III
La Estrella de la Emperatriz
La Estrella de la Emperatriz
En aquella ocasión, Topo se unió a la
partida de caza, y Bipa se quedó sola. Todavía era demasiado joven para ir con
ellos y, aunque sabía que lo haría algún día y que era necesario que todas las
personas sanas y fuertes colaborasen, no le hacía especial ilusión. Por eso
aquella noche, cuando se arrebujó en su cama, bajo la manta, compadeció a su
padre, a quien imaginaba incómodamente acurrucado en los túneles, y no envidió
la emoción de la cacería.I
No obstante, tampoco ella pudo dormir bien. En lo más
profundo de su sueño la despertaron unos rápidos golpes en la puerta.
Bipa se incorporo aún aturdida. Lo primero que pensó fue
que los cazadores habían vuelto antes de tiempo. Pero entonces se percato que los golpes habían
sonado en la puerta exterior, no en la interior, la que daba a los túneles. Inquieta se levantó y se acercó a mirar
por la mirilla.
Estaba demasiado oscuro para distinguir a la persona
que aguardaba fuera, pero enseguida se oyó la voz inconfundible de Aer:
—¡Soy yo, Bipa! ¡Sal, éste es el momento!
—¿El
momento de qué? —gruñó ella; pero le abrió la puerta, porque dejar a una
persona a la intemperie era una tremenda descortesía.
Aer entró, sacudiéndose la escarcha del
pelo y frotándose las manos para calentárselas; su amplia sonrisa, sin embargo,
era capaz de fundir hasta un témpano de hielo.
—Ponte el abrigo y los zapatos, Bipa
—ordenó—. Se ha abierto la niebla, pero no durará mucho; no tenemos demasiado
tiempo.
Bipa puso los brazos en jarras.
—Yo no pienso ir a ninguna parte —declaró.
—No está lejos —insistió él—. Volveremos enseguida,
te lo prometo.
—¿Y no podemos ir mañana?
—No, no; sólo puede verse de noche, sólo esta noche.
Ven, tienes que verlo.
Bipa se lo quedó mirando un momento. Después, capituló.
—De acuerdo, está bien. Pero sólo un momento.
Se puso los zapatos y se abrigó lo mejor que pudo.
Después, salió tras Aer al exterior.
Era una noche tranquila. No nevaba ni hacía viento
y, como Aer había señalado, la impenetrable capa de niebla que habitualmente
cubría las Cuevas se había levantado, permitiendo intuir el cielo nocturno tras
un leve velo neblinoso.
Bipa siguió a Aer a través del poblado, silencioso y
vacío. Cuando lo vio trepar por una colina nevada dudó un momento, pero acabó
por ir tras él.
Llegó, sin aliento, a lo alto del cerro, y se detuvo
a descansar. Aer se volvió hacia ella con ojos brillantes.
—Mira —dijo, señalando un punto en el horizonte.
Bipa miró.
Había algo en el cielo, una esfera azulada, clara y
fría, que emitía un pálido resplandor. Estaba lejos, muy lejos; sin embargo,
transmitía una sensación sobrecogedora, como si fuese un ojo de hielo que los
contemplase desde la lejanía.
—Parece un trozo de cuarzo gigante —comentó Bipa en
un susurro.
Aer volvió a la realidad.
—No —dijo—. Es mucho, mucho más puro.
Pronunció la palabra «puro» con un tono
anhelante casi reverencial, y Bipa sintió un escalofrío sin saber por qué.
—Maga me contó una vez que, si no
hubiese tanta niebla, veríamos en el cielo muchas más cosas como ésa —prosiguió
Aer—. Se llaman estrellas y, aunque parecen pequeños pedacitos de hielo, en
realidad son bolas de fuego gigantes que arden sin llegar a apagarse jamás.
—Venga ya —soltó
Bipa, escéptica—. ¿Seguro que eso te lo contó Maga? ¿No sería tu madre?
—Maga dice que
antiguamente la gente miraba al cielo por las noches y veía millones de
estrellas —añadió Aer.
Bipa no replicó. Era propio de Maga contar historias de
tiempos pasados y, ahora que lo pensaba, tal vez sí recordara haberla oído
mencionar las estrellas.
—Pero
eso no parece una bola de fuego —dijo, señalando a la esfera lejana que pendía
sobre las montañas.
—No
—admitió Aer—. Parece más bien un cristal de hielo. O quizá fuese una estrella
que llegó a apagarse. El caso es que está tan cerca, tan cerca de la superficie
del mundo que casi podrías tocarla.
Alargó la mano hacia la supuesta
estrella. Sus dedos se bañaron en una luz fantasmal que a Bipa le pareció espantosamente
fría e inhumana. De pronto sintió que no podia permanecer ni un instante más
bajo la mirada de esa cosa
—Vamonos de aquí -dijo, pero Aer no la
escuchó. Inquieta Bipa se volvió para mirarlo y vio que el muchacho se había
quedado contemplando la estrella azulada que colgaba en el horizonte,
fascinado. Por un instante, en sus ojos pareció relucir una réplica en
miniatura de aquel pedazo de hielo celeste.
—Vamonos —insistió Bipa. Hace más frío
de lo normal.
—No parece estar tan lejos —murmuró Aer,
aún hipnotizado por la estrella—. Varios días de viaje a lo sumo, talvez...
—Ni lo sueñes —replicó ella con energía. Tiró de él,
impaciente; pero resbaló en la nieve y cayó hacia atrás, arrastrando a Aer
consigo. Ambos rodaron colina abajo.
Cuando la estrella dejó de ser visible en el cielo,
Bipa se sintió mucho mejor.
—Vamónos a casa —dijo—. Ya he tenido
bastante por hoy.
Llevó a Aer a rastras buscando siempre
el resguardo de las colinas. El muchacho la seguía, como un autómata.
Aun conservaba aquel extraño brillo en los ojos y
aquella sonrisa ausente.
Ninguno de los dos habló hasta que
llegaron ante la puerta del hogar de Bipa.
—Vuelve con tu madre —dijo ella—. Si se
despierta y ve que no estás, se preocupará.
Aer no respondió. Parecía totalmente
ido, y Bipa le dio una bofetada para espabilarlo. El joven sacudió la cabeza y
la miró, un poco perdido.
—Ya te dije que era una mala idea —le recordó ella—.
El frío te ha congelado la sesera. Vete a la cama y duerme un poco; lo
necesitas.
—Es lo que brillaba en el cielo —murmuró
él—. Igual que en la pintura de la pared: una esfera sobre las cabezas de las
personas.
—Esa bola era roja, no azul. Olvídate
del tema, ¿quieres?
No añadió que la mancha roja de pintura
le había transmitido una sensación de calidez y añoranza muy, muy diferente
de la aterradora frialdad azul de aquel ojo de hielo.
—No —negó él—. Es lo que brilla sobre nuestras
cabezas. Como en las historias de mi madre. La señal que guía a los viajeros.
—Deja de decir tonterías. No hay
ninguna...
—La señal que guía a los viajeros —interrumpió
él—, hasta el palacio de la Emperatriz. Es la luz que baña sus dominios. El
Reino Etéreo.
Un escalofrío de miedo recorrió la espina dorsal de
Bipa.
—Eso no existe —murmuró—. La Emperatriz
es un cuento de niños.
—Pero su luz brilla en el cielo, tú la has visto
igual que yo —replicó Aer; de pronto había recuperado su espléndida sonrisa—.
Buenas noches, Bipa. Que la luz de la Emperatriz te guíe en la tormenta.
Bipa iba a decir algo, pero él no la dejó. Aún
sonriendo, la besó en la frente y se perdió en la oscuridad de la noche.
La muchacha se quedó un momento en la puerta, sin
ser capaz de reaccionar. Cuando por fin pudo cerrar, se llevó una mano
temblorosa a la frente. Le había sorprendido el gesto de él, pero más todavía
el sentir que sus labios tenían el tacto frío de un cadáver.
Al día siguiente, Bipa fue a ver a Maga
antes de ir a buscar el rebaño.
Maga era la chamana de la Comunidad. Nadie sabía qué
significaba exactamente la palabra «chamana». Tal vez tuviera algo que ver con
los amplios conocimientos que Maga tenía sobre la vida o sobre el mundo en
general. O quizá estuviese relacionada con su capacidad para curar a la gente,
o con la forma que tenía de ser el centro de la comunidad sin ser realmente una
líder, sin impartir órdenes ni promulgar leyes. Bipa creía que «chamana»
significaba «sabia».
Nadie sabía tampoco qué edad tenía Maga. Llevaba
allí tanto tiempo que hasta los más ancianos del lugar recordaban haber ido a
visitarla de niños, para pedirle consejo. Y, sin embargo, a simple vista Maga no
daba la impresión de ser tan vieja. Tenía el aspecto de una mujer madura,
de rostro bondadoso, cuyos ojos parecían contener la respuesta a todas las
preguntas. Los niños crecían, los adultos envejecían con el paso del tiempo,
pero Maga permanecía siempre igual. Y eso, lejos de inquietar a los habitantes
de las Cuevas, los tranquilizaba. Era reconfortante saber que, pasara lo que
pasase, Maga siempre estaría ahí, con sus manos milagrosas, su cálida sonrisa y
sus sabias palabras.
Aquella mañana, Bipa sentía más frío de lo normal. A
pesar de haberse abrigado bien, se estremecía sin saber por qué, como si un
soplo del invierno eterno se hubiese instalado en su corazón. Maga percibió su
gesto serio y preocupado mientras las dos machacaban raíces en sendos morteros.
—¿Qué te pasa hoy, Bipa? ¿Te encuentras mal?
Ella no tuvo tiempo de responder. La chamana
dejó a un lado el mortero y colocó una mano sobre su frente. La gema que pendía
de su cuello, a la que ella llamaba «Ópalo»
y que era el símbolo de su rango, relució un instante como un corazón en llamas. Inmediatamente, una sensación reconfortante se extendió por todo el cuerpo de Bipa.
—Gracias —murmuró ella—. Tenía frío.
y que era el símbolo de su rango, relució un instante como un corazón en llamas. Inmediatamente, una sensación reconfortante se extendió por todo el cuerpo de Bipa.
—Gracias —murmuró ella—. Tenía frío.
—Pero no estás enferma —observó Maga;
pensativa, retiró la mano y jugueteó con su amuleto—. ¿Has pasado mucho tiempo
a la intemperie?
—Sólo un rato —respondió ella, y le
contó su breve salida nocturna con Aer. Maga suspiró, preocupada.
—Ese chico... No importa cuántas veces
se lo advierta, sus sueños son más poderosos que su sentido común.
—Estaba muy raro anoche, cuando nos
despedimos —recordó Bipa—. Después de contemplar la estrella no parecía el
mismo.
Maga la miró un instante. Después dijo con suavidad:
—Hace mucho tiempo, tanto que ya nadie lo recuerda,
el mundo era cálido y lleno de colorido. En el cielo brillaba siempre una luz a
la que llamábamos el Sol, una bola de fuego que calentaba a todas las criaturas
y hacía que las plantas crecieran altas y vigorosas —al decir esto, sostuvo su
Ópalo entre las manos; y Bipa se dio cuenta de que la joya se parecía al
círculo rojo de las pinturas de la pared, y también al sol que Maga describía—.
Pero entonces llegó el invierno... y ya no nos dejó.
—¿Qué fue del Sol? —preguntó Bipa, estremeciéndose.
Maga se encogió de hombros.
—Sigue ahí, en alguna parte. Lo sabemos porque aún
existen la noche y el día, y eso significa que el Sol todavía sigue emergiendo
por el horizonte cada mañana. Pero la niebla, las nubes y la nieve nos impiden
verlo.
»Y en las noches más claras puede observarse la
Estrella, fría e inquietante, una luz que no calienta y que, según algunas
leyendas, señalaba la ubicación del Reino Etéreo y del palacio de la
Emperatriz.
Bipa sacudió la cabeza.
—¿Existe realmente esa Emperatriz?
—No lo sabemos —respondió Maga—, porque de allí nunca ha vuelto nadie
para confirmarlo.
Bipa meditó sobre sus palabras.
—¿Y la Estrella ya existía en tiempos antiguos?
—quiso saber.
Maga reflexionó.
—Las leyendas hablan de la existencia de un astro
llamado Luna —dijo al fin—. Pero dicen que era blanco y que cambiaba de forma
cada noche. Podría ser que estuviesen equivocadas y que la Estrella fuese en realidad la Luna
de las leyendas. No lo sé.
Bipa calló un momento.
—¿Por qué me has contado esto? —preguntó
entonces.
—Para que entiendas un poco mejor la naturaleza de
la Estrella. Dicen que en la región sobre la cual brilla no nieva nunca, ni hay
tormentas, ni hace tanto frío como aquí. Pero ahora que la has mirado cara a
cara, tal vez comprendas que, a pesar de todo, es más seguro habitar en las
Cuevas, lejos de su luz azulada. Lamentablemente, Aer no opina igual que yo.
—Comprendo —murmuró Bipa.
Hubo un breve silencio. Entonces Maga dijo:
—Se te va a hacer tarde. Vete a sacar al rebaño, ¿de
acuerdo?
—Pero... no he terminado con esto...
—Yo me ocuparé. Habrá muchas otras
ocasiones de preparar este remedio, no te apures.
Bipa asintió, aunque aún se sentía algo
culpable. Todos los jóvenes tenían la obligación de ir a visitar a Maga regularmente
para aprender de ella. Era importante que sus conocimientos se transmitieran y
se conservaran, pero a menudo Bipa tenía la sensación de que ni yendo a
visitarla todos los días durante el resto de su vida llegaría a saber la mitad
de lo que ella sabía.
Por ejemplo, nadie en las Cuevas era capaz de curar
a los enfermos de la forma en que ella lo hacía. La gente estaba al corriente
de que tenía algo que ver con el Ópalo que pendía de su cuello, pero nadie
entendía cómo funcionaba la piedra ni cuál era su relación con los misterios de
la salud y la enfermedad. Maga solía decir que el Ópalo era un regalo de la
Diosa.
Y, como cumplía su función, nadie veía la necesidad
de indagar más.
Nadie, salvo Aer, naturalmente.
Bipa se despidió de Maga y se encaminó hacia el corral
para llevar a cabo su trabajo de pastoreo. Pronto se olvidó de la Estrella, de
aquel extraordinario Sol que, según Maga, había alumbrado el mundo en días
pasados, del comportamiento de Aer y del frío que la chamana había desterrado
de su alma. El resto del día transcurrió tranquilo y monótono, en un ambiente
más silencioso de lo habitual debido a la ausencia de los cazadores.
Al anochecer, Bipa aún no se había tropezado con
Aer, pero eso no le extrañó.
Se retiró a su casa, se puso cómoda, encendió el
fuego, cerró bien la puerta y preparó la cena.
Cuando estaba ya en la cama, alguien llamó con insistencia.
Con un suspiro exasperado, Bipa se levantó y fue a
abrir, imaginando que sería Aer otra vez. Sin embargo, quien le aguardaba
fuera, con el rostro teñido de preocupación, era Nuba.
—Buenas noches... —empezó Bipa, sorprendida, pero la
mujer la cortó:
—¿Has visto a Aer?
Bipa abrió la boca, perpleja, pero no se le ocurrió
nada que decir. Nuba pareció darse cuenta de su desconcierto, porque se
corrigió:
—Perdona... Buenas noches, Bipa. Estoy buscando a
Aer. No lo he visto en todo el día, y me preguntaba si tú...
No llegó a completar la frase. Se quedó mirando a la
chica, suplicante.
En otras circunstancias, Bipa le habría
respondido que no era necesario preocuparse, pues Aer desaparecía a menudo, y
sin duda regresaría pronto. Pero no pudo evitar recordar la Estrella, aquel ojo
gélido e inhumano, y la expresión de Aer al contemplarla.
—Pasa, no te quedes en la puerta —la invitó—. Acércate
a las brasas.
Nuba entró, pero permaneció junto a la
entrada, inquieta. Bipa hizo ademán de aproximarse a la cocina para preparar
algo caliente, pero el nerviosismo de Nuba era palpable, y comprendió
que no podía esperar más.
—No, no lo he visto desde ayer por la
noche —dijo.
Nuba frunció el ceño.
—¿Ayer por la noche?— repitió.
—Vino a buscarme para enseñarme algo que
había en el cielo.
Nuba palideció.
—La Estrella de la Emperatriz. La que guía a los caminantes
hacia el Reino Etéreo.
—Se veía muy clara anoche —asintió Bipa,
con un leve tono de reproche en la voz—. ¿Le contaste tú todo eso sobre el
Reino Etéreo? Porque él cree que es cierto.
—Es que es cierto —replicó Nuba—. Aer... como su
padre... siente la llamada de la Emperatriz. Y ahora ha ido en su busca
—concluyó, desolada.
Bipa la miró, muy seria, preguntándose cómo era posible
que los adultos pudieran cometer en ocasiones estupideces propias de un niño
pequeño.
—¿Y qué harás si decide ir a buscar ese palacio? ¿No
habría sido mejor no decirle nada al respecto?
Nuba sonrió tristemente.
—Habría sido lo más fácil —admitió—, pero no lo
correcto. Aer tenía derecho a saber de dónde procede y por qué es diferente.
—Tú lo has hecho diferente —replicó Bipa
sin poderse aguantar—. ¿De qué le van a servir todas esas historias si se
marcha a buscar a la Emperatriz y muere congelado?
Nuba la miró, dolida, pero no fue capaz de responder.
Bipa sabía que estaba siendo dura, pero le parecía una situación tan absurda
que no podía evitar decir lo que pensaba. Con un suspiro impaciente, fue a
buscar su abrigo.
—Vamos a decírselo a Maga —decidió—. Tal vez ella
sepa qué hacer.
No había en las Cuevas muchas personas capaces de
unirse a la búsqueda. Los adultos seguían de cacería, y en el poblado sólo
quedaban los ancianos, los niños y los más débiles. Con todo, Maga organizó un
grupo de rastreo con los chicos y chicas jóvenes. Por fortuna seguía habiendo
buen tiempo, y aunque la niebla cubría completamente el cielo, ocultando la
lejana Estrella que había seducido a Aer, no nevaba ni soplaba el viento.
Al amanecer, los jóvenes regresaron a sus casas,
agotados y sin haber hallado ni rastro de Aer, para desesperación de Nuba.
Un rato más tarde regresaron por fin los cazadores.
Traían buenas piezas, aunque no habían dado con ninguna bestia, y venían
cansados, pero de buen humor. No obstante, en cuanto se enteraron de la
desaparición de Aer organizaron rápidamente una batida y sustituyeron a los
jóvenes en la búsqueda.
Por la tarde, sin embargo, se desató una violenta
tormenta de nieve. Cuando, casi al amanecer, Topo regresó a casa con semblante
grave, Bipa lo miró interrogante. Topo negó con la cabeza. No hicieron falta palabras.
La muchacha suspiró, apenada. A aquellas alturas, si no habían encontrado a
Aer, ya no lo harían. Nadie podía sobrevivir a una tormenta como aquélla a la
intemperie. Aunque no lo quisieran, tenían que interrumpir las labores de
rastreo.
—Pobre Nuba —comentó Bipa. Aunque hacía tiempo que
sabía que aquello iba a pasar, sentía un extraño peso en el corazón—. Será
imbécil —masculló, refiriéndose a Aer.
—Lo vas a echar de menos —adivinó Topo.
Bipa se encogió de hombros.
—Siempre supe que se marcharía... desde el
principio. Y mira que os lo dije: No os encariñéis con él, es una pérdida de
tiempo. Pero, claro... Nuba no tuvo opción. Es su madre.
—Se va a quedar sola —dijo Topo, preocupado—. Me
gustaría acompañarla, pero es demasiado pronto y no sé si resulta apropiado,
dadas las circunstancias.
Bipa sonrió ante los apuros de su padre.
—La madre de Taba se ha instalado en su casa —explicó—.
Le hará compañía los primeros días.
Topo se relajó. Duna, la madre de la joven Taba, había
perdido a su hijo menor cuando sólo era un niño. Tenía una edad similar a
Nuba, se llevaban bastante bien y, lo más importante, comprendía el dolor que
le estaría causando a Nuba la desaparición de su hijo.
—Pobre Nuba —repitió Topo las palabras de Bipa.
Ella masculló de nuevo un «será imbécil» y se fue a
la cocina a preparar algo caliente para su padre, que venía helado y se había
pegado al fuego.
Prosiguieron la búsqueda cuando amainó la tormenta,
pero, tal y como esperaban, no hallaron ni rastro de Aer. Pasado un tiempo prudencial,
lo dieron por muerto y celebraron un pequeño funeral en su honor. Maga pidió a
la Diosa que acogiera su espíritu en su seno, y todos recordaron al extraño
muchacho que en parte era como ellos y en parte pertenecía a otro mundo, de
cuya existencia todavía dudaban.
Nuba lloraba silenciosamente, pálida y con aspecto
de estar muy trastornada. Algunas chicas, entre ellas Taba, también sollozaban
de forma bastante ostentosa. Bipa no derramó una sola lágrima.
No fue la única. Había rostros apenados, sin duda,
pero la muchacha tuvo la impresión de que la mayoría de los presentes sentía
más la desgracia de Nuba que la pérdida de Aer. Y sí, Bipa lo sentía por la
madre del muchacho, pero en los últimos tiempos había pasado bastantes ratos
con Aer, y en el fondo sabía que Nuba no era la causa del peso que tenía en el
corazón.
Poco a poco, la comunidad recuperó su ritmo y con el
tiempo todos volvieron a sus tareas cotidianas. Al cabo de unos días ya no se
hablaba de Aer. Duna acabó por regresar a su casa, con su compañero y con su
hija, y Nuba se quedó sola de nuevo.
Topo y Bipa iban a visitarla a menudo,
aunque la joven no se sentía cómoda allí. Porque invariablemente terminaban
hablando de Aer, y ella no quería hablar de Aer, no quería recordarlo. Era
mejor continuar con su vida, seguir adelante, porque Aer se había ido y no iba
a volver.
Todos lo sabían; y, sin embargo, Bipa
aún detectaba aquel brillo en
los ojos de Nuba cuando hablaba de su hijo: la mujer todavía abrigaba la esperanza de verlo regresar de entre los
muertos, igual que había aguardado inútilmente durante años el retorno del hombre que la había abandonado.
Bipa quería olvidar, pero no se lo
permitían. No sólo se trataba de Nuba; para su sorpresa, descubrió
que su pequeño mundo estaba repleto de detalles que le evocaban a Aer: las pinturas de la pared de la cueva donde aún llevaba a veces a pastar
al rebaño; la colina adonde habían subido aquella noche para contemplar la
Estrella; la cesta que le había prestado y que él le había devuelto, junto con
aquel regalo sin utilidad... Bipa todavía lo conservaba. Lo encontró en la cajita
donde lo había guardado, cuando, apenas unos días después del funeral, la abrió
para sacar de su interior un ovillo de lana que necesitaba. Sus dedos toparon
con el trozo de cuarzo y lo sacó para verlo a la luz del fuego. Suspiró. Pensó
en tirarlo, porque no le haría ningún bien guardarlo y porque no servía para
nada, salvo para inundar su mente de recuerdos y volver a hacerle sentir
aquella angustiosa opresión en el pecho. Pero finalmente, tras un instante de
duda, volvió a introducirlo en la caja, con el resto de pequeñas cosas útiles
y cotidianas que conservaba en su interior. Y, una noche, mientras el viento silbaba
con furia y la nieve golpeaba el tejado sin piedad, justo cuando Bipa había
logrado pasar un día entero sin pensar en Aer, él tuvo la desconsideración de
regresar sin ser ya esperado, emergiendo de la oscuridad como un fantasma
inoportuno. Bipa estaba sola aquella noche. Topo se encontraba en casa de Nuba;
solía ir a hacerle compañía después de cenar, porque era el momento en que
ella se sentía más triste. Por eso Topo llegaba con algún regalo, algo de comer
o alguna cosa que ella necesitara, y le daba conversación hasta que a la mujer,
rendida, se le cerraban los ojos, bordeados de arrugas, envejecidos
prematuramente. Entonces Topo la acompañaba a la cama, apagaba el fuego y se
marchaba en silencio, dejándola descansar. A veces le daba un beso en la
frente, para desearle buenas noches, y ella sonreía. Ambos sabían que, aunque
Nuba apreciaba de veras todo lo que Topo hacía por ella, su corazón estaba
lejos de allí.
Ambos lo sabían y lo aceptaban y, porque Topo la conocía,
la comprendía y la amaba, no aguardaba nada que ella no pudiera darle.
Bipa no se entrometía. Le habría gustado ver a Nuba
y a su padre juntos, como pareja, y creía sinceramente que Topo podría hacerla
feliz, pero entendía que eso sólo sucedería si Nuba le abría su corazón.
Mientras no fuera así, nada debía ser forzado, o la consoladora amistad que ambos
compartían se perdería para siempre.
Aquella noche, como tantas otras, Bipa no esperó a
Topo levantada. Ella solía acostarse temprano y madrugar mucho, y a menudo las
veladas en casa de Nuba se prolongaban hasta muy tarde, porque la mujer temía
el momento de irse a dormir, pues sus sueños le traían recuerdos de los
ausentes que con frecuencia se transformaban en oscuras pesadillas. Bipa, que tenía un sueño pesado y profundo, se preguntaba
cómo debía de ser que los temores de alguien cobraran vida todas las noches.
Estaba pensando en ello, a punto ya de meterse en la
cama, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Perpleja, Bipa se echó una manta
sobre los hombros y acudió a abrir. Supuso que sería su padre; aunque él no
solía llamar cuando llegaba a casa, tal vez en aquella ocasión lo acompañara
Nuba.
Pero era Aer quien aguardaba fuera, un Aer sumamente
pálido y delgado, con su pelo castaño claro cubierto de nieve y la nariz
amoratada, casi congelada. Sus ropas estaban hechas jirones y se apoyaba contra
el quicio de la puerta, incapaz de sostenerse en pie por sí solo.
Parecía salido de las entrañas de una de las
pesadillas de Nuba, y Bipa no pudo evitarlo. Gritó. Aer sonrió un poco. Fue una sonrisa torcida,
tirante, como si tuviese el rostro helado, o como si hubiese olvidado cómo
sonreír.
—Hola..., Bipa—susurró.
Antes de que ella pudiera contestar, el muchacho
dejó caer el bulto que arrastraba tras de sí, puso los ojos en blanco y se
desplomó entre sus brazos, inerte. Bipa luchó por mantener el equilibrio y tiró
de él para meterlo en la casa. Estaba frío, muy frío, pero era indudablemente
corpóreo, y eso significaba que estaba allí... y estaba vivo.
Bipa se mordió los labios para aguantar las lágrimas
y se esforzó por pensar con claridad. Lo despojó de su abrigo, lleno de nieve,
y, como pudo, lo arrastró hasta la cama más cercana, la suya. Lo cubrió con
todas las mantas que encontró y avivó el fuego. Después, lo miró.
—Si sales de ésta, tendrás que dar muchas explicaciones
—murmuró.
Aer no respondió. Había perdido el conocimiento.
Bipa cerró los ojos un momento y respiró hondo, tratando de tranquilizarse.
Cuando volvió a mirar, Aer seguía allí, pálido, helado, delirante. No era un
sueño. Había regresado.
Pero ¿de dónde? ¿Y cómo había logrado sobrevivir
tanto tiempo a la intemperie?
Bipa sacudió la cabeza, alejando aquellas dudas de
su mente. Lo más urgente era decidir qué iba a hacer a continuación. Por
supuesto que debía avisar a Nuba, y también a Maga, pero no se atrevía a dejar solo
a Aer. No solamente por el estado precario en el que se encontraba, sino
porque una parte de ella temía que, si desviaba la atención aunque fuera un solo instante, el joven se esfumaría
de nuevo.
«Eso es una tontería —se dijo—. Tal y como está no
va a ir a ninguna parte.»
Pero, ¿y si despertaba? Por débil que se
encontrase, había demostrado en varias ocasiones que no se podía esperar de
él que actuase de forma sensata. Alargó la mano para colocarla sobre su frente.
Notó que le había subido la temperatura; eso era bueno, significaba que estaba
entrando en calor.
Recordó entonces el bulto que había traído consigo, y
abrió la puerta para recuperarlo. Era su viejo y ajado morral.
Bipa lo introdujo en la casa, lo dejó en un rincón y
cerró la puerta. Después, se sentó junto a Aer y aguardó.
Tras un rato que se le hizo eterno, la puerta
exterior se abrió con suavidad, y Topo entró en la casa de puntillas. Se detuvo
en seco; era obvio que no esperaba ver a Bipa levantada a aquellas horas. Casi
enseguida reparó en la persona que yacía sobre la cama de ella, y parpadeó,
desconcertado, al reconocer a Aer. Su cabello, más claro que el de los otros
habitantes de las cuevas, era inconfundible.
—¿Cómo...? —empezó, pero no pudo
continuar. Bipa se encogió de hombros, incapaz de dar una respuesta. En dos
zancadas, Topo se plantó junto al muchacho inconsciente y lo tocó para
asegurarse de que era real. Cuando se hizo a la idea, su rostro resplandeció de
alegría:
—¡Hay que avisar a Nuba! —exclamó; ya se iba corriendo
hacia la puerta cuando Bipa lo detuvo.
—No; hay que avisar a Maga. Está muy enfermo y no sé
si aguantará hasta el amanecer.
Topo la miró un momento y afirmó:
—Tienes razón —volvió a ajustarse la bufanda en
torno al cuello y añadió—: Voy a ver a Maga. Tú quédate con él y asegúrate de
que entra en calor.
Ella asintió. Apenas unos instantes después, Topo había
desaparecido por la puerta interior.
Bipa no tuvo que esperar mucho. Su padre
no tardó en regresar con Maga, que les ordenó que se hicieran a un lado y
examinó el rostro de Aer con atención. Después, colocó ambas manos sobre su
frente y musitó una oración a la Diosa suplicando su ayuda. Bipa vio relucir el
Ópalo que pendía de su cuello e, inmediatamente, Aer dejó de temblar y se sumió
en un sueño reparador.
—Ya ha entrado en calor —dijo Maga en voz baja—. Se
recuperará, pero no debe levantarse de la cama, todavía.
—¿Cómo... cómo ha podido sobrevivir tanto tiempo ahí
fuera? —murmuró Bipa.
Maga sacudió la cabeza.
—Eso sólo la Diosa lo sabe. Volveré mañana —añadió—,
para ver cómo está. Ahora voy a casa de Nuba a contarle lo que ha pasado. Me
imagino que no tardará en venir, y que querrá llevarse a su hijo con ella, pero
es muy importante que no lo mováis, al menos por el momento. Todavía está
demasiado débil como para salir al exterior.
—Voy contigo a ver a Nuba —dijo Topo, con una amplia
sonrisa—. Quiero darle la noticia personalmente.
De modo que Bipa se quedó otra vez a solas con Aer. El muchacho no había reaccionado, pero
tenía mejor aspecto. Sus mejillas volvían a presentar algo de color, y su
nariz ya no estaba tan amoratada. Bipa se preguntó cómo serían los días que se avecinaban, con
Aer reponiéndose en el
pequeño hogar que compartía con su padre. Sí;
no cabía duda de que con Aer no había lugar para la
monotonía. El joven siempre se las arreglaba para que le sucediesen cosas
extrañas. Y Bipa quería vivir una vida tranquila, pero estaba claro que los
problemas en los que se metía Aer no le afectaban únicamente a él, sino también
a todos los de su entorno.
«Ni hablar —se rebeló—. Cuando se recupere, se irá a
su casa y se acabó. No más visitas a horas intempestivas, ni más escapadas
furtivas en la oscuridad. Yo sólo quiero que me dejen dormir.»
Aquella noche, no obstante, le resultó imposible. No
tardó en llegar Nuba hecha un mar de llanto; se abrazó a su hijo como si temiese que fuera a
esfumarse en cualquier momento. Y luego también pasaron por allí los vecinos,
alertados por el alboroto. Finalmente, Bipa tuvo que
echarlos a todos, alegando que Aer debía descansar y que Maga había dicho que
se le molestara lo menos posible. Y así, hasta Nuba se marchó a casa, agotada
por tantas emociones, pero aún resistiéndose a dejar a Aer.
—Vete a dormir —le dijo a Bipa su padre cuando todos
se marcharon—. Acuéstate en mi cama. Yo dormiré en la silla.
Bipa no replicó. No era la primera vez que Topo se
quedaba dormido sobre su confortable sillón cubierto de pieles, acomodado junto
al fuego. De modo que se introdujo entre las mantas y casi enseguida se durmió,
pues estaba rendida.
Lo último que oyó antes de dormirse fue la lenta respiración
de Aer desde la cama contigua.