XIV
La Emperatriz
Todas las voces
hablaban a la vez, y Bipa chilló:
—¡Callaos! ¡Dejadme
en paz! Siguió debatiéndose con todas sus fuerzas, pero los invisibles
continuaban tirando de ella. Bajo un velo de lágrimas, Bipa descubrió varios
rostros espectrales entre la niebla: seres inmateriales, como Alma, que no
podían retenerla, pero que no renunciaban a observar lo que estaba sucediendo
y a hacer comentarios a su vez.
«¿Qué hace aquí una opaca?»
«¿Cómo se atreve?»
«¿Por qué no ha Cambiado?»
«Qué horror, es monstruosa...»
—¡Dejadme marchar! —aulló la joven, cada vez más
desesperada—. ¿Qué os importa cómo sea yo? ¿Qué más os da? ¡Aer! —gritó de
nuevo—. ¡Aer, escúchame! ¡Soy yo, Bipa! ¡He venido a buscarte!
«Déjalo; no puede escucharte», dijo una voz
conocida.
Bipa dejó de patalear. Miró a Alma, suplicante.
—Diles que me suelten —rogó—. Sólo quiero llegar
hasta Aer. Sólo quiero hablar con él. Por favor... he venido desde muy
lejos... —se le quebró la voz y no pudo continuar.
«Es inútil, Bipa —dijo Alma—. El chico tiene derecho
a intentar la Ascensión. No debes estorbarle.»
—¿La Ascensión adonde? ¿Al palacio de la Emperatriz?
—Bipa se revolvió entre las garras invisibles de sus captores—. ¡Pero no puedo
permitirlo! ¡Necesito hablar con él!
«Es culpa tuya —dijo entonces la voz del Invisible
al que ya conocía—. ¿No te has parado a pensarlo? Si hubieses Cambiado, serías
inmaterial ahora. Y nadie podría retenerte. Eres tú la que has caído en tu
propia trampa. Tú y tu obstinada resistencia a Cambiar.»
—Pero... ¡pero Aer todavía no ha Cambiado! —protestó
ella.
«¿Estás segura?»
Con el corazón en un puño, Bipa contempló la esbelta
silueta de su amigo. Parpadeó. No, no era una ilusión óptica producida por la
niebla. Realmente, sus contornos estaban borrosos. Y su figura no era del todo
sólida. Podía ver a través de él.
Para todos los casi-etéreos allí reunidos, aquello
era una buena señal. Significaba que Aer había evolucionado hacia un estadio superior.
Pero Bipa, egoístamente tal vez, sólo podía pensar
en que lo estaba perdiendo.
—¡¡AER!! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones y
de su desesperación.
El grito resonó por todo el valle y conmocionó a sus
silenciosos habitantes. Bipa sintió que los invisibles le clavaban los dedos
con más violencia, pero no le importó.
Porque Aer se había dado la vuelta y los estaba mirando.
Bipa contuvo el aliento. Su cabello era ya blanco,
tan blanco que brillaba entre la niebla, y tan fino y ligero que flotaba en
torno a él. En un rostro casi cadavérico, de la frialdad de una flor de
escarcha, sus ojos parecían más enormes que nunca y relucían como dos gotas de
cristal azul.
Aquél era el único toque de color en él: aquellos
ojos que atesoraban en sus pupilas el brillo de la Estrella de la Emperatriz.
Y estaba tan, tan delgado... a Bipa se le encogió el
corazón. Parecía frágil como el más fino cristal, ligero como un soplo de
brisa.
«Su cuerpo ya casi no existe —dijo Alma, con respeto—.
Pronto podrá Ascender. Si su voluntad es lo bastante poderosa, tal vez sea
capaz de pasar a la última fase del Cambio ahora mismo.»
Aquello fue más de lo que Bipa podía soportar. Los
casi-etéreos se habían sumido en un silencio reverencial y observaban a Aer,
conscientes de la importancia del momento.
Pero Bipa no podía quedarse callada.
—¡Aer! —gritó—. ¡Soy yo, Bipa! ¡He venido a buscarte!
La mirada del joven resbaló sobre los presentes,
clara, cristalina y sutil, sin detenerse en Bipa siquiera por un instante,
como si no la viera o no la reconociera. Entonces, lentamente, Aer dio media
vuelta, alzó la cabeza hacia la Estrella y abrió los brazos.
—¡Aer! —gritó de nuevo Bipa—. ¡Estúpido cabeza
hueca! ¡Vuélvete! ¡Mírame! ¡No sigas con esto o lo lamentarás!
«Cállate —cortó el Invisible con brusquedad—. Está
Cambiando. ¿No lo ves?»
En efecto, la muchacha se daba cuenta de que la
figura de Aer era cada vez más tenue. Se estaba transformando en un etéreo.
Ante sus ojos. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.
«Oh —suspiró Alma—. Un recién llegado. Y tan joven.
Debía de ansiarlo con todas sus fuerzas, porque la Emperatriz le ha concedido
su deseo.»
«Los hay que nacen con suerte», comentó el
Invisible.
Bipa contempló, impotente, cómo los pies de Aer se
separaban del suelo y el muchacho comenzaba a flotar, lentamente, cada vez más
alto.
Un murmullo de envidia y admiración llegó hasta la
mente de Bipa, procedente de las filas de los casi-etéreos, las criaturas
invisibles e inmateriales que aguardaban a perder los últimos rastros de su
corporeidad.
«Miradlo... —decían—. Está Ascendiendo.»
Bipa sacudió la cabeza.
—Esto no puede estar pasando —murmuró—. No es más
que un mal sueño...
«Míralo —dijo Alma—. Está Ascendiendo.
Sólo alguien que lo haya deseado desde hace mucho tiempo podría conseguirlo
al primer intento.»
Bipa recordó las palabras de Aer, muchos años atrás,
cuando ambos eran niños. Había jurado que llegaría al palacio de la
Emperatriz.
«Si tanto te importa —dijo el Invisible—, ¿por qué
quieres apartarlo de su sueño?»
Bipa apretó los puños y alzó la cabeza, con renovada
decisión.
—Porque su sueño lo matará. No me importa que después
me odie durante el resto de su vida. He de sacarlo de ahí. ¡Aer! —gritó—. ¿Me
oyes? ¡Te llevaré de vuelta a casa, lo quieras o no!
Luchó de nuevo por desasirse, con todas sus energías,
con una fuerza nacida de la desesperación. Por fin, logró liberarse de aquellas
manos blandas que la retenían y echó a correr, gritando el nombre de Aer.
Oyó las voces de los casi-etéreos en su mente, pero
ya no les prestó atención.
«¡No la dejéis marchar!»
«¡Sujetadla!»
«Es igual; dejadla ir. Después de todo, no logrará
Ascender.»
Bipa llegó al pie del gigantesco prisma de cristal.
Miró hacia arriba, entre la niela, pero sólo pudo ver una helada y
deslumbrante luz azul.
Y Aer flotaba, cada vez más alto, lejos de su
alcance.
—¡Aer! —gritó Bipa.
Pero él seguía sin escucharla.
Bipa trató de saltar, pero resultaba obvio que era
demasiado pesada. Se sintió desfallecer. Jamás lograría alcanzar a su amigo.
Pero tenía que hacerlo. Debía hacerlo porque, si lo
perdía de vista esta vez, ya no habría más ocasiones.
Oprimió el Ópalo entre sus manos, rogando a la Diosa
que le ayudase a arrebatarle a la Emperatriz aquel muchacho atolondrado y
encantador.
«No dejes que se lo lleve —suplicó—. Por favor, a él
no.»
Pero no tenía modo de seguirlo. Ella era Bipa la
opaca, Bipa la corpórea, la pesada, la voluminosa. Jamás lograría volar del
modo en que él lo hacía.
Para ello, recordó, había que transformarse en etéreo.
Había que Cambiar.
Y para Cambiar se necesitaban dos cosas: la luz de
la Estrella y la voluntad de Cambiar. Incluso en aquel momento en que la vida
de Aer dependía de ello, Bipa no deseaba Cambiar. No quería ser más pálida, más
delgada, más transparente, más etérea. Y en cuanto al otro requisito, su Ópalo
la había protegido en gran medida de aquella inhumana luz azul.
No había ninguna posibilidad.
¿O tal vez sí?
También había creído, al borde del Abismo, que sería
incapaz de volar.
Y, no obstante, se había arrojado al vacío y había
cruzado al otro lado. Y no lo había hecho hipnotizada por la luz de la
Estrella, ni llevada por su deseo de Cambiar.
Cerró los ojos un momento.
«Tal vez lo que me haga falta —se dijo—, sea voluntad
a secas.»
Volvió a abrir los ojos y le gritó a Aer, que seguía
elevándose hacia la morada de la Emperatriz:
—¡Aer! ¡Espérame, que voy contigo! ¡Volaré si es preciso,
pero te juro que voy a llegar ahí arriba y voy a obligarte a bajar! ¡Y lo digo
en serio!
No obtuvo respuesta, pero tampoco la esperaba. Rauda
como el pensamiento, se quitó la cadena con el Ópalo y la enrolló a su muñeca
para no perderla, de modo que la piedra no quedara en contacto con su piel. De
inmediato, se sintió más ligera.
Aer seguía ascendiendo. La Emperatriz lo reclamaba
para sí, y era una soberana impaciente y caprichosa. Con creciente angustia,
Bipa comprobó que ya era difícil distinguirlo, no sólo a causa de la niebla y
la distancia, sino también porque su silueta iba haciéndose cada vez más
tenue, como las últimas gotas de lluvia tras la tormenta.
—¡Aer! —gritó—. ¡No! ¡Espera! ¡No te vayas!
No debía dejarlo marchar.
No podía dejarlo marchar.
Y, mientras, la luz azul de la Estrella se colaba
por sus retinas e inundaba su ser, pintando su alma con el resplandor de la Emperatriz.
No podía dejarlo marchar.
Apenas notó que se volvía más ligera y que sus pies
se despegaban del suelo. Ya no oyó en su mente los murmullos de los casi-etéreos que los contemplaban desde abajo.
Sólo tenía ojos para Aer, que se elevaba cada vez más y más lejos...
Tenía que alcanzarlo, como fuera.
—¡Aer, vuelve! —gritó; y después—: ¡No puedo dejarte
marchar!
Siguió llamándolo, ajena a todo lo demás, sin ser
consciente de que levitaba, flotaba, volaba y estaba cada vez más lejos del
suelo. Lo único que le importaba era que estaba cada vez más cerca de Aer.
Podría haber sido un instante o una eternidad, o ambas
cosas. Pero, cuando Bipa llegó por fin a la altura de Aer, tuvo la sensación de
que el tiempo ya no existía.
No tenía ya voz para llamarlo. Alargó la mano y
trató de sujetarlo por un pie.
Pero sus dedos no lograron aferrado. El joven,
haciendo honor a su nombre, parecía haberse vuelto tan inconsistente como el
aire.
Inmaterial.
Casi-etéreo.
«No puede ser», pensó Bipa, horrorizada, y la angustia
la hizo flotar un poco más alto. Cuando pudo mirarle a la cara se dio cuenta,
con espanto, de que Aer ya casi no era Aer. Se había convertido en una sombra,
en un espectro.
Pronto, comprendió, desaparecería sin más.
—¡Aer, escúchame! ¡Mírame! —insistió.
Pero el muchacho seguía sin reaccionar. Sus ojos
estaban fijos en la luz de la Estrella, y su rostro parecía haberse congelado en una permanente expresión de éxtasis.
Bipa alzó la mirada para ver qué era lo que lo tenía
tan embrujado. Era la primera vez que lo hacía desde que comenzara su
ascensión. Antes, sólo había tenido ojos para Aer.
Ahora podía contemplar la verdad en toda su
inmensidad.
Y echó de menos los cuentos de Nuba. Porque eran mucho
más amables que la espantosa realidad que los aguardaba.
No había ningún palacio. No había ninguna Emperatriz.
En lo alto de aquel prisma cristalino sólo estaba la
Estrella, aterradora, voraz, que los atraía hacia ella como una piedra imán.
Bipa sentía su hambre, su deseo de atraparlos. Con
horror, vio que su propia mano comenzaba a transparentarse. Como había
sospechado, era la propia Estrella la que volvía etéreas a las personas.
La Estrella era la Emperatriz de las leyendas.
Había descendido de los cielos en tiempos remotos, y
su luz azul había ido despojando a las cosas, a los animales y a las gentes de
su corporeidad. Como un niño que le quita la cáscara a un fruto seco para
devorar el interior, así iba la Emperatriz desnudando a los espíritus de sus
cuerpos para, por fin, alimentarse de su esencia.
De esa manera, con el tiempo, fue acabando con toda
la vida que recubría el planeta. Y éste se volvió frío en su superficie, pero
conservó sus últimas fuerzas en el interior.
Sin saberlo, las gentes de las Cuevas y otras comunidades
similares eran rebeldes en un mundo gobernado por la inhumana Emperatriz, la
Estrella azul que descendió de los cielos. Ellos adoraban a la Diosa de la vida
en un mundo donde los que veneraban a la Emperatriz, hipnotizados por su frío
resplandor, despreciaban todo lo que los rodeaba y soñaban con liberarse de sus
cuerpos para ofrecer sus espíritus a su hambrienta señora.
Y, ahora, la Emperatriz, aquella estrella que se
alimentaba de almas, iba a devorarlos a ellos también.
Bipa lo supo en el mismo instante en que la luz de
la Emperatriz rozó su retina. Después de tantísimo tiempo devorando la esencia
de todas las cosas vivas que había sobre la tierra, a la Emperatriz le quedaba
ya poco de qué alimentarse. Aquella criatura llevaba mucho tiempo pasando
hambre. Y no podía hacer nada al respecto, puesto que estaba varada en aquel
mundo, el mundo que ella misma había asolado, sin posibilidad de escapar.
Y, por eso, Bipa y Aer tampoco escaparían. Porque
ella no se podía permitir el lujo de dejarlos escapar.
La chica trató de sujetar a su amigo, pero, una vez
más, lo encontró tan incorpóreo que fue como intentar capturar al viento con
los dedos.
—No, Aer, no —le suplicó—. No te vayas.
En un impulso, alzó el Ópalo, que aún pendía de su
muñeca, y pasó la cadena por la cabeza del joven. «Diosa, mantenlo atado a este
mundo —le rogó—. Devuélvele su cuerpo, el cuerpo que creció en el vientre de su
madre igual que las semillas que se alojan en tu seno. Diosa, te lo suplico,
ayúdame: ayúdale.»
Dejó caer el Ópalo.
Pero, ante su horror, la piedra atravesó limpiamente
la imagen de Aer, amenazando con precipitarse al vacío. Sin embargo, en el
último momento, la cadena quedó enganchada en la punta del pie de Aer.
La piedra que había otorgado vida al cuerpo inerte
de Nevado devolvía ahora parte de su materialidad a una vida sin cuerpo.
Bipa recuperó el colgante y volvió a ponérselo a Aer
en el cuello.
Y esta vez se quedó allí.
Llorando de alivio, abrazó a su amigo por primera
vez en mucho, mucho tiempo. Su cuerpo parecía frágil y poco consistente, por lo
que ella no quiso estrecharlo con mucha fuerza. Pero sí trató de infundirle
calor, puesto que Aer le transmitía la frialdad de un gólem de hielo.
Debido a la influencia del Ópalo, o a la corporeidad
recuperada de Aer, o a ambas cosas, los dos comenzaron a caer, lentamente.
Entonces él la miró; y sus ojos, claros y
brillantes, parecían dos réplicas exactas de la estrella azul.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, con una voz
tenue, casi inexistente.
—Voy a sacarte de aquí —dijo Bipa, resuelta—. Voy a
salvarte. Escaparemos juntos...
—Yo no quiero escapar —cortó Aer, separándose de
ella con brusquedad—. Voy a llegar hasta la Emperatriz. Seré etéreo. Seré
eterno.
—No serás nada —replicó Bipa—. La Emperatriz hará
que tu cuerpo se desvanezca y devorará tu alma, y entonces no quedará nada de
tí. ¿Me oyes? ¡Nada!
Aer se apartó de ella todavía más.
—¡Déjame en paz! —le espetó, y se quitó la cadena
con el Ópalo—. ¡No quiero esto! ¡Quiero Ascender!
Bipa recogió el Ópalo antes de que cayera al vacío.
—¡Idiota! —le recriminó—. ¡Recuerda lo que Maga te
decía! ¡Antes de mirar al cielo hay que mirar alrededor! ¡Antes de soñar con
otros mundos tienes que cuidar de éste!
Pero Aer ya no la escuchaba. Había vuelto su rostro
hacia la Emperatriz y alzaba sus brazos al cielo, ofreciéndose, entregándose.
Bipa se tragó las lágrimas. Veía cómo el cuerpo de
Aer se desvanecía de nuevo y ella no podía hacer nada para evitarlo.
—¡Está bien! —le gritó, furiosa—. ¡Vete tú solo! ¡Yo
no pienso acercarme más a esa cosa!
Volvió a colgarse el Ópalo. La fuerza de la Diosa
tiró de ella hacia la tierra, y el poder de la Emperatriz tiró de ella hacia el
cielo.
Los dedos de Bipa se cerraron en torno al Ópalo y lo
sintió cálido y palpitante en sus manos. Era tan diferente a la fría Estrella
azul...
... que la miraba desde el cielo, hermosa,
fascinante y letal.
Bipa sacudió la cabeza para liberarse de su embrujo.
Cerró los ojos un instante y se le ocurrió una idea loca, una idea absurda...
Pero, si funcionaba, sería la única oportunidad de salvar a Aer. La única
oportunidad de salir de allí con vida.
Se puso el Ópalo sobre el pecho y comenzó a pensar
en cosas terrenales.
Pensó en comida, y empezó a sentir hambre.
Pensó en su cama, y empezó a sentir sueño.
Pensó en Nevado, y sintió tristeza.
Lentamente, su cuerpo fue despertando para recordarle
que seguía viva.
Y, al mismo tiempo, comenzó a Descender.
La reacción de la Emperatriz no se hizo esperar.
Bipa sintió un fuerte tirón. La estrella trataba de atraerla con más
intensidad.
Bipa se esforzó en seguir sintiendo cada célula de
su cuerpo. Fue una tortura, porque de pronto todas sus sensaciones físicas
regresaron de golpe a ella: el hambre, la sed, el cansancio, el frío, el dolor,
el sueño... Llevaba mucho tiempo sin ocuparse de su cuerpo, y éste le pasó
factura en cuanto osó interrogarle.
Y, cuanto más intensas se hacían estas sensaciones,
tanto más opaca se volvía Bipa.
Y más le atraía la tierra.
Y, justamente, por eso, la Emperatriz luchaba más y
más para absorberla.
Bipa se estaba protegiendo. Estaba recuperando su envoltorio
carnal y, en otras circunstancias, la Estrella le habría dejado marchar. Pero
la tenía demasiado cerca y estaba demasiado hambrienta. Bipa sabía que, una
vez iniciada la Ascensión, no había vuelta atrás y la Emperatriz la devoraría
igualmente, sin importar el estado en el que se encontrara.
Contaba con ello, en realidad. Cuando sintió que la
fuerza de atracción de la estrella era tan intensa que no podría soportarla
más, Bipa se quitó el Ópalo y lo sujetó en su mano, cerró los ojos y evitó
pensar en nada.
Y salió disparada hacia arriba.
La Emperatriz la succionó casi con desesperación, y
Bipa se vio Ascendiendo más deprisa de lo que ningún Etéreo lo había hecho
jamás.
Pasó junto a Aer y alargó la mano para tomar la de
él. Pero el chico se había vuelto ya demasiado inmaterial como para poder
tocarlo.
«Debo subir... —pensó Bipa—. Pero no... muy deprisa...»
Estaba aterrorizada, pero debía llevar a cabo el
plan que se había propuesto. Cuando juzgó que era el momento apropiado, soltó
el Ópalo.
Aguantó todo lo que pudo, rezando a la Diosa e insistiendo
en ser la más opaca de todos los opacos, mientras la Emperatriz tiraba de ella,
tratando de arrebatarle la corporeidad en la que Bipa se empeñaba en
envolverse.
Y entretanto, poco a poco, el Ópalo
Ascendía. La fuerza de atracción de la Emperatriz en aquel momento era tan intensa
que ni siquiera el poder de la piedra podía resistírsele. Bipa sintió que
también ella seguía subiendo, y luchó
por mantenerse en aquella posición. La Emperatriz tiró de ellos todavía más.
Bipa se esforzó por seguir donde estaba...
Pero la fuerza de la Estrella era tan poderosa que creyó que iba
a desgarrarle el alma.
Y, mientras tanto, el Ópalo seguía Ascendiendo, porque
la Emperatriz continuaba succionando furiosamente... hasta que su resplandor se
lo tragó. Instantes después, la luz azul de la Estrella menguó hasta adoptar un
tono más pálido, enfermizo.
—¡Ahí tienes! —le gritó Bipa, sin poderse contener—.
¡Espero que te provoque una buena indigestión!
La Estrella parpadeó un par de veces, tratando de
asimilar la fuente de vida pura que era el Ópalo que acababa de penetrar en su
esfera cristalina. Pareció que algo se revolvía en su interior, y Bipa se
sintió inquieta a pesar de su alegría: La Diosa estaba atacando a la Emperatriz
alienígena desde su propio corazón; o, mejor dicho, acababa de dotar de corazón
a una criatura cuya esencia consistía en no poseer ninguno.
Hubo solamente otro par de destellos azules.
Y, entonces, la Estrella estalló.
No fue una explosión ígnea ni estruendosa. Ni
siquiera fue particularmente violenta.
Simplemente, la Estrella se contrajo y después
vomitó en silencio miríadas de frías chispas azules. Bipa no fue capaz de ver
nada más. De pronto, sin la fuerza de atracción de la Emperatriz, la gravedad
tiró de ella con urgencia, y empezó a caer en picado.
La tierra que tanto había defendido iba a
destrozarla irremediablemente.
«Voy a morir —fue lo único que pudo pensar—. Voy a
morir.»
Y su cuerpo le obsequió con una sensación muy propia
de los opacos: el miedo. Cerró los ojos.
Algo la frenó en el aire, sin embargo. Bipa sintió
que se le cortaba la respiración, y más tarde recordaría haber pensado que el
impacto no había sido tan doloroso como temía. Pero sus sentidos le comunicaron
que seguía viva, por lo que abrió los ojos, con precaución.
Aer la sostenía y la miraba con seriedad. Aunque a
su alrededor seguía parpadeando aquella lluvia de luces azules, los ojos de
Aer eran cristalinos, transparentes, sin asomo de color.
Pero lo más importante era que el chico la estaba sujetando.
—Te has vuelto corpóreo —murmuró ella.
—Por poco tiempo—dijo Aer. Bipa no lo entendió.
Flotaron los dos, suavemente, hasta el suelo. Aer seguía
siendo demasiado etéreo como para caer a plomo, como Bipa, incluso sin la
mirada azul de la Emperatriz clavada en el cielo.
Por fin aterrizaron sobre el suelo blando. Enseguida
se vieron rodeados de casi-etéreos.
«¿Qué ha pasado?»
«¿Dónde está la Estrella?»
«¿Y la Emperatriz?»
«¡Ha sido culpa de la opaca!»
«¡No tendría que haber Ascendido! ¡Ha ofendido a la
Emperatriz!»
«Silencio todos», dijo la voz del
Invisible al que Bipa conocía.
«¿Por qué hemos de callarnos?»
«Sí, eso, ¿por qué?»
«¡La opaca debe pagar!»
«Silencio todos —repitió el Invisible—. Estoy viendo
algo que hacía mucho que no contemplaba. Y lo echo de menos.»
Era un argumento extraño y en apariencia poco convincente.
Pero todos, invisibles e inmateriales, enmudecieron y retrocedieron un par de
pasos para dejar espacio a Bipa y a su amigo.
Ella no les prestaba atención. Aer se había
derrumbado en el suelo, y ella lo sostenía ahora entre sus brazos; estaba
extremadamente delgado y débil.
Al borde de la muerte.
Sin la poderosa fuerza hipnótica de la Emperatriz,
el maltratado cuerpo del muchacho empezaba a acusar sus carencias.
—Tienes que aguantar, Aer —le estaba diciendo ella
en voz baja, con un nudo en la garganta—. Te llevaré a casa, te cuidaremos y te
pondrás bien.
Aer respiraba con dificultad. Le dirigió una mirada
cansada y, en aquel rostro casi cadavérico, aún fue capaz de lucir su
inconfundible sonrisa.
—Es... demasiado tarde, Bipa.
—No, no lo es —discutió ella—. No he llegado tan
lejos sólo para dejarte morir.
—Es que... es duro. El hambre, el dolor... el sueño.
No aguanto más. Mi cuerpo... me tortura. Aún estoy a tiempo de... ser etéreo...
Todavía puedo... librarme del dolor...
Bipa no pudo más.
Le dio un sonoro bofetón que lo dejó aturdido por un
instante.
—¡Pero qué te has creído! —le gritó—. ¡Yo sí que he
sufrido, no te imaginas cuánto! ¡He pasado hambre y frío, he pasado miedo, he
estado a punto de morir! ¡Me he dejado los pies caminando detrás de ti y he
perdido a un buen amigo cuyo único error fue acompañarme en mi viaje! ¿Y te
atreves a hablarme de dolor? ¿Qué sabes tú del dolor?
Sin poder contenerse más, se echó a llorar.
—Pero... Bipa—pudo decir Aer, confuso—. ¿Por qué...
has hecho todo esto por mí? ¿Por qué... has venido a buscarme?
Ella lo miró como si fuera realmente corto de entendederas.
—Porque te quiero, estúpido —respondió, sin más.
Y, bajo una lluvia de destellos azules que seguía
anunciando la muerte de una estrella, las miradas de ambos se cruzaron y en
sus ojos brilló, por un instante, la verdadera esencia del poder de la Diosa.