VIII
En la Ciudad de Cristal
Inquieta, Bipa dio unos pasos, con precaución.
Cuando comprobó que el suelo no se quebraba bajo su peso, ni tampoco bajo el de
Nevado, avanzó con más seguridad. Y así siguió recorriendo el camino de cristal
hasta el final.
Y el final era una tercera puerta. La joven se
detuvo ante ella, y Nevado la imitó.
La puerta estaba flanqueada por dos gigantescas
torres de cristal, de mayor pureza que los prismas de cuarzo, casi completamente
transparentes y talladas en aristas y volutas caprichosas. Rematada
cada una de ellas por una aguja en espiral, estaba claro que ambas torres,
éstas sí, habían sido construidas por manos humanas o, al menos, por manos
guiadas por un ser inteligente. En el centro de cada torre había una esfera de
un material diferente, opaco, recubierto por una película blanquecina.
Parecían ventanas, pero Bipa no apreció postigos ni escaleras en las torres, ni
signo alguno de que estuviesen huecas por dentro y se pudiese entrar en
su interior. Eran sólo dos inmensos monolitos de cristal, con la única
salvedad de aquellas esferas engastadas en ellos. Bipa se acercó un poco más; no había nada aparte de
las dos construcciones. Tampoco veía a nadie.
Sobrecogida, siguió caminando por la senda, que pasaba
justo por medio de ambas torres.
Y entonces, cuando aún le faltaban cincuenta pasos
para alcanzarlas, las esferas reaccionaron, y las persianas se alzaron.
Bipa dejó escapar un grito de terror. No eran esferas. No eran ventanas.
Eran ojos.
Aquellas dos torres servían de soporte a un par de
ojos gigantescos, cuya pupila parecía una enorme gema de múltiples facetas;
dos ojos inhumanos e imposibles que giraron un instante en sus órbitas de
cristal y después se clavaron en Bipa, bizqueando un poco para poder verla
mejor.
La chica estaba paralizada de miedo. Buscó la mano
de Nevado y se aferró con fuerza a uno de sus fríos dedos, pero no fue capaz de
avanzar ni de volver sobre sus pasos. Se quedó mirando los ojos, y los ojos,
cada uno desde su torre
de cristal, la miraron a ella, con atención. Con mucha atención. Pero aparte de eso, durante un buen rato no sucedió
nada más.
Poco a poco, Bipa fue tranquilizándose en la medida
de lo posible. Aún de la mano de Nevado, avanzó un poco más. Nada ocurrió. Avanzó otro paso, y después, otro más. Se detuvo,
alerta, cuando vio que los ojos la seguían con la mirada. Permaneció inmóvil,
con el corazón a punto de salírsele del pecho, pero los ojos se limitaron a
continuar observándola.
Lo intentó de nuevo.
Caminó lentamente, un paso, y otro paso, y otro más,
seguida por el gólem de nieve. Los ojos se movieron en sus órbitas para no
perderla de vista. Bipa siguió caminando, temblando de miedo. Llegó
hasta la misma base de las torres. Los ojos bizquearon todavía más para poder
mantenerla en su campo de visión, pero no hicieron otra cosa, ni entonces, ni
cuando Bipa y Nevado franquearon la línea delimitada por las dos torres. La
joven avanzó, poco a poco, hasta dejarlas atrás. Oyó un leve crujido y, tras
una breve lucha contra el pánico, se atrevió a volverse.
Los ojos habían girado en sus órbitas y se habían
asomado por la otra cara de las torres para vigilarla mientras se iba. Pero se
limitaban a observarla, por lo que Bipa respiró hondo y continuó caminando,
sintiendo clavada en su espalda aquella monstruosa mirada. No se detuvo hasta que el camino la llevó tan lejos
de aquellos ojos que era imposible que pudieran verla. Entonces echó un
vistazo por encima de su hombro y comprobó, aliviada, que las torres quedaban
ya muy atrás, y que un recodo las ocultaba.
Ante ella, no obstante, se abría un nuevo desafío:
cuando la niebla se disipó un poco, descubrió un horizonte erizado de atalayas
de cristal similares a las que acababa de dejar atrás. O al menos, ésa fue su
primera impresión. Porque, cuando se acercó más, se dio cuenta de que no eran
sólo torres, sino también pináculos, arcos, tejados y cúpulas. Toda una ciudad
de cristal se extendía ante ella, purísima, hermosa en su límpida fragilidad.
Y cuando llegó a sus puertas, talladas en cristal
con una simetría perfecta y una belleza sin igual, Bipa encontró que estaban
abiertas para ella. Porque había un grupo de gente esperándola. Se asemejaban a Gélida. Eran altos y esbeltos, o
quizá sólo parecían más altos porque eran muy esbeltos. Tenían la piel blanca,
blanquísima, tanto que, si se fijaba bien, Bipa podía distinguir las venas que
circulaban por debajo. Y sus cabellos también eran inmaculadamente blancos y
finos, tan finos como hilos de tela de araña. Y sus ojos...
Sus ojos eran extraños, de iris similares a
cristales líquidos, de colores desvaídos, como desgastados. No parecían ojos
humanos y, sin embargo, miraban a Bipa con un destello de inteligencia. Bipa no
pudo evitarlo. Se sintió sucia y torpe junto a aquellas personas gráciles de
semblante apacible. De modo que se quedó quieta, sin decir nada, y Nevado
permaneció a su lado, inmóvil. También él era deforme y grotesco comparado con
los delicados y esbeltos golems de cristal que acompañaban al grupo.
Y en aquel momento, cuando Bipa ya estaba pensando
seriamente en dar media vuelta y regresar por donde había venido, una de las
personas blancas se adelantó. El hombre no tenía nada especial, nada que lo
diferenciase de los demás, excepto una gema que llevaba engarzada en una
diadema de cristal que ceñía su frente. Salvo por el color, que era,
naturalmente, blanco, la piedra era idéntica al Ópalo de Bipa.
Ella procuró no fijarse demasiado en la diadema. Había
guardado su propio Ópalo bajo la ropa, ocultándolo de miradas curiosas, mucho
antes de alcanzar las puertas de aquel insólito y hermoso lugar.
—Bienvenida, joven opaca —dijo el hombre de la diadema,
y sus palabras tenían la sutilidad de la niebla y la ligereza del aire—. Soy
el Señor de la Ciudad de Cristal. Nosotros, los cristalinos, te acogemos en
nuestro hogar, tan sólo una etapa más en tu camino hasta el palacio de la
Emperatriz.
Por fin, Bipa fue capaz de hablar:
—¿Cómo... cómo sabes que voy al palacio de la Emperatriz?
Los inexpresivos rasgos del Señor de la Ciudad de
Cristal mostraron una extraña sonrisa.
—Porque no hay ningún otro lugar adonde ir. Pero no
temas; tú ya has descubierto el verdadero Camino y ya has empezado a Cambiar
—pronunció la última palabra con un tono especial, anhelante y a la vez un tanto siniestro, que
hizo estremecer a Bipa.
—No, yo... veréis, no quiero cambiar. Sólo estoy buscando
a alguien. Alguien... como yo. Un chico que se fue de casa hace tiempo. Era...
Pero el Señor de la Ciudad de Cristal ya no la escuchaba.
—¿No quieres Cambiar? Por tu aspecto entiendo que
aún no has contemplado el esplendor de la Estrella de la Emperatriz en toda su
magnificencia. ¿Cómo es posible que Gélida nos haya mandado a alguien como tú?
Bipa retrocedió un par de pasos, con cautela.
—Bien, en realidad no me ha enviado Gélida. He venido
por mi cuenta, pero no quiero causar molestias. Buscaré a mi amigo Aer y, si
no está en la ciudad, seguiré mi camino... Sólo pido que nos acojáis a mí y al
gólem que me acompaña una noche o dos, a lo sumo... Es cierto que yo estoy
cansada y hambrienta, pero Nevado no come ni duerme, y es muy discreto, no
molestará...
Bipa calló de pronto, dándose cuenta de que sus palabras
no hacían sino empeorar la situación.
—¿Pretendes que dejemos entrar a «eso» en nuestra
ciudad? —señaló uno de los llamados cristalinos.
—No veo por qué no —replicó Bipa—. Ya he dicho que
no molesta. Claro que puede quedarse aquí fuera, seguro que no le importará,
pero, en cualquier caso...
—Mi señor —interrumpió uno de los hombres de la
Ciudad de Cristal—, no podemos acogerla porque ha eludido varias etapas. No
está Caminando como es debido.
—¿Y cómo debería estar caminando? —intervino Bipa, perpleja—. ¿De
espaldas? ¿A la pata coja?
Nadie hizo ningún comentario al respecto, pero a la
muchacha le pareció que los rostros de las personas blancas ya no se mostraban
apacibles, sino peligrosamente severos.
—Para llegar al palacio de la Emperatriz —dijo el Señor
de la Ciudad de Cristal con suavidad— debes seguir el Camino y debes Cambiar
con él. Todos nosotros fuimos en el pasado opacos, como tú, pero seguimos el
Camino, y el Camino nos trajo hasta aquí. Todos deben evolucionar para llegar
a la siguiente etapa. Si tú no lo haces, nunca podrás llegar. Y si no puedes
pasar a la siguiente etapa, no alcanzarás tampoco a tu amigo, el muchacho opaco
que estás buscando; pues él llegó hace tiempo y se marchó porque ya estaba
preparado. En cambio, tú no lo estás, así que no se te permitirá pasar de aquí.
Y, una a una, aquellas personas de albos cabellos y
rostros blancos le dieron la espalda y volvieron a entrar en la Ciudad. Los
golems de cristal las siguieron, y Bipa advirtió que caminaban lenta y
pesadamente, como si estuviesen terriblemente cansados. El último fue su
señor. Se quedó mirando a Bipa un instante mientras ella trataba de asimilar
todo lo que le había dicho.
—Los Ojos me han engañado esta vez —comentó él—. Me
pareció que avanzabas con el valor y la determinación de un Caminante, como el
muchacho que vino antes que tú. Pero no eres una Caminante. Apenas has
Cambiado. Si no tienes deseos de ver a la Emperatriz, ¿qué es lo que te mueve?
¿Cómo has podido llegar hasta aquí?
—No quiero cambiar —insistió Bipa, sin contestar a
la última pregunta—. No siento deseos de ver a la Emperatriz, pero, si he de
seguir a Aer hasta su mismísimo palacio, ella tendrá que verme tal y como soy.
Y si no le gusto, mala suerte. Esto es lo que hay.
El Señor de la Ciudad de Cristal esbozó
una breve sonrisa.
—Pequeña necia —murmuró—. Tú puedes Caminar y
Cambiar. A mí no me está permitido. Y, sin embargo, rechazas la posibilidad de
alcanzar la gracia de la Emperatriz... por propia voluntad.
»Tu obstinación será tu perdición, joven opaca. Porque
si no sigues el Camino, no llegarás a ninguna parte y tampoco podrás reunirte
con tu amigo. Él Cambió en apenas unos días y prosiguió el viaje hacia su
destino. La Emperatriz lo llama con fuerza y con insistencia. Lo ha elegido a
él y le ha dado la oportunidad de Cambiar muy deprisa, cuando a la mayoría de
los habitantes de esta ciudad les cuesta mucho tiempo, años incluso, alcanzar
el siguiente estadio. En cambio tu opacidad, muchacha, es absoluta e incluso
insultante. Regresa con los tuyos. Jamás lograrás alcanzarlo. Él ya no está a
tu nivel. Pertenece a la Emperatriz, y a su palacio no pueden llegar los opacos
como tú. Abandona. Vuelve atrás. Regresa.
Y, con estas palabras, el Señor de la Ciudad de
Cristal le dio la espalda. Bipa no tuvo fuerzas para detenerlo. Estaba
demasiado cansada, demasiado desalentada. A través de un velo de lágrimas, vio
cómo el Señor de los cristalinos traspasaba de nuevo las puertas de su ciudad.
La muchacha se secó los ojos y volvió a mirar, y por un instante le pareció
que las formas de los edificios de cristal se adivinaban a través del cuerpo de
aquel hombre impasible, como si no estuviese hecho de carne, sino de algo
translúcido como el cuarzo que pendía del cuello de Bipa. Pero no pudo compararlo,
porque las puertas se cerraron tras él.
La chica se dejó caer en el suelo, agotada. Nevado
se sentó junto a ella.
—Y ahora, ¿qué? —le confió al gólem—. Si tuviera
fuerzas aporrearía esa puerta hasta que nos dejasen entrar. Pero no las tengo.
Y tampoco me veo capaz de regresar a casa desde aquí, sola. Estoy demasiado
lejos. Nunca tendría que haber partido en busca del imbécil de Aer. ¡Elegido!
¡Caminante! ¡Cambios! ¡Bah!
Sin embargo, no pudo evitarlo. Se echó a llorar en
silencio, ocultando el rostro entre las manos. Nevado la contempló, sin moverse
ni hacer ademán de acercarse a ella para consolarla.
Por fin, Bipa se calmó, aunque eso no disipó su hambre
ni su cansancio. Alzó la cabeza hacia las despiadadas torres de la Ciudad de
Cristal y dijo:
—Bien, no me importa saltarme etapas. No necesito
que ningún señor de ninguna ciudad me diga si estoy o no preparada para
continuar mi viaje.
Se levantó con esfuerzo, recogió sus cosas y,
seguida por el gólem de nieve, reanudó la marcha, abandonando la senda y
rodeando la alta muralla de la Ciudad de Cristal. Esperaba poder retomar el
camino al otro lado, pero pronto tuvo que reconocer que era más complicado de lo
que había imaginado, y que el itinerario correcto era el que llevaba por el
centro de la Ciudad.
Porque ésta se alzaba en el fondo de una hondonada,
incrustada entre las laderas de una montaña escarpada cuya superficie no era
rocosa, sino cristalina. Letales agujas de cristal, afiladas como cuchillas,
alfombraban el suelo; las pocas extensiones de terreno liso eran también de
cristal, tan resbaladizo que resultaba casi imposible avanzar sobre él.
Bipa no se rindió. Con absurda obstinación, siguió
avanzando, buscando caminos en la falda de la montaña cristalina, aferrándose
con las manos a las agujas de cristal cuando sus pies resbalaban, y dejándose
sangre y piel en sus incisivas aristas.
Cuando alzó la cabeza para mirar hacia delante,
suspiró desalentada. El camino a recorrer era muy largo todavía. Buscando
huecos entre los cristales había llegado muy alto, casi hasta la cima de la
montaña, y la Ciudad se veía con claridad a sus pies. Edificios de cristal,
calles de cristal... talladas por sus habitantes en la larga espera del
Cambio. Y, a pesar de su belleza, aquella urbe era tan sólo un hogar temporal
para muchos de ellos. A Bipa le pareció muerta, fría y vacía. Y por un instante
se alegró de no haber entrado. Sólo por un instante. Porque luego volvió a
contemplar el trecho que le faltaba, erizado de aristas, pinchos y agujas de
cristal. Se miró las palmas de las manos, desolladas, ensangrentadas. «No
podré llegar hasta el final sin perder un par de dedos —comprendió—. O algo
mucho peor.»
Se giró entonces hacia Nevado, que la seguía. Y
lanzó una pequeña exclamación horrorizada.
El gólem de nieve había elegido exactamente el mismo
camino que ella, se había aferrado a las mismas aristas y había tropezado en
los mismos sitios. Y cada golpe, cada arañazo, cada punzada, había arrancado
algo de nieve de su cuerpo, por lo que ahora parecía mucho más informe que
antes. Si se caía, las espinas de cristal lo destrozarían por completo.
Bipa maldijo interiormente aquel lugar y le gritó a
Nevado:
—¡Espera! ¡Espera, no sigas! ¡Detente!
El gólem la obedeció. Bipa retrocedió hasta él, con
infinitas precauciones. Cuando lo alcanzó, asentó bien los pies y trató de
recomponer su cuerpo, rellenando los huecos y repartiendo la nieve de la
superficie de la manera más uniforme. Se dio cuenta de que estaba dejando un
rastro de sangre sobre su piel de escarcha; pero a Nevado no parecía importarle
y, por otro lado, el frío de la nieve calmaba el dolor, por lo que continuó de
todos modos, hasta que el gólem recuperó su aspecto habitual. Bipa lo observó
con aire crítico.
—Pareces un poco más maltrecho que antes —le dijo—.
Pero sólo un poco.
Nevado inclinó la cabeza pero, como de costumbre, no
dijo nada. Con un suspiro satisfecho, Bipa se dio la vuelta para proseguir su
camino...
... Pero perdió el pie, resbaló y cayó,
precipitándose sobre las mortíferas agujas de cristal. No tuvo tiempo ni de
gritar antes de que dos de ellas, punzantes como dagas, perforasen su cuerpo.
Recuperó la conciencia cuando un
torrente cálido recorrió sus venas, despertando sus sentidos y calmando su
dolor.
Al abrir los ojos vio ante sí al Señor
de la Ciudad de Cristal. Trató de hablar, pero no fue capaz.
—Vaya, veo que has despertado —dijo él, y Bipa sonrió
sin poder evitarlo. Había algo en la voz de aquel hombre, ternura, calidez o
simplemente humanidad, que la consolaba y la hacía sentir mucho mejor. Tenía la
impresión de que no había oído una voz amistosa desde su partida de las
Cuevas, y aquello había ocurrido mucho tiempo atrás. No... aquél no podía ser
el mismo hombre que le había cerrado sus puertas por razones que Bipa aún no
acertaba a comprender del todo. Cuando él se acercó de nuevo a examinar sus
heridas —Bipa supuso que estaba herida, porque sentía un fiero dolor en un
hombro y en la pierna derecha—, lo observó con mayor atención.
Sí, era él, el Señor de la Ciudad de Cristal. Sólo
que el Ópalo de su diadema ya no era blanco, sino rojo y refulgente, igual que
el de Bipa.
La muchacha lanzó una exclamación al verlo. Quiso
incorporarse, pero él no la dejó.
—Quieta. Cada cosa a su tiempo.
Y entonces, colocó las manos sobre sus heridas, y el
Ópalo relució de nuevo, con la fuerza del corazón de una hoguera, y su poder se
transmitió del cuerpo de su portador al de Bipa a través de sus palmas, de sus
dedos... Bipa cerró los ojos mientras sus heridas empezaban a sanar
lentamente.
—Llevará un tiempo —le aseguró su salvador—, pero te
curarás. Por fortuna, te encontré antes de que fuera demasiado tarde. ¿Cómo se
te ocurrió pasearte por la montaña así, sin más? Es una trampa mortal.
—¿Que cómo... se me ocurrió...? —pudo decir Bipa—.
¡Tú me cerraste la puerta de la ciudad en las narices!
El hombre se detuvo entonces y la miró con ojos
amables.
—Me temo que me confundes con otro. Por tus palabras
deduzco que ya conoces al Señor de la Ciudad de Cristal, mi hermano. Yo soy el
Maestro Cristalero; pero puedes llamarme Lumen.
Bipa abrió mucho los ojos.
—¿Eres hermano de ese tipo estirado de la ciudad?
¡Pero si sois idénticos!
—Somos gemelos —sonrió el Maestro Cristalero.
—Gemelos —repitió Bipa, reflexionando—. Debería
haberlo supuesto. Aunque seáis iguales por fuera, en el fondo sois muy
diferentes. Tú eres muy amable, y tu hermano, un tipo muy grosero...
Calló enseguida, en cuanto se dio cuenta de lo que
había dicho, y lo miró con cautela, temiendo haberle ofendido. Pero el
Maestro Cristalero se echó a reír.
—Tienes que disculpar a mi hermano —dijo—. Hace
mucho que entregó su corazón a la Emperatriz y ya no es capaz de sentir afecto
o compasión. En el fondo es digno de lástima.
Bipa pensó que ella, desde luego, no le tenía
ninguna lástima, pero se mordió la lengua y no hizo ningún comentario al
respecto. Con un suspiro, se recostó
sobre el lecho y miró a su alrededor.
El entorno le resultaba a medias extraño y a medias
familiar. El hogar del Maestro Cristalero estaba ubicado en una espaciosa
cueva, cálida y acogedora, como lo era la propia casa de Bipa. Pero sus
muebles, paredes y rincones estaban repletos de objetos raros y a la
vez bellísimos, todos tallados en cristal multicolor, todos lanzando destellos
que brillaban al son de las llamas del alegre fuego que ardía en la chimenea.
Aquello era parecido a la colección de Gélida pero mucho mejor, porque los
cristales mostraban vivas y variadas tonalidades: rojos, verdes, azules, anaranjados,
violáceos... Y había flores cuya belleza hacía palidecer a la que Bipa había
dejado en casa. Y criaturas, animales que Bipa conocía, y otros que no, y
miniaturas de personas, y escenas enteras talladas en cristal, y vasijas,
botellas de todas las formas y colores, platos, jarras...
—Tú... ¿has hecho todo esto? —preguntó Bipa, maravillada.
Lumen sonrió.
—Todo esto y mucho más. Cuando estés del todo recuperada
te mostraré mi taller. Esto son sólo los objetos de la habitación de invitados
—añadió, con cierta modestia.
Bipa no pudo evitar preguntar:
—¿Y para qué sirven?
—En su mayoría, para nada concreto. Pero son hermosos,
y su contemplación produce una curiosa sensación en el pecho... ¿no la notas?
—Sí —dijo Bipa—. Es agradable —y sonrió.
—¿Lo ves? Estas
cosas sirven para hacerte sonreír cuando las miras.
Bipa sonrió otra vez. Quiso incorporarse para ver
mejor aquellos objetos destellantes, pero Lumen no se lo permitió.
—Tienes que descansar. Todavía estás débil.
—Tú me has curado —murmuró la joven, recostándose
de nuevo— de la misma forma que lo hacía Maga, con un Ópalo, uno de verdad...
un Ópalo vivo —y, siguiendo un impulso, le mostró el suyo—. Éste me lo dio
Maga, la chamana —le explicó—. Dijo que me protegería, pero la verdad es que me
ha dado muchos problemas. Gélida intentó arrebatármelo, aunque ella ya tiene
uno.
—El de Gélida perdió poder mucho tiempo atrás, igual
que el de mi hermano —dijo Lumen con gravedad—. Se han desgastado debido al uso
indiscriminado que se les dio. Los dones de la Diosa no son inagotables. Y
ellos los han utilizado de forma equivocada.
Bipa tuvo miedo, de pronto, de haber estado usando
el Ópalo de forma equivocada, como decía el Maestro Cristalero. ¿Qué ocurriría
si se le gastaba? ¿Con qué cara se lo devolvería a Maga?
—¿Cuál es la forma correcta de usarlos? —quiso
saber.
Lumen sonrió.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo—. Ahora tienes
que dormir.
Bipa sonrió también y dejó que el Maestro Cristalero
la arropara. Se dejó llevar por la suavidad del lecho, por el calor de la
hoguera y, sintiéndose cómoda y segura por primera vez en mucho tiempo, se quedó
dormida.
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