IX
El Maestro Cristalero
Ahora que lo observaba con atención, descubrió otras
diferencias con su hermano, el Señor de la Ciudad de Cristal, además de su
carácter o el color de su Ópalo. Lumen vestía ropas de piel, como la propia
Bipa, ropas cuya función era proteger del frío, ropas diferentes a los
livianos vestidos semitransparentes que usaban aquellas personas llamadas
cristalinos.
Aun así, Bipa se percató de que, cuando Lumen se
situaba a contraluz, con el fuego tras él, podía ver el resplandor de la
hoguera a través de sus manos y de su cabeza. Eso la alertó y le recordó que,
pese a su hospitalidad y simpatía, el Maestro Cristalero era «uno de ellos»,
una de las extrañas criaturas que habitaban en la Ciudad de Cristal.
En aquel momento su estómago emitió un sonoro quejido,
y Bipa fue incapaz de pensar en nada que no fuera comestible. Lumen se volvió
hacia ella.
—Vaya, veo que te has despertado.
—Ese olor resucitaría a un muerto.
—¿Tienes hambre?
—¿Bromeas? Ya no recuerdo cuándo fue la
última vez que tomé una cena que fuese digna de tal nombre —Bipa olisqueó en el
aire—. ¿Cómo te las arreglas para que huela tan bien? ¿Qué le has echado al
puchero?
—Es estofado de carne —dijo Lumen con sencillez,
sirviéndole una ración en una escudilla de barro.
Bipa se quedó de piedra.
—Bromeas —soltó—. No hay casi nada vivo ahí fuera. A
no ser que cocines a los de la ciudad, y sinceramente, no estoy segura ni de
que tengan sangre en las venas...
Se interrumpió de nuevo al recordar que Lumen tenía
el mismo aspecto que ellos, pero él no pareció darse por aludido.
—Ahí arriba, no. Pero el subsuelo está lleno de
vida. Los túneles son el refugio de las últimas criaturas vivas nacidas de las
entrañas de la Diosa. Y por eso ahora buscan su corazón, tratando de
sobrevivir.
—Hablas igual que Maga —opinó Bipa, con los ojos fijos
en el plato de estofado que estaba llenando Lumen—. Casi me parece estar en
casa de nuevo. Sólo que tú eres muy blanco y tu casa está llena de cosas raras
que no sirven para nada, pero, por lo demás...
Se calló cuando el Maestro Cristalero le ofreció por
fin el ansiado plato. Bipa lo tomó con manos temblorosas y comenzó a comer con
voracidad.
—Despacio, despacio, o te atragantarás —la reconvino
Lumen, tendiéndole un vaso de agua.
Bipa dio buena cuenta del estofado, casi con
lágrimas en los ojos, y cuando terminó de rebañar la escudilla volvió a
tendérsela a su anfitrión y le preguntó, con cierta timidez:
—¿Podría repetir?
—Por supuesto —sonrió Lumen, llenándole el plato de
nuevo—. Pero come más despacio. Llevas mucho tiempo en ayunas y tu estómago se
ha vuelto pequeño. No debes forzarlo.
—Gracias —dijo Bipa con énfasis—. Muchísimas
gracias.
Siguió comiendo, esta vez con un poco más de calma.
El Maestro Cristalero la contempló con una sonrisa.
—Es bueno que tengas hambre. El chico que estuvo
aquí antes que tú no quiso comer nada —movió la cabeza, preocupado—. Mal
asunto.
Ella dejó de comer inmediatamente.
—¿Un chico? —repitió—. ¿Cómo era?
Lumen se encogió de hombros.
—Como todos. Un loco lleno de sueños imposibles,
hechizado por el aura de la Emperatriz.
—Pero, ¿qué aspecto tenía? —insistió Bipa.
—Pues... — Lumen reflexionó—. Tenía el cabello rubio,
tan rubio que era casi blanco. Y sus ojos brillaban con la claridad del
diamante. La piel pálida, muy pálida, y un rostro tan serio que parecía que
jamás hubiese anidado en él una sola sonrisa.
Bipa cerró los ojos. Por su memoria, fugaz, cruzó el
recuerdo de la picara sonrisa de Aer, que traía locas a todas las chicas de
las Cuevas. El muchacho había sido de cabello claro, pero no rubio. Sólo un
poco más claro que el de la mayoría de las personas de las Cuevas, que lo tenían
entre negro y castaño oscuro, lo mismo que sus ojos.
—Ése no era Aer —murmuró.
—Y, sin embargo, dijo llamarse así —apostilló el
Maestro Cristalero.
Bipa respiró hondo.
—No es posible —murmuró—. No puede haber cambiado
tanto.
—Ah, pero ha de hacerlo si quiere llegar al palacio
de la Emperatriz. Y él deseaba hacerlo, lo deseaba con toda su alma. Por eso ya
no siente hambre, ni sed, ni duerme, ni experimenta frío ni calor. Y cuando se
dio cuenta de que yo no podía darle lo que quería, abandonó este lugar y fue a
pedir asilo a la Ciudad de Cristal. Y las puertas se abrieron para él.
Bipa suspiró y recostó la espalda en la pared.
—A este paso nunca podré alcanzarle —murmuró.
Reinó un silencio denso, pesado, sólo enturbiado por
el crepitar de las llamas.
—Si te sientes con fuerzas —dijo entonces Lumen—, me
gustaría enseñarte mi taller.
Bipa asintió. Dejó el plato a un lado y se levantó
de la cama, dispuesta a seguirlo. Se detuvo en la puerta, sin embargo.
—Hay algo que he de preguntarte —le dijo—. Había
alguien conmigo... Un gólem de nieve. Se llama Nevado, y me ha seguido desde
los dominios de Gélida. Sabe cuidar de sí mismo, pero de todos modos me
sentiré más tranquila si sé que está bien.
Lumen asintió.
—Lo encontramos a tu lado, entre los cristales.
Bueno, lo que quedaba de él. Había saltado detrás de ti.
Bipa masculló una maldición por lo bajo.
—Por suerte sólo perdió un par de miembros —prosiguió
Lumen—. Esme lo trajo de vuelta y ahora lo está recomponiendo. Es más fácil
recomponer un gólem de nieve que uno de cristal —sonrió.
—¿Quién es Esme? —preguntó Bipa, desconfiada.
—La conocerás muy pronto. Ven, sigúeme.
Bipa acompañó a Lumen a través de un estrecho corredor
hasta una pequeña habitación que contenía un horno y un montón de herramientas
que la joven no supo reconocer. Había muchos tubos de cristal, largos y finos,
y un enorme barreño, y un gran mortero. Las paredes estaban ocupadas por
estanterías repletas de vasos, jarras, botellas y boles de formas redondeadas
y cilindricas.
—Aquí es donde soplo el vidrio —le explicó Lumen—.
Puedo hacer vasos muy hermosos, pero por lo general los hago sencillos, cuanto
más finos y transparentes, mejor. Los envío a la Ciudad de Cristal —sonrió con
cierta malicia—. Puede que mi hermano no quiera verme, pero aún necesita mis
vasos.
—Creía que los habitantes de la Ciudad no necesitaban
comer —dijo Bipa.
—Pero beben agua... todavía.
Pasaron a la siguiente sala, que era mucho más impresionante
que la anterior. Estaba presidida por una enorme mesa sobre la que aparecían
desparramados gemas y cristales de todas las formas y tamaños imaginables;
algunos se hallaban a medio tallar, otros eran gemas en bruto, y todos
se mezclaban sin orden ni concierto con utensilios que parecían formar parte de
la colección de piezas de Lumen, pues estaban hechos de un material cristalino
transparente y de gran pureza.
—Diamante —dijo Lumen—. El mineral más duro que
existe. Así comenzó todo —añadió, abarcando con un amplio gesto todas sus
creaciones, que abarrotaban los estantes de las paredes—. La gente peregrinaba
hasta el palacio de la Emperatriz, pero muchos tenían que detenerse aquí antes
de continuar. Descubrieron los cuarzos y empezaron a tallarlos. Y
profundizaron en los túneles en busca de prismas cada vez más puros, y con
ellos construyeron la Ciudad de Cristal. Las gemas más apreciadas eran los
diamantes, debido a su pureza, a su brillo y a su resistencia. Sin embargo,
las gemas o cristales coloreados eran desechados porque se apartaban del ideal
de transparencia de nuestra gente.
Lumen calló un instante, pensativo. Bipa lo miró, interrogante,
preguntándose adonde querría ir a parar, y qué tenía que ver todo aquello con
Aer.
—Yo era muy joven cuando me enviaron a los túneles
a buscar gemas —prosiguió el Maestro Cristalero—. Entonces, al igual que Lux,
mi hermano, y que tantos otros, soñaba con ser algún día digno de llegar hasta
la Emperatriz. Admiraba las cosas incoloras, transparentes, cristalinas. Pero
todo ello me pareció pobre, incluso insignificante, comparado con la riqueza
que encontré aquí abajo.
»Piedras de todos los colores. Gemas hermosísimas,
rubíes, zafiros, amatistas, esmeraldas, topacios... cristales que mis manos
ansiaban tallar, y que eran considerados desechos por mis semejantes.
»Empecé a trabajar con ellos en secreto. Aprendí a
colorear el vidrio y el cristal para cuando las gemas me faltaban. Traté de
deslumbrar a los demás con mi arte, que teñiría de color la Ciudad de Cristal y
nos traería algo más de alegría, pero...
Calló de nuevo, con un destello de amargura en sus
ojos cristalinos.
—Déjame adivinarlo: no les gustó —lo ayudó Bipa.
Lumen sonrió.
—Es una forma suave de decirlo. Me desterraron fuera
de la Ciudad de Cristal y busqué refugio en los túneles, de donde continúo
extrayendo cuarzos, gemas y cristales para seguir ejerciendo mi oficio, mi arte,
mi pasión. Llevo aquí mucho más tiempo del que nadie podría contar. Al igual
que mi hermano estoy atado a este lugar y al Ópalo que fue nuestra esperanza y
nuestra maldición...
Bipa alzó la cabeza al oír mencionar el Ópalo. Lumen
lo advirtió.
—Los encontré los dos juntos —relató—. Las dos gemas
más bellas que había visto jamás. Incrustadas en el corazón de la roca,
idénticas, perfectas. Eran opacas, de acuerdo. Y poseían ese furioso color rojo
de la sangre, del fuego, de la vida. Con todo, eran tan hermosas que pensé que
incluso a mi hermano, tan amante de las cosas puras y transparentes, le
gustarían. Eran dos, eran iguales. Parecía que la Diosa nos las regalaba
justamente a nosotros. Parecía una señal.
»En aquellos tiempos —añadió con nostalgia—, todavía
se hablaba de la Diosa, no como ahora, que casi nadie la recuerda por aquí.
Quizá por eso mi hermano me escuchó cuando fui a ofrecerle una de las gemas
para hacer las paces. Al principio apreció el presente. Con él se convirtió en
el Señor de la Ciudad de Cristal y mejoró la vida de cuantos allí habitaban.
Pero pronto nos dimos cuenta de que era un cristal de doble filo. Porque el
Ópalo frenó casi por completo su proceso de Cambio y, por otro lado, lo hizo
imprescindible en la Ciudad al ser su portador... de modo que no podía
abandonarla. Él, que había soñado toda su vida con ir al palacio de la
Emperatriz, se veía obligado a permanecer en la Ciudad para siempre... y la
vida de un portador del Ópalo es muy, muy larga. Varias generaciones de
cristalinos han habitado en la Ciudad desde entonces. Miles de peregrinos han
cruzado sus puertas y la han abandonado para ir al palacio de la Emperatriz.
Pero Lux, el Señor de la Ciudad de Cristal, seguirá encadenado a ella. Es su
privilegio y su responsabilidad. Su honor y su deber.
—¿Y no puede, simplemente, transferirle el Ópalo a
alguien? —preguntó Bipa—. A mí Maga me dio el suyo. Sólo temporalmente, claro,
pero si quisiera supongo que podría regalárselo a quien considere
conveniente...
—Nuestros Ópalos son Ópalos gemelos. Él no puede
deshacerse del suyo mientras yo conserve el mío. Y yo no lo voy a entregar a
nadie.
—¿Por qué no?
—Por Esme —respondió Lumen solamente.
Bipa quiso seguir indagando, pero el Maestro Cristalero
la miró con gravedad y le preguntó:
—¿Sabes para qué se usan los Ópalos, Bipa? ¿Sabes
qué son?
Ella frunció el ceño.
—Hasta que partí de las Cuevas, ignoraba que hubiese
más de uno. Sirven para curar a la gente. Para aliviarles dolores y
enfermedades. Para que las plantas crezcan con más fuerza, para que los
animales sean más resistentes y los niños nazcan sanos. Al menos —añadió—, ése
era el poder de Maga. Nunca supe si era un poder propio de ella o se debía al
Ópalo. Siempre ha sido, simplemente, Maga, la chamana. El Ópalo formaba parte
de ella.
—El Ópalo es una fuente de vida —dijo Lumen, acariciando
el suyo con la yema del dedo índice—. Es el poder de la Diosa y concentra la
fuerza que un día, en el pasado, cubrió la superficie del mundo como un manto
lleno de vida y color.
»La llegada de la Emperatriz cambió todo eso. Ahora,
la vida ya no es importante. Para ser digno de la Emperatriz uno tiene que
olvidarse de su cuerpo, de su sangre, de sus deseos, de sus necesidades
corporales... uno tiene que volverse etéreo. Ignoro qué clase de existencia
ofrece ella a cambio. Debe de ser algo maravilloso, pues tanta gente sueña con
alcanzarlo, y tanta gente lo ha alcanzado ya que el poder de la Emperatriz lo
abarca y lo transforma todo, y cada vez se extiende más su influencia...
»Pero la Diosa no se rinde, y sus entrañas siguen generando
Ópalos, pequeñas fuentes de vida, tal vez con la esperanza de devolver la
emoción y la sangre al corazón de la gente.
»Por desgracia, no todos emplean los Ópalos para renovar
la vida de los seres vivos. ¿Sabes a qué me refiero?
Bipa negó con la cabeza. Lumen suspiró.
—Observa —dijo. Tomó de la estantería una figurita
de cristal rojo. Parecía un insecto, con unas descomunales alas redondeadas,
cuajadas de piedras amarillas y azules.
—Una mariposa tallada en un único rubí —dijo el
Maestro Cristalero—. En tiempos antiguos había millares de especies de
mariposas y sobrevolaban los campos por docenas cuando llegaba la primavera.
—¿Primavera? —repitió Bipa sin entender.
Pero Lumen no se lo explicó. Alzó la mano con cuidado,
con la mariposa reposando sobre la palma, y con la otra mano sostuvo el Ópalo
sujetándolo entre los dedos. La gema lanzó un único destello flamígero y
entonces, muy lentamente, las alas de la mariposa de rubí se estremecieron y
descendieron hasta quedar completamente horizontales.
—Se ha movido —musitó Bipa, maravillada.
Como si la hubiese oído, la mariposa batió las alas,
una, dos, tres veces; sus delicadas antenas temblaron un instante y, antes de
que Bipa pudiese reaccionar, la criatura alzó el vuelo.
—¡Pero es imposible! —exclamó Bipa—. ¿Cómo puede
sostenerse en el aire?
Como burlándose de ella, el insecto revoloteó a su
alrededor, primero un tanto inestable, luego más deprisa, ejecutando rizos y
piruetas cada vez más atrevidos.
—De la misma manera que tu gólem de nieve puede
caminar sin músculos, contemplar sin ojos y actuar sin cerebro —dijo el Maestro
Cristalero, y Bipa comprendió.
—Los Ópalos dan vida a los golems. Pero Maga
nunca... Maga nunca ha hecho nada semejante.
—He oído hablar de los opacos que viven más allá de
los Montes de Hielo. En tiempos remotos animaron golems de piedra. Pero
terminaron por abandonarlos, y dedicaron sus esfuerzos y el poder de los
Ópalos a mantener con vida a los vivos.
»Por el contrario, a los Cambiantes no les interesan
los vivos. Obsesionados con la pureza y la transparencia, usan los Ópalos para
crear artificialmente aquello que les resulta útil y les recuerda a lo que
aspiran.
»En la Ciudad, los escultores tallan golems de
cristal, y mi hermano les da vida. Se ocupan de las tareas cotidianas, de los
asuntos mundanos que las personas, más preocupadas por Cambiar para llegar
hasta la Emperatriz, descuidaron hace ya tiempo. Pero sobre todo, los golems de
cristal les recuerdan lo que ansian: perder opacidad, convertirse en etéreos.
Por eso han de ser de cristal. Puro, transparente. Incoloro.
Bipa dejó escapar el aire, todavía
desconcertada.
—Gélida tiene todo un ejército de golems de hielo
—dijo—. No sé para qué los quiere. Casi nadie la visita nunca.
—Es una demostración de poder. Tal vez crea que podrá
conquistar la Ciudad de Cristal algún día, y puede que no ande muy descaminada.
Pero ni siquiera ella escapa al ideal de pureza y transparencia impuesto por la
Emperatriz. Prueba de ello es que comenzó animando golems de nieve, y los
abandonó cuando descubrió que podía trabajar con el hielo, que era translúcido
e incoloro, no blanco y opaco como la nieve.
Bipa había abierto mucho los ojos ante esta
revelación. Lumen sonrió.
—Sí —dijo—. Los golems pierden vida con el tiempo.
Si no se les renueva esa vida, vuelven a ser objetos inanimados con un cierto
aspecto humano. Pero también los Ópalos, si se los fuerza demasiado, se
desgastan. Y por esta razón, tanto Lux como Gélida, que han mantenido un número
ingente de golems durante mucho tiempo, han agotado el poder de sus Ópalos.
—Por eso Gélida quería robarme el mío —murmuró
Bipa—, y por eso los golems de cristal parecían tan cansados y se movían con
tanta lentitud.
Lumen asintió.
—Y probablemente tú, sin saberlo, activaste con tu
propio Ópalo un gólem de nieve abandonado por Gélida quién sabe cuánto tiempo
atrás.
—Darles vida para después abandonarlos... es cruel
—opinó Bipa.
—Lo cruel es crearlos —dijo el Maestro Cristalero,
observando, pensativo, las evoluciones de la mariposa de rubí—. Porque ya no
son simples objetos, pero tampoco están vivos del todo. ¿Puede acaso estar vivo
algo que no tiene corazón?
—Las plantas no tienen corazón —hizo notar Bipa—. Y
están vivas. Por otra parte, no sé si los golems carecen o no de corazón, pero
sí tienen sentimientos. Al menos, Nevado los tiene. Sé que los tiene, aunque no
sea muy listo.
El Maestro Cristalero dejó escapar una alegre carcajada.
—Vayamos a verlo —dijo—. Seguro que te echa de
menos.
Tomaron una galería ascendente; cuanto más se acercaban
a la superficie tanto más descendía la temperatura, y Bipa recordó que, en
efecto, la naturaleza de Nevado le impedía permanecer en lugares tan cálidos
como el hogar de Lumen.
Por fin llegaron a una sala fresca y oscura. Lumen
tuvo buen cuidado de dejar la antorcha prendida en la entrada. Eso bastó, no
obstante, para iluminar la escena.
Bipa dejó escapar una exclamación de sorpresa. Ahí
estaba Nevado, sentado sobre una enorme roca, muy quieto, mientras unas manos
fuertes y firmes recomponían su cuerpo, oprimiendo aquí y allá para hacerlo más
sólido y consistente. Unas manos de un color verde brillante que refulgía bajo
la luz de la antorcha. Unas manos talladas en el más fino cristal.
—Bipa —dijo Lumen—, te presento a Esme.
Ella se alzó en sus cerca de dos metros y medio
de estatura. Era un gólem de cristal verde y formas femeninas,
exquisitamente tallado, con un rostro de rasgos humanos que mostraba una cierta
expresión de ternura, aunque Bipa no pudo dilucidar si esto último se debía a
la habilidad del escultor o al hálito de espíritu que latía en aquel cuerpo
artificial.
—La llamé Esmeralda por razones obvias —sonrió el
Maestro Cristalero—. Fue mi primer gólem, y el último. La hice en los primeros
tiempos de mi exilio, cuando la soledad y el rechazo de mi gente me volvían
loco. Por supuesto, no habla, pero me hace compañía, a su modo. Durante más
tiempo del que puedo recordar ha sido mi única amiga. Y no tendrá corazón, pero
sé que, de algún modo, tiene un alma.
Bipa se atrevió a dar un par de pasos hacia Esme, no
más. Aunque parecía amistosa, era tan imponente que la intimidaba.
—¿Y renuevas su vida con el Ópalo?
—Cada cierto tiempo, sí. Cuando empiezo a notarla
cansada. Como ves, mi Ópalo mantiene a un solo gólem. Nada que ver con el
ejército de golems de hielo de Gélida, ni con el gran número de golems de
cristal que tiene que animar mi hermano. Por eso mi Ópalo todavía conserva
buena parte de sus energías.
—Hola..., Esme —saludó Bipa, dubitativa. La gólem
inclinó la cabeza en correspondencia.
—No solemos recibir visitas —dijo Lumen—. Y sólo la
dejo salir al exterior de noche, de modo que no ha tenido mucho trato con
extraños. A los de la Ciudad no les gusta, sabes... porque es insultantemente
verde —sonrió—. El color verde les gusta incluso menos que el rojo. Tal vez
por ser el color preferido de la Diosa.
Bipa osó por fin acercarse a los dos golems.
Comprobó que Nevado estaba bien y se atrevió a alargar la mano hacia Esme,
sólo para tocarla, sólo para saber cómo era al tacto aquella pulida superficie
verde. Ella giró la cabeza hacia la joven, que se sobresaltó y retiró la mano.
Pero, como Esme no volvió a moverse, Bipa la tocó otra vez, maravillada. Era
fría, aunque no tanto como Nevado. Sin embargo, su tacto era agradable. El
material del que estaba hecho el cuerpo de Esme era duro, más duro que el del
gólem de nieve, y también suave. Bipa volvió a acariciar el antebrazo de Esme
con la yema de los dedos.
—Se parece a los enormes cuarzos de aquella cueva
—comentó—. Y tan verde. Cuesta trabajo creer que está viva... de alguna manera.
—De alguna manera —asintió Lumen con gravedad.
Bipa lo miró.
—Es por eso por lo que no quieres confiar tu Ópalo a
otra persona —dijo—. Porque temes que no se ocupe de Esme igual que tú. Que la
deje morir, que se olvide de ella. ¿No es así?
El Maestro Cristalero asintió.
—Pero hay otro motivo —añadió— y éste tiene que ver
directamente con mi hermano. Si entrega su Ópalo ya nada lo retendrá en la
Ciudad de Cristal y entonces se marchará al palacio de la Emperatriz.
—¿No es lo qué él desea?
—Sí —asintió Lumen—. Pero ya hace tiempo que no
estoy seguro de que ese lugar sea el paraíso del que todos hablan. Porque lo
cierto es que nadie ha regresado para contarlo.
Bipa sintió una extraña opresión en el pecho.
—Aer volverá —afirmó—. Regresará para buscar a su
madre. Él...
—Quizá no se trate de una cuestión de voluntad —interrumpió
el Maestro Cristalero—. Mira.
Alzó la mano para colocarla ante el fuego de la
antorcha. Bipa vio que el resplandor de la llama era claramente apreciable a
través de su carne.
—Somos los cristalinos. Nos llaman así porque habitamos
en una ciudad tallada en cristal. Pero tenemos otro nombre, un nombre que
refleja con mucha más exactitud nuestra verdadera esencia. Nos llaman los
translúcidos.
Bipa tragó saliva.
Tiempo atrás, Aer le había explicado que las cosas
translúcidas eran las que dejaban pasar la luz sólo un poco, al contrario que
las transparentes, que la dejaban pasar completamente.
—Tú eres una opaca —concluyó Lumen, como si siguiese
el curso de sus pensamientos—. Nosotros, los translúcidos, somos el paso
intermedio entre los opacos y los etéreos.
»Todos Cambian en la Ciudad de Cristal; todos acaban
volviéndose translúcidos tarde o temprano. Pero el proceso no se detiene ahí.
La gente sigue Cambiando, y cuando están a punto de alcanzar el siguiente
estadio, entonces abandonan la Ciudad y siguen adelante.
»Lux y yo llevamos aquí mucho más tiempo del que
nadie puede recordar. Y, sin embargo, ninguno de los dos hemos Cambiado gran
cosa desde que tenemos los Ópalos. Nuestro proceso de Cambio está estancado. Y
mientras siga así no podremos continuar adelante, porque así lo dictan
nuestras leyes. Para abandonar la Ciudad, mi hermano debería seguir Cambiando,
y para seguir Cambiando tendría que deshacerse de su Ópalo primero. Y no puede
hacerlo mientras yo conserve el mío. ¿Lo entiendes ahora?
Bipa asintió, aunque no lo comprendía del todo.
—La mayor parte de la gente Cambia —dijo Lumen—. Lo
quiera o no.
—¿Quieres decir que, si Aer llega al palacio de la
Emperatriz, se convertirá en un etéreo? ¿Se volverá transparente?
—Los etéreos son criaturas extrañas, Bipa. No sé
hasta que punto son ya humanos. Quizá por esta razón nadie que haya emprendido
el camino hacia el palacio de la Emperatriz ha vuelto sobre sus pasos. Ni los
que sucumbieron en el viaje ni los que llegaron al final. Por eso, si no te
vuelves como ellos, si no te transformas en una etérea, nunca más volverás a
ver a tu amigo.
El estómago de Bipa se contrajo de miedo. Respiró
hondo.
—En tal caso —dijo, alzando la cabeza con decisión— lo alcanzaré
antes de que llegue.
Lumen sonrió.
—Deberás partir ya, pues. Esme —llamó—, lleva a
Nevado a la galería oriental, a la puerta de salida, ya sabes cuál. Nosotros nos
reuniremos con vosotros cuando llegue el momento.
La gólem se levantó, con un crujido de sus articulaciones
de cristal, y Nevado la imitó. Bipa los perdió de vista, porque Lumen salió de
la sala, llevándose la antorcha, y tuvo que seguirlo. La muchacha se sintió
algo intranquila al pensar que dejaban a los dos golems en la más completa
oscuridad. Pero oyeron los pasos de ambos, rechinantes los de ella,
susurrantes los de él, alejándose en sentido contrario, al parecer sin echar la
luz en falta, por lo que Bipa se obligó a sí misma a calmarse al respecto.
Subieron todavía más, hasta que percibieron la luz
del día al final del túnel.
—¿Vamos a salir fuera? —dijo Bipa, preocupada. Recordaba
muy bien las laderas de la montaña que rodeaban la Ciudad, plagadas de manojos
de prismas cristalinos, afilados como cuchillas.
—Tranquila, no hay peligro —la apaciguó Lumen.
Emergieron al exterior, en la ladera de la montaña.
Había un enorme prisma vertical que ocultaba la entrada del túnel de posibles
miradas curiosas. Lumen se refugió tras él, y Bipa, caminando con precaución
entre los cristales, lo alcanzó.
—Echa un vistazo —la invitó el Maestro Cristalero.
Bipa obedeció.
Vio la Ciudad de Cristal al fondo del desfiladero,
entre dos marañas de agujas a través de las que no se divisaba ni una sola
senda segura.
—¿Lo ves? —murmuró Lumen—. No se puede pasar. La
única forma de cruzar al otro lado es atravesando la Ciudad de Cristal.
—Pero no me dejarán entrar —dijo Bipa, desanimada.
—Yo conozco un modo. Sin embargo, tendrás que hacerlo
de noche. Será más sencillo para ti pasar desapercibida entonces.
—¿Quieres decir que existe otra puerta aparte de las
dos que se ven desde aquí, la de entrada y la de sali...? Un momento —se
interrumpió—. ¿Qué es eso?
Lumen siguió la dirección de su mirada y vio un nutrido
grupo de figuras que avanzaban por el desfiladero en dirección a las puertas de
la ciudad. Las guiaba alguien que iba montado sobre algo que parecía un enorme
lagarto translúcido.
—Gélida y sus golems de hielo —susurró Bipa, aterrorizada—.
¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Me temo que te busca a ti y a tu Ópalo, Bipa —respondió
Lumen—. Y eso quiere decir que Gélida está mucho más desesperada de lo que
creía. Nunca se había atrevido a llegar tan lejos.
Sobrecogidos, prestaron atención. Desde allí oyeron
la voz, clara y fría, de la mujer del reino de hielo:
—¡Llamo al Señor de la Ciudad de Cristal! —proclamó
ante las puertas cerradas—. ¡Exijo que se me atienda! ¿Es que acaso vuestras torres con ojos no os han informado de que venía?
—Nos han informado perfectamente, Gélida —respondió
la voz del Señor de la Ciudad de Cristal entre la niebla, desde alguna de las
torres de la muralla—. Por eso sabíamos que venías a la cabeza de un ejército;
no debería extrañarte, pues, hallar las puertas cerradas ante ti.
—He venido en busca de algo que me pertenece —declaró
Gélida, ignorando la acusación implícita de Lux—. Una opaca huyó de mis
dominios llevando consigo algo muy valioso. Su rastro me ha traído hasta aquí.
Exijo que me la entregues, o de lo contrario...
No terminó la frase, pero sus ultimas palabras
vibraron un momento en el aire, preñadas de una sutil amenaza.
—Esa opaca de la que hablas no está aquí —repuso Lux
con calma—. Como sabes, no hay lugar para los opacos en la Ciudad de Cristal.
Recoge a tus golems, Gélida, y vuelve por donde has venido.
—Sé que está aquí —insistió Gélida—. Y me la entregarás,
Señor de la Ciudad de Cristal. Si mañana al alba no tengo a la chica y su
tesoro en mi poder, atacaremos la ciudad y nos encargaremos de hacerla añicos.
—Pierdes el tiempo, Gélida. Le cerré a esa joven las
puertas de la ciudad, igual que ahora te las estoy cerrando a ti.
—Sé que está aquí —repitió Gélida—, porque no hay
ningún otro sitio en el que podría estar.
—En eso te equivocas —respondió Lux—, como en todo
lo demás.
Gélida le gritó que diera la cara, pero el Señor de
la Ciudad de Cristal no volvió a pronunciar palabra, y las puertas
permanecieron firmemente cerradas.
Con el corazón en un puño, Lumen y Bipa contemplaron
cómo Gélida y su ejército acampaban ante las murallas de la Ciudad de Cristal.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró Bipa, preocupada.
—No tengas miedo. A la entrada que yo conozco no se
accede por la puerta principal. No tendrás que atravesar las filas del
ejército de Gélida.
—Pero, si no me entrego, atacará la ciudad...
—No lo hará. Sabe que, aunque el cristal parezca frágil,
en realidad es más poderoso que el hielo. Ven, volvamos a casa. Tienes que
partir esta noche, y aún tenemos mucho de qué hablar.