipa no vislumbró a Esme entre las criaturas de cristal,
aunque desde aquella distancia era difícil estar segura. Con todo, el hecho de
no distinguirla entre los demás la tranquilizó un tanto, y pensó que era
curioso: aquel día muchos golems serían destruidos, morirían, si es que la
existencia de aquellas criaturas podía calificarse de «vida». Y, sin embargo,
Bipa sólo podía preocuparse por Esme, quizá porque era distinta, o tal vez
porque la conocía... o porque tenía un nombre.
Sin poder evitarlo, la joven alzó la cabeza para mirar
a Nevado, que seguía en pie, junto a ella. Su cuerpo ya no era tan blanco como
la nieve recién caída; ahora era de una tonalidad blanca sucia, y estaba
maltrecho, al igual que su contorno. Bipa acarició su frío brazo con suavidad.
—Vamonos —le dijo, con cierta ternura.
Nevado no respondió. Pero bajó la mirada hasta ella,
y en sus ojos huecos a Bipa le pareció leer un mudo asentimiento.
Ambos dieron la espalda a la ciudad donde gélidos y
cristalinos iniciaban una dura batalla sin cuartel; una batalla que había
comenzado por culpa del Ópalo que Bipa llevaba sobre su pecho. «Si gana Gélida
—reflexionó la joven— quizá se apropie del Ópalo de Lumen.» ¿Qué sería
entonces de Esme? Procuró no pensar en ello. Quizá cuando regresase con Aer,
pudiera hacer algo para cambiar las cosas. Si es que regresaba.
Inspiró hondo y se introdujo, con cuidado, por entre
los dientes de cristal de la caverna. Nevado la siguió.
En el interior de la cueva, como Bipa había
supuesto, reinaba la más profunda oscuridad. Avanzó un poco, pero cuando la luz
que se filtraba a través de la entrada dejó de ser suficiente, sacó la antorcha
de la mochila.
—Atrás, Nevado —le advirtió.
Sin detenerse a ver si el gólem la obedecía, Bipa encendió
la tea. Cuando la alzó en alto y miró a su alrededor, se le escapó una
exclamación de asombro, y a punto estuvo de dejarla caer.
Estaba rodeada por cientos de muchachas exactamente
iguales, y por cientos de golems de nieve como Nevado. Todas las chicas
sostenían una antorcha encendida, lo cual confirió a la cueva, de repente, una
intensa luminosidad.
—¿Quiénes sois? ¡Hablad! —las desafió Bipa.
Todas las chicas movieron los labios a la vez en una
muda pregunta, pero el único sonido que se oyó fue el de la voz de Bipa,
replicado por el eco.
—No puede ser... yo —dijo ella de pronto, anonadada;
se palpó la cara con la mano libre, y todas las chicas repitieron el gesto.
Tragando saliva, se acercó a la más próxima, intentando
no mirar a las demás, que avanzaban todas al mismo tiempo.
—No puedo ser yo —repitió, contemplando
la imagen. La chica le devolvió una mirada entre crítica y aterrada. No era
del todo ella. O, al menos, no la Bipa que ella recordaba. No había espejos en
las Cuevas, pero a menudo se había visto a sí misma reflejada en las aguas del
lago, cuando rompían la capa de hielo de la superficie para pescar. Aquella
Bipa, la Bipa del espejo, tenía el cabello tan claro que casi parecía rubio. Y estaba
mucho más delgada. Sin duda, aquel viaje lleno de privaciones le estaba
haciendo perder volumen, pero no explicaba el cambio en el tono de pelo, ni
otros cambios más sutiles como el de su piel, de una palidez enfermiza, o el de
sus ojos, que también eran más claros de lo que recordaba.
Y, por primera vez en su viaje, Bipa tuvo auténtico
pánico. Deseó regresar corriendo a casa, recuperar su vida, su aspecto, su
identidad. Siempre había sido consciente de que en aquella búsqueda podía
llegar a perder la vida, pero, por algún motivo, eso no le parecía tan terrible
como perderse a sí misma.
—Estoy... Cambiando —gimió, aterrorizada.
Dejó caer la antorcha, dio media vuelta y echó a correr...
y topó de bruces con otro espejo. El chocar contra sí misma y ver a cientos de
Bipas caer al suelo fue para ella una experiencia turbadora.
—¡Marchaos todas! —gimió, encogiéndose sobre sí
misma—. ¡Desapareced!
Cerró los ojos y se tapó la cara con los brazos.
Pero cuando volvió a mirar, no sólo las Bipas seguían ahí sino que cientos de
Nevados avanzaban hacia ella a la vez, como un disciplinado ejército blanco.
Bipa gritó cuando todos ellos le tendieron una antorcha encendida, cientos de
antorchas encendidas; su grito se multiplicó por el efecto del eco, y fue como
si todas las Bipas gritaran de horror.
Pero sintió algo más: el calor de la llama de la
antorcha, y se volvió hacia Nevado, el de verdad. La superficie del gólem
empezaba a licuarse, como si la criatura estuviese sudando copiosamente, y el
sentido común de Bipa se impuso ante todo lo demás. Le arrebató la antorcha a
Nevado y le ordenó:
—¡Atrás, atrás! Esto es demasiado peligroso para ti.
Nevado obedeció, y todos los golems retrocedieron al
mismo tiempo. Bipa suspiró hondo y se puso en pie.
—Andando —dijo.
Deslizó una mano por el espejo, palma con palma sobre
su imagen, hasta que encontró un resquicio entre aquella superficie y la
siguiente. Aunque el efecto le resultaba inquietante, avanzó hacia otra de las
Bipas hasta casi chocar contra ella, y entonces torció a la derecha. Por ahí
había un camino, pero, nuevamente, docenas de Bipas y Nevados los aguardaban.
—Supongo que el secreto está en no fijarme demasiado
en ellos, ¿no? —le dijo al gólem—. Después de todo sólo hay una Bipa, y ésa soy
yo. De eso puedo estar segura, así que no tengo por qué tener miedo.
Siguieron avanzando, buscando huecos entre los espejos.
Bipa pronto se encontró desorientada. No importaba hacia dónde caminase, las
otras Bipas reproducían sus movimientos en todas las direcciones imaginables.
La joven no tardó en estar completamente perdida en el Laberinto de los
Espejos.
Pese a todo, no dejó de caminar. Siguió adelante,
sin detenerse, deslizándose entre aquellas superficies reflectantes. Y así se
acostumbró a la imagen de los espejos y aprendió a sentirse reconfortada por su
compañía. Ya no estaba sola, porque cientos de Bipas y de Nevados la
acompañaban.
«Todas son yo —se sorprendió pensando—. Y yo soy
todas ellas.»
Contempló la imagen más cercana. Y se le ocurrió una
idea extraña.
Quizá ella no fuera realmente Bipa. Tal vez fuese
una de aquellas Bipas encerradas en los espejos. Tal vez la verdadera Bipa
estuviese al otro lado, en alguna parte, caminando, perdida entre los espejos.
Y ella no era más que su imagen reflejada en un pedazo de cristal azogado.
Se asustó. Gritó y golpeó con todas sus fuerzas el
espejo más cercano. Fue como golpearse a sí misma, pero eso no le importó. En
el fondo odiaba a aquella Bipa a la que apenas reconocía, por lo que siguió
golpeando el cristal, desesperada, luchando por escapar...
Hasta que el espejo se quebró con un chasquido. Bipa
se detuvo y retrocedió, asustada, sin dejar de mirar su imagen, grotescamente
partida en dos.
Sin poder soportarlo más, echó a correr.
Corrió y corrió a través del Laberinto de los Espejos,
durante lo que le pareció una eternidad. Corrió sin volver a mirar a todas las
Bipas que corrían con ella, sin mantener un rumbo fijo, simplemente avanzando
por donde podía. En su mente sólo cabía un pensamiento: «Tengo que escapar de
aquí antes de que me convierta en una de ellas. Antes de que quede atrapada
para siempre en un espejo.»
Cuando por fin, agotada, cayó de rodillas al suelo,
la antorcha rodó y se apagó, pero la caverna permaneció iluminada.
Bipa alzó la cabeza, con precaución.
Y vio la salida.
Estaba un poco más allá, apenas un círculo de luz
azulada que se derramaba sobre los espejos. La muchacha se levantó con cuidado
y avanzó hacia ella, sin apartar la mirada de su objetivo.
Y finalmente sus pies la llevaron hasta un arco que
conducía a un nuevo túnel... sin espejos.
Temblando de alivio, Bipa se dejó caer al suelo, con
la espalda apoyada contra la pared, y contempló la galería que se abría ante
ella. Era un larguísimo túnel de cristal. Sus paredes mostraban una luminiscencia
iridiscente, casi mística, con suaves resplandores cambiantes que hacían
innecesario el uso de antorchas. No eran lisas, sino que presentaban unos
curiosos bultos redondeados que Bipa no sintió ganas de examinar. Simplemente
se quedó allí, descansando.
Palpó sus manos y su rostro. Seguía
siendo corpórea, tridimensional. Había escapado de los espejos.
Cerró los ojos con un suspiro de alivio.
En aquel momento, Nevado la alcanzó. Él no se había
visto afectado por el sutil engaño de los espejos, pero sus bordes y aristas
habían hecho mella en su cuerpo, arañando su piel de nieve y arrancando incluso
algunos pedazos de ella. Bipa lanzó una exclamación consternada y se apresuró a
recomponerlo como mejor pudo, apelmazando la nieve y redistribuyéndola con las
palmas de las manos.
—Eres muy frágil —le dijo—. Más que esas criaturas
de cristal.
Nevado no dijo nada, pero inclinó la cabeza, con
cierta pesadumbre.
Bipa aprovechó la pausa para comer y descansar. Racionó
bien las provisiones que le había dado Lumen; no sabía qué encontraría al otro
lado, ni si volvería a topar con
alguien tan hospitalario como él.
Cuando se sintió con fuerzas, se levantó, cargó con sus cosas y
se adentró por el túnel.
Nevado la siguió.