VII
Huida hacia el valle
De modo que, en lugar de regresar
directamente a su habitación, Bipa se perdió por los largos corredores,
deslizándose lentamente sobre el suelo helado. Trató de entablar conversación
con las criaturas de hielo, pero pronto comprobó que eran tan mudas como el
gigante de nieve que la había acompañado hasta allí.
Atisbo entonces a un joven, larguirucho y empolvado,
como todos los demás, en un pasillo. Supuso que la ignoraría, igual que el
resto de los habitantes del lugar, pero se acercó de todas formas. Quizá lo
hizo porque, en cierto modo, el chico le recordaba un poco a Aer.
—Hola —le saludó—. ¿Vives aquí? —era algo obvio, lo
sabía, pero de alguna manera tenía que iniciar la conversación.
—¿Qué quieres, opaca? —preguntó él, desconfiado.
—Estoy buscando a alguien —le confió Bipa—. Un opaco
como yo. Bueno... —puntualizó—, no exactamente como yo. Con el pelo más claro,
y bastante más delgado que yo. Pero no tan delgado como tú —«Gracias a la
Diosa», añadió para sí misma—. Es un chico más o menos de tu edad. Estuvo una
vez aquí...
Dejó la frase sin terminar y aguardó, conteniendo el
aliento. El joven inclinó la cabeza y reflexionó.
—Sí, me acuerdo de él. Hizo algo que
puso a Gélida de mal humor durante días, pero desapareció antes de que ella
pudiera castigarlo.
—¿Y no ha vuelto por aquí?
—Si lo ha hecho es muy osado. Pero yo, por lo menos,
no lo he visto.
Bipa cerró los ojos un momento, espantosamente abatida.
Si Aer no había llegado al palacio de Gélida lo más probable era que hubiese
muerto de hambre o de frío por el camino. Bipa se había entretenido demasiado;
había tardado bastante en salir a buscarlo, se había detenido mucho tiempo en
la cordillera y, además, varias tormentas de nieve habían entorpecido sus
pasos. Era imposible que hubiese adelantado a Aer. Él tendría que haber alcanzado
el palacio de Gélida mucho antes que ella.
—Deberías preguntar en la cocina —sugirió entonces
el joven, tal vez apiadado por la expresión de desaliento dibujada en el rostro
de Bipa—. Nivea sabe siempre quién entra y quién sale. Tal vez ella pueda
decirte más.
—Gracias —respondió Bipa de corazón, y salió disparada
por el pasillo, con tan mala fortuna que resbaló sobre el hielo y cayó
aparatosamente al suelo.
El muchacho no la ayudó a levantarse, pero ella no
se lo reprochó. Era mejor que aquel contacto se prolongara lo menos posible. Si
Gélida la sorprendía preguntando por Aer, haría lo posible por apartarla de
cualquier fuente de información en potencia.
No tardó en llegar a la cocina, donde los criados de
hielo recogían los restos de la exigua cena. Entre ellos había una mujer que
los dirigía con órdenes rápidas y contundentes. A Bipa se le cayó el alma a los
pies. Era la misma mujer que le había conducido a su habitación y a la que
había propinado una bofetada. Si ella era la persona a la que debía preguntar, ya
podía ir despidiéndose de las respuestas que buscaba. De todos modos tenía que
intentarlo.
—Hola, ¿eres Nivea? —saludó.
Ella la miró y, al reconocerla, dejó escapar un chillido
horrorizado.
—Siento lo de antes —dijo Bipa, deprisa—. Pero has
de reconocer que te merecías esa bofetada. Tú me pegaste a mí primero.
—¡Fuera de aquí! —gritó ella, mirándola como si
fuera un horrible engendro escapado de sus peores pesadillas—. ¡Vete! ¡Vete!
—Me iré si me respondes a unas preguntas —prometió
la muchacha—. Estoy buscando a un chico de mi edad, un opaco, que llegó aquí
hace tiempo.
—¡Vete! —seguía gritando Nivea—. ¡Echadla de aquí!
—aulló.
Y los criados de hielo se volvieron hacia ella,
todos a una, como si hubieran reparado en su presencia de pronto. Bipa entendió
que no tenía mucho tiempo.
—¡Por favor! —insistió—. ¡Vengo de muy lejos sólo
para encontrarlo! —y una parte de su mente se preguntó si todo aquello no sería
un sueño, porque lo cierto era que la sensata Bipa jamás habría cometido una
locura semejante, y mucho menos por el irresponsable Aer; pero su corazón
habló por ella y le hizo reiterar su súplica—. Vengo de muy lejos... sólo para
encontrarlo —añadió en voz más baja—. Para encontrarlo y llevarlo de vuelta a
casa.
Algo en su mirada, o tal vez en su voz, conmovió a
Nivea.
—No tendría que decirte esto —confesó, con voz
temblorosa—. Pero ese chico que dices estuvo aquí hará unos quince días. Llegó
por la noche y vino directamente a la cocina. Le di un plato de sopa y le
ofrecí una habitación, pero no quiso aceptarla. Se quedó en ese rincón, con
la mirada perdida, envuelto en ese horrible y peludo abrigo que traía. Fui a
avisar a Gélida de su llegada, pero cuando volvimos, ya se había marchado. No
lo hemos vuelto a ver.
El corazón de Bipa latió más deprisa. «Hace quince
días, Aer estaba vivo», pensó. Casi pudo verlo allí, en el rincón que Nivea le
había señalado, con el tazón de sopa fría entre las manos y los ojos repletos
de deseos absurdos e irrealizables, tan reales para él que le impedían percibir
con claridad lo que había a su alrededor.
«He tachado de locos a los que viven en esta casa
—se dijo Bipa de pronto—. Pero yo lo he dejado todo atrás para tratar de
recuperar al loco más loco que he conocido jamás. ¿Quién es el más loco de todos?»
Alzó la mirada hacia Nivea, que seguía
contemplándola, paralizada, temblando de terror.
—Muchas gracias —dijo—. No te molestaré más.
Salió de la cocina y regresó a su habitación para reflexionar.
Aer le llevaba quince días de ventaja. Eso era mucho tiempo, pero, por otro
lado, también suponía una buena noticia.
¿Lo era? Bipa se dijo a sí misma, desalentada, que,
si le hubiesen confirmado que nadie había vuelto a ver a Aer en el hogar de
Gélida, probablemente ella lo habría dado por muerto y habría vuelto atrás, a
casa, con los suyos. Pero ahora que sabía que seguía vivo o, al menos,
que lo estaba todavía quince días atrás, se sentía obligada a seguir adelante. Aunque, en realidad, Aer se había marchado por voluntad
propia, y con toda seguridad ella hacía el ridículo yendo tras él. Tomó el
Ópalo entre sus manos, buscando respuestas. Lo sintió latir sobre su piel, como
un pequeño corazón, y pensó que Maga le había entregado algo tan valioso
porque era importante que trajese a Aer de vuelta. «Sin el Ópalo, no habría
llegado tan lejos», pensó. Señal de que contaba con el beneplácito de Maga y la
protección de la Diosa.
Decidió que reemprendería su camino al día
siguiente, al amanecer. Se echó sobre la cama y trató de dormir pero, a pesar
de lo cansada que estaba, no lo consiguió. El lecho era duro y frío y, por otra
parte, Bipa tenía tanta hambre que el ruido de sus tripas la desvelaba. Y fue
una suerte, porque estaba despierta cuando los criados de hielo entraron en su
habitación, abriendo la puerta con
violencia, para arrebatarle el Ópalo.
Bipa los oyó deslizarse por el pasillo. Sus pies
chirriaban sobre la superficie helada, y ella se incorporó, sobresaltada.
Para cuando la puerta se abrió, la muchacha ya había recogido su mochila y
estaba de pie junto a la ventana, alerta.
—¿Qué queréis? —les gritó.
Las criaturas no respondieron, pero avanzaron abriéndose
en abanico para rodearla. Una de ellas alargó los brazos hacia Bipa, y sus
dedos ganchudos trataron de atrapar el Ópalo que colgaba de su cuello.
—Déjame, ¡es mío!
—Creí que habías dicho que no era tuyo, querida —dijo
la voz de Gélida desde la puerta.
Bipa retrocedió un poco más, mientras los seres de
hielo estrechaban el círculo.
—¡Teníamos un trato! —protestó.
Gélida se rió.
—Yo ya he cumplido mi parte. Sé que Nivea te ha contado
todo lo que querías saber, así que entrégame el Ópalo ahora mismo.
—En todo caso tendría que dárselo a ella, y no a ti.
Pero con ella no hice ningún trato... ¡Déjame! —gritó de nuevo, retrocediendo
ante otra mano de hielo que trataba de capturarla.
—¿No te gustan mis golems de hielo? —sonrió Gélida—.
Son mi creación más perfecta. Claro que con tu Ópalo podré hacer criaturas aún
más puras. Pero tú no sabes de qué hablo, ¿verdad? Después de todo, no eres más que una opaca.
Bipa chilló cuando unas garras heladas la aferraron
desde atrás. Pataleó con todas sus fuerzas para liberarse. La criatura a la que
Gélida había llamado «gólem de hielo» no esperaba una reacción tan enérgica por
su parte, por lo visto, puesto que aflojó su presa por un instante. Bipa se
volvió y lo empujó con todas sus fuerzas sobre los otros.
Las criaturas de hielo cayeron unas encima de otras.
Bipa oyó un crujido desagradable, pero no prestó atención. Haciendo acopio de
energía, lanzó su mochila contra la ventana. El cristal, grueso y translúcido,
se rompió con estrépito. Bipa se disponía a saltar por la ventana, siguiendo
el camino de su mochila, pero una mano fría la retuvo por la muñeca.
—¿Adonde crees que vas? —siseó Gélida.
—A donde me da la gana —replicó Bipa.
Ambas forcejearon un instante, pero Bipa era más
fuerte. La empujó contra la pared y huyó por el hueco abierto en el cristal. Se
hirió en una pierna al traspasarlo, pero no se detuvo.
Ya en el exterior, rodó por la nieve y
se puso en pie con esfuerzo. Cojeando, recuperó su mochila y escapó en la
oscuridad, dejando un reguero de sangre tras de sí. Estaba demasiado aturdida
como para saber dónde se encontraba o hacia dónde iba, pero no tardó en descubrir
que se movía en un enorme círculo, rodeando la casa, porque topó con la arcada
de témpanos de hielo que conducía a la entrada. Agotada y dolorida, cayó de rodillas
sobre la nieve, incapaz de levantarse. Antes de que se le nublaran los ojos,
sin embargo, vio que los dos colosos de hielo que guardaban la puerta avanzaban
hacia ella. Y en esta ocasión ya no parecían las criaturas indiferentes que
había confundido con estatuas, sino gigantes gélidos que enarbolaban enormes
lanzas y que acudían a ella con claras intenciones homicidas. Sus pasos hacían
crujir la nieve de manera siniestra y sus grandes corpachones bloqueaban todo
su campo de visión. Bipa sabía que en dos zancadas llegarían hasta ella, y
entonces todo habría terminado...
Pero algo la levantó en vilo, algo tan frío y húmedo
que le hizo lanzar una exclamación angustiada. Se vio volando por los aires y,
antes de que pudiera tomar aliento, la soltaron sobre lo que parecía un enorme
montón de nieve. Bipa boqueó, tratando de escupir la nieve que había tragado
sin querer, pero no tuvo tiempo de acostumbrarse a su nueva situación porque
aquella mole empezó a moverse, alejándose de los golems de hielo, a grandes
zancadas... y llevándosela con él.
Bipa tardó un poco en comprender lo que estaba sucediendo,
pero, cuando lo hizo, una cálida emoción la inundó por dentro. Claro, ella
tenía su propio gólem... Un gólem de nieve, la criatura que la había seguido
lealmente desde las montañas y que ahora le había salvado la vida, la Diosa
sabría por qué...
Aún aturdida, dejó caer la cabeza sobre la espalda
del coloso, que la cargaba sobre sus hombros mientras corría a buen ritmo por
la estepa nevada. Oía tras ella el crujido de los golems de hielo que los
seguían, y por el sonido dedujo que ya no eran dos, ni una docena, sino muchos
más, tal vez un centenar. Pero estaba tan cansada que no fue capaz de mantener
los ojos abiertos. De modo que cayó dormida, mecida por el balanceo del
gigante, y soñó con criaturas de hielo y con seres blancos y delgados, con cenas
inexistentes y con pequeñas maravillas de cristal; soñó con Gélida y con Nivea;
y también soñó con Aer.
Entretanto, el gólem de nieve corría con su preciada
carga, mientras, a sus espaldas, todo el ejército de golems de hielo de Gélida
los perseguía sin tregua.
Clareaba ya cuando la criatura la dejó caer al
abrigo de una enorme roca. Bipa volvió en sí lentamente, y lo primero que vio
fue el rostro del gigante de nieve inclinado sobre ella. Se asustó en primera
instancia, pero se relajó enseguida.
—¿Dónde estamos? —preguntó, aun sabiendo que no obtendría
respuesta.
Trató de levantarse y, al sentir una punzada de
dolor en la pierna, recordó que estaba herida. Se subió la pernera del pantalón
hasta localizar la lesión. Se la limpió con nieve y, acto seguido, miró a su
alrededor en busca de su mochila. No andaba muy lejos. Se estiró para
alcanzarla y rebuscó en su interior hasta encontrar una bolsa que contenía un
polvo hecho con un tipo de raíz reseca, y que Maga le había dado antes de
partir. Lo mezcló en un bol con nieve hasta conseguir una pasta de color
marrón, y se la aplicó sobre la herida.
—Debería ser una cataplasma caliente— le explicó al
gólem—, pero, tal y como están las cosas, no se puede pedir más.
Se vendó la pierna con fuerza y, cuando
terminó, alzó la cabeza para mirar al coloso de nieve.
No le estaba prestando atención. Había trepado a lo
alto de un montículo y escudriñaba el horizonte con sus ojos huecos. Por un
momento, a Bipa le pareció un ser tan frágil y amorfo que volvió a creer que su
improbable existencia sólo podría deberse a un desvarío de su mente. Pero el
gólem volvió la cabeza hacia ella, en un movimiento tan natural, tan real, que
la muchacha reconoció que ni en sus sueños más locos habría sido capaz de
imaginar algo así.
—Por el amor de la Diosa, mírate —le reprochó—. Sólo
eres una bola de nieve gigante con cabeza, piernas y brazos. Tendrías que ser
incapaz de moverte. Deberías caerte en pedazos al primer golpe. Y tampoco
deberías estar mirándome. ¡Si ni siquiera tienes ojos!
El gólem de nieve no pareció ofendido ante sus observaciones.
Se giró de nuevo hacia el horizonte, dándole la espalda, y Bipa entendió que
quería mostrarle algo. Con un suspiro resignado, avanzó cojeando hasta llegar a
su altura y se asomó por encima de la loma. Lo que vio la dejó muda de horror.
Los perseguía un ejército de cientos de golems de
hielo. Y al frente de todos ellos, montada sobre otro gigantesco gólem en forma
de lagarto, estaba Gélida.
Bipa se dio la vuelta, angustiada. Ante ellos se
abría una larga garganta encajonada entre dos montañas interminables. Nunca
llegarían al otro lado. No había ningún lugar donde esconderse. En cuanto
salieran del abrigo de la roca, sus perseguidores los verían. Y si se quedaban
allí, los encontrarían de todos modos.
La muchacha cerró los ojos y sacudió la cabeza, tal
vez para aclarar sus ideas, tal vez para despertar de aquella horrible
pesadilla. Pero cuando los abrió de nuevo, todo seguía igual. Desalentada, tomó
el Ópalo entre las manos. «¿Cómo es posible que algo tan pequeño tenga tanta importancia?»,
se preguntó. Ciertamente, la tenía para Maga y el resto de habitantes de las
Cuevas. El Ópalo era el símbolo del poder de la chamana, del poder de la
Diosa, y ayudaba a Maga a curar a la gente. Pero Gélida ya tenía uno. ¿Por qué
enviar tras ella a todo un ejército de seres de hielo para arrebatarle el suyo?
—¿Y si se lo doy? —reflexionó en voz alta—. Sería terrible
perderlo, pero supongo que Maga entenderá que no tengo otra opción. Tal y como
están las cosas, si no se lo entrego, igualmente lo arrebatarán de mi cadáver,
así que...
No tuvo tiempo de terminar. De pronto, el gólem se
abalanzó sobre ella, sepultándola bajo una montaña de nieve.
Bipa trató de liberarse, pero la
criatura era grande y consistente, y la joven no consiguió salir a la superficie.
Gritó y protestó, mientras el frío iba calando en todos sus huesos; cuando oyó,
sin embargo, la voz de Gélida repartiendo órdenes entre sus tropas, mucho más
cerca de lo que habría deseado, se quedó inmóvil por fin, atenta, tiritando. El
cuerpo del gólem de nieve, comprendió entonces, la protegía y la ocultaba de
miradas hostiles. Si la criatura se quedaba quieta, completamente quieta, como
ahora, podía confundirse con el paisaje. Bipa aguardó, con el corazón
latiéndole tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho. Bajo su
camisa, su otro corazón, el Ópalo de Maga, parecía latir también.
El ejército de Gélida desfiló junto a ellos. Bipa
pudo oír claramente el crujido de sus miembros de hielo, sus pasos rechinando
sobre la estepa nevada, todos al mismo compás.
Tardaron una eternidad en pasar. Y sólo cuando ya no se les oía, cuando su
marcha no resultaba más que un leve murmullo ahogado por el gemido del
viento..., sólo entonces se levantó el gólem de nieve, liberando a Bipa de su
incómoda prisión.
Para entonces ella ya estaba lívida de frío. Lo
miró, aturdida, sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. Tenía los
labios amoratados y sus dientes castañeteaban tan fuerte que temió morderse la
lengua. Trató de levantarse, pero sus pies no le respondían. Cogió la mochila
con torpeza y lo intentó de nuevo, hasta que consiguió caminar unos pasos.
Después hizo los ejercicios que los adultos de las Cuevas recomendaban a sus
hijos en casos como aquél: movimientos de brazos y piernas, cuello y dedos.
Tras unos momentos de angustia, lentamente la circulación
llevó sangre cálida a todos los rincones de su cuerpo.
En todo aquel tiempo, el gólem permaneció en pie
junto a ella, impasible, y sólo reaccionó cuando Bipa dijo:
—Tenemos que irnos —y echó a andar,
cojeando, pero no a través de la garganta por donde habían ido Gélida y los
suyos, sino a lo largo de la cadena de montañas, buscando alguna otra abertura.
El gólem la siguió.
A pesar del frío, el hambre, el cansancio y el
dolor, Bipa caminó durante todo el día. Al caer la noche encontró un refugio en
una cueva oculta tras unas rocas, lo bastante apartada como para sentirse
segura, y allí encendió un fuego.
Cuando la llama calentó su cuerpo y devolvió la esperanza
a su corazón, Bipa sonrió. Luego echó un vistazo al gólem, que la aguardaba
fuera.
—Me has salvado la vida —le dijo—, y todavía no sé
por qué. Creo que lo menos que puedo hacer a cambio es darte un nombre.
El gólem no reaccionó. Probablemente le daría lo
mismo que ella lo llamara de una manera o de otra, pero Bipa necesitaba
nombrarlo, necesitaba darle una identidad para dejar de pensar en aquella
criatura como en un montón de nieve contrahecho. Tenía voluntad, y tenía cierta
inteligencia. Debía tener un nombre.
La joven reflexionó durante largo rato.
—Creo que te llamaré Nevado —dijo por fin, satisfecha.
Era consciente de sus propias limitaciones. Sabía
que nunca había tenido demasiada imaginación.
La Diosa le sonrió al día siguiente,
porque, tras media mañana de marcha, llegaron a un pequeño valle que partía las
montañas. Bipa intuía que Aer habría tomado el camino del desfiladero; era la
opción más rápida desde el palacio de Gélida. Pero lo importante era que iban
a cruzar las montañas de todos modos, y que Gélida no los había encontrado aún.
Bipa y Nevado exploraron el valle, en busca de
comida y refugio. Encontraron un pequeño embalse cuya superficie estaba
cubierta por una capa de hielo. Pero eso no fue obstáculo para la joven. Abrió
un boquete en su superficie —le sorprendió ver que el hielo no era tan grueso
como había supuesto—, sacó su sedal y algo de cebo de la mochila, y se dispuso
a pescar.
Al caer la tarde había atrapado dos peces
blanquecinos y resbaladizos, de aspecto muy poco apetitoso. A Bipa no le
importó. Tenía tanta hambre que, una vez que los hubo asado al fuego, se los
comió enteros, masticando incluso las espinas.
No le sentaron demasiado bien; pero la sensación de
tener el estómago lleno compensaba cualquier sufrimiento.
Al día siguiente prosiguieron la marcha. Bipa estaba
de mejor humor. Ya casi no cojeaba, había cenado la noche anterior y seguían
sin tener noticias de Gélida.
Sin embargo, su optimismo se esfumó cuando vio que
el valle se estrechaba. Se le cayó el alma a los pies. Si no tenía salida, si
no podían cruzar al otro lado por allí, se verían obligados a volver sobre sus
pasos, hasta el desfiladero donde habían burlado a Gélida, con el consiguiente
riesgo de toparse con ella otra vez.
Pero Bipa, obstinada, continuó la marcha hasta que las montañas
se cerraron del todo.
Por fortuna, había una manera de seguir adelante. La
vio desde lejos, pero necesitaba asegurarse, de modo que se aproximó mucho más,
con precaución.
Era una puerta.
Conducía a un largo túnel que se hundía en las entrañas
de la roca y se perdía en la tiniebla. La puerta era gigantesca, imponente, y se componía
únicamente de lo que parecían dos enormes carámbanos de hielo entrecruzados,
formando el vértice de un ángulo que apuntaba al cielo. Cuando Bipa se acercó a
examinarlos descubrió, sin embargo, que estaba equivocada con respecto a su
composición. Eran blanquecinos, sí, y translúcidos, pero no eran carámbanos de
hielo, sino enormes prismas de un material que Bipa reconoció enseguida. Para
asegurarse, extrajo de debajo de su camisa uno de sus colgantes; no el Ópalo
de Maga, sino el otro, el regalo de Aer.
—Cuarzo —murmuró.
Pero qué pedazos de cuarzo. Eran muchísimo más grandes,
puros y perfectos que el triste fragmento que ella portaba. Se entrecruzaban
sobre su cabeza, como inmensos obeliscos facetados, apoyados sobre el rostro de
la montaña, invitándola a pasar bajo el arco que formaban para adentrarse en
el túnel.
—Mañana —decidió ella.
Acamparon al pie de la puerta. A pesar de su descubrimiento,
Bipa no estaba demasiado impresionada. El cuarzo no se podía comer, y ella
tenía hambre otra vez.
No había demasiadas cosas vivas en aquel valle, aunque
parecía algo más cálido que los dominios de Gélida. Aquí y allá, la nieve se
retiraba, descubriendo debajo un suelo gris cubierto por un resbaladizo musgo
blancuzco. Bipa encontró además unas plantas bulbosas refugiadas en las
oquedades de la roca. Eran blancas, de un blanco sucio, desvaído, como si
hubiesen perdido el color. También entre las rocas correteaban unos bichitos
paliduchos y de muchas patas.
La muchacha no podía permitirse el lujo de ser selectiva.
Hizo una sopa con todo ello, y eso fue lo que desayunó. Después recogió sus cosas, sacó una tea de su
mochila y la prendió en la hoguera. Nevado retrocedió un paso.
—Puedes quedarte aquí, si quieres —le dijo Bipa—.
Aunque el túnel es lo bastante espacioso para ti, comprendo que no tengas
muchas ganas de entrar. Yo tampoco —le confió—, pero he de hacerlo. No es una
simple cueva, ¿sabes? Lleva a algún sitio. Nadie se molestaría en poner una
puerta tan grande en la boca de un túnel que no conduce a ninguna parte.
Dicho esto, respiró hondo, alzó la antorcha en alto
y pasó por debajo de los enormes prismas de cuarzo. Oyó un suave crujido tras
ella, y supo que Nevado la seguía, a una prudente distancia. Se adentró en el
túnel, con precaución.
La escena que encontró en el interior era aún más
asombrosa que la ciclópea puerta. La caverna entera albergaba un bosque de
cristales de cuarzo, enormes, simétricos, y todos ellos reverberaban con un
resplandor blanquecino cuando la luz de la antorcha los alcanzaba. Aún sin
salir de su asombro, Bipa se abrió paso entre aquellos colosos minerales,
trepando por unos y deslizándose por debajo de otros. Los prismas de cuarzo
ocupaban casi toda la sala, horizontales, verticales, inclinados,
entrecruzados, en racimos, colgando del techo... Bipa buscaba caminos entre
ellos y Nevado la seguía fielmente, y los rostros de ambos se veían apenas
reflejados en las facetas translúcidas del cuarzo, que parecía contemplarlos,
con cientos de ojos, desde su milenario refugio en el corazón de la roca.
La travesía fue larga y difícil, y en ocasiones
peligrosa. A menudo, Bipa tenía que caminar por encima de los cuarzos
resbaladizos, que tendían puentes traicioneros sobre el fondo irregular de la
cueva. Estuvo a punto de caer en alguna ocasión; y, de haberlo hecho, habría
aterrizado sobre un lecho de afiladas agujas.
Bipa se detuvo un momento, jadeante, a esperar a Nevado,
que se había quedado atrás. Deslizó un dedo por la superficie, pulida y
perfecta, de uno de los cristales de cuarzo. Había visto cosas parecidas en las
profundidades de los túneles de su hogar, pero nunca tan grandes, ni tan cerca
de la superficie. Aquellos prismas parecían la obra de algún arquitecto genial;
y, sin embargo, eran formaciones naturales, moldeadas por la mano de la Diosa.
«Pero alguien tuvo que colocar esos dos en la
entrada, a modo de puerta», se dijo Bipa.
Por fin, llegaron al otro lado, para alivio de la
joven. Detectó un rayo de luz y avanzó hacia él. Se deslizó por una de las
caras de un cristal de cuarzo para llegar hasta otra puerta, pero ésta no
estaba flanqueada por dos prismas cruzados, sino por dos golems de cuarzo, de
rasgos burdos, apenas esbozados. No se movieron cuando Bipa se acercó a ellos.
Ni siquiera la miraron ni reaccionaron de ninguna forma ante la presencia de
los intrusos. Parecían muertos, abandonados, como el gólem de nieve cuando Bipa
lo encontró. De todos modos, ella se abstuvo de tocarlos. Despacio, con precaución,
pasó entre ellos y cruzó la puerta de salida. Nevado la siguió.
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