martes, 27 de agosto de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 8)



VIII
                                            En la Ciudad de Cristal
 
Desembocaron en una estrecha garganta al aire libre —Bipa respiró hondo, aliviada, y apagó la antor­cha—, flanqueada por altas paredes rocosas. Frente a ella, sin embargo, comenzaba un camino de extraña apa­riencia. Parecía hielo, pero mucho más puro y delicado. Bipa se dejó caer de rodillas sobre el suelo y palpó la pulida su­perficie. Definitivamente, no era hielo. No estaba tan frío, y no se derretía al calor de su mano. Aquello sólo podía ser cristal, un cristal tan precioso y perfecto como el de la flor que Aer le había regalado.
Inquieta, Bipa dio unos pasos, con precaución. Cuando comprobó que el suelo no se quebraba bajo su peso, ni tampoco bajo el de Nevado, avanzó con más seguridad. Y así siguió recorriendo el camino de cristal hasta el final.
Y el final era una tercera puerta. La joven se detuvo ante ella, y Nevado la imitó.
La puerta estaba flanqueada por dos gigantescas torres de cristal, de mayor pureza que los prismas de cuarzo, casi completamente transparentes y talladas en aristas y volu­tas caprichosas. Rematada cada una de ellas por una aguja en espiral, estaba claro que ambas torres, éstas sí, habían sido construidas por manos humanas o, al menos, por ma­nos guiadas por un ser inteligente. En el centro de cada to­rre había una esfera de un material diferente, opaco, recu­bierto por una película blanquecina. Parecían ventanas, pero Bipa no apreció postigos ni escaleras en las torres, ni signo alguno de que estuviesen huecas por dentro y se pudiese entrar en su interior. Eran sólo dos inmensos mo­nolitos de cristal, con la única salvedad de aquellas esferas engastadas en ellos. Bipa se acercó un poco más; no había nada aparte de las dos construcciones. Tampoco veía a nadie.
Sobrecogida, siguió caminando por la senda, que pa­saba justo por medio de ambas torres.
Y entonces, cuando aún le faltaban cincuenta pasos para alcanzarlas, las esferas reaccionaron, y las persianas se alzaron. Bipa dejó escapar un grito de terror. No eran es­feras. No eran ventanas.
Eran ojos.
Aquellas dos torres servían de soporte a un par de ojos gigantescos, cuya pupila parecía una enorme gema de múl­tiples facetas; dos ojos inhumanos e imposibles que gira­ron un instante en sus órbitas de cristal y después se cla­varon en Bipa, bizqueando un poco para poder verla mejor.
La chica estaba paralizada de miedo. Buscó la mano de Nevado y se aferró con fuerza a uno de sus fríos dedos, pero no fue capaz de avanzar ni de volver sobre sus pasos. Se quedó mirando los ojos, y los ojos, cada uno desde su torre de cristal, la miraron a ella, con atención. Con mucha atención. Pero aparte de eso, durante un buen rato no sucedió nada más.
Poco a poco, Bipa fue tranquilizándose en la medida de lo posible. Aún de la mano de Nevado, avanzó un poco más. Nada ocurrió. Avanzó otro paso, y después, otro más. Se detuvo, alerta, cuando vio que los ojos la seguían con la mirada. Perma­neció inmóvil, con el corazón a punto de salírsele del pecho, pero los ojos se limitaron a continuar observándola.
Lo intentó de nuevo.
Caminó lentamente, un paso, y otro paso, y otro más, seguida por el gólem de nieve. Los ojos se movieron en sus órbitas para no perderla de vista. Bipa siguió caminando, temblando de miedo. Llegó hasta la misma base de las torres. Los ojos bizquearon to­davía más para poder mantenerla en su campo de visión, pero no hicieron otra cosa, ni entonces, ni cuando Bipa y Nevado franquearon la línea delimitada por las dos to­rres. La joven avanzó, poco a poco, hasta dejarlas atrás. Oyó un leve crujido y, tras una breve lucha contra el pá­nico, se atrevió a volverse.
Los ojos habían girado en sus órbitas y se habían aso­mado por la otra cara de las torres para vigilarla mientras se iba. Pero se limitaban a observarla, por lo que Bipa respiró hondo y continuó caminando, sintiendo clavada en su espalda aquella monstruosa mirada. No se detuvo hasta que el camino la llevó tan lejos de aquellos ojos que era imposible que pudieran verla. En­tonces echó un vistazo por encima de su hombro y com­probó, aliviada, que las torres quedaban ya muy atrás, y que un recodo las ocultaba.
Ante ella, no obstante, se abría un nuevo desafío: cuando la niebla se disipó un poco, descubrió un horizonte erizado de atalayas de cristal similares a las que acababa de dejar atrás. O al menos, ésa fue su primera impresión. Por­que, cuando se acercó más, se dio cuenta de que no eran sólo torres, sino también pináculos, arcos, tejados y cúpulas. Toda una ciudad de cristal se extendía ante ella, purí­sima, hermosa en su límpida fragilidad.
Y cuando llegó a sus puertas, talladas en cristal con una simetría perfecta y una belleza sin igual, Bipa encon­tró que estaban abiertas para ella. Porque había un grupo de gente esperándola. Se asemejaban a Gélida. Eran altos y esbeltos, o quizá sólo parecían más altos porque eran muy esbeltos. Te­nían la piel blanca, blanquísima, tanto que, si se fijaba bien, Bipa podía distinguir las venas que circulaban por debajo. Y sus cabellos también eran inmaculadamente blancos y finos, tan finos como hilos de tela de araña. Y sus ojos...
Sus ojos eran extraños, de iris similares a cristales lí­quidos, de colores desvaídos, como desgastados. No pare­cían ojos humanos y, sin embargo, miraban a Bipa con un destello de inteligencia. Bipa no pudo evitarlo. Se sintió sucia y torpe junto a aquellas personas gráciles de sem­blante apacible. De modo que se quedó quieta, sin decir nada, y Nevado permaneció a su lado, inmóvil. También él era deforme y grotesco comparado con los delicados y esbeltos golems de cristal que acompañaban al grupo.
Y en aquel momento, cuando Bipa ya estaba pensando seriamente en dar media vuelta y regresar por donde ha­bía venido, una de las personas blancas se adelantó. El hombre no tenía nada especial, nada que lo diferenciase de los demás, excepto una gema que llevaba engarzada en una diadema de cristal que ceñía su frente. Salvo por el color, que era, naturalmente, blanco, la piedra era idéntica al Ópalo de Bipa.
Ella procuró no fijarse demasiado en la diadema. Ha­bía guardado su propio Ópalo bajo la ropa, ocultándolo de miradas curiosas, mucho antes de alcanzar las puertas de aquel insólito y hermoso lugar.
—Bienvenida, joven opaca —dijo el hombre de la dia­dema, y sus palabras tenían la sutilidad de la niebla y la li­gereza del aire—. Soy el Señor de la Ciudad de Cristal. Nosotros, los cristalinos, te acogemos en nuestro hogar, tan sólo una etapa más en tu camino hasta el palacio de la Emperatriz.
Por fin, Bipa fue capaz de hablar:
—¿Cómo... cómo sabes que voy al palacio de la Em­peratriz?
Los inexpresivos rasgos del Señor de la Ciudad de Cris­tal mostraron una extraña sonrisa.
—Porque no hay ningún otro lugar adonde ir. Pero no temas; tú ya has descubierto el verdadero Camino y ya has empezado a Cambiar —pronunció la última palabra con un tono especial, anhelante y a la vez un tanto siniestro, que hizo estremecer a Bipa.
—No, yo... veréis, no quiero cambiar. Sólo estoy bus­cando a alguien. Alguien... como yo. Un chico que se fue de casa hace tiempo. Era...
Pero el Señor de la Ciudad de Cristal ya no la escu­chaba.
—¿No quieres Cambiar? Por tu aspecto entiendo que aún no has contemplado el esplendor de la Estrella de la Emperatriz en toda su magnificencia. ¿Cómo es posible que Gélida nos haya mandado a alguien como tú?
Bipa retrocedió un par de pasos, con cautela.
—Bien, en realidad no me ha enviado Gélida. He ve­nido por mi cuenta, pero no quiero causar molestias. Bus­caré a mi amigo Aer y, si no está en la ciudad, seguiré mi camino... Sólo pido que nos acojáis a mí y al gólem que me acompaña una noche o dos, a lo sumo... Es cierto que yo estoy cansada y hambrienta, pero Nevado no come ni duerme, y es muy discreto, no molestará...
Bipa calló de pronto, dándose cuenta de que sus pala­bras no hacían sino empeorar la situación.
—¿Pretendes que dejemos entrar a «eso» en nuestra ciudad? —señaló uno de los llamados cristalinos.
—No veo por qué no —replicó Bipa—. Ya he dicho que no molesta. Claro que puede quedarse aquí fuera, seguro que no le importará, pero, en cualquier caso...
—Mi señor —interrumpió uno de los hombres de la Ciudad de Cristal—, no podemos acogerla porque ha elu­dido varias etapas. No está Caminando como es debido.
—¿Y cómo debería estar caminando? —intervino Bipa, perpleja—. ¿De espaldas? ¿A la pata coja?
Nadie hizo ningún comentario al respecto, pero a la mu­chacha le pareció que los rostros de las personas blancas ya no se mostraban apacibles, sino peligrosamente severos.
—Para llegar al palacio de la Emperatriz —dijo el Se­ñor de la Ciudad de Cristal con suavidad— debes seguir el Camino y debes Cambiar con él. Todos nosotros fuimos en el pasado opacos, como tú, pero seguimos el Camino, y el Camino nos trajo hasta aquí. Todos deben evolucio­nar para llegar a la siguiente etapa. Si tú no lo haces, nunca podrás llegar. Y si no puedes pasar a la siguiente etapa, no alcanzarás tampoco a tu amigo, el muchacho opaco que estás buscando; pues él llegó hace tiempo y se marchó por­que ya estaba preparado. En cambio, tú no lo estás, así que no se te permitirá pasar de aquí.
Y, una a una, aquellas personas de albos cabellos y ros­tros blancos le dieron la espalda y volvieron a entrar en la Ciudad. Los golems de cristal las siguieron, y Bipa ad­virtió que caminaban lenta y pesadamente, como si estu­viesen terriblemente cansados. El último fue su señor. Se quedó mirando a Bipa un instante mientras ella trataba de asimilar todo lo que le había dicho.
—Los Ojos me han engañado esta vez —comentó él—. Me pareció que avanzabas con el valor y la determi­nación de un Caminante, como el muchacho que vino antes que tú. Pero no eres una Caminante. Apenas has Cambiado. Si no tienes deseos de ver a la Emperatriz, ¿qué es lo que te mueve? ¿Cómo has podido llegar hasta aquí?
—No quiero cambiar —insistió Bipa, sin contestar a la última pregunta—. No siento deseos de ver a la Emperatriz, pero, si he de seguir a Aer hasta su mismísimo pa­lacio, ella tendrá que verme tal y como soy. Y si no le gusto, mala suerte. Esto es lo que hay.
El Señor de la Ciudad de Cristal esbozó una breve sonrisa.
—Pequeña necia —murmuró—. Tú puedes Caminar y Cambiar. A mí no me está permitido. Y, sin embargo, rechazas la posibilidad de alcanzar la gracia de la Emperatriz... por propia voluntad.
»Tu obstinación será tu perdición, joven opaca. Por­que si no sigues el Camino, no llegarás a ninguna parte y tampoco podrás reunirte con tu amigo. Él Cambió en ape­nas unos días y prosiguió el viaje hacia su destino. La Em­peratriz lo llama con fuerza y con insistencia. Lo ha ele­gido a él y le ha dado la oportunidad de Cambiar muy deprisa, cuando a la mayoría de los habitantes de esta ciu­dad les cuesta mucho tiempo, años incluso, alcanzar el si­guiente estadio. En cambio tu opacidad, muchacha, es ab­soluta e incluso insultante. Regresa con los tuyos. Jamás lograrás alcanzarlo. Él ya no está a tu nivel. Pertenece a la Emperatriz, y a su palacio no pueden llegar los opacos como tú. Abandona. Vuelve atrás. Regresa.
Y, con estas palabras, el Señor de la Ciudad de Cristal le dio la espalda. Bipa no tuvo fuerzas para detenerlo. Es­taba demasiado cansada, demasiado desalentada. A través de un velo de lágrimas, vio cómo el Señor de los cristalinos traspasaba de nuevo las puertas de su ciudad. La muchacha se secó los ojos y volvió a mirar, y por un instante le pare­ció que las formas de los edificios de cristal se adivinaban a través del cuerpo de aquel hombre impasible, como si no estuviese hecho de carne, sino de algo translúcido como el cuarzo que pendía del cuello de Bipa. Pero no pudo com­pararlo, porque las puertas se cerraron tras él.
La chica se dejó caer en el suelo, agotada. Nevado se sentó junto a ella.
—Y ahora, ¿qué? —le confió al gólem—. Si tuviera fuerzas aporrearía esa puerta hasta que nos dejasen entrar. Pero no las tengo. Y tampoco me veo capaz de regresar a casa desde aquí, sola. Estoy demasiado lejos. Nunca ten­dría que haber partido en busca del imbécil de Aer. ¡Ele­gido! ¡Caminante! ¡Cambios! ¡Bah!
Sin embargo, no pudo evitarlo. Se echó a llorar en silencio, ocultando el rostro entre las manos. Nevado la contempló, sin moverse ni hacer ademán de acercarse a ella para consolarla.
Por fin, Bipa se calmó, aunque eso no disipó su ham­bre ni su cansancio. Alzó la cabeza hacia las despiadadas torres de la Ciudad de Cristal y dijo:
—Bien, no me importa saltarme etapas. No necesito que ningún señor de ninguna ciudad me diga si estoy o no preparada para continuar mi viaje.
Se levantó con esfuerzo, recogió sus cosas y, seguida por el gólem de nieve, reanudó la marcha, abandonando la senda y rodeando la alta muralla de la Ciudad de Cris­tal. Esperaba poder retomar el camino al otro lado, pero pronto tuvo que reconocer que era más complicado de lo que había imaginado, y que el itinerario correcto era el que llevaba por el centro de la Ciudad.
Porque ésta se alzaba en el fondo de una hondonada, incrustada entre las laderas de una montaña escarpada cuya superficie no era rocosa, sino cristalina. Letales agujas de cristal, afiladas como cuchillas, alfombraban el suelo; las po­cas extensiones de terreno liso eran también de cristal, tan resbaladizo que resultaba casi imposible avanzar sobre él.
Bipa no se rindió. Con absurda obstinación, siguió avanzando, buscando caminos en la falda de la montaña cristalina, aferrándose con las manos a las agujas de cristal cuando sus pies resbalaban, y dejándose sangre y piel en sus incisivas aristas.
Cuando alzó la cabeza para mirar hacia delante, suspiró desalentada. El camino a recorrer era muy largo todavía. Buscando huecos entre los cristales había llegado muy alto, casi hasta la cima de la montaña, y la Ciudad se veía con cla­ridad a sus pies. Edificios de cristal, calles de cristal... talla­das por sus habitantes en la larga espera del Cambio. Y, a pesar de su belleza, aquella urbe era tan sólo un hogar tem­poral para muchos de ellos. A Bipa le pareció muerta, fría y vacía. Y por un instante se alegró de no haber entrado. Sólo por un instante. Porque luego volvió a contemplar el trecho que le faltaba, erizado de aristas, pinchos y agujas de cristal. Se miró las palmas de las manos, desolladas, ensangrenta­das. «No podré llegar hasta el final sin perder un par de de­dos —comprendió—. O algo mucho peor.»
Se giró entonces hacia Nevado, que la seguía. Y lanzó una pequeña exclamación horrorizada.
El gólem de nieve había elegido exactamente el mismo camino que ella, se había aferrado a las mismas aristas y había tropezado en los mismos sitios. Y cada golpe, cada arañazo, cada punzada, había arrancado algo de nieve de su cuerpo, por lo que ahora parecía mucho más informe que antes. Si se caía, las espinas de cristal lo destrozarían por completo.
Bipa maldijo interiormente aquel lugar y le gritó a Nevado:
—¡Espera! ¡Espera, no sigas! ¡Detente!
El gólem la obedeció. Bipa retrocedió hasta él, con in­finitas precauciones. Cuando lo alcanzó, asentó bien los pies y trató de recomponer su cuerpo, rellenando los hue­cos y repartiendo la nieve de la superficie de la manera más uniforme. Se dio cuenta de que estaba dejando un rastro de sangre sobre su piel de escarcha; pero a Nevado no parecía importarle y, por otro lado, el frío de la nieve calmaba el dolor, por lo que continuó de todos modos, hasta que el gólem recuperó su aspecto habitual. Bipa lo observó con aire crítico.
—Pareces un poco más maltrecho que antes —le dijo—. Pero sólo un poco.
Nevado inclinó la cabeza pero, como de costumbre, no dijo nada. Con un suspiro satisfecho, Bipa se dio la vuelta para proseguir su camino...
... Pero perdió el pie, resbaló y cayó, precipitándose so­bre las mortíferas agujas de cristal. No tuvo tiempo ni de gritar antes de que dos de ellas, punzantes como dagas, perforasen su cuerpo.
Recuperó la conciencia cuando un torrente cálido re­corrió sus venas, despertando sus sentidos y calmando su dolor.
Al abrir los ojos vio ante sí al Señor de la Ciudad de Cristal. Trató de hablar, pero no fue capaz.
—Vaya, veo que has despertado —dijo él, y Bipa son­rió sin poder evitarlo. Había algo en la voz de aquel hom­bre, ternura, calidez o simplemente humanidad, que la consolaba y la hacía sentir mucho mejor. Tenía la im­presión de que no había oído una voz amistosa desde su partida de las Cuevas, y aquello había ocurrido mucho tiempo atrás. No... aquél no podía ser el mismo hombre que le había cerrado sus puertas por razones que Bipa aún no acertaba a comprender del todo. Cuando él se acercó de nuevo a examinar sus heridas —Bipa supuso que es­taba herida, porque sentía un fiero dolor en un hombro y en la pierna derecha—, lo observó con mayor atención.
Sí, era él, el Señor de la Ciudad de Cristal. Sólo que el Ópalo de su diadema ya no era blanco, sino rojo y reful­gente, igual que el de Bipa.
La muchacha lanzó una exclamación al verlo. Quiso incorporarse, pero él no la dejó.
—Quieta. Cada cosa a su tiempo.
Y entonces, colocó las manos sobre sus heridas, y el Ópalo relució de nuevo, con la fuerza del corazón de una hoguera, y su poder se transmitió del cuerpo de su por­tador al de Bipa a través de sus palmas, de sus dedos... Bipa cerró los ojos mientras sus heridas empezaban a sa­nar lentamente.
—Llevará un tiempo —le aseguró su salvador—, pero te curarás. Por fortuna, te encontré antes de que fuera de­masiado tarde. ¿Cómo se te ocurrió pasearte por la mon­taña así, sin más? Es una trampa mortal.
—¿Que cómo... se me ocurrió...? —pudo decir Bipa—. ¡Tú me cerraste la puerta de la ciudad en las narices!
El hombre se detuvo entonces y la miró con ojos amables.
—Me temo que me confundes con otro. Por tus pa­labras deduzco que ya conoces al Señor de la Ciudad de Cristal, mi hermano. Yo soy el Maestro Cristalero; pero puedes llamarme Lumen.
Bipa abrió mucho los ojos.
—¿Eres hermano de ese tipo estirado de la ciudad? ¡Pero si sois idénticos!
—Somos gemelos —sonrió el Maestro Cristalero.
—Gemelos —repitió Bipa, reflexionando—. Debería haberlo supuesto. Aunque seáis iguales por fuera, en el fondo sois muy diferentes. Tú eres muy amable, y tu her­mano, un tipo muy grosero...
Calló enseguida, en cuanto se dio cuenta de lo que ha­bía dicho, y lo miró con cautela, temiendo haberle ofen­dido. Pero el Maestro Cristalero se echó a reír.
—Tienes que disculpar a mi hermano —dijo—. Hace mucho que entregó su corazón a la Emperatriz y ya no es capaz de sentir afecto o compasión. En el fondo es digno de lástima.
Bipa pensó que ella, desde luego, no le tenía ninguna lástima, pero se mordió la lengua y no hizo ningún comentario al respecto. Con un suspiro, se recostó sobre el lecho y miró a su alrededor.
El entorno le resultaba a medias extraño y a medias fa­miliar. El hogar del Maestro Cristalero estaba ubicado en una espaciosa cueva, cálida y acogedora, como lo era la propia casa de Bipa. Pero sus muebles, paredes y rinco­nes estaban repletos de objetos raros y a la vez bellísimos, todos tallados en cristal multicolor, todos lanzando deste­llos que brillaban al son de las llamas del alegre fuego que ardía en la chimenea. Aquello era parecido a la colección de Gélida pero mucho mejor, porque los cristales mostra­ban vivas y variadas tonalidades: rojos, verdes, azules, ana­ranjados, violáceos... Y había flores cuya belleza hacía pa­lidecer a la que Bipa había dejado en casa. Y criaturas, animales que Bipa conocía, y otros que no, y miniaturas de personas, y escenas enteras talladas en cristal, y vasi­jas, botellas de todas las formas y colores, platos, jarras...
—Tú... ¿has hecho todo esto? —preguntó Bipa, ma­ravillada.
Lumen sonrió.
—Todo esto y mucho más. Cuando estés del todo re­cuperada te mostraré mi taller. Esto son sólo los objetos de la habitación de invitados —añadió, con cierta modestia.
Bipa no pudo evitar preguntar:
—¿Y para qué sirven?
—En su mayoría, para nada concreto. Pero son her­mosos, y su contemplación produce una curiosa sensación en el pecho... ¿no la notas?
—Sí —dijo Bipa—. Es agradable —y sonrió.
—¿Lo ves? Estas cosas sirven para hacerte sonreír cuando las miras.
Bipa sonrió otra vez. Quiso incorporarse para ver mejor aquellos objetos destellantes, pero Lumen no se lo permitió.
—Tienes que descansar. Todavía estás débil.
—Tú me has curado —murmuró la joven, recostán­dose de nuevo— de la misma forma que lo hacía Maga, con un Ópalo, uno de verdad... un Ópalo vivo —y, si­guiendo un impulso, le mostró el suyo—. Éste me lo dio Maga, la chamana —le explicó—. Dijo que me protegería, pero la verdad es que me ha dado muchos problemas. Gé­lida intentó arrebatármelo, aunque ella ya tiene uno.
—El de Gélida perdió poder mucho tiempo atrás, igual que el de mi hermano —dijo Lumen con gravedad—. Se han desgastado debido al uso indiscriminado que se les dio. Los dones de la Diosa no son inagotables. Y ellos los han utilizado de forma equivocada.
Bipa tuvo miedo, de pronto, de haber estado usando el Ópalo de forma equivocada, como decía el Maestro Cris­talero. ¿Qué ocurriría si se le gastaba? ¿Con qué cara se lo devolvería a Maga?
—¿Cuál es la forma correcta de usarlos? —quiso saber.
Lumen sonrió.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo—. Ahora tie­nes que dormir.
Bipa sonrió también y dejó que el Maestro Crista­lero la arropara. Se dejó llevar por la suavidad del lecho, por el calor de la hoguera y, sintiéndose cómoda y segura por primera vez en mucho tiempo, se quedó dormida.

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