sábado, 13 de julio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 7)

VII
Huida hacia el valle
De modo que, en lugar de regresar directamente a su habitación, Bipa se perdió por los largos corre­dores, deslizándose lentamente sobre el suelo he­lado. Trató de entablar conversación con las criaturas de hielo, pero pronto comprobó que eran tan mudas como el gigante de nieve que la había acompañado hasta allí.
Atisbo entonces a un joven, larguirucho y empolvado, como todos los demás, en un pasillo. Supuso que la ig­noraría, igual que el resto de los habitantes del lugar, pero se acercó de todas formas. Quizá lo hizo porque, en cierto modo, el chico le recordaba un poco a Aer.
—Hola —le saludó—. ¿Vives aquí? —era algo obvio, lo sabía, pero de alguna manera tenía que iniciar la con­versación.
—¿Qué quieres, opaca? —preguntó él, desconfiado.
—Estoy buscando a alguien —le confió Bipa—. Un opaco como yo. Bueno... —puntualizó—, no exactamente como yo. Con el pelo más claro, y bastante más delgado que yo. Pero no tan delgado como tú —«Gracias a la Diosa», añadió para sí misma—. Es un chico más o me­nos de tu edad. Estuvo una vez aquí...
Dejó la frase sin terminar y aguardó, conteniendo el aliento. El joven inclinó la cabeza y reflexionó.
—Sí, me acuerdo de él. Hizo algo que puso a Gélida de mal humor durante días, pero desapareció antes de que ella pudiera castigarlo.
¿Y no ha vuelto por aquí?
—Si lo ha hecho es muy osado. Pero yo, por lo me­nos, no lo he visto.
Bipa cerró los ojos un momento, espantosamente aba­tida. Si Aer no había llegado al palacio de Gélida lo más probable era que hubiese muerto de hambre o de frío por el camino. Bipa se había entretenido demasiado; había tar­dado bastante en salir a buscarlo, se había detenido mu­cho tiempo en la cordillera y, además, varias tormentas de nieve habían entorpecido sus pasos. Era imposible que hu­biese adelantado a Aer. Él tendría que haber alcanzado el palacio de Gélida mucho antes que ella.
—Deberías preguntar en la cocina —sugirió entonces el joven, tal vez apiadado por la expresión de desaliento dibujada en el rostro de Bipa—. Nivea sabe siempre quién entra y quién sale. Tal vez ella pueda decirte más.
—Gracias —respondió Bipa de corazón, y salió dis­parada por el pasillo, con tan mala fortuna que resbaló so­bre el hielo y cayó aparatosamente al suelo.
El muchacho no la ayudó a levantarse, pero ella no se lo reprochó. Era mejor que aquel contacto se prolongara lo menos posible. Si Gélida la sorprendía preguntando por Aer, haría lo posible por apartarla de cualquier fuente de información en potencia.
No tardó en llegar a la cocina, donde los criados de hielo recogían los restos de la exigua cena. Entre ellos ha­bía una mujer que los dirigía con órdenes rápidas y contundentes. A Bipa se le cayó el alma a los pies. Era la misma mujer que le había conducido a su habitación y a la que había propinado una bofetada. Si ella era la persona a la que debía preguntar, ya podía ir despidiéndose de las respuestas que buscaba. De todos modos tenía que intentarlo.
—Hola, ¿eres Nivea? —saludó.
Ella la miró y, al reconocerla, dejó escapar un chi­llido horrorizado.
—Siento lo de antes —dijo Bipa, deprisa—. Pero has de reconocer que te merecías esa bofetada. Tú me pegaste a mí primero.
—¡Fuera de aquí! —gritó ella, mirándola como si fuera un horrible engendro escapado de sus peores pesadillas—. ¡Vete! ¡Vete!
—Me iré si me respondes a unas preguntas —prome­tió la muchacha—. Estoy buscando a un chico de mi edad, un opaco, que llegó aquí hace tiempo.
—¡Vete! —seguía gritando Nivea—. ¡Echadla de aquí! —aulló.
Y los criados de hielo se volvieron hacia ella, todos a una, como si hubieran reparado en su presencia de pronto. Bipa entendió que no tenía mucho tiempo.
—¡Por favor! —insistió—. ¡Vengo de muy lejos sólo para encontrarlo! —y una parte de su mente se preguntó si todo aquello no sería un sueño, porque lo cierto era que la sensata Bipa jamás habría cometido una locura seme­jante, y mucho menos por el irresponsable Aer; pero su corazón habló por ella y le hizo reiterar su súplica—. Vengo de muy lejos... sólo para encontrarlo —añadió en voz más baja—. Para encontrarlo y llevarlo de vuelta a casa.
Algo en su mirada, o tal vez en su voz, conmovió a Nivea.
—No tendría que decirte esto —confesó, con voz temblorosa—. Pero ese chico que dices estuvo aquí hará unos quince días. Llegó por la noche y vino directamente a la cocina. Le di un plato de sopa y le ofrecí una habi­tación, pero no quiso aceptarla. Se quedó en ese rin­cón, con la mirada perdida, envuelto en ese horrible y peludo abrigo que traía. Fui a avisar a Gélida de su llega­da, pero cuando volvimos, ya se había marchado. No lo hemos vuelto a ver.
El corazón de Bipa latió más deprisa. «Hace quince días, Aer estaba vivo», pensó. Casi pudo verlo allí, en el rin­cón que Nivea le había señalado, con el tazón de sopa fría entre las manos y los ojos repletos de deseos absurdos e irrealizables, tan reales para él que le impedían percibir con claridad lo que había a su alrededor.
«He tachado de locos a los que viven en esta casa —se dijo Bipa de pronto—. Pero yo lo he dejado todo atrás para tratar de recuperar al loco más loco que he conocido jamás. ¿Quién es el más loco de todos?»
Alzó la mirada hacia Nivea, que seguía contemplán­dola, paralizada, temblando de terror.
—Muchas gracias —dijo—. No te molestaré más.
Salió de la cocina y regresó a su habitación para re­flexionar. Aer le llevaba quince días de ventaja. Eso era mu­cho tiempo, pero, por otro lado, también suponía una buena noticia.
¿Lo era? Bipa se dijo a sí misma, desalentada, que, si le hubiesen confirmado que nadie había vuelto a ver a Aer en el hogar de Gélida, probablemente ella lo habría dado por muerto y habría vuelto atrás, a casa, con los suyos. Pero ahora que sabía que seguía vivo o, al menos, que lo estaba todavía quince días atrás, se sentía obligada a se­guir adelante. Aunque, en realidad, Aer se había marchado por vo­luntad propia, y con toda seguridad ella hacía el ridículo yendo tras él. Tomó el Ópalo entre sus manos, buscando respuestas. Lo sintió latir sobre su piel, como un pequeño corazón, y pensó que Maga le había entregado algo tan va­lioso porque era importante que trajese a Aer de vuelta. «Sin el Ópalo, no habría llegado tan lejos», pensó. Señal de que contaba con el beneplácito de Maga y la protección de la Diosa.
Decidió que reemprendería su camino al día siguiente, al amanecer. Se echó sobre la cama y trató de dormir pero, a pesar de lo cansada que estaba, no lo consiguió. El lecho era duro y frío y, por otra parte, Bipa tenía tanta hambre que el ruido de sus tripas la desvelaba. Y fue una suerte, porque estaba despierta cuando los criados de hielo entraron en su habitación, abriendo la puerta con violencia, para arrebatarle el Ópalo.
Bipa los oyó deslizarse por el pasillo. Sus pies chirria­ban sobre la superficie helada, y ella se incorporó, sobre­saltada. Para cuando la puerta se abrió, la muchacha ya ha­bía recogido su mochila y estaba de pie junto a la ventana, alerta.
—¿Qué queréis? —les gritó.
Las criaturas no respondieron, pero avanzaron abrién­dose en abanico para rodearla. Una de ellas alargó los bra­zos hacia Bipa, y sus dedos ganchudos trataron de atrapar el Ópalo que colgaba de su cuello.
—Déjame, ¡es mío!
—Creí que habías dicho que no era tuyo, querida —di­jo la voz de Gélida desde la puerta.
Bipa retrocedió un poco más, mientras los seres de hielo estrechaban el círculo.
—¡Teníamos un trato! —protestó.
Gélida se rió.
—Yo ya he cumplido mi parte. Sé que Nivea te ha con­tado todo lo que querías saber, así que entrégame el Ópalo ahora mismo.
—En todo caso tendría que dárselo a ella, y no a ti. Pero con ella no hice ningún trato... ¡Déjame! —gritó de nuevo, retrocediendo ante otra mano de hielo que trataba de capturarla.
—¿No te gustan mis golems de hielo? —sonrió Géli­da—. Son mi creación más perfecta. Claro que con tu Ópalo podré hacer criaturas aún más puras. Pero tú no sabes de qué hablo, ¿verdad? Después de todo, no eres más que una opaca.
Bipa chilló cuando unas garras heladas la aferraron desde atrás. Pataleó con todas sus fuerzas para liberarse. La criatura a la que Gélida había llamado «gólem de hielo» no esperaba una reacción tan enérgica por su parte, por lo visto, puesto que aflojó su presa por un instante. Bipa se volvió y lo empujó con todas sus fuerzas sobre los otros.
Las criaturas de hielo cayeron unas encima de otras. Bipa oyó un crujido desagradable, pero no prestó aten­ción. Haciendo acopio de energía, lanzó su mochila con­tra la ventana. El cristal, grueso y translúcido, se rompió con estrépito. Bipa se disponía a saltar por la ventana, si­guiendo el camino de su mochila, pero una mano fría la retuvo por la muñeca.
—¿Adonde crees que vas? —siseó Gélida.
—A donde me da la gana —replicó Bipa.
Ambas forcejearon un instante, pero Bipa era más fuerte. La empujó contra la pared y huyó por el hueco abierto en el cristal. Se hirió en una pierna al traspasarlo, pero no se detuvo.
Ya en el exterior, rodó por la nieve y se puso en pie con esfuerzo. Cojeando, recuperó su mochila y escapó en la oscuridad, dejando un reguero de sangre tras de sí. Estaba demasiado aturdida como para saber dónde se encontraba o hacia dónde iba, pero no tardó en descu­brir que se movía en un enorme círculo, rodeando la casa, porque topó con la arcada de témpanos de hielo que conducía a la entrada. Agotada y dolorida, cayó de rodillas sobre la nieve, incapaz de levantarse. Antes de que se le nublaran los ojos, sin embargo, vio que los dos colosos de hielo que guardaban la puerta avanzaban ha­cia ella. Y en esta ocasión ya no parecían las criaturas in­diferentes que había confundido con estatuas, sino gigan­tes gélidos que enarbolaban enormes lanzas y que acudían a ella con claras intenciones homicidas. Sus pasos hacían crujir la nieve de manera siniestra y sus grandes corpa­chones bloqueaban todo su campo de visión. Bipa sabía que en dos zancadas llegarían hasta ella, y entonces todo habría terminado...
Pero algo la levantó en vilo, algo tan frío y húmedo que le hizo lanzar una exclamación angustiada. Se vio vo­lando por los aires y, antes de que pudiera tomar aliento, la soltaron sobre lo que parecía un enorme montón de nieve. Bipa boqueó, tratando de escupir la nieve que ha­bía tragado sin querer, pero no tuvo tiempo de acostum­brarse a su nueva situación porque aquella mole empezó a moverse, alejándose de los golems de hielo, a grandes zancadas... y llevándosela con él.
Bipa tardó un poco en comprender lo que estaba su­cediendo, pero, cuando lo hizo, una cálida emoción la inundó por dentro. Claro, ella tenía su propio gólem... Un gólem de nieve, la criatura que la había seguido lealmente desde las montañas y que ahora le había salvado la vida, la Diosa sabría por qué...
Aún aturdida, dejó caer la cabeza sobre la espalda del coloso, que la cargaba sobre sus hombros mientras corría a buen ritmo por la estepa nevada. Oía tras ella el crujido de los golems de hielo que los seguían, y por el sonido dedujo que ya no eran dos, ni una docena, sino muchos más, tal vez un centenar. Pero estaba tan cansada que no fue capaz de mantener los ojos abiertos. De modo que cayó dormida, mecida por el balanceo del gigante, y soñó con criaturas de hielo y con seres blancos y delgados, con ce­nas inexistentes y con pequeñas maravillas de cristal; soñó con Gélida y con Nivea; y también soñó con Aer.
Entretanto, el gólem de nieve corría con su preciada carga, mientras, a sus espaldas, todo el ejército de golems de hielo de Gélida los perseguía sin tregua.
Clareaba ya cuando la criatura la dejó caer al abrigo de una enorme roca. Bipa volvió en sí lentamente, y lo pri­mero que vio fue el rostro del gigante de nieve inclinado sobre ella. Se asustó en primera instancia, pero se relajó enseguida.
—¿Dónde estamos? —preguntó, aun sabiendo que no obtendría respuesta.
Trató de levantarse y, al sentir una punzada de dolor en la pierna, recordó que estaba herida. Se subió la pernera del pantalón hasta localizar la lesión. Se la limpió con nieve y, acto seguido, miró a su alrededor en busca de su mo­chila. No andaba muy lejos. Se estiró para alcanzarla y re­buscó en su interior hasta encontrar una bolsa que con­tenía un polvo hecho con un tipo de raíz reseca, y que Maga le había dado antes de partir. Lo mezcló en un bol con nieve hasta conseguir una pasta de color marrón, y se la aplicó sobre la herida.
—Debería ser una cataplasma caliente— le explicó al gólem—, pero, tal y como están las cosas, no se puede pedir más.
Se vendó la pierna con fuerza y, cuando terminó, alzó la cabeza para mirar al coloso de nieve.
No le estaba prestando atención. Había trepado a lo alto de un montículo y escudriñaba el horizonte con sus ojos huecos. Por un momento, a Bipa le pareció un ser tan frágil y amorfo que volvió a creer que su improbable exis­tencia sólo podría deberse a un desvarío de su mente. Pero el gólem volvió la cabeza hacia ella, en un movimiento tan natural, tan real, que la muchacha reconoció que ni en sus sueños más locos habría sido capaz de imaginar algo así.
—Por el amor de la Diosa, mírate —le reprochó—. Sólo eres una bola de nieve gigante con cabeza, piernas y brazos. Tendrías que ser incapaz de moverte. Deberías caer­te en pedazos al primer golpe. Y tampoco deberías estar mirándome. ¡Si ni siquiera tienes ojos!
El gólem de nieve no pareció ofendido ante sus obser­vaciones. Se giró de nuevo hacia el horizonte, dándole la espalda, y Bipa entendió que quería mostrarle algo. Con un suspiro resignado, avanzó cojeando hasta llegar a su al­tura y se asomó por encima de la loma. Lo que vio la dejó muda de horror.
Los perseguía un ejército de cientos de golems de hielo. Y al frente de todos ellos, montada sobre otro gigantesco gólem en forma de lagarto, estaba Gélida.
Bipa se dio la vuelta, angustiada. Ante ellos se abría una larga garganta encajonada entre dos montañas interminables. Nunca llegarían al otro lado. No había ningún lugar donde esconderse. En cuanto salieran del abrigo de la roca, sus perseguidores los verían. Y si se quedaban allí, los encontrarían de todos modos.
La muchacha cerró los ojos y sacudió la cabeza, tal vez para aclarar sus ideas, tal vez para despertar de aquella ho­rrible pesadilla. Pero cuando los abrió de nuevo, todo seguía igual. Desalentada, tomó el Ópalo entre las manos. «¿Cómo es posible que algo tan pequeño tenga tanta im­portancia?», se preguntó. Ciertamente, la tenía para Maga y el resto de habitantes de las Cuevas. El Ópalo era el sím­bolo del poder de la chamana, del poder de la Diosa, y ayu­daba a Maga a curar a la gente. Pero Gélida ya tenía uno. ¿Por qué enviar tras ella a todo un ejército de seres de hielo para arrebatarle el suyo?
—¿Y si se lo doy? —reflexionó en voz alta—. Sería te­rrible perderlo, pero supongo que Maga entenderá que no tengo otra opción. Tal y como están las cosas, si no se lo entrego, igualmente lo arrebatarán de mi cadáver, así que...
No tuvo tiempo de terminar. De pronto, el gólem se abalanzó sobre ella, sepultándola bajo una montaña de nieve.
Bipa trató de liberarse, pero la criatura era grande y consistente, y la joven no consiguió salir a la superficie. Gritó y protestó, mientras el frío iba calando en todos sus huesos; cuando oyó, sin embargo, la voz de Gélida re­partiendo órdenes entre sus tropas, mucho más cerca de lo que habría deseado, se quedó inmóvil por fin, atenta, tiritando. El cuerpo del gólem de nieve, comprendió entonces, la protegía y la ocultaba de miradas hostiles. Si la criatura se quedaba quieta, completamente quieta, como ahora, podía confundirse con el paisaje. Bipa aguardó, con el corazón latiéndole tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho. Bajo su camisa, su otro corazón, el Ópalo de Maga, parecía latir también.
El ejército de Gélida desfiló junto a ellos. Bipa pudo oír claramente el crujido de sus miembros de hielo, sus pasos rechinando sobre la estepa nevada, todos al mismo compás.
Tardaron una eternidad en pasar. Y sólo cuando ya no se les oía, cuando su marcha no resultaba más que un leve murmullo ahogado por el ge­mido del viento..., sólo entonces se levantó el gólem de nieve, liberando a Bipa de su incómoda prisión.
Para entonces ella ya estaba lívida de frío. Lo miró, aturdida, sin terminar de entender lo que estaba suce­diendo. Tenía los labios amoratados y sus dientes casta­ñeteaban tan fuerte que temió morderse la lengua. Trató de levantarse, pero sus pies no le respondían. Cogió la mochila con torpeza y lo intentó de nuevo, hasta que consiguió caminar unos pasos. Después hizo los ejerci­cios que los adultos de las Cuevas recomendaban a sus hijos en casos como aquél: movimientos de brazos y pier­nas, cuello y dedos.
Tras unos momentos de angustia, lentamente la cir­culación llevó sangre cálida a todos los rincones de su cuerpo.
En todo aquel tiempo, el gólem permaneció en pie junto a ella, impasible, y sólo reaccionó cuando Bipa dijo:
—Tenemos que irnos —y echó a andar, cojeando, pero no a través de la garganta por donde habían ido Gélida y los suyos, sino a lo largo de la cadena de montañas, buscando alguna otra abertura.
El gólem la siguió.
A pesar del frío, el hambre, el cansancio y el dolor, Bipa caminó durante todo el día. Al caer la noche encontró un refugio en una cueva oculta tras unas rocas, lo bastante apar­tada como para sentirse segura, y allí encendió un fuego.
Cuando la llama calentó su cuerpo y devolvió la espe­ranza a su corazón, Bipa sonrió. Luego echó un vistazo al gólem, que la aguardaba fuera.
—Me has salvado la vida —le dijo—, y todavía no sé por qué. Creo que lo menos que puedo hacer a cambio es darte un nombre.
El gólem no reaccionó. Probablemente le daría lo mismo que ella lo llamara de una manera o de otra, pero Bipa necesitaba nombrarlo, necesitaba darle una identi­dad para dejar de pensar en aquella criatura como en un montón de nieve contrahecho. Tenía voluntad, y tenía cierta inteligencia. Debía tener un nombre.
La joven reflexionó durante largo rato.
—Creo que te llamaré Nevado —dijo por fin, satis­fecha.
Era consciente de sus propias limitaciones. Sabía que nunca había tenido demasiada imaginación.
La Diosa le sonrió al día siguiente, porque, tras media mañana de marcha, llegaron a un pequeño valle que partía las montañas. Bipa intuía que Aer habría tomado el ca­mino del desfiladero; era la opción más rápida desde el pa­lacio de Gélida. Pero lo importante era que iban a cruzar las montañas de todos modos, y que Gélida no los había encontrado aún.
Bipa y Nevado exploraron el valle, en busca de comida y refugio. Encontraron un pequeño embalse cuya superfi­cie estaba cubierta por una capa de hielo. Pero eso no fue obstáculo para la joven. Abrió un boquete en su superfi­cie —le sorprendió ver que el hielo no era tan grueso como había supuesto—, sacó su sedal y algo de cebo de la mochila, y se dispuso a pescar.
Al caer la tarde había atrapado dos peces blanquecinos y resbaladizos, de aspecto muy poco apetitoso. A Bipa no le importó. Tenía tanta hambre que, una vez que los hubo asado al fuego, se los comió enteros, masticando in­cluso las espinas.
No le sentaron demasiado bien; pero la sensación de tener el estómago lleno compensaba cualquier sufri­miento.
Al día siguiente prosiguieron la marcha. Bipa estaba de mejor humor. Ya casi no cojeaba, había cenado la no­che anterior y seguían sin tener noticias de Gélida.
Sin embargo, su optimismo se esfumó cuando vio que el valle se estrechaba. Se le cayó el alma a los pies. Si no te­nía salida, si no podían cruzar al otro lado por allí, se ve­rían obligados a volver sobre sus pasos, hasta el desfiladero donde habían burlado a Gélida, con el consiguiente riesgo de toparse con ella otra vez.
Pero Bipa, obstinada, continuó la marcha hasta que las montañas se cerraron del todo.
Por fortuna, había una manera de seguir adelante. La vio desde lejos, pero necesitaba asegurarse, de modo que se aproximó mucho más, con precaución.
Era una puerta.
Conducía a un largo túnel que se hundía en las entra­ñas de la roca y se perdía en la tiniebla. La puerta era gigantesca, imponente, y se componía únicamente de lo que parecían dos enormes carámbanos de hielo entrecruzados, formando el vértice de un ángulo que apuntaba al cielo. Cuando Bipa se acercó a examinar­los descubrió, sin embargo, que estaba equivocada con res­pecto a su composición. Eran blanquecinos, sí, y translúcidos, pero no eran carámbanos de hielo, sino enormes prismas de un material que Bipa reconoció enseguida. Para asegurarse, extrajo de debajo de su camisa uno de sus col­gantes; no el Ópalo de Maga, sino el otro, el regalo de Aer.
—Cuarzo —murmuró.
Pero qué pedazos de cuarzo. Eran muchísimo más gran­des, puros y perfectos que el triste fragmento que ella por­taba. Se entrecruzaban sobre su cabeza, como inmensos obeliscos facetados, apoyados sobre el rostro de la mon­taña, invitándola a pasar bajo el arco que formaban para adentrarse en el túnel.
—Mañana —decidió ella.
Acamparon al pie de la puerta. A pesar de su descu­brimiento, Bipa no estaba demasiado impresionada. El cuarzo no se podía comer, y ella tenía hambre otra vez.
No había demasiadas cosas vivas en aquel valle, aun­que parecía algo más cálido que los dominios de Gélida. Aquí y allá, la nieve se retiraba, descubriendo debajo un suelo gris cubierto por un resbaladizo musgo blancuzco. Bipa encontró además unas plantas bulbosas refugiadas en las oquedades de la roca. Eran blancas, de un blanco su­cio, desvaído, como si hubiesen perdido el color. También entre las rocas correteaban unos bichitos paliduchos y de muchas patas.
La muchacha no podía permitirse el lujo de ser se­lectiva. Hizo una sopa con todo ello, y eso fue lo que de­sayunó. Después recogió sus cosas, sacó una tea de su mochila y la prendió en la hoguera. Nevado retrocedió un paso.
—Puedes quedarte aquí, si quieres —le dijo Bipa—. Aunque el túnel es lo bastante espacioso para ti, comprendo que no tengas muchas ganas de entrar. Yo tampoco —le confió—, pero he de hacerlo. No es una simple cueva, ¿sa­bes? Lleva a algún sitio. Nadie se molestaría en poner una puerta tan grande en la boca de un túnel que no conduce a ninguna parte.
Dicho esto, respiró hondo, alzó la antorcha en alto y pasó por debajo de los enormes prismas de cuarzo. Oyó un suave crujido tras ella, y supo que Nevado la seguía, a una prudente distancia. Se adentró en el túnel, con pre­caución.
La escena que encontró en el interior era aún más asom­brosa que la ciclópea puerta. La caverna entera albergaba un bosque de cristales de cuarzo, enormes, simétricos, y todos ellos reverberaban con un resplandor blanquecino cuando la luz de la antorcha los alcanzaba. Aún sin salir de su asombro, Bipa se abrió paso entre aquellos colosos minerales, trepando por unos y deslizándose por debajo de otros. Los prismas de cuarzo ocupaban casi toda la sala, horizontales, verticales, inclinados, entrecruzados, en ra­cimos, colgando del techo... Bipa buscaba caminos entre ellos y Nevado la seguía fielmente, y los rostros de ambos se veían apenas reflejados en las facetas translúcidas del cuarzo, que parecía contemplarlos, con cientos de ojos, desde su milenario refugio en el corazón de la roca.
La travesía fue larga y difícil, y en ocasiones peligrosa. A menudo, Bipa tenía que caminar por encima de los cuar­zos resbaladizos, que tendían puentes traicioneros sobre el fondo irregular de la cueva. Estuvo a punto de caer en al­guna ocasión; y, de haberlo hecho, habría aterrizado sobre un lecho de afiladas agujas.
Bipa se detuvo un momento, jadeante, a esperar a Ne­vado, que se había quedado atrás. Deslizó un dedo por la superficie, pulida y perfecta, de uno de los cristales de cuarzo. Había visto cosas parecidas en las profundidades de los túneles de su hogar, pero nunca tan grandes, ni tan cerca de la superficie. Aquellos prismas parecían la obra de algún arquitecto genial; y, sin embargo, eran formacio­nes naturales, moldeadas por la mano de la Diosa.
«Pero alguien tuvo que colocar esos dos en la entrada, a modo de puerta», se dijo Bipa.
Por fin, llegaron al otro lado, para alivio de la joven. Detectó un rayo de luz y avanzó hacia él. Se deslizó por una de las caras de un cristal de cuarzo para llegar hasta otra puerta, pero ésta no estaba flanqueada por dos pris­mas cruzados, sino por dos golems de cuarzo, de rasgos burdos, apenas esbozados. No se movieron cuando Bipa se acercó a ellos. Ni siquiera la miraron ni reaccionaron de ninguna forma ante la presencia de los intrusos. Parecían muertos, abandonados, como el gólem de nieve cuando Bipa lo encontró. De todos modos, ella se abstuvo de to­carlos. Despacio, con precaución, pasó entre ellos y cruzó la puerta de salida. Nevado la siguió.

miércoles, 10 de julio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 6)



VI
GÉLIDA
La puerta se cerró tras ellos, dejando fuera al otro gigante y a la criatura de nieve que guardaba a Bipa junto a la entrada. «Estará bien», se obligó a pensar ella.
Avanzaron por un corredor tenuemente iluminado. Bipa miró a su alrededor, sobrecogida. Había supuesto que el interior del edificio sería cálido y agradable, como to­dos los hogares que ella conocía, pero lo cierto era que allí dentro hacía tanto frío como fuera. Y ahora veía por qué. Las paredes, los suelos, los techos... todo estaba tallado en hielo puro. Por esta razón resultaba muy difícil caminar, y le costaba seguir el ritmo de su acompañante. Bajo la suave luminiscencia que se derramaba desde las paredes Bipa comprobó, con asombro, que el guardia no era exactamente como la criatura de nieve que la ha­bía seguido desde las montañas. Su forma y proporciones eran similares, sí. Pero su cuerpo, al igual que todo en aquel lugar, estaba hecho de hielo, como si hubiera sido moldeado a partir de un témpano gigantesco. En cual­quier caso, aunque era igual de inexpresivo, parecía ta­llado con más cuidado que la criatura de nieve de Bipa: estaba mejor proporcionado y sus facciones habían sido esculpidas con más detalle.
Resultaba tan sorprendente que a Bipa le costaba de­jar de mirarlo. Y, distraída como estaba, resbaló sobre las baldosas de hielo y cayó de espaldas, golpeándose dolorosamente. Dejó escapar un gemido y se quedó sentada en el suelo, tratando de recuperar el aliento. Cuando alzó la cabeza vio que el guardia de hielo seguía allí, esperándola; pero había otra figura junto a él, un hombrecillo pálido que la observaba con desaprobación. Era humano, aun­que a Bipa no le inspiró mucha más confianza que el gi­gante de hielo.
En primer lugar, estaba extremadamente delgado, tan delgado que Bipa tuvo la impresión de que cualquier so­plo de aire se lo llevaría en volandas. En segundo lugar, no era que estuviera pálido simplemente, sino que su rostro era completamente blanco, como si se lo hubiese pin­tado con polvos de tiza para borrar todo rastro de color de su semblante. También su pelo era blanco como la escar­cha, y lo tenía peinado hacia arriba, en punta, lo cual acen­tuaba el aspecto alargado de su rostro. Y sus ropas eran las más finas que Bipa había visto jamás, tan tenues que casi dejaban ver la piel del hombre a través de ellas. Desde luego, no abrigarían mucho, pensó la muchacha, y se preguntó cómo alguien que vivía en una casa de hielo podía so­portar el intenso frío vestido de aquella manera.
—¿Qué haces tú aquí? soltó entonces el hombre­cillo, con disgusto.
Bipa se levantó con dificultad. Le costó un poco man­tener el equilibrio.
—He venido a ver a Gélida —dijo con precaución; to­davía no estaba segura de que fuera una buena idea men­cionar a Aer.
—¿Una opaca como tú quiere ver a Gélida?
—¿Opaca? —repitió Bipa, desconcertada. No era la primera vez que la llamaban de aquella manera. Sonaba a insulto, pero no estaba segura, y odiaba no entender lo que estaba sucediendo. Pasó por alto, sin embargo, el tono del individuo pálido y añadió:
—Llevo muchos días viajando y estoy cansada y ham­brienta. Me preguntaba si podría alojarme aquí esta noche...
Se interrumpió al darse cuenta de que el otro la mi­raba de arriba abajo, con evidente fastidio.
—No vas a ser del agrado de Gélida —comentó.
—Por lo poco que sé de ella, sospecho que tampoco Gélida va a ser de mi agrado —replicó Bipa, molesta—. Pero ni siquiera ella puede llegar al extremo de dejar a una persona a la intemperie, aunque sea una opaca. ¿O es que tu Gélida no tiene corazón?
Al mencionar la palabra «corazón», los ojos del hom­brecillo se posaron en el Ópalo que descansaba sobre el pe­cho de Bipa, y sus labios se curvaron en una extraña son­risa, que la chica encontró sumamente desagradable. Tuvo la impresión de que aquel rostro blanquecino no solía son­reír a menudo.
—Ven —dijo el hombre; dio media vuelta y echó a andar hacia el interior de la casa. O tal vez andar no fuera el término correcto; más bien cabría decir que «se desliza­ba», como los niños de las Cuevas cuando patinaban sobre el lago helado.
Bipa nunca había aprendido a patinar, porque lo con­sideraba inútil y peligroso, y en aquel momento se arre­pintió de no haberlo hecho. Trató de seguir al hombre­cillo a través del corredor, pero pronto resbaló, cayó de nuevo y se encontró sola. El gigante de hielo había vuelto a su puesto en la puerta, y su guía se había alejado ya demasiado.
Con un suspiro, Bipa se levantó de nuevo y avanzó, como pudo, aferrándose a los salientes de la pared. Cuando llegó por fin al final del pasillo desembocó en una amplia sala, con un techo altísimo del que colgaban enormes ca­rámbanos de hielo que irradiaban una luz pálida y fría, si­milar a la de la Estrella. Bipa se obligó a apartar la mirada y a centrarla en el individuo macilento que la había guiado hasta allí, y que la aguardaba junto a la puerta. A su lado ha­bía una mujer alta y huesuda, también muy delgada —la joven empezó a perder la esperanza de que le dieran bien de cenar—, y vestida y peinada en el mismo estilo que su com­pañero, con el pelo y la cara tiznados de blanco y ropas al­bas y finas, similares a hojas marchitas.
-¿Eres Gélida? —le preguntó Bipa sin rodeos.
La mujer torció el gesto.
—Sigúeme —dijo solamente, y desapareció a través de una puerta rematada en un arco apuntado. Bipa se volvió hacia el tipo pálido, pero éste se había quedado donde estaba y se limitó a mirarla con desdén. De modo que ella se apresuró a seguir a la mujer, como pudo, a través de sa­las y corredores. Como tenía que esforzarse por mantener el equilibrio, no pudo fijarse en lo que sucedía a su alre­dedor, pero sí vio de reojo a más personas pálidas y delga­das, con el cabello de punta, como llamas blancas enmar­cando sus rostros empolvados de tiza. Vio también a algunas criaturas de hielo, pero más pequeñas, de tamaño humano, que se deslizaban por los corredores, haciendo crujir sus articulaciones. El motivo por el cual eran capaces de mo­verse resultaba un misterio que habría tenido a Aer ensi­mismado durante semanas, pero Bipa no le prestó aten­ción en aquel momento. Tenía cosas más importantes en que pensar.
La mujer la llevó hasta una pequeña habitación con una cama, un arcón y una cómoda.
—Aséate y cámbiate de ropa —le ordenó—. Podrás ver a Gélida a la hora de cenar, pero sólo si estás presentable.
Bipa abrió la boca para replicar, pero la mujer ya se ha­bía dado la vuelta, con un crujir de su túnica, y se ale­jaba por el pasillo.
La muchacha suspiró. La habitación era fría y austera, pero mucho mejor que cualquiera de los lugares donde había dormido desde que abandonara su casa. Y además ha­bían dicho que le darían de cenar.
Corrió la cortina que hacía las veces de puerta y dejó su mochila en un rincón. Probó la cama; estaba bien, aun­que las sábanas eran muy finas y no había mantas. Tampoco había nada parecido a una chimenea en la habita­ción. Bipa supuso que no podrían encender fuego en aquel lugar, porque se vendría todo abajo. Por fortuna, llevaba manta y abrigo encima y, con un poco de suerte, no pasa­ría frío aquella noche.
Se acercó a la cómoda y vio una palangana llena de agua. Estaba tremendamente fría, pero aun así aprove­chó para lavarse la cara y las manos. Se preguntó si la gente del castillo de Gélida tomaba baños calientes alguna vez, y suspiró con añoranza. Lo más parecido a un baño ca­liente que había tomado en los últimos tiempos había sido una especie de ducha, allá en su cueva de las montañas, derramando por encima de su cabeza una olla de agua, procedente de un montón de nieve calentada al fuego.
Descubrió sobre la cómoda varios botes con polvos blancos, que, adivinó, estaban destinados al maquillaje de la piel y del pelo. «Ni hablar», se dijo a sí misma. Abrió el arcón y extrajo de él varias prendas del mismo material fino y translúcido. Escogió una túnica similar a la que le había visto a la mujer que le había guiado hasta allí. «Me voy a morir de frío con esto», pensó. Pero la promesa de la cena era demasiado tentadora, por lo que se despojó de su abrigo y de su cálida ropa y, tiritando, trató de po­nerse la túnica.
No tardó en comprobar que era demasiado estrecha para ella. Lo intentó con todas las prendas que sacó del ar­cón, pero, invariablemente, parecían hechas para gente mucho más delgada, por lo que volvió a dejarlas en su si­tio y soltó la tapa, con un estrépito que delataba su mal humor. Volvió a ponerse su propia ropa y se sintió mucho mejor. Poco a poco, fue entrando otra vez en calor.
Al cabo de un rato regresó la mujer a buscarla. Torció el gesto al verla tranquilamente sentada en la cama, toda­vía embutida en sus ropas de lana y piel.
—¡Opaca! —la riñó—. ¿No te he dicho que te vis­tieras con algo más apropiado?
—Me llamo Bipa —replicó ella—. Y lo habría he­cho si tuvieseis ropa para gente normal, y no sólo para esqueletos andantes.
—¡Esqueletos andantes! —repitió la mujer, pasma­da—. ¡No has comprendido nada acerca de nuestra ver­dadera esencia, pequeña opaca! Nosotros, los pálidos, he­mos emprendido ya el camino del Cambio. Sin embargo, a ti todavía te falta mucho para llegar a nuestro nivel. ¡Deberías agradecer que te hayamos permitido entrar en el hogar de nuestra señora! ¡Deberías suplicarnos que te ayudemos a alcanzar un estado adecuado de esbeltez! ¡De­berías avergonzarte de tu aspecto!
—¿Avergonzarme, yo? —soltó Bipa, que apenas en­tendía lo que le estaban diciendo—. ¿Por qué razón? ¡En cualquier caso, me daría vergüenza parecerme a ti.
La mujer palideció un poco más, si es que esto era posible.
—¡Cómo osas hablarme así, tú que eres un... cúmulo de carne! —le echó en cara—. ¡Ni siquiera has tenido la decencia de blanquearte el pelo por lo menos! ¡Eres... eres repugnante!
Bipa montó en cólera.
—Mi pelo es mío, me gusta así y no quiero cambiarlo —replicó—. Y no soy un cúmulo de carne. Soy una mu­jer y tengo formas de mujer, y si estuviera tan delgada como tú me moriría de frío. En el lugar del que vengo, los padres alimentan bien a sus hijos para que sobrevivan a las noches de ventisca y a los tiempos de escasez, y na­die adelgaza hasta que se le marquen las costillas, a no ser que esté muy enfermo, cosa que, por supuesto, no es un estado que nadie en su sano juicio desee alcanzar. Y lo que sí es verdaderamente repugnante es tu forma de tratar a las visitas.
La mujer entornó los ojos y le dio una bofetada en pleno rostro. Ella se la devolvió en un acto reflejo. La otra la contempló, horrorizada, como si estuviese viendo un monstruo, y salió huyendo por el pasillo, deslizándose con precipitación y dejando escapar cortos alaridos de terror.
Bipa respiró hondo y trató de calmarse. No se arrepen­tía de haberle dicho todo aquello, pero estaba empezando a pensar que debería haber contenido su lengua. Ahora no le darían de cenar, si es que era cierto que en aquella casa se comía alguna vez.
En cualquier caso, no podía quedarse esperando. Vol­vió a abrir el arcón y sacó unos zapatos que había visto an­tes, y que tenían una suela que parecía ofrecer cierta resistencia al hielo. Se los puso, suponiendo que con ellos le sería más fácil deslizarse por los pasillos. Tras esconder su mochila debajo de la cómoda, se asomó al exterior. No vio a nadie. Salió al pasillo, dispuesta a explorar el hogar de Gélida.
Al principio avanzó con precaución, escondiéndose tras los marcos y las columnas de hielo para evitar que la vieran, pero, poco a poco, fue olvidándose de tener cui­dado. La vida en aquel lugar le parecía tan extraña y sin sentido que una parte de sí misma estaba convencida de sufrir los efectos de un sueño absurdo del que no había despertado aún.
Habitaba poca gente en el inmenso palacio, aquel monstruoso esqueleto frío y blanquecino, que más se pa­recía a una gigantesca cáscara hueca que a un hogar de ver­dad. Muchas de esas personas, si es que lo eran realmente, estaban conformadas de hielo, como los gigantes de la en­trada. Éstos parecían más bien ejercer funciones de cria­dos o de vigilantes; pero, si en realidad vigilaban algo, o bien lo hacían con escaso interés o no consideraban que Bipa fuese digna de su atención, porque apenas la miraban cuando pasaba por su lado. Las personas de carne y hueso —o, mejor dicho, se corrigió Bipa desdeñosamente, «de piel y hueso»—, los pá­lidos, como los había llamado la mujer con la que había discutido, sí reparaban en ella. Su presencia interrumpía conversaciones y atraía miradas de reprobación. Pero na­die le dirigió la palabra ni trató de averiguar qué hacía ella allí. Se limitaban a torcer la cara en una mueca de disgusto y a retomar sus actividades, volviéndole la espalda y fin­giendo que no la habían visto. Y sus actividades parecían tremendamente insustancia­les. Charla insulsa y vacía, risas forzadas, juegos de manos, coqueteos frivolos... Incluso aquellos que se dedicaban a cosas más prácticas, como supervisar a las criaturas de hielo o trajinar en una gran sala, llena de utensilios, recipientes y alacenas, que Bipa deseó con fervor que fuese una cocina, lo hacían de forma indolente, como si aquellas tareas fue­sen demasiado mundanas para ellos. Bipa no tardó en sen­tirse espantosamente fuera de lugar. Ya no se trataba sólo de que fuese extranjera en el palacio de Gélida, o de que aquellas personas pensaran y actuaran de una forma incom­prensible para ella. Era que tenía la sensación de que ni siquiera eran humanas. No más que aquellos seres de hielo que recorrían los pasillos. Con todo, Bipa no pudo evitar pensar que los habitantes del palacio de Gélida estaban frus­trados por alguna razón. Había en sus ojos un leve brillo de añoranza, no como el de Nuba, que echaba de menos a su hombre, sino más bien parecido al de Aer: un anhelo de algo que escapaba al entendimiento de Bipa. Un deseo de estar en otra parte, una «Otra Parte» que tal vez habían visto en sueños o a través de los cuentos de una madre. Bipa casi los compadeció. Nunca había podido comprender que Aer quisiera cambiar las Cuevas por alguna otra cosa. Pero no le costaba nada entender que cualquier persona sintiese deseos de escapar de la morada de Gélida.
Sacudió la cabeza para alejar aquellas ideas de su mente. Los pálidos exhibían con orgullo sus ropas finas y sus ros­tros empolvados. A juzgar por la forma en que miraban a Bipa, parecían considerar un honor vivir allí y de aquella manera. La joven empezó a preguntarse qué clase de mu­jer sería Gélida, y por qué aquellas personas, que por lo visto vivían según sus reglas, estaban orgullosas de hacerlo.
No tardó en hallar respuesta a aquellas preguntas. Mo­mentos después, el sonido de una campanilla, vibrante y apremiante, llegó a todos los rincones del palacio. Todos los pálidos dejaron lo que tenían entre manos y se pusie­ron en marcha, a través de pasillos y estancias, siguiendo la voz de la campanilla. Bipa fue tras ellos.
Llegaron a un enorme salón con una larguísima mesa que lo ocupaba prácticamente por completo. En uno de los extremos de la misma había un alto trono, reservado, sin duda, para la señora de la casa.
Bipa se obligó a apartar la mirada de la mesa, donde ya habían dispuesto servicios de cristal que anunciaban la cena, para echar un vistazo a su alrededor en busca de Gélida. Se preguntó si la reconocería: todas aquellas per­sonas blancas y delgadas le parecían iguales. Sin embargo, no tardó en tranquilizarse en ese sentido, porque supo quién era Gélida en cuanto la vio, y entendió, de golpe, por qué ella tenía la silla más grande, y por qué aquellas personas vivían en su palacio de aquel modo.
Gélida estaba junto al ventanal, conversando con dos hombres y una mujer que se habían acercado a saludarla. Lucía ropas del mismo estilo que los demás, pero, sin ninguna razón aparente, las suyas parecían más ligeras, más vaporosas. Su delgadez se asemejaba más bien a la esbeltez de un junco. Su rostro era niveo y su cabello, de color blanco, sin necesidad de polvos, tintes ni afeites. Sus ojos parecían cristales de nieve.
Era a ella, comprendió Bipa entonces, a quien los pá­lidos trataban de imitar. Y tuvo que admitir que era una dama hermosa, a pesar de aquella insana delgadez que ella llevaba con gracia natural. Pero, si hubiese sido tan sabia como hermosa, no habría permitido que aquellas perso­nas la copiaran de un modo tan artificial. «Maga no lo ha­bría aceptado», pensó, y se preguntó por qué se habría acordado de ella en aquel instante. En cualquier caso, pen­sar en Maga le hizo recordar el motivo por el que estaba allí. Ignorando las miradas de desaprobación de la gente, se adelantó desde el lugar que ocupaba, en un discreto se­gundo plano, y se acercó a Gélida.
Ella escuchaba, con la cabeza ligeramente inclinada so­bre su cuello de cisne, la aduladora chachara de uno de los hombres, pero no parecía ni molesta ni complacida. Su frío rostro de esfinge no mostraba la menor emoción.
Cuando advirtió la presencia de Bipa, levantó la mi­rada y la clavó en ella. No dijo nada. Aguardó, como ha­bría aguardado la imagen de una diosa, inmóvil e incon­movible, a que sus fieles depositaran ofrendas a sus pies.
Pero Bipa no era una de sus fieles, ni pensaba serlo.
—Hola —saludó—. Me llamo Bipa, y vengo de las Cuevas. Me gustaría hablar contigo un momento.
Las personas de rostros empolvados murmuraron en­tre ellas, escandalizadas. Pero Gélida sólo sonrió, una me­dia sonrisa que más parecía una grieta en una superficie escarchada que una verdadera sonrisa, y dijo:
—Dejadnos a solas.
—Pero, mi blanca señora, ¡es una opaca!
—Lo sé —cortó ella, con una voz tan fría como su nombre—. Dejadnos a solas, he dicho.
Los tres se retiraron, y nadie más osó acercarse.
—¿Qué significa opaca? —quiso saber Bipa.
—Significa que no eres etérea.
Bipa tampoco tenía muy claro el significado de la pala­bra «etérea». Sólo sabía que tenía que ver con la Emperatriz.
—Por supuesto que no lo soy. He nacido en las Cue­vas, como ya te he dicho. ¿Vosotros sois etéreos?
—Somos menos opacos que tú, y eso debería bastarte —replicó Gélida, en un tono con el que pretendía dejar patente su superioridad sobre Bipa—. ¿Acaso no sabes quié­nes somos?
—Tengo entendido que os llamáis los pálidos —res­pondió ella—. Salta a la vista por qué.
Gélida esbozó una media sonrisa.
—Así nos llaman, ciertamente. Pero también se nos conoce como los gélidos. ¿Sabes por qué razón?
—¿Porque todos los que viven aquí quieren ser como tú?
Ella la miró con condescendencia; al parecer no había captado la ironía de las palabras de Bipa.
—Porque veneramos la pureza del hielo; porque lo es­culpimos y moldeamos, y porque ansiamos poder alcan­zar su transparencia. Y tú, si lo deseas con fuerza, pronto serás como nosotros.
—No, gracias —se apresuró a responder Bipa—. No lo deseo lo más mínimo.
La sonrisa de Gélida se esfumó.
—¿Por qué motivo, pues, has venido a llamar a mi puerta? —preguntó con sequedad.
Bipa dudó. No estaba segura de que debiera hablarle de Aer.
—Estoy de paso —repuso, esquiva—. Voy hacia el pa­lacio de la Emperatriz.
Gélida se rió, con una risa helada y cortante.
—Nunca podrás llegar al palacio de la Emperatriz. Eres demasiado opaca. Podría ser que —añadió sugesti­vamente—, si te quedaras un tiempo aquí, lograras vol­verte pálida, como nosotros, y eso significa que serías un poco más etérea y un poco menos opaca. No bastaría para que llegases a la Emperatriz, pero ya estarías un paso más cerca.
Bipa sacudió la cabeza.
—No, gracias. Prefiero quedarme como estoy.
—Eres una pobre niña ignorante —sonrió Gélida con desdén—. Prefieres revolearte en el barro antes que aspi­rar a lo más alto.
—Yo no me revuelco en el barro —observó Bipa—. Y no hace falta ser muy lista para darse cuenta de que aquí la gente se muere de hambre. Así que no veo por qué debería tener en cuenta la opinión de alguien que vive en una casa de hielo y dice que es mejor ser blanca y flaca que estar sana y tener un hogar cálido y confortable. Es una idea absurda y estúpida.
Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se mor­dió la lengua, pero ya era tarde. Se maldijo por no haber podido contenerse. Pero Gélida no pareció inmutarse.
—Oh —dijo—. Muy bien. De modo que crees que aquí la gente se muere de hambre. Deduzco entonces que no querrás quedarte a cenar para compartir nuestra comida inexistente.
Bipa se ruborizó; y no era algo que le sucediese a me­nudo.
—Sí, me gustaría —masculló.
Gélida sonrió, complacida.
—Bien. Entonces, siéntate a la mesa, y cenemos. Des­pués, tendremos otra conversación. Sé que los opacos os tomáis muy en serio las necesidades del cuerpo. Tal vez cuando tengas tu enorme estómago lleno, te comportes de un modo un poco más sociable.
Bipa resopló por lo bajo, pero no replicó. Murmuró un agradecimiento y fue a ocupar de nuevo su rincón. Gélida se sentó ante la mesa momentos después. Tras ella, lo hicieron el resto de comensales. Bipa se quedó de pie hasta que una de las criaturas de hielo trajo una silla para ella. Cuando se sentó, las personas acomodadas a su derecha e izquierda se apartaron un poco. Bipa las ig­noró y centró su atención en los criados que recorrían la estancia portando grandes ollas de sopa. Los cucharones eran demasiado pequeños como para que las manos de las criaturas de hielo los manejaran con soltura, por lo que cada comensal debía servirse a sí mismo. Bipa ob­servó que procuraban ponerse raciones muy pequeñas y que, cuando empezaban a comer, lo hacían con cierto gesto avergonzado. También se dio cuenta de que los cria­dos de hielo sostenían las ollas sin problemas, y no pudo evitar preguntarse cómo era posible que no se les derri­tieran las manos.
Cuando le llegó el turno, entendió la razón. Decep­cionada, comprobó que se trataba de una sopa fría, aguada y con poca sustancia. Ante la mirada horrorizada de sus compañeros de mesa, llenó su cuenco hasta que casi se des­bordó. Se lo terminó enseguida. La sopa fría no llenó su estómago ni calmó su hambre, por lo que quedó aguar­dando, impaciente, el segundo plato.
Pero no hubo segundo plato. Gélida, que sólo había probado una cucharada de sopa, se levantó de la mesa en cuanto los criados retiraron los servicios, y todos los de­más la imitaron.
Sólo Bipa se quedó sentada, incapaz de creer lo que es­taba sucediendo.
—¡Un momento...! —exclamó a media voz. Las per­sonas que estaban más próximas a ella fingieron que no la habían oído.
Furiosa, Bipa se levantó y avanzó a grandes zancadas hasta Gélida.
—¿Esto qué es? ¿Una broma? —le espetó.
—Oh, ¿no te ha gustado la cena?
—No he tenido ocasión de juzgar. Lo cierto es que cuando has hablado de «cena inexistente» creía que se tra­taba de un sarcasmo.
Gélida sonrió con desprecio.
—Los opacos, jovencita... dependéis demasiado de vuestras necesidades corporales. Nosotros, los pálidos, estamos por encima de todo eso.
—Tonterías. Si no comierais, estaríais todos muer­tos.
—Pero no lo estamos, ¿verdad? Sé a qué has venido aquí, Bipa. No vas al palacio de la Emperatriz. No tienes el menor interés en ser como los etéreos o siquiera en conocerlos. Tu mente simple y primitiva es incapaz de captar siquiera un atisbo de su grandeza.
Bipa bufó y fue a replicar, pero las palabras que Géli­da pronunció a continuación la hicieron callar.
—Has venido a buscar al muchacho opaco que me robó mi flor de cristal.
La joven abrió la boca, pero la cerró de nuevo, inca­paz de responder.
—Resultaba evidente —prosiguió Gélida—. Sólo hay un motivo por el cual los opacos abandonan sus Cuevas para venir hasta aquí, y es porque quieren ser etéreos. Pero tú, querida mía, no quieres ser etérea. La única razón por la que podrías estar aquí tenía que ser que estuvieras bus­cando a alguien.
Bipa respiró hondo.
—Ese chico se llama Aer y es mi amigo —declaró—. Ya ha sobrevivido a un viaje por las nieves, pero no sé si tendrá tanta suerte la próxima vez. Por eso lo busco. ¿Ha estado aquí?
—Estuvo aquí hace tiempo, sí. Se sumó a mi corte para aprender de mí. Sabía que no estaba preparado para proseguir su viaje, y por eso se quedó... Pero en lugar de esperar, perder opacidad y continuar adelante, como ha­cen todos, él me robó uno de mis tesoros de cristal, y ahora sé que volvió atrás... con los opacos... contigo —se rió, con aquella risa fría y elegante—. ¿Por qué razón debería darte noticias de él? ¿Me devolverás a cambio mi flor de cristal?
Bipa se preguntó si debía decirle que Aer se la había regalado a ella. Desechó la idea. No valía la pena; la flor estaba muy lejos, en la cueva que Bipa compartía con Topo y que era su hogar. Y no le iba a servir de nada a Gélida saberlo.
—No puedo devolvértela —respondió, y era verdad.
Gélida sonrió de nuevo.
—Lo suponía —dijo solamente.
—¿No me vas a decir entonces si Aer pasó por aquí después de lo de la flor? Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de que te la robara. Pídesela a él, no a mí.
—Suponía que te la había regalado a ti. Pero no te preo­cupes, porque es otra cosa lo que te voy a pedir a cambio de la información que necesitas. Acompáñame.
Con un ligero crujido de sus ropas, Gélida se enca­minó hacia la puerta. Bipa la siguió, pero fue la única. Con un solo gesto, la dueña del palacio de hielo disuadió a los demás comensales de ir tras sus pasos.
 Recorrieron el frío y desolado hogar de Gélida hasta una sala custodiada por dos gigantes de hielo. Las cria­turas se movieron para obstruir el camino, pero Gélida dijo:
—Dejadnos pasar.
Y ellos se retiraron a un lado. Gélida entró en la habi­tación, y Bipa fue tras ella. La chica se quedó impresio­nada, a su pesar. Aquello era un pequeño museo de joyas de cristal, semejantes a la flor que Aer le había regalado tiempo atrás. Había jarras, vasos y bandejas, pero también figuras de personas, árboles, peces, animales y otros seres que Bipa desconocía, todos tallados en un cristal tan puro como refulgente.
—Maravillas traídas de la Ciudad de Cristal —dijo Gélida a media voz—. Absolutamente transparentes. Un paso más hacia la esencia de los etéreos. ¿Tienes idea de lo valiosas que son? No, claro, no puedes tenerla —terminó en actitud desdeñosa—. Y, sin embargo sí que puedes com­pensarme por la pérdida de una de las piezas más valiosas de mi colección.
—No tengo nada que darte... —empezó Bipa, pero Gélida la cortó:
—Sí que lo tienes —alargó su blanca mano hacia ella, y su dedo índice, rematado por una larga uña de hielo, se­ñaló el pecho de Bipa—: Quiero tu colgante —dijo.
Ella se llevó la mano, instintivamente, hacia el trozo de cuarzo que su amigo le había regalado y que aún pen­día sobre su pecho.
—Ése, no —se impacientó Gélida—. El otro. Dámelo y te diré dónde está Aer.
Bipa se quedó anonadada. Primero, porque Gélida re­conocía que tenía noticias de Aer y que podría guiarla hasta él. Segundo, porque le estaba pidiendo a cambio el Ópalo que Maga le había entregado. Lo cubrió rápidamente con ambas manos, quizá para protegerlo de la ávida mirada de la mujer de hielo.
—No puedo dártelo. No es mío, sólo me lo han pres­tado.
Ella rió abiertamente.
—No te creo. No es algo que nadie abandonaría vo­luntariamente, muchacha. Muchos matarían por poseer algo así, de modo que no me hagas creer que te lo han pres­tado. Tienes que haberlo robado en alguna parte.
Pero Bipa apenas la escuchaba. Se había dado cuenta, por primera vez, de que sobre el pecho de Gélida también descansaba un Ópalo como el suyo, pero de un tono pá­lido, desvaído, casi blanco, como si el calor de la piedra se hubiese apagado, como si el Ópalo se hubiese cansado de seguir vivo, si es que las gemas podían atesorar alguna clase de «vida» en su interior. En comparación, el Ópalo de Bipa, el de Maga, se mostraba refulgente como una pe­queña esfera de fuego.
—¿Qué le ha pasado al tuyo?— quiso saber.
—No es de tu incumbencia. Lo único que tienes que saber es que si me entregas tu Ópalo te diré dónde está tu amigo. Yo en tu lugar no me lo pensaría —añadió con una sonrisa—, porque sin mí nunca lo encontrarás.
—No estés tan segura —replicó ella—. Además, ya te he dicho que el Ópalo no es mío, y que no lo puedo en­tregar a la ligera. Y si no quieres creerme, allá tú —con­cluyó, muy digna.
—Como gustes —dijo Gélida—. Regresa, pues, a tu habitación, si lo deseas, y reflexiona sobre mi oferta. Pero date prisa: cuanto más tardes en decidirte, más alejarás a Aer de ti.
Algo comprimió el corazón de Bipa, produciéndole una sensación angustiosa. Pero respondió, sin embargo:
—De nada me servirá saber dónde está Aer si no tengo el Ópalo para que me mantenga con vida.
—Quién sabe —dijo Gélida, crípticamente—. Tal vez él esté más cerca de lo que crees.
Bipa le respondió con un gruñido.
Momentos más tarde, caminaba de vuelta a su cuarto. Escondió el Ópalo bajo la camisa y se sintió reconfor­tada por su suave calidez. Se preguntó por qué lo querría Gélida, y por qué el Ópalo de ella parecía tan triste y apa­gado. Pero enseguida apartó de su mente aquellos pensa­mientos. Lo principal era decidir qué debía hacer. Podía abandonar el hogar de Gélida por la mañana y proseguir la búsqueda de Aer por su cuenta. La idea de continuar tan pronto aquel viaje tan duro la desalentaba, pero el hecho de que aquel palacio no fuese muy acogedor hacía un poco más fácil la partida. Por otra parte, ¿y si Aer estaba ahí mismo, en el palacio? ¿Y si Gélida lo mantenía prisionero? Se le ocurrió que, aunque Gélida no quisiese respon­der a sus preguntas, tal vez otra persona sí lo haría.