sábado, 13 de julio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 7)

VII
Huida hacia el valle
De modo que, en lugar de regresar directamente a su habitación, Bipa se perdió por los largos corre­dores, deslizándose lentamente sobre el suelo he­lado. Trató de entablar conversación con las criaturas de hielo, pero pronto comprobó que eran tan mudas como el gigante de nieve que la había acompañado hasta allí.
Atisbo entonces a un joven, larguirucho y empolvado, como todos los demás, en un pasillo. Supuso que la ig­noraría, igual que el resto de los habitantes del lugar, pero se acercó de todas formas. Quizá lo hizo porque, en cierto modo, el chico le recordaba un poco a Aer.
—Hola —le saludó—. ¿Vives aquí? —era algo obvio, lo sabía, pero de alguna manera tenía que iniciar la con­versación.
—¿Qué quieres, opaca? —preguntó él, desconfiado.
—Estoy buscando a alguien —le confió Bipa—. Un opaco como yo. Bueno... —puntualizó—, no exactamente como yo. Con el pelo más claro, y bastante más delgado que yo. Pero no tan delgado como tú —«Gracias a la Diosa», añadió para sí misma—. Es un chico más o me­nos de tu edad. Estuvo una vez aquí...
Dejó la frase sin terminar y aguardó, conteniendo el aliento. El joven inclinó la cabeza y reflexionó.
—Sí, me acuerdo de él. Hizo algo que puso a Gélida de mal humor durante días, pero desapareció antes de que ella pudiera castigarlo.
¿Y no ha vuelto por aquí?
—Si lo ha hecho es muy osado. Pero yo, por lo me­nos, no lo he visto.
Bipa cerró los ojos un momento, espantosamente aba­tida. Si Aer no había llegado al palacio de Gélida lo más probable era que hubiese muerto de hambre o de frío por el camino. Bipa se había entretenido demasiado; había tar­dado bastante en salir a buscarlo, se había detenido mu­cho tiempo en la cordillera y, además, varias tormentas de nieve habían entorpecido sus pasos. Era imposible que hu­biese adelantado a Aer. Él tendría que haber alcanzado el palacio de Gélida mucho antes que ella.
—Deberías preguntar en la cocina —sugirió entonces el joven, tal vez apiadado por la expresión de desaliento dibujada en el rostro de Bipa—. Nivea sabe siempre quién entra y quién sale. Tal vez ella pueda decirte más.
—Gracias —respondió Bipa de corazón, y salió dis­parada por el pasillo, con tan mala fortuna que resbaló so­bre el hielo y cayó aparatosamente al suelo.
El muchacho no la ayudó a levantarse, pero ella no se lo reprochó. Era mejor que aquel contacto se prolongara lo menos posible. Si Gélida la sorprendía preguntando por Aer, haría lo posible por apartarla de cualquier fuente de información en potencia.
No tardó en llegar a la cocina, donde los criados de hielo recogían los restos de la exigua cena. Entre ellos ha­bía una mujer que los dirigía con órdenes rápidas y contundentes. A Bipa se le cayó el alma a los pies. Era la misma mujer que le había conducido a su habitación y a la que había propinado una bofetada. Si ella era la persona a la que debía preguntar, ya podía ir despidiéndose de las respuestas que buscaba. De todos modos tenía que intentarlo.
—Hola, ¿eres Nivea? —saludó.
Ella la miró y, al reconocerla, dejó escapar un chi­llido horrorizado.
—Siento lo de antes —dijo Bipa, deprisa—. Pero has de reconocer que te merecías esa bofetada. Tú me pegaste a mí primero.
—¡Fuera de aquí! —gritó ella, mirándola como si fuera un horrible engendro escapado de sus peores pesadillas—. ¡Vete! ¡Vete!
—Me iré si me respondes a unas preguntas —prome­tió la muchacha—. Estoy buscando a un chico de mi edad, un opaco, que llegó aquí hace tiempo.
—¡Vete! —seguía gritando Nivea—. ¡Echadla de aquí! —aulló.
Y los criados de hielo se volvieron hacia ella, todos a una, como si hubieran reparado en su presencia de pronto. Bipa entendió que no tenía mucho tiempo.
—¡Por favor! —insistió—. ¡Vengo de muy lejos sólo para encontrarlo! —y una parte de su mente se preguntó si todo aquello no sería un sueño, porque lo cierto era que la sensata Bipa jamás habría cometido una locura seme­jante, y mucho menos por el irresponsable Aer; pero su corazón habló por ella y le hizo reiterar su súplica—. Vengo de muy lejos... sólo para encontrarlo —añadió en voz más baja—. Para encontrarlo y llevarlo de vuelta a casa.
Algo en su mirada, o tal vez en su voz, conmovió a Nivea.
—No tendría que decirte esto —confesó, con voz temblorosa—. Pero ese chico que dices estuvo aquí hará unos quince días. Llegó por la noche y vino directamente a la cocina. Le di un plato de sopa y le ofrecí una habi­tación, pero no quiso aceptarla. Se quedó en ese rin­cón, con la mirada perdida, envuelto en ese horrible y peludo abrigo que traía. Fui a avisar a Gélida de su llega­da, pero cuando volvimos, ya se había marchado. No lo hemos vuelto a ver.
El corazón de Bipa latió más deprisa. «Hace quince días, Aer estaba vivo», pensó. Casi pudo verlo allí, en el rin­cón que Nivea le había señalado, con el tazón de sopa fría entre las manos y los ojos repletos de deseos absurdos e irrealizables, tan reales para él que le impedían percibir con claridad lo que había a su alrededor.
«He tachado de locos a los que viven en esta casa —se dijo Bipa de pronto—. Pero yo lo he dejado todo atrás para tratar de recuperar al loco más loco que he conocido jamás. ¿Quién es el más loco de todos?»
Alzó la mirada hacia Nivea, que seguía contemplán­dola, paralizada, temblando de terror.
—Muchas gracias —dijo—. No te molestaré más.
Salió de la cocina y regresó a su habitación para re­flexionar. Aer le llevaba quince días de ventaja. Eso era mu­cho tiempo, pero, por otro lado, también suponía una buena noticia.
¿Lo era? Bipa se dijo a sí misma, desalentada, que, si le hubiesen confirmado que nadie había vuelto a ver a Aer en el hogar de Gélida, probablemente ella lo habría dado por muerto y habría vuelto atrás, a casa, con los suyos. Pero ahora que sabía que seguía vivo o, al menos, que lo estaba todavía quince días atrás, se sentía obligada a se­guir adelante. Aunque, en realidad, Aer se había marchado por vo­luntad propia, y con toda seguridad ella hacía el ridículo yendo tras él. Tomó el Ópalo entre sus manos, buscando respuestas. Lo sintió latir sobre su piel, como un pequeño corazón, y pensó que Maga le había entregado algo tan va­lioso porque era importante que trajese a Aer de vuelta. «Sin el Ópalo, no habría llegado tan lejos», pensó. Señal de que contaba con el beneplácito de Maga y la protección de la Diosa.
Decidió que reemprendería su camino al día siguiente, al amanecer. Se echó sobre la cama y trató de dormir pero, a pesar de lo cansada que estaba, no lo consiguió. El lecho era duro y frío y, por otra parte, Bipa tenía tanta hambre que el ruido de sus tripas la desvelaba. Y fue una suerte, porque estaba despierta cuando los criados de hielo entraron en su habitación, abriendo la puerta con violencia, para arrebatarle el Ópalo.
Bipa los oyó deslizarse por el pasillo. Sus pies chirria­ban sobre la superficie helada, y ella se incorporó, sobre­saltada. Para cuando la puerta se abrió, la muchacha ya ha­bía recogido su mochila y estaba de pie junto a la ventana, alerta.
—¿Qué queréis? —les gritó.
Las criaturas no respondieron, pero avanzaron abrién­dose en abanico para rodearla. Una de ellas alargó los bra­zos hacia Bipa, y sus dedos ganchudos trataron de atrapar el Ópalo que colgaba de su cuello.
—Déjame, ¡es mío!
—Creí que habías dicho que no era tuyo, querida —di­jo la voz de Gélida desde la puerta.
Bipa retrocedió un poco más, mientras los seres de hielo estrechaban el círculo.
—¡Teníamos un trato! —protestó.
Gélida se rió.
—Yo ya he cumplido mi parte. Sé que Nivea te ha con­tado todo lo que querías saber, así que entrégame el Ópalo ahora mismo.
—En todo caso tendría que dárselo a ella, y no a ti. Pero con ella no hice ningún trato... ¡Déjame! —gritó de nuevo, retrocediendo ante otra mano de hielo que trataba de capturarla.
—¿No te gustan mis golems de hielo? —sonrió Géli­da—. Son mi creación más perfecta. Claro que con tu Ópalo podré hacer criaturas aún más puras. Pero tú no sabes de qué hablo, ¿verdad? Después de todo, no eres más que una opaca.
Bipa chilló cuando unas garras heladas la aferraron desde atrás. Pataleó con todas sus fuerzas para liberarse. La criatura a la que Gélida había llamado «gólem de hielo» no esperaba una reacción tan enérgica por su parte, por lo visto, puesto que aflojó su presa por un instante. Bipa se volvió y lo empujó con todas sus fuerzas sobre los otros.
Las criaturas de hielo cayeron unas encima de otras. Bipa oyó un crujido desagradable, pero no prestó aten­ción. Haciendo acopio de energía, lanzó su mochila con­tra la ventana. El cristal, grueso y translúcido, se rompió con estrépito. Bipa se disponía a saltar por la ventana, si­guiendo el camino de su mochila, pero una mano fría la retuvo por la muñeca.
—¿Adonde crees que vas? —siseó Gélida.
—A donde me da la gana —replicó Bipa.
Ambas forcejearon un instante, pero Bipa era más fuerte. La empujó contra la pared y huyó por el hueco abierto en el cristal. Se hirió en una pierna al traspasarlo, pero no se detuvo.
Ya en el exterior, rodó por la nieve y se puso en pie con esfuerzo. Cojeando, recuperó su mochila y escapó en la oscuridad, dejando un reguero de sangre tras de sí. Estaba demasiado aturdida como para saber dónde se encontraba o hacia dónde iba, pero no tardó en descu­brir que se movía en un enorme círculo, rodeando la casa, porque topó con la arcada de témpanos de hielo que conducía a la entrada. Agotada y dolorida, cayó de rodillas sobre la nieve, incapaz de levantarse. Antes de que se le nublaran los ojos, sin embargo, vio que los dos colosos de hielo que guardaban la puerta avanzaban ha­cia ella. Y en esta ocasión ya no parecían las criaturas in­diferentes que había confundido con estatuas, sino gigan­tes gélidos que enarbolaban enormes lanzas y que acudían a ella con claras intenciones homicidas. Sus pasos hacían crujir la nieve de manera siniestra y sus grandes corpa­chones bloqueaban todo su campo de visión. Bipa sabía que en dos zancadas llegarían hasta ella, y entonces todo habría terminado...
Pero algo la levantó en vilo, algo tan frío y húmedo que le hizo lanzar una exclamación angustiada. Se vio vo­lando por los aires y, antes de que pudiera tomar aliento, la soltaron sobre lo que parecía un enorme montón de nieve. Bipa boqueó, tratando de escupir la nieve que ha­bía tragado sin querer, pero no tuvo tiempo de acostum­brarse a su nueva situación porque aquella mole empezó a moverse, alejándose de los golems de hielo, a grandes zancadas... y llevándosela con él.
Bipa tardó un poco en comprender lo que estaba su­cediendo, pero, cuando lo hizo, una cálida emoción la inundó por dentro. Claro, ella tenía su propio gólem... Un gólem de nieve, la criatura que la había seguido lealmente desde las montañas y que ahora le había salvado la vida, la Diosa sabría por qué...
Aún aturdida, dejó caer la cabeza sobre la espalda del coloso, que la cargaba sobre sus hombros mientras corría a buen ritmo por la estepa nevada. Oía tras ella el crujido de los golems de hielo que los seguían, y por el sonido dedujo que ya no eran dos, ni una docena, sino muchos más, tal vez un centenar. Pero estaba tan cansada que no fue capaz de mantener los ojos abiertos. De modo que cayó dormida, mecida por el balanceo del gigante, y soñó con criaturas de hielo y con seres blancos y delgados, con ce­nas inexistentes y con pequeñas maravillas de cristal; soñó con Gélida y con Nivea; y también soñó con Aer.
Entretanto, el gólem de nieve corría con su preciada carga, mientras, a sus espaldas, todo el ejército de golems de hielo de Gélida los perseguía sin tregua.
Clareaba ya cuando la criatura la dejó caer al abrigo de una enorme roca. Bipa volvió en sí lentamente, y lo pri­mero que vio fue el rostro del gigante de nieve inclinado sobre ella. Se asustó en primera instancia, pero se relajó enseguida.
—¿Dónde estamos? —preguntó, aun sabiendo que no obtendría respuesta.
Trató de levantarse y, al sentir una punzada de dolor en la pierna, recordó que estaba herida. Se subió la pernera del pantalón hasta localizar la lesión. Se la limpió con nieve y, acto seguido, miró a su alrededor en busca de su mo­chila. No andaba muy lejos. Se estiró para alcanzarla y re­buscó en su interior hasta encontrar una bolsa que con­tenía un polvo hecho con un tipo de raíz reseca, y que Maga le había dado antes de partir. Lo mezcló en un bol con nieve hasta conseguir una pasta de color marrón, y se la aplicó sobre la herida.
—Debería ser una cataplasma caliente— le explicó al gólem—, pero, tal y como están las cosas, no se puede pedir más.
Se vendó la pierna con fuerza y, cuando terminó, alzó la cabeza para mirar al coloso de nieve.
No le estaba prestando atención. Había trepado a lo alto de un montículo y escudriñaba el horizonte con sus ojos huecos. Por un momento, a Bipa le pareció un ser tan frágil y amorfo que volvió a creer que su improbable exis­tencia sólo podría deberse a un desvarío de su mente. Pero el gólem volvió la cabeza hacia ella, en un movimiento tan natural, tan real, que la muchacha reconoció que ni en sus sueños más locos habría sido capaz de imaginar algo así.
—Por el amor de la Diosa, mírate —le reprochó—. Sólo eres una bola de nieve gigante con cabeza, piernas y brazos. Tendrías que ser incapaz de moverte. Deberías caer­te en pedazos al primer golpe. Y tampoco deberías estar mirándome. ¡Si ni siquiera tienes ojos!
El gólem de nieve no pareció ofendido ante sus obser­vaciones. Se giró de nuevo hacia el horizonte, dándole la espalda, y Bipa entendió que quería mostrarle algo. Con un suspiro resignado, avanzó cojeando hasta llegar a su al­tura y se asomó por encima de la loma. Lo que vio la dejó muda de horror.
Los perseguía un ejército de cientos de golems de hielo. Y al frente de todos ellos, montada sobre otro gigantesco gólem en forma de lagarto, estaba Gélida.
Bipa se dio la vuelta, angustiada. Ante ellos se abría una larga garganta encajonada entre dos montañas interminables. Nunca llegarían al otro lado. No había ningún lugar donde esconderse. En cuanto salieran del abrigo de la roca, sus perseguidores los verían. Y si se quedaban allí, los encontrarían de todos modos.
La muchacha cerró los ojos y sacudió la cabeza, tal vez para aclarar sus ideas, tal vez para despertar de aquella ho­rrible pesadilla. Pero cuando los abrió de nuevo, todo seguía igual. Desalentada, tomó el Ópalo entre las manos. «¿Cómo es posible que algo tan pequeño tenga tanta im­portancia?», se preguntó. Ciertamente, la tenía para Maga y el resto de habitantes de las Cuevas. El Ópalo era el sím­bolo del poder de la chamana, del poder de la Diosa, y ayu­daba a Maga a curar a la gente. Pero Gélida ya tenía uno. ¿Por qué enviar tras ella a todo un ejército de seres de hielo para arrebatarle el suyo?
—¿Y si se lo doy? —reflexionó en voz alta—. Sería te­rrible perderlo, pero supongo que Maga entenderá que no tengo otra opción. Tal y como están las cosas, si no se lo entrego, igualmente lo arrebatarán de mi cadáver, así que...
No tuvo tiempo de terminar. De pronto, el gólem se abalanzó sobre ella, sepultándola bajo una montaña de nieve.
Bipa trató de liberarse, pero la criatura era grande y consistente, y la joven no consiguió salir a la superficie. Gritó y protestó, mientras el frío iba calando en todos sus huesos; cuando oyó, sin embargo, la voz de Gélida re­partiendo órdenes entre sus tropas, mucho más cerca de lo que habría deseado, se quedó inmóvil por fin, atenta, tiritando. El cuerpo del gólem de nieve, comprendió entonces, la protegía y la ocultaba de miradas hostiles. Si la criatura se quedaba quieta, completamente quieta, como ahora, podía confundirse con el paisaje. Bipa aguardó, con el corazón latiéndole tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho. Bajo su camisa, su otro corazón, el Ópalo de Maga, parecía latir también.
El ejército de Gélida desfiló junto a ellos. Bipa pudo oír claramente el crujido de sus miembros de hielo, sus pasos rechinando sobre la estepa nevada, todos al mismo compás.
Tardaron una eternidad en pasar. Y sólo cuando ya no se les oía, cuando su marcha no resultaba más que un leve murmullo ahogado por el ge­mido del viento..., sólo entonces se levantó el gólem de nieve, liberando a Bipa de su incómoda prisión.
Para entonces ella ya estaba lívida de frío. Lo miró, aturdida, sin terminar de entender lo que estaba suce­diendo. Tenía los labios amoratados y sus dientes casta­ñeteaban tan fuerte que temió morderse la lengua. Trató de levantarse, pero sus pies no le respondían. Cogió la mochila con torpeza y lo intentó de nuevo, hasta que consiguió caminar unos pasos. Después hizo los ejerci­cios que los adultos de las Cuevas recomendaban a sus hijos en casos como aquél: movimientos de brazos y pier­nas, cuello y dedos.
Tras unos momentos de angustia, lentamente la cir­culación llevó sangre cálida a todos los rincones de su cuerpo.
En todo aquel tiempo, el gólem permaneció en pie junto a ella, impasible, y sólo reaccionó cuando Bipa dijo:
—Tenemos que irnos —y echó a andar, cojeando, pero no a través de la garganta por donde habían ido Gélida y los suyos, sino a lo largo de la cadena de montañas, buscando alguna otra abertura.
El gólem la siguió.
A pesar del frío, el hambre, el cansancio y el dolor, Bipa caminó durante todo el día. Al caer la noche encontró un refugio en una cueva oculta tras unas rocas, lo bastante apar­tada como para sentirse segura, y allí encendió un fuego.
Cuando la llama calentó su cuerpo y devolvió la espe­ranza a su corazón, Bipa sonrió. Luego echó un vistazo al gólem, que la aguardaba fuera.
—Me has salvado la vida —le dijo—, y todavía no sé por qué. Creo que lo menos que puedo hacer a cambio es darte un nombre.
El gólem no reaccionó. Probablemente le daría lo mismo que ella lo llamara de una manera o de otra, pero Bipa necesitaba nombrarlo, necesitaba darle una identi­dad para dejar de pensar en aquella criatura como en un montón de nieve contrahecho. Tenía voluntad, y tenía cierta inteligencia. Debía tener un nombre.
La joven reflexionó durante largo rato.
—Creo que te llamaré Nevado —dijo por fin, satis­fecha.
Era consciente de sus propias limitaciones. Sabía que nunca había tenido demasiada imaginación.
La Diosa le sonrió al día siguiente, porque, tras media mañana de marcha, llegaron a un pequeño valle que partía las montañas. Bipa intuía que Aer habría tomado el ca­mino del desfiladero; era la opción más rápida desde el pa­lacio de Gélida. Pero lo importante era que iban a cruzar las montañas de todos modos, y que Gélida no los había encontrado aún.
Bipa y Nevado exploraron el valle, en busca de comida y refugio. Encontraron un pequeño embalse cuya superfi­cie estaba cubierta por una capa de hielo. Pero eso no fue obstáculo para la joven. Abrió un boquete en su superfi­cie —le sorprendió ver que el hielo no era tan grueso como había supuesto—, sacó su sedal y algo de cebo de la mochila, y se dispuso a pescar.
Al caer la tarde había atrapado dos peces blanquecinos y resbaladizos, de aspecto muy poco apetitoso. A Bipa no le importó. Tenía tanta hambre que, una vez que los hubo asado al fuego, se los comió enteros, masticando in­cluso las espinas.
No le sentaron demasiado bien; pero la sensación de tener el estómago lleno compensaba cualquier sufri­miento.
Al día siguiente prosiguieron la marcha. Bipa estaba de mejor humor. Ya casi no cojeaba, había cenado la no­che anterior y seguían sin tener noticias de Gélida.
Sin embargo, su optimismo se esfumó cuando vio que el valle se estrechaba. Se le cayó el alma a los pies. Si no te­nía salida, si no podían cruzar al otro lado por allí, se ve­rían obligados a volver sobre sus pasos, hasta el desfiladero donde habían burlado a Gélida, con el consiguiente riesgo de toparse con ella otra vez.
Pero Bipa, obstinada, continuó la marcha hasta que las montañas se cerraron del todo.
Por fortuna, había una manera de seguir adelante. La vio desde lejos, pero necesitaba asegurarse, de modo que se aproximó mucho más, con precaución.
Era una puerta.
Conducía a un largo túnel que se hundía en las entra­ñas de la roca y se perdía en la tiniebla. La puerta era gigantesca, imponente, y se componía únicamente de lo que parecían dos enormes carámbanos de hielo entrecruzados, formando el vértice de un ángulo que apuntaba al cielo. Cuando Bipa se acercó a examinar­los descubrió, sin embargo, que estaba equivocada con res­pecto a su composición. Eran blanquecinos, sí, y translúcidos, pero no eran carámbanos de hielo, sino enormes prismas de un material que Bipa reconoció enseguida. Para asegurarse, extrajo de debajo de su camisa uno de sus col­gantes; no el Ópalo de Maga, sino el otro, el regalo de Aer.
—Cuarzo —murmuró.
Pero qué pedazos de cuarzo. Eran muchísimo más gran­des, puros y perfectos que el triste fragmento que ella por­taba. Se entrecruzaban sobre su cabeza, como inmensos obeliscos facetados, apoyados sobre el rostro de la mon­taña, invitándola a pasar bajo el arco que formaban para adentrarse en el túnel.
—Mañana —decidió ella.
Acamparon al pie de la puerta. A pesar de su descu­brimiento, Bipa no estaba demasiado impresionada. El cuarzo no se podía comer, y ella tenía hambre otra vez.
No había demasiadas cosas vivas en aquel valle, aun­que parecía algo más cálido que los dominios de Gélida. Aquí y allá, la nieve se retiraba, descubriendo debajo un suelo gris cubierto por un resbaladizo musgo blancuzco. Bipa encontró además unas plantas bulbosas refugiadas en las oquedades de la roca. Eran blancas, de un blanco su­cio, desvaído, como si hubiesen perdido el color. También entre las rocas correteaban unos bichitos paliduchos y de muchas patas.
La muchacha no podía permitirse el lujo de ser se­lectiva. Hizo una sopa con todo ello, y eso fue lo que de­sayunó. Después recogió sus cosas, sacó una tea de su mochila y la prendió en la hoguera. Nevado retrocedió un paso.
—Puedes quedarte aquí, si quieres —le dijo Bipa—. Aunque el túnel es lo bastante espacioso para ti, comprendo que no tengas muchas ganas de entrar. Yo tampoco —le confió—, pero he de hacerlo. No es una simple cueva, ¿sa­bes? Lleva a algún sitio. Nadie se molestaría en poner una puerta tan grande en la boca de un túnel que no conduce a ninguna parte.
Dicho esto, respiró hondo, alzó la antorcha en alto y pasó por debajo de los enormes prismas de cuarzo. Oyó un suave crujido tras ella, y supo que Nevado la seguía, a una prudente distancia. Se adentró en el túnel, con pre­caución.
La escena que encontró en el interior era aún más asom­brosa que la ciclópea puerta. La caverna entera albergaba un bosque de cristales de cuarzo, enormes, simétricos, y todos ellos reverberaban con un resplandor blanquecino cuando la luz de la antorcha los alcanzaba. Aún sin salir de su asombro, Bipa se abrió paso entre aquellos colosos minerales, trepando por unos y deslizándose por debajo de otros. Los prismas de cuarzo ocupaban casi toda la sala, horizontales, verticales, inclinados, entrecruzados, en ra­cimos, colgando del techo... Bipa buscaba caminos entre ellos y Nevado la seguía fielmente, y los rostros de ambos se veían apenas reflejados en las facetas translúcidas del cuarzo, que parecía contemplarlos, con cientos de ojos, desde su milenario refugio en el corazón de la roca.
La travesía fue larga y difícil, y en ocasiones peligrosa. A menudo, Bipa tenía que caminar por encima de los cuar­zos resbaladizos, que tendían puentes traicioneros sobre el fondo irregular de la cueva. Estuvo a punto de caer en al­guna ocasión; y, de haberlo hecho, habría aterrizado sobre un lecho de afiladas agujas.
Bipa se detuvo un momento, jadeante, a esperar a Ne­vado, que se había quedado atrás. Deslizó un dedo por la superficie, pulida y perfecta, de uno de los cristales de cuarzo. Había visto cosas parecidas en las profundidades de los túneles de su hogar, pero nunca tan grandes, ni tan cerca de la superficie. Aquellos prismas parecían la obra de algún arquitecto genial; y, sin embargo, eran formacio­nes naturales, moldeadas por la mano de la Diosa.
«Pero alguien tuvo que colocar esos dos en la entrada, a modo de puerta», se dijo Bipa.
Por fin, llegaron al otro lado, para alivio de la joven. Detectó un rayo de luz y avanzó hacia él. Se deslizó por una de las caras de un cristal de cuarzo para llegar hasta otra puerta, pero ésta no estaba flanqueada por dos pris­mas cruzados, sino por dos golems de cuarzo, de rasgos burdos, apenas esbozados. No se movieron cuando Bipa se acercó a ellos. Ni siquiera la miraron ni reaccionaron de ninguna forma ante la presencia de los intrusos. Parecían muertos, abandonados, como el gólem de nieve cuando Bipa lo encontró. De todos modos, ella se abstuvo de to­carlos. Despacio, con precaución, pasó entre ellos y cruzó la puerta de salida. Nevado la siguió.

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