domingo, 29 de septiembre de 2013

ANIME

TADAIMA
Esta vez he vuelto para hablarles de dos animes, que la verdad me han encantado, son bastante cortos, tendrán unos 30 capítulos cada uno y me da mucha pena que se hayan acabado ya.
Estoy hablando de SNK (Shingeki no kyojin) y de DANGANRONPA.

El primero trata sobre la invasión de la humanidad debido a unos titanes y el segundo sobre una clase de secundaria a la que encierran en un instituto para que se asesinen unos a otros.
Son dos animes bastante gores, pero a mi me encanta este género, ANOTHER es otro anime genial de este género, pero prefiero que ustedes me cuenten que les parece. :DD

SAYONARAA

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Ya estamos otra vez aquí.

GOMENE
Sentimos mucho que solo María haya subido parte del libro, pero...¡era el veranooooo! No hemos podido resistirnos a pasarlo genial y descansar, aunque eso no significa que hayamos vuelto con ganas de estudiar. Aunque sí que hemos vuelto con ganas de trabajar otra vez en el blog, yo mínimo, intentaré que mis compañeros vuelvan al tajo, pero hasta entonces seré yo quien siga con el blog. 
Como ya sabéis, soy la más rara y friki del grupo (es algo que decimos todos y que la verdad, para mi, es un cumplido) y este verano entre tanta fiesta he decidido teñirme el pelo, la próxima vez será solo azul y para el Salón del manga de Valladolid del año que viene espero poder teñirme el pelo de un negro azulado, para hacer el cosplay de Hyuga Hinata, un personaje del anime Naruto. Cunado lo termine os enseñaré fotos de cómo he llegado a hacerlo, posiblemente os pondré algún que otro tutorial de cómo se pueden hacer algunos de los complementos sencillos, ya que el resto del cosplay lo coseré a maquina o lo compraré. 


Sayonara.

lunes, 2 de septiembre de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 10)



X 
El ataque de los golems de hielo
 
Regresaron al cálido hogar de Lumen. Bipa no vio a Esme ni a Nevado y, cuando preguntó por ellos, el Maestro Cristalero le explicó que los había en­viado por delante.
—Nos están aguardando en la entrada del túnel se­creto que lleva a la ciudad —dijo—. No te preocupes por ellos; los golems son criaturas pacientes.
Caía ya la tarde, y Lumen preparó la cena. Mientras Bipa sorbía lentamente su sopa, masticando con fruición los trozos de carne que navegaban en ella, el Maestro Cristalero le dio las siguientes indicaciones:
—Cruzar la Ciudad será sólo el principio. Deberás te­ner cuidado de que no te vean. Una opaca como tú, so­bre todo si va acompañada de un gólem de nieve, llama mucho la atención. Pero eso no será lo más difícil.
»Una vez atravesada la puerta de salida llegarás al La­berinto de Espejos. Los espejos reflejarán tu imagen y ab­sorberán tu esencia. Te verás a ti misma multiplicada docenas, cientos de veces. Y el Laberinto es inmenso, por lo que, incluso si te orientas bien, tardarás mucho tiempo en salir. Para entonces habrás perdido algo muy importante de ti misma. Habrás perdido corporeidad.
Bipa se estremeció. No obstante, dijo:
—Pero eso es bueno, ¿no? De este modo me será más fácil acercarme al palacio de la Emperatriz y encontrar a Aer.
Lumen movió la cabeza.
—Sería bueno, si no fuese porque aún te queda mu­cho camino por recorrer.
»Después del Laberinto de Espejos viene el Túnel de las Mil Máscaras. En él, cientos de rostros vigilarán tus pa­sos. Son engañosos y crueles. Tomarán la forma de aque­llos que quieres, de aquellos a los que añoras. Y la única manera de avanzar es dejándolos atrás. ¿Comprendes?
—Ningún problema —asintió Bipa—. Ya he dejado atrás todo lo que amo.
—Salvo a aquel a quien pretendes encontrar.
—¿Aer? —Bipa se rió—. Él no es tan importante para mí.
—Y, sin embargo, has llegado muy lejos en su busca —observó Lumen.
Bipa resopló.
—Partí tras él porque alguien debía hacerlo. Pero ten por seguro que, si llego a saber que tendría que viajar tan lejos y pasarlo tan mal, me habría quedado en casa. Ese zoquete no merece tantas molestias por mi parte.
Lumen alzó una ceja blanca como la escarcha.
—Cuidado, Bipa —le advirtió—. Tu corazón, tus sen­timientos, son tu mayor arma contra el poder de la Em­peratriz. No los reprimas. Los etéreos no tienen deseos cor­porales, pero tampoco sienten ya las emociones. Los etéreos no sienten nada. Si quieres llegar hasta Aer tendrás que acercarte a su esencia todo lo posible... pero si te vuelves del todo como ellos, no tendrás ya deseos de regresar... y tú quieres regresar, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —replicó ella con vehemen­cia—. ¿Quién querría... no sentir nunca nada?
—Tiene sus ventajas. No experimentan dolor, no los acucia el hambre, ni los angustia la enfermedad...
—Pero es como si estuvieran muertos —declaró Bipa, estremeciéndose.
—En eso te equivocas. Los muertos son cuerpos sin espíritu. Los etéreos, simplemente, renunciaron a su cuerpo, y a todo lo que ello conlleva. Alcanzaron un estadio superior...
—¡Pero eso es estúpido! —estalló Bipa—. ¡Si no co­mes, no duermes, no amas, no lloras..., no estás vivo! La vida es el don más preciado de la Diosa. Tú lo sabes —añadió—, porque tratas a Esme como a una persona y no como un pedazo de roca. Yo no quiero ser una eté­rea —declaró—. Soy opaca, soy corpórea y estoy orgullosa de serlo. Pero Aer... —concluyó entonces, en voz más baja; calló, comprendiendo por fin lo que signifi­caba realmente el largo viaje de su amigo, y por primera vez asumió que podría ser un viaje sin retorno.
Lumen entendió sin necesidad de más palabras.
—No se lo tengas en cuenta —dijo con suavidad—. Él es medio cristalino. Lleva escrito en la sangre el deseo de ver a la Emperatriz.
—Su padre —recordó Bipa—. Su padre era extran­jero. ¿Cómo sabes que vino de aquí? ¿Acaso lo conocías?
—No —respondió él—. Lo supe por su nombre. «Aer» es una palabra de la lengua antigua, una que se ha­blaba en nuestro mundo en tiempos remotos y que ya ha quedado olvidada. Pero algunas palabras subsisten, como mi nombre y el de mi hermano gemelo. Y el de tu amigo. Aer —añadió— significa <<Aire>>. Un nombre muy del agrado de los etéreos.
—Aire —repitió Bipa—. Muy apropiado para él —co­mentó con cierto desdén—. Es lo único que tiene dentro de la cabeza.
Pero en el fondo estaba pensando en otra cosa. Estaba pensando, no sin cierto dolor, que era verdad, que Aer era como el viento, inasible, inalcanzable, tan ligero como un soplo de brisa, tan lejano como el lugar donde nacían los copos de nieve.
Tan diferente a ella...
—Sea como fuere, Bipa —prosiguió Lumen—, ten­drás que alcanzarlo antes de que llegue al Abismo. Porque si cruza al otro lado, ya no podrás seguirlo.
—¿Por qué no? ¿Qué hay al otro lado?
—No lo sé, porque nunca he llegado tan lejos. Pero no es eso lo que debe preocuparte, Bipa, sino el propio Abismo. No podrás atravesarlo.
—Si Aer puede, yo también —se rebeló ella.
—¿De veras? —sonrió el Maestro Cristalero—. ¿Acaso sabes volar?
Ella lo miró, anonadada.
—No estarás hablando en serio —balbuceó.
—Para cruzar el Abismo, Bipa, hay que volar, no hay otro modo. Hay que lanzarse al vacío y aguardar el mila­gro. Todos los Caminantes lo hacen sin mirar siquiera, y por eso llegan al otro lado. Pero los opacos no sois capa­ces, no podéis. Tenéis demasiado miedo a morir.
—¿Acaso tú no lo tienes? —le espetó ella, picada.
—Sí —sonrió él—. Y por eso sigo aquí y no he sido capaz de atravesar el Abismo.
Bipa respiró hondo.
—Aer no puede ser tan estúpido —murmuró.
—Yo en tu lugar no esperaría para comprobarlo —le aconsejó Lumen.
Y en esta ocasión, la joven no supo qué contestar.
Partieron poco después, cuando Lumen juzgó que en el exterior ya se habría hecho totalmente de noche. Bipa recogió sus cosas con cierta pena. Le habría gustado prolongar su estancia en el acogedor hogar de Lumen. Pero Aer llevaba demasiada ventaja, y el tiempo apremiaba.
Estaba todavía pensando en todo lo que el Maestro Cristalero le había contado cuando llegaron a la entrada del túnel oculto. En efecto, allí los aguardaban Esme y Ne­vado. El gólem de nieve retrocedió unos pasos para alejarse de la antorcha que llevaba Lumen.
—Iré yo primero —dijo el Cristalero—. Sigúeme, Bipa.
Caminaron por el túnel un buen rato. Cuando Bipa comenzaba a impacientarse, Lumen se detuvo de pronto y la joven casi chocó contra él.
—¿Qué...? —empezó, pero el hombre la hizo callar.
—Ssshh... Silencio a partir de aquí. Estamos llegando a la Ciudad.
Tuvieron que trepar los últimos metros. Por fin, Lu­men retiró una trampilla que cubría sus cabezas, y pu­dieron respirar algo de aire puro.
—Sube —susurró el Maestro Cristalero—. Cuando salgas por ahí estarás en la Ciudad, en un pequeño alma­cén de cristales. Busca la muralla y bordéala para no per­derte, te conducirá a las puertas de salida. Esme y yo nos quedamos aquí. Buena suerte —le deseó, con una sonrisa que iluminó su piel blanca como la leche.
—Muchas gracias por todo —dijo Bipa con calor—. Gracias, gracias. Nunca te olvidaré —añadió, cuando ya atravesaba el portillo.
—Eso espero —dijo Lumen.
Esme ayudó a Nevado a subir hasta donde Bipa lo es­peraba. Luego, la trampilla se cerró sobre ella y sobre el Maestro Cristalero. Bipa y su gólem escucharon el susu­rro de sus pasos en la oscuridad.
Y después, silencio.
La muchacha respiró hondo y se irguió, con decisión.
—Andando —le dijo a Nevado en voz baja—. Tene­mos que salir de aquí.
Encontraron la puerta y salieron al exterior. De noche, la Ciudad de Cristal se mostraba muda y fría entre la niebla. No había nadie, señal de que a los translúcidos no les preocupaba la presencia de un ejército de golems de hielo ante sus puertas.
«Estarán todos durmiendo», pensó Bipa. Luego re­cordó que, según le había contado Lumen, los habitantes de la Ciudad de Cristal apenas dormían. La muchacha se detuvo de golpe y miró a su alrededor, inquieta. Pero no vio a nadie.
Prosiguió la marcha en la semioscuridad. Sin embargo, la ciudad era grande y todas las calles le parecían iguales. ¿Cómo iba a encontrar la muralla?
«No necesito la muralla —pensó de pronto, alzando la mirada hacia el cielo—. Estoy muy cerca; la Estrella me guiará.»
Descubrió que, en efecto, el tenue resplandor que manchaba la oscuridad sobre la Ciudad de Cristal pare­cía proceder de una dirección determinada. Aun en la más profunda de las noches, la Estrella guiaba a los Ca­minantes hacia el palacio de la Emperatriz, desafiando a la tiniebla.
Bipa apresuró el paso. Tras ella oía el suave crujido de las pisadas de Nevado, que la seguía fielmente. Cami­naban buscando los rincones más oscuros, pegándose a las paredes de los edificios, con pasos furtivos, como dos ladrones.
Y, por fin, Bipa divisó las puertas de la Ciudad. Echó a correr y, en su precipitación, no advirtió que las dos es­tatuas que flanqueaban la entrada de la calle no eran real­mente estatuas.
Al gólem de cristal le bastó con alargar una mano para capturarla. Y, cuando Bipa se debatió, tratando de quebrar sus dedos, la criatura lanzó el otro puño hacia ella, sin remordimiento alguno. La chica sintió el golpe un instante antes de sumirse en la oscuridad.
Despertó sobre una incómoda cama fabricada a par­tir de un bloque de cuarzo duro y frío. Cuando enfocó la vista pudo ver a Nevado junto a ella. También vio las paredes de cristal de la celda, y el enorme prisma de cuarzo que bloqueaba la entrada, y recordó lo que había ocurrido.
—Podrías haberme echado una mano —le reprochó a Nevado.
El gólem no respondió. Bipa se acomodó como pudo sobre el lecho mineral y se arropó con su chal, alicaída.
Apenas había empezado a considerar todas sus opcio­nes cuando los golems que guardaban la puerta movieron el bloque a un lado, y alguien entró. Bipa se levantó de un salto.
Ante ella se encontraba Lux, el Señor de la Ciudad de Cristal.
—Déjame salir de aquí —le pidió Bipa, antes de que el translúcido tuviera ocasión de hablar—. Déjame cruzar al otro lado. Me marcharé y no volveré a molestarte.
—Tú eres la opaca que reclama Gélida —observó Lux, y la joven recordó entonces a los golems de hielo que aguar­daban en la puerta de la ciudad.
—No... no irás a entregarme a ella, ¿verdad?
—¿Y por qué no? Perteneces a sus dominios, mucha­cha, no a los míos.
—Pero... ¡me matará!
—Morirás igualmente si sigues adelante.
Desesperada, Bipa extrajo el Ópalo de debajo de sus ropas.
—¡Mira! —le espetó—. ¡Es esto lo que quiere! ¿Lo sa­bías? Déjame cruzar y será tuyo.
Las palabras habían brotado de su boca antes de darse cuenta de que iba a pronunciarlas. Se arrepintió enseguida de su ofrecimiento, y quiso retractarse, pero el Señor de la Ciudad de Cristal sonrió y dijo:
—Es lo que sospechaba.
—Espera... No hablaba en serio... en realidad... —bal­buceó ella; pero Lux le hizo callar con un gesto.
—No quiero para nada tu Ópalo, muchacha. Esos ob­jetos... parecen sagrados, pero son en realidad un lastre que nos impide Cambiar. No... eres tú la que me interesa.
—¿Yo? —se asustó Bipa—. ¿Por qué? Como tú mismo has dicho, soy una opaca y no...
—Una opaca con un Ópalo. No me malinterpretes: no quiero que ese objeto caiga en manos de Gélida. Si se lo entrego, como pide, hoy se marchará, pero mañana regresará con un ejército mucho mayor, y entonces sí des­truirá la Ciudad de Cristal, porque mis golems estarán de­masiado agotados como para hacerle frente.
»Pero tampoco quiero tu Ópalo. Para mí es una carga. Hace ya mucho tiempo que ansió desprenderme de él y Caminar hacia el palacio de la Emperatriz. Pero no puedo...
—... porque tu hermano tiene un Ópalo semejante —murmuró Bipa—. Lo sé.
—Y porque tengo una responsabilidad para con la Ciu­dad. Hace mucho que deseo poder encontrar un sucesor, alguien que herede mi cargo. Pero no puedo entregarle mi Ópalo a nadie. Sin embargo, tú eres demasiado opaca como para seguir Caminando, y, por otro lado, tienes un Ópalo...
Bipa comprendió.
—¿Pretendes marcharte de aquí y dejarme a mí en tu lugar? ¡Pero yo no puedo ocupar tu puesto! Tengo que seguir adelante, tengo que encontrar a Aer...
—Con ese Ópalo no serás capaz de Cambiar, es de­masiado poderoso todavía. De modo que no podrás llegar nunca al palacio de la Emperatriz. Pero éste —añadió, señalando su propia frente— está casi agotado. Después de tanto tiempo, por fin... se me permitirá Caminar... y Cam­biar... incluso aunque lo lleve puesto.
—No pienso quedarme aquí —insistió ella—. No puedo.
—Podrás —le aseguró Lux—, porque te quedarás aquí encerrada hasta que seas uno de nosotros. Y entonces com­prenderás la importancia de la gema que traes, y estarás dispuesta a aceptar tu destino como Señora de la Ciudad de Cristal.
—¿Y convertirme en alguien como tú? —replicó Bipa, desafiante—. No, gracias.
Lux no respondió. Sólo la miró un instante, con una enigmática sonrisa. Y Bipa no pudo evitar acordarse de Lu­men, tan idéntico a él, y a la vez tan diferente.
Entonces, el Señor de la Ciudad de Cristal dio me­dia vuelta y salió de la celda.
—¡Eh! —lo llamó Bipa—. ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?
No hubo respuesta. Bipa pegó la nariz a la pared y oteó el exterior, pero no pudo ver ya a nadie entre la niebla. Fuera seguía siendo de noche.
Entonces, se oyó un silbido, un golpe y un estruendo de cristales rotos. Bipa levantó la cabeza, alerta.
—¿Qué ha sido eso?
El ruido se repitió. La muchacha prestó atención. Pare­cía como si algo muy pesado hubiese caído del cielo sobre los tejados de la ciudad. Enseguida, otro de aquellos objetos se estrelló contra una casa, muy cerca de allí. Bipa estaba demasiado lejos como para verlo, pero oyó el sonido.
Si había caído tan cerca, también podría caer sobre ella.
A través de las paredes de su prisión vio que la calle se animaba. Los habitantes de la ciudad, presurosos, salían de sus casas y corrían todos en la misma dirección. Los golems los seguían.
—¿Qué estará pasando? —se preguntó Bipa.
En alguna parte, una torre se rompió en mil pedazos, abatida por otro de aquellos grandes objetos que llovían del cielo.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo a Nevado, es­tremeciéndose.
Trató de mover la gran roca de cuarzo que bloqueaba la entrada, pero no fue capaz. Nevado también lo intentó, y consiguió desplazar la roca un poco, pero no lo suficiente. Empujaron los dos a la vez. Sin embargo, el cuarzo no se movió ni un centímetro más.
Cuando Bipa, cansada de empujar, se dejó caer en el suelo, exhausta, algo atrajo su atención en el exterior. Vol­vió a pegar la nariz al cristal y distinguió, emergiendo de entre las sombras nocturnas, la alta figura de un gólem que se acercaba. Hasta que no estuvo junto a la puerta, Bipa no se percató de que era más oscuro que los demás.
—¿Esme? —la llamó, sin poder ocultar su alegría.
Ella no dio muestras de haberla oído. Empujó el blo­que de cuarzo de la entrada hacia un lado, desde un punto que Bipa y Nevado, encerrados en el interior de la celda, no podían alcanzar. Y, después de unos breves instantes de incertidumbre, la roca se movió, despejándoles la salida.
Bipa recogió sus cosas y se apresuró a escapar al exte­rior, seguida de Nevado. Se abrazó a la dura cintura de Esme.
—¡Gracias, gracias! Te debemos otra, Esme.
Ella inclinó la cabeza para mirarla, pero esa fue su única reacción. Se separó de Bipa con delicadeza y echó a an­dar sin esperarlos. Pese a ello, Bipa supo que tenían que seguirla.
Corrieron detrás de Esme, atravesando las calles de la Ciudad de Cristal. Nadie les prestó atención. Todos tenían cosas más importantes en qué pensar.
Los bloques seguían cayendo del cielo, y Bipa tuvo ocasión de examinar uno de ellos. Había quedado en medio de una calle, adonde había ido a parar tras destrozar una cúpula.
—Es granizo —dijo la chica, perpleja—. Está grani­zando.
Pero aquellas piedras de hielo eran demasiado grandes como para ser naturales. Por otra parte, estaban causando destrozos considerables. «Si aquí granizara de esta forma a menudo —razonó Bipa—, a estas alturas ya no existi­ría la Ciudad de Cristal.»
Pero, entonces, ¿quién podría bombardear la ciudad de aquella manera? Bipa pensó en Gélida. Sin embargo, dese­chó la idea. Ni siquiera ella sería capaz de hacer algo así.
Apartó definitivamente aquellos pensamientos de su mente para salir corriendo detrás de Esme, que se alejaba. La siguió durante un rato, entre el sonido atronador de los proyectiles de hielo que torturaban la ciudad, hasta que ella se detuvo en la entrada de la calle que conducía a la puerta de salida. Allí seguía todavía uno de los golems guardianes, silencioso e inmóvil. El otro, probablemente, ha­bría ido donde todos los demás, a defender la ciudad, si es que podían defenderla de alguna manera.
—No nos dejará pasar —dijo Bipa, preocupada. Com­prendía que no podía pedir a Esme que luchara contra él, y Nevado no era lo bastante consistente como para po­der enfrentarse a un gólem de cristal.
En aquel instante, el guardián de la puerta volvió la cabeza hacia Bipa para evaluarla. Ella entendió entonces que no la juzgaba por ser una intrusa, sino por su condi­ción de opaca.
Bipa tuvo miedo. El gólem de cristal se movió hacia ella, amenazador. En esta ocasión, adivinó, no se conten­taría con dejarla inconsciente. Iba a matarla. Dio media vuelta para escapar, pero chocó con Nevado, y ambos ca­yeron al suelo.
El gólem de cristal descargó el puño sobre ellos.
Pero un brazo verde se interpuso entre el guardián y sus víctimas. Se oyó un sonido desagradable, como un chi­rrido, y el gólem de cristal retrocedió un paso.
Bipa se atrevió a mirar.
Esme se alzaba ante ella, inmóvil, majestuosa, prote­giéndolos del guardián con su propio cuerpo. Las dos enor­mes criaturas se miraron la una a la otra. Esme avanzó un paso.
Mientras tanto, seguían lloviendo bloques de hielo so­bre la Ciudad de Cristal.
El guardián se abalanzó sobre Esme, y los dos golems chocaron con violencia. Esme resistió el golpe; sus pies no se despegaron del suelo. El gólem de cristal la golpeó, volteando el brazo contra ella, y Bipa oyó que algo se resque­brajaba. Sin embargo, en la penumbra no pudo distinguir cuál de los dos había sufrido daños.
Sintió que algo muy frío y húmedo tiraba de ella, y se sobresaltó.
Descubrió que se trataba de Nevado, que se había puesto en pie e intentaba levantarla. Bipa obedeció, aún aturdida. Cuando se quiso dar cuenta, Nevado la arras­traba hacia la puerta. La muchacha trató de reaccionar y se desasió del helado contacto de su mano.
—Para... ¡Para! ¡No podemos dejarla así!
Pero Nevado la cogió, sin contemplaciones, y se la cargó a la espalda. Bipa pataleó, llamando a Esme, mien­tras el gólem de nieve corría en dirección a la puerta y, a sus espaldas, aquellas dos formidables criaturas, una de cristal y otra de esmeralda, seguían enzarzadas en una te­rrible batalla.
Por fin, Nevado la depositó ante la puerta. Bipa echó un último vistazo atrás, pero la niebla y la oscuridad im­pedían ver otra cosa que dos formas confusas. Respiró hondo y se esforzó por concentrarse en la vía de escape que tenía frente a ella.
En aquel momento se oyó un ruido que acabó con un escalofriante tintineo, como si algo muy grande se hubiera roto en mil pedazos.
—¡Esme! —gritó Bipa, angustiada.
Trató de volver atrás, pero Nevado la retuvo entre sus fríos brazos.
—No te preocupes por ella —dijo una voz en la oscu­ridad.
Bipa distinguió los rasgos del Señor de la Ciudad de Cristal, y retrocedió asustada. Pero él sonrió; y Bipa des­cubrió entonces que era Lumen, el Maestro Cristalero.
—Me temo que te debo una disculpa por no haberte hablado de los golems que vigilaban las puertas —dijo él—. En mi defensa diré que no sabía que existían. Lux debe de haberlos puesto aquí después de que yo fuese ex­pulsado de la ciudad.
Pero a Bipa eso ya no le preocupaba.
—¿Qué está pasando? —inquirió—. ¿Qué son esas co­sas de hielo, y de dónde salen?
—Gélida no ha querido esperar al amanecer: está ata­cando la ciudad.
—No puede ser —balbuceó la chica—. ¿Qué vais a hacer?
—Defendernos, por supuesto. Y ahora, vete. Los asun­tos de los translúcidos no son de la incumbencia de una muchacha opaca.
—Pero... ¡todo esto es culpa mía!
—No, no lo es. Gélida lleva mucho tiempo queriendo traspasar las puertas de la Ciudad de Cristal, pero Lux nunca se lo ha permitido: sólo es una pálida, demasiado opaca para continuar, y lo seguirá siendo, mientras sea in­capaz de renunciar a su ejército, a su palacio y a sus sir­vientes. Gélida quiere tu Ópalo, es cierto. Pero también desea atravesar la ciudad, como tantos otros. Y ahora ya tiene una excusa para tratar de hacerlo a la fuerza. Már­chate: nosotros nos ocuparemos. Yo ayudaré a mi hermano y animaré más golems para él.
—Pero... ¿qué pasará con Esme?
—Mi Ópalo no va a desgastarse con tanta facilidad, Bipa, no te preocupes.
Mientras hablaba, una figura se había acercado a ellos, envuelta en jirones de niebla. Cuando se aproximó lo bas­tante como para poder reconocerla, Bipa dejó escapar un suspiro de alivio: era Esme.
Parecía cansada, y su pulida superficie cristalina estaba resquebrajada en algunos puntos, pero aún estaba entera.
La joven se sintió tan aliviada que la abrazó con fuerza.
—Gracias, Esme.
Lumen sonrió.
—Es una chica fuerte. Es hora de que te vayas, Bipa. La gente está muy ocupada, pero igualmente tratarán de impedirte marchar, si te descubren.
Ella los abrazó a ambos y les dio las gracias de nuevo. Después, seguida de Nevado, franqueó las puertas de la ciudad de Cristal y corrió entre la niebla sin mirar atrás.
El camino ascendía entre dos paredes rocosas espina­das de agujas de cristal. Bipa corrió todo lo que pudo, trepó, resbaló, se levantó de nuevo... una y otra vez.
Cuando el día comenzaba a clarear se detuvo a recu­perar el aliento, exhausta. Había llegado a lo alto de la ele­vación, pero el terreno no se abría ante ella, sino que, por el contrario, el camino se estrechaba y se adentraba en una cueva cuya boca estaba erizada de prismas de cristal, como los dientes de unas mandíbulas amenazadoras.
Bipa se estremeció y dudó un momento. Se dio la vuelta para contemplar, quizá por última vez, la Ciudad de Cristal que se extendía a sus pies. La luz del día había disipado la neblina lo bastante como para apreciar sus con­tornos. Desde allí también eran claramente visibles todos y cada uno de los golems de hielo que aguardaban al otro lado, ante la muralla.
Sólo que ya no se contentaban con aguardar.
Un cristal se rompió en alguna parte. Y otro. Y otro más.
Bipa contempló, sobrecogida, cómo los golems de Gé­lida lanzaban enormes bloques de hielo contra la muralla, con tanta violencia que llegaban a quebrarla. Sus cuerpos se contorsionaban en un giro imposible para voltear el brazo desde atrás, con un brusco movimiento de cintura que disparaba rocas de hielo como si sus miembros supe­riores fuesen una poderosa honda. Algunos de los proyec­tiles eran tan grandes y llegaban tan alto que alcanzaban las torres de cristal.
Bipa fue testigo de la destrucción de las delicadas agu­jas bajo la lluvia de bloques de hielo. Impasible, Gélida contemplaba el ataque de sus golems desde lo alto de su enorme lagarto animado.
—¿Qué les pasa? —murmuró la muchacha, angus­tiada—. ¿Por qué no hacen nada?
Forzó la vista para tratar de distinguir lo que sucedía en el interior de las murallas. Una breve ráfaga de brisa despejó la niebla un poco más, y Bipa vio, no sin cierto alivio, que detrás de la puerta aguardaban docenas de go­lems de cristal en perfecta formación. Descubrió entonces que estaban llegando más, desde todos los rincones de la ciudad. Cuando todos estuvieran preparados, las puertas se abrirían y los translúcidos se defenderían por fin del ata­que de Gélida.
Bipa no vislumbró a Esme entre las criaturas de cris­tal, aunque desde aquella distancia era difícil estar segura. Con todo, el hecho de no distinguirla entre los demás la tranquilizó un tanto, y pensó que era curioso: aquel día muchos golems serían destruidos, morirían, si es que la existencia de aquellas criaturas podía calificarse de «vida». Y, sin embargo, Bipa sólo podía preocuparse por Esme, quizá porque era distinta, o tal vez porque la conocía... o porque tenía un nombre.
Sin poder evitarlo, la joven alzó la cabeza para mi­rar a Nevado, que seguía en pie, junto a ella. Su cuerpo ya no era tan blanco como la nieve recién caída; ahora era de una tonalidad blanca sucia, y estaba maltrecho, al igual que su contorno. Bipa acarició su frío brazo con suavidad.
—Vamonos —le dijo, con cierta ternura.
Nevado no respondió. Pero bajó la mirada hasta ella, y en sus ojos huecos a Bipa le pareció leer un mudo asen­timiento.
Ambos dieron la espalda a la ciudad donde gélidos y cristalinos iniciaban una dura batalla sin cuartel; una ba­talla que había comenzado por culpa del Ópalo que Bipa llevaba sobre su pecho. «Si gana Gélida —reflexionó la jo­ven— quizá se apropie del Ópalo de Lumen.» ¿Qué se­ría entonces de Esme? Procuró no pensar en ello. Quizá cuando regresase con Aer, pudiera hacer algo para cambiar las cosas. Si es que regresaba.
Inspiró hondo y se introdujo, con cuidado, por entre los dientes de cristal de la caverna. Nevado la siguió.
En el interior de la cueva, como Bipa había supuesto, reinaba la más profunda oscuridad. Avanzó un poco, pero cuando la luz que se filtraba a través de la entrada dejó de ser suficiente, sacó la antorcha de la mochila.
—Atrás, Nevado —le advirtió.
Sin detenerse a ver si el gólem la obedecía, Bipa en­cendió la tea. Cuando la alzó en alto y miró a su alrededor, se le escapó una exclamación de asombro, y a punto estuvo de dejarla caer.
Estaba rodeada por cientos de muchachas exacta­mente iguales, y por cientos de golems de nieve como Nevado. Todas las chicas sostenían una antorcha encen­dida, lo cual confirió a la cueva, de repente, una intensa luminosidad.
—¿Quiénes sois? ¡Hablad! —las desafió Bipa.
Todas las chicas movieron los labios a la vez en una muda pregunta, pero el único sonido que se oyó fue el de la voz de Bipa, replicado por el eco.
—No puede ser... yo —dijo ella de pronto, anonadada; se palpó la cara con la mano libre, y todas las chicas repi­tieron el gesto.
Tragando saliva, se acercó a la más próxima, inten­tando no mirar a las demás, que avanzaban todas al mismo tiempo.
—No puedo ser yo —repitió, contemplando la ima­gen. La chica le devolvió una mirada entre crítica y ate­rrada. No era del todo ella. O, al menos, no la Bipa que ella recordaba. No había espejos en las Cuevas, pero a menudo se había visto a sí misma reflejada en las aguas del lago, cuando rompían la capa de hielo de la superfi­cie para pescar. Aquella Bipa, la Bipa del espejo, tenía el cabello tan claro que casi parecía rubio. Y estaba mu­cho más delgada. Sin duda, aquel viaje lleno de privacio­nes le estaba haciendo perder volumen, pero no expli­caba el cambio en el tono de pelo, ni otros cambios más sutiles como el de su piel, de una palidez enfermiza, o el de sus ojos, que también eran más claros de lo que recordaba.
Y, por primera vez en su viaje, Bipa tuvo auténtico pá­nico. Deseó regresar corriendo a casa, recuperar su vida, su aspecto, su identidad. Siempre había sido consciente de que en aquella búsqueda podía llegar a perder la vida, pero, por algún motivo, eso no le parecía tan terrible como per­derse a sí misma.
—Estoy... Cambiando —gimió, aterrorizada.
Dejó caer la antorcha, dio media vuelta y echó a co­rrer... y topó de bruces con otro espejo. El chocar contra sí misma y ver a cientos de Bipas caer al suelo fue para ella una experiencia turbadora.
—¡Marchaos todas! —gimió, encogiéndose sobre sí misma—. ¡Desapareced!
Cerró los ojos y se tapó la cara con los brazos. Pero cuando volvió a mirar, no sólo las Bipas seguían ahí sino que cientos de Nevados avanzaban hacia ella a la vez, como un disciplinado ejército blanco. Bipa gritó cuando todos ellos le tendieron una antorcha encendida, cientos de an­torchas encendidas; su grito se multiplicó por el efecto del eco, y fue como si todas las Bipas gritaran de horror.
Pero sintió algo más: el calor de la llama de la antor­cha, y se volvió hacia Nevado, el de verdad. La superficie del gólem empezaba a licuarse, como si la criatura estu­viese sudando copiosamente, y el sentido común de Bipa se impuso ante todo lo demás. Le arrebató la antorcha a Nevado y le ordenó:
—¡Atrás, atrás! Esto es demasiado peligroso para ti.
Nevado obedeció, y todos los golems retrocedieron al mismo tiempo. Bipa suspiró hondo y se puso en pie.
—Andando —dijo.
Deslizó una mano por el espejo, palma con palma so­bre su imagen, hasta que encontró un resquicio entre aquella superficie y la siguiente. Aunque el efecto le re­sultaba inquietante, avanzó hacia otra de las Bipas hasta casi chocar contra ella, y entonces torció a la derecha. Por ahí había un camino, pero, nuevamente, docenas de Bi­pas y Nevados los aguardaban.
—Supongo que el secreto está en no fijarme dema­siado en ellos, ¿no? —le dijo al gólem—. Después de todo sólo hay una Bipa, y ésa soy yo. De eso puedo estar segura, así que no tengo por qué tener miedo.
Siguieron avanzando, buscando huecos entre los espe­jos. Bipa pronto se encontró desorientada. No impor­taba hacia dónde caminase, las otras Bipas reproducían sus movimientos en todas las direcciones imaginables. La jo­ven no tardó en estar completamente perdida en el Labe­rinto de los Espejos.
Pese a todo, no dejó de caminar. Siguió adelante, sin de­tenerse, deslizándose entre aquellas superficies reflectantes. Y así se acostumbró a la imagen de los espejos y aprendió a sentirse reconfortada por su compañía. Ya no estaba sola, porque cientos de Bipas y de Nevados la acompañaban.
«Todas son yo —se sorprendió pensando—. Y yo soy todas ellas.»
Contempló la imagen más cercana. Y se le ocurrió una idea extraña.
Quizá ella no fuera realmente Bipa. Tal vez fuese una de aquellas Bipas encerradas en los espejos. Tal vez la ver­dadera Bipa estuviese al otro lado, en alguna parte, caminando, perdida entre los espejos. Y ella no era más que su imagen reflejada en un pedazo de cristal azogado.
Se asustó. Gritó y golpeó con todas sus fuerzas el es­pejo más cercano. Fue como golpearse a sí misma, pero eso no le importó. En el fondo odiaba a aquella Bipa a la que apenas reconocía, por lo que siguió golpeando el cris­tal, desesperada, luchando por escapar...
Hasta que el espejo se quebró con un chasquido. Bipa se detuvo y retrocedió, asustada, sin dejar de mirar su ima­gen, grotescamente partida en dos.
Sin poder soportarlo más, echó a correr.
Corrió y corrió a través del Laberinto de los Espe­jos, durante lo que le pareció una eternidad. Corrió sin volver a mirar a todas las Bipas que corrían con ella, sin mantener un rumbo fijo, simplemente avanzando por donde podía. En su mente sólo cabía un pensamiento: «Tengo que escapar de aquí antes de que me convierta en una de ellas. Antes de que quede atrapada para siempre en un espejo.»
Cuando por fin, agotada, cayó de rodillas al suelo, la antorcha rodó y se apagó, pero la caverna permaneció ilu­minada.
Bipa alzó la cabeza, con precaución.
Y vio la salida.
Estaba un poco más allá, apenas un círculo de luz azu­lada que se derramaba sobre los espejos. La muchacha se levantó con cuidado y avanzó hacia ella, sin apartar la mi­rada de su objetivo.
Y finalmente sus pies la llevaron hasta un arco que con­ducía a un nuevo túnel... sin espejos.
Temblando de alivio, Bipa se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y contempló la galería que se abría ante ella. Era un larguísimo túnel de cristal. Sus paredes mostraban una luminiscencia iridiscente, casi mística, con suaves resplandores cambiantes que hacían innecesario el uso de antorchas. No eran lisas, sino que presentaban unos curiosos bultos redondeados que Bipa no sintió ganas de examinar. Simplemente se quedó allí, descansando.
Palpó sus manos y su rostro. Seguía siendo corpórea, tridimensional. Había escapado de los espejos.
Cerró los ojos con un suspiro de alivio.
En aquel momento, Nevado la alcanzó. Él no se había visto afectado por el sutil engaño de los espejos, pero sus bordes y aristas habían hecho mella en su cuerpo, arañando su piel de nieve y arrancando incluso algunos pedazos de ella. Bipa lanzó una exclamación consternada y se apresuró a recomponerlo como mejor pudo, apelmazando la nieve y redistribuyéndola con las palmas de las manos.
—Eres muy frágil —le dijo—. Más que esas criaturas de cristal.
Nevado no dijo nada, pero inclinó la cabeza, con cierta pesadumbre.
Bipa aprovechó la pausa para comer y descansar. Ra­cionó bien las provisiones que le había dado Lumen; no sabía qué encontraría al otro lado, ni si volvería a topar con alguien tan hospitalario como él.
Cuando se sintió con fuerzas, se levantó, cargó con sus cosas y se adentró por el túnel.
Nevado la siguió.