miércoles, 28 de agosto de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 9)



IX
                                            El Maestro Cristalero
 
La despertó un delicioso olor a estofado que le hizo la boca agua. Abrió los ojos, sonriendo, es­perando encontrarse en casa y ver a Topo junto al hogar. Pero removiendo el puchero no estaba su pa­dre, sino un hombre alto y delgado, de piel blanca y ca­bello albo, cortado a la altura de los hombros: el Maes­tro Cristalero.
Ahora que lo observaba con atención, descubrió otras diferencias con su hermano, el Señor de la Ciudad de Cris­tal, además de su carácter o el color de su Ópalo. Lumen vestía ropas de piel, como la propia Bipa, ropas cuya fun­ción era proteger del frío, ropas diferentes a los livianos vestidos semitransparentes que usaban aquellas personas llamadas cristalinos.
Aun así, Bipa se percató de que, cuando Lumen se situaba a contraluz, con el fuego tras él, podía ver el res­plandor de la hoguera a través de sus manos y de su ca­beza. Eso la alertó y le recordó que, pese a su hospitalidad y simpatía, el Maestro Cristalero era «uno de ellos», una de las extrañas criaturas que habitaban en la Ciudad de Cristal.
En aquel momento su estómago emitió un sonoro que­jido, y Bipa fue incapaz de pensar en nada que no fuera comestible. Lumen se volvió hacia ella.
—Vaya, veo que te has despertado.
—Ese olor resucitaría a un muerto.
—¿Tienes hambre?
—¿Bromeas? Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tomé una cena que fuese digna de tal nombre —Bipa olisqueó en el aire—. ¿Cómo te las arreglas para que huela tan bien? ¿Qué le has echado al puchero?
—Es estofado de carne —dijo Lumen con sencillez, sirviéndole una ración en una escudilla de barro.
Bipa se quedó de piedra.
—Bromeas —soltó—. No hay casi nada vivo ahí fuera. A no ser que cocines a los de la ciudad, y sinceramente, no estoy segura ni de que tengan sangre en las venas...
Se interrumpió de nuevo al recordar que Lumen tenía el mismo aspecto que ellos, pero él no pareció darse por aludido.
—Ahí arriba, no. Pero el subsuelo está lleno de vida. Los túneles son el refugio de las últimas criaturas vivas na­cidas de las entrañas de la Diosa. Y por eso ahora buscan su corazón, tratando de sobrevivir.
—Hablas igual que Maga —opinó Bipa, con los ojos fi­jos en el plato de estofado que estaba llenando Lumen—. Casi me parece estar en casa de nuevo. Sólo que tú eres muy blanco y tu casa está llena de cosas raras que no sirven para nada, pero, por lo demás...
Se calló cuando el Maestro Cristalero le ofreció por fin el ansiado plato. Bipa lo tomó con manos temblorosas y comenzó a comer con voracidad.
—Despacio, despacio, o te atragantarás —la recon­vino Lumen, tendiéndole un vaso de agua.
Bipa dio buena cuenta del estofado, casi con lágrimas en los ojos, y cuando terminó de rebañar la escudilla vol­vió a tendérsela a su anfitrión y le preguntó, con cierta timidez:
—¿Podría repetir?
—Por supuesto —sonrió Lumen, llenándole el plato de nuevo—. Pero come más despacio. Llevas mucho tiempo en ayunas y tu estómago se ha vuelto pequeño. No debes forzarlo.
—Gracias —dijo Bipa con énfasis—. Muchísimas gracias.
Siguió comiendo, esta vez con un poco más de calma. El Maestro Cristalero la contempló con una sonrisa.
—Es bueno que tengas hambre. El chico que estuvo aquí antes que tú no quiso comer nada —movió la cabeza, preocupado—. Mal asunto.
Ella dejó de comer inmediatamente.
—¿Un chico? —repitió—. ¿Cómo era?
Lumen se encogió de hombros.
—Como todos. Un loco lleno de sueños imposibles, hechizado por el aura de la Emperatriz.
—Pero, ¿qué aspecto tenía? —insistió Bipa.
—Pues... — Lumen reflexionó—. Tenía el cabello ru­bio, tan rubio que era casi blanco. Y sus ojos brillaban con la claridad del diamante. La piel pálida, muy pálida, y un rostro tan serio que parecía que jamás hubiese anidado en él una sola sonrisa.
Bipa cerró los ojos. Por su memoria, fugaz, cruzó el re­cuerdo de la picara sonrisa de Aer, que traía locas a todas las chicas de las Cuevas. El muchacho había sido de cabello claro, pero no rubio. Sólo un poco más claro que el de la mayoría de las personas de las Cuevas, que lo te­nían entre negro y castaño oscuro, lo mismo que sus ojos.
—Ése no era Aer —murmuró.
—Y, sin embargo, dijo llamarse así —apostilló el Maes­tro Cristalero.
Bipa respiró hondo.
—No es posible —murmuró—. No puede haber cam­biado tanto.
—Ah, pero ha de hacerlo si quiere llegar al palacio de la Emperatriz. Y él deseaba hacerlo, lo deseaba con toda su alma. Por eso ya no siente hambre, ni sed, ni duerme, ni experi­menta frío ni calor. Y cuando se dio cuenta de que yo no po­día darle lo que quería, abandonó este lugar y fue a pedir asilo a la Ciudad de Cristal. Y las puertas se abrieron para él.
Bipa suspiró y recostó la espalda en la pared.
—A este paso nunca podré alcanzarle —murmuró.
Reinó un silencio denso, pesado, sólo enturbiado por el crepitar de las llamas.
—Si te sientes con fuerzas —dijo entonces Lumen—, me gustaría enseñarte mi taller.
Bipa asintió. Dejó el plato a un lado y se levantó de la cama, dispuesta a seguirlo. Se detuvo en la puerta, sin embargo.
—Hay algo que he de preguntarte —le dijo—. Había alguien conmigo... Un gólem de nieve. Se llama Nevado, y me ha seguido desde los dominios de Gélida. Sabe cui­dar de sí mismo, pero de todos modos me sentiré más tran­quila si sé que está bien.
Lumen asintió.
—Lo encontramos a tu lado, entre los cristales. Bueno, lo que quedaba de él. Había saltado detrás de ti.
Bipa masculló una maldición por lo bajo.
—Por suerte sólo perdió un par de miembros —pro­siguió Lumen—. Esme lo trajo de vuelta y ahora lo está recomponiendo. Es más fácil recomponer un gólem de nieve que uno de cristal —sonrió.
—¿Quién es Esme? —preguntó Bipa, desconfiada.
—La conocerás muy pronto. Ven, sigúeme.
Bipa acompañó a Lumen a través de un estrecho co­rredor hasta una pequeña habitación que contenía un horno y un montón de herramientas que la joven no supo reco­nocer. Había muchos tubos de cristal, largos y finos, y un enorme barreño, y un gran mortero. Las paredes esta­ban ocupadas por estanterías repletas de vasos, jarras, bo­tellas y boles de formas redondeadas y cilindricas.
—Aquí es donde soplo el vidrio —le explicó Lu­men—. Puedo hacer vasos muy hermosos, pero por lo general los hago sencillos, cuanto más finos y transparen­tes, mejor. Los envío a la Ciudad de Cristal —sonrió con cierta malicia—. Puede que mi hermano no quiera verme, pero aún necesita mis vasos.
—Creía que los habitantes de la Ciudad no necesita­ban comer —dijo Bipa.
—Pero beben agua... todavía.
Pasaron a la siguiente sala, que era mucho más impre­sionante que la anterior. Estaba presidida por una enorme mesa sobre la que aparecían desparramados gemas y cristales de todas las formas y tamaños imaginables; algunos se hallaban a medio tallar, otros eran gemas en bruto, y to­dos se mezclaban sin orden ni concierto con utensilios que parecían formar parte de la colección de piezas de Lumen, pues estaban hechos de un material cristalino transparente y de gran pureza.
—Diamante —dijo Lumen—. El mineral más duro que existe. Así comenzó todo —añadió, abarcando con un amplio gesto todas sus creaciones, que abarrotaban los estantes de las paredes—. La gente peregrinaba hasta el palacio de la Emperatriz, pero muchos tenían que detenerse aquí antes de continuar. Descubrieron los cuarzos y empe­zaron a tallarlos. Y profundizaron en los túneles en busca de prismas cada vez más puros, y con ellos construyeron la Ciu­dad de Cristal. Las gemas más apreciadas eran los diaman­tes, debido a su pureza, a su brillo y a su resistencia. Sin em­bargo, las gemas o cristales coloreados eran desechados porque se apartaban del ideal de transparencia de nuestra gente.
Lumen calló un instante, pensativo. Bipa lo miró, in­terrogante, preguntándose adonde querría ir a parar, y qué tenía que ver todo aquello con Aer.
—Yo era muy joven cuando me enviaron a los túne­les a buscar gemas —prosiguió el Maestro Cristalero—. Entonces, al igual que Lux, mi hermano, y que tantos otros, soñaba con ser algún día digno de llegar hasta la Empe­ratriz. Admiraba las cosas incoloras, transparentes, crista­linas. Pero todo ello me pareció pobre, incluso insignificante, comparado con la riqueza que encontré aquí abajo.
»Piedras de todos los colores. Gemas hermosísimas, rubíes, zafiros, amatistas, esmeraldas, topacios... cristales que mis manos ansiaban tallar, y que eran considerados desechos por mis semejantes.
»Empecé a trabajar con ellos en secreto. Aprendí a co­lorear el vidrio y el cristal para cuando las gemas me falta­ban. Traté de deslumbrar a los demás con mi arte, que teñiría de color la Ciudad de Cristal y nos traería algo más de alegría, pero...
Calló de nuevo, con un destello de amargura en sus ojos cristalinos.
—Déjame adivinarlo: no les gustó —lo ayudó Bipa.
Lumen sonrió.
—Es una forma suave de decirlo. Me desterraron fuera de la Ciudad de Cristal y busqué refugio en los túneles, de donde continúo extrayendo cuarzos, gemas y cristales para seguir ejerciendo mi oficio, mi arte, mi pasión. Llevo aquí mucho más tiempo del que nadie podría contar. Al igual que mi hermano estoy atado a este lugar y al Ópalo que fue nuestra esperanza y nuestra maldición...
Bipa alzó la cabeza al oír mencionar el Ópalo. Lumen lo advirtió.
—Los encontré los dos juntos —relató—. Las dos ge­mas más bellas que había visto jamás. Incrustadas en el co­razón de la roca, idénticas, perfectas. Eran opacas, de acuerdo. Y poseían ese furioso color rojo de la sangre, del fuego, de la vida. Con todo, eran tan hermosas que pensé que incluso a mi hermano, tan amante de las cosas puras y transparentes, le gustarían. Eran dos, eran iguales. Pa­recía que la Diosa nos las regalaba justamente a nosotros. Parecía una señal.
»En aquellos tiempos —añadió con nostalgia—, to­davía se hablaba de la Diosa, no como ahora, que casi na­die la recuerda por aquí. Quizá por eso mi hermano me escuchó cuando fui a ofrecerle una de las gemas para ha­cer las paces. Al principio apreció el presente. Con él se convirtió en el Señor de la Ciudad de Cristal y mejoró la vida de cuantos allí habitaban. Pero pronto nos dimos cuenta de que era un cristal de doble filo. Porque el Ópalo frenó casi por completo su proceso de Cambio y, por otro lado, lo hizo imprescindible en la Ciudad al ser su porta­dor... de modo que no podía abandonarla. Él, que había soñado toda su vida con ir al palacio de la Emperatriz, se veía obligado a permanecer en la Ciudad para siempre... y la vida de un portador del Ópalo es muy, muy larga. Va­rias generaciones de cristalinos han habitado en la Ciudad desde entonces. Miles de peregrinos han cruzado sus puer­tas y la han abandonado para ir al palacio de la Empera­triz. Pero Lux, el Señor de la Ciudad de Cristal, seguirá en­cadenado a ella. Es su privilegio y su responsabilidad. Su honor y su deber.
—¿Y no puede, simplemente, transferirle el Ópalo a alguien? —preguntó Bipa—. A mí Maga me dio el suyo. Sólo temporalmente, claro, pero si quisiera supongo que podría regalárselo a quien considere conveniente...
—Nuestros Ópalos son Ópalos gemelos. Él no puede deshacerse del suyo mientras yo conserve el mío. Y yo no lo voy a entregar a nadie.
—¿Por qué no?
—Por Esme —respondió Lumen solamente.
Bipa quiso seguir indagando, pero el Maestro Crista­lero la miró con gravedad y le preguntó:
—¿Sabes para qué se usan los Ópalos, Bipa? ¿Sabes qué son?
Ella frunció el ceño.
—Hasta que partí de las Cuevas, ignoraba que hubiese más de uno. Sirven para curar a la gente. Para aliviarles do­lores y enfermedades. Para que las plantas crezcan con más fuerza, para que los animales sean más resistentes y los ni­ños nazcan sanos. Al menos —añadió—, ése era el poder de Maga. Nunca supe si era un poder propio de ella o se debía al Ópalo. Siempre ha sido, simplemente, Maga, la chamana. El Ópalo formaba parte de ella.
—El Ópalo es una fuente de vida —dijo Lumen, aca­riciando el suyo con la yema del dedo índice—. Es el po­der de la Diosa y concentra la fuerza que un día, en el pasado, cubrió la superficie del mundo como un manto lleno de vida y color.
»La llegada de la Emperatriz cambió todo eso. Ahora, la vida ya no es importante. Para ser digno de la Emperatriz uno tiene que olvidarse de su cuerpo, de su sangre, de sus deseos, de sus necesidades corporales... uno tiene que volverse etéreo. Ignoro qué clase de existencia ofrece ella a cambio. Debe de ser algo maravilloso, pues tanta gente sueña con alcanzarlo, y tanta gente lo ha alcanzado ya que el poder de la Emperatriz lo abarca y lo transforma todo, y cada vez se extiende más su influencia...
»Pero la Diosa no se rinde, y sus entrañas siguen ge­nerando Ópalos, pequeñas fuentes de vida, tal vez con la esperanza de devolver la emoción y la sangre al corazón de la gente.
»Por desgracia, no todos emplean los Ópalos para re­novar la vida de los seres vivos. ¿Sabes a qué me refiero?
Bipa negó con la cabeza. Lumen suspiró.
—Observa —dijo. Tomó de la estantería una figurita de cristal rojo. Parecía un insecto, con unas descomunales alas redondeadas, cuajadas de piedras amarillas y azules.
—Una mariposa tallada en un único rubí —dijo el Maestro Cristalero—. En tiempos antiguos había millares de especies de mariposas y sobrevolaban los campos por docenas cuando llegaba la primavera.
—¿Primavera? —repitió Bipa sin entender.
Pero Lumen no se lo explicó. Alzó la mano con cui­dado, con la mariposa reposando sobre la palma, y con la otra mano sostuvo el Ópalo sujetándolo entre los dedos. La gema lanzó un único destello flamígero y entonces, muy lentamente, las alas de la mariposa de rubí se estre­mecieron y descendieron hasta quedar completamente horizontales.
—Se ha movido —musitó Bipa, maravillada.
Como si la hubiese oído, la mariposa batió las alas, una, dos, tres veces; sus delicadas antenas temblaron un instante y, antes de que Bipa pudiese reaccionar, la cria­tura alzó el vuelo.
—¡Pero es imposible! —exclamó Bipa—. ¿Cómo puede sostenerse en el aire?
Como burlándose de ella, el insecto revoloteó a su alrededor, primero un tanto inestable, luego más deprisa, ejecutando rizos y piruetas cada vez más atrevidos.
—De la misma manera que tu gólem de nieve puede caminar sin músculos, contemplar sin ojos y actuar sin cerebro —dijo el Maestro Cristalero, y Bipa compren­dió.
—Los Ópalos dan vida a los golems. Pero Maga nunca... Maga nunca ha hecho nada semejante.
—He oído hablar de los opacos que viven más allá de los Montes de Hielo. En tiempos remotos animaron go­lems de piedra. Pero terminaron por abandonarlos, y de­dicaron sus esfuerzos y el poder de los Ópalos a mantener con vida a los vivos.
»Por el contrario, a los Cambiantes no les interesan los vivos. Obsesionados con la pureza y la transparencia, usan los Ópalos para crear artificialmente aquello que les resulta útil y les recuerda a lo que aspiran.
»En la Ciudad, los escultores tallan golems de cristal, y mi hermano les da vida. Se ocupan de las tareas cotidia­nas, de los asuntos mundanos que las personas, más preocupadas por Cambiar para llegar hasta la Emperatriz, descuidaron hace ya tiempo. Pero sobre todo, los golems de cristal les recuerdan lo que ansian: perder opacidad, con­vertirse en etéreos. Por eso han de ser de cristal. Puro, trans­parente. Incoloro.
Bipa dejó escapar el aire, todavía desconcertada.
—Gélida tiene todo un ejército de golems de hielo —dijo—. No sé para qué los quiere. Casi nadie la visita nunca.
—Es una demostración de poder. Tal vez crea que po­drá conquistar la Ciudad de Cristal algún día, y puede que no ande muy descaminada. Pero ni siquiera ella escapa al ideal de pureza y transparencia impuesto por la Empera­triz. Prueba de ello es que comenzó animando golems de nieve, y los abandonó cuando descubrió que podía trabajar con el hielo, que era translúcido e incoloro, no blanco y opaco como la nieve.
Bipa había abierto mucho los ojos ante esta revelación. Lumen sonrió.
—Sí —dijo—. Los golems pierden vida con el tiempo. Si no se les renueva esa vida, vuelven a ser objetos inani­mados con un cierto aspecto humano. Pero también los Ópalos, si se los fuerza demasiado, se desgastan. Y por esta razón, tanto Lux como Gélida, que han mantenido un nú­mero ingente de golems durante mucho tiempo, han ago­tado el poder de sus Ópalos.
—Por eso Gélida quería robarme el mío —murmuró Bipa—, y por eso los golems de cristal parecían tan can­sados y se movían con tanta lentitud.
Lumen asintió.
—Y probablemente tú, sin saberlo, activaste con tu propio Ópalo un gólem de nieve abandonado por Gé­lida quién sabe cuánto tiempo atrás.
—Darles vida para después abandonarlos... es cruel —opinó Bipa.
—Lo cruel es crearlos —dijo el Maestro Cristalero, observando, pensativo, las evoluciones de la mariposa de rubí—. Porque ya no son simples objetos, pero tampoco están vivos del todo. ¿Puede acaso estar vivo algo que no tiene corazón?
—Las plantas no tienen corazón —hizo notar Bipa—. Y están vivas. Por otra parte, no sé si los golems carecen o no de corazón, pero sí tienen sentimientos. Al menos, Nevado los tiene. Sé que los tiene, aunque no sea muy listo.
El Maestro Cristalero dejó escapar una alegre carca­jada.
—Vayamos a verlo —dijo—. Seguro que te echa de menos.
Tomaron una galería ascendente; cuanto más se acer­caban a la superficie tanto más descendía la temperatura, y Bipa recordó que, en efecto, la naturaleza de Nevado le impedía permanecer en lugares tan cálidos como el ho­gar de Lumen.
Por fin llegaron a una sala fresca y oscura. Lumen tuvo buen cuidado de dejar la antorcha prendida en la entrada. Eso bastó, no obstante, para iluminar la escena.
Bipa dejó escapar una exclamación de sorpresa. Ahí estaba Nevado, sentado sobre una enorme roca, muy quieto, mientras unas manos fuertes y firmes recomponían su cuerpo, oprimiendo aquí y allá para hacerlo más sólido y consistente. Unas manos de un color verde brillante que refulgía bajo la luz de la antorcha. Unas manos talladas en el más fino cristal.
—Bipa —dijo Lumen—, te presento a Esme.
Ella se alzó en sus cerca de dos metros y medio de es­tatura. Era un gólem de cristal verde y formas femeninas, exquisitamente tallado, con un rostro de rasgos humanos que mostraba una cierta expresión de ternura, aunque Bipa no pudo dilucidar si esto último se debía a la habilidad del escultor o al hálito de espíritu que latía en aquel cuerpo artificial.
—La llamé Esmeralda por razones obvias —sonrió el Maestro Cristalero—. Fue mi primer gólem, y el último. La hice en los primeros tiempos de mi exilio, cuando la soledad y el rechazo de mi gente me volvían loco. Por supuesto, no habla, pero me hace compañía, a su modo. Durante más tiempo del que puedo recordar ha sido mi única amiga. Y no tendrá corazón, pero sé que, de algún modo, tiene un alma.
Bipa se atrevió a dar un par de pasos hacia Esme, no más. Aunque parecía amistosa, era tan imponente que la intimidaba.
—¿Y renuevas su vida con el Ópalo?
—Cada cierto tiempo, sí. Cuando empiezo a notarla cansada. Como ves, mi Ópalo mantiene a un solo gó­lem. Nada que ver con el ejército de golems de hielo de Gélida, ni con el gran número de golems de cristal que tiene que animar mi hermano. Por eso mi Ópalo todavía conserva buena parte de sus energías.
—Hola..., Esme —saludó Bipa, dubitativa. La gólem inclinó la cabeza en correspondencia.
—No solemos recibir visitas —dijo Lumen—. Y sólo la dejo salir al exterior de noche, de modo que no ha te­nido mucho trato con extraños. A los de la Ciudad no les gusta, sabes... porque es insultantemente verde —son­rió—. El color verde les gusta incluso menos que el rojo. Tal vez por ser el color preferido de la Diosa.
Bipa osó por fin acercarse a los dos golems. Comprobó que Nevado estaba bien y se atrevió a alargar la mano ha­cia Esme, sólo para tocarla, sólo para saber cómo era al tacto aquella pulida superficie verde. Ella giró la cabeza ha­cia la joven, que se sobresaltó y retiró la mano. Pero, como Esme no volvió a moverse, Bipa la tocó otra vez, maravi­llada. Era fría, aunque no tanto como Nevado. Sin em­bargo, su tacto era agradable. El material del que estaba hecho el cuerpo de Esme era duro, más duro que el del gó­lem de nieve, y también suave. Bipa volvió a acariciar el antebrazo de Esme con la yema de los dedos.
—Se parece a los enormes cuarzos de aquella cueva —comentó—. Y tan verde. Cuesta trabajo creer que está viva... de alguna manera.
—De alguna manera —asintió Lumen con gravedad.
Bipa lo miró.
—Es por eso por lo que no quieres confiar tu Ópalo a otra persona —dijo—. Porque temes que no se ocupe de Esme igual que tú. Que la deje morir, que se olvide de ella. ¿No es así?
El Maestro Cristalero asintió.
—Pero hay otro motivo —añadió— y éste tiene que ver directamente con mi hermano. Si entrega su Ópalo ya nada lo retendrá en la Ciudad de Cristal y entonces se mar­chará al palacio de la Emperatriz.
—¿No es lo qué él desea?
—Sí —asintió Lumen—. Pero ya hace tiempo que no estoy seguro de que ese lugar sea el paraíso del que todos hablan. Porque lo cierto es que nadie ha regresado para contarlo.
Bipa sintió una extraña opresión en el pecho.
—Aer volverá —afirmó—. Regresará para buscar a su madre. Él...
—Quizá no se trate de una cuestión de voluntad —in­terrumpió el Maestro Cristalero—. Mira.
Alzó la mano para colocarla ante el fuego de la antor­cha. Bipa vio que el resplandor de la llama era claramente apreciable a través de su carne.
—Somos los cristalinos. Nos llaman así porque habi­tamos en una ciudad tallada en cristal. Pero tenemos otro nombre, un nombre que refleja con mucha más exactitud nuestra verdadera esencia. Nos llaman los translúcidos.
Bipa tragó saliva.
Tiempo atrás, Aer le había explicado que las cosas trans­lúcidas eran las que dejaban pasar la luz sólo un poco, al contrario que las transparentes, que la dejaban pasar completamente.
—Tú eres una opaca —concluyó Lumen, como si siguie­se el curso de sus pensamientos—. Nosotros, los translúci­dos, somos el paso intermedio entre los opacos y los etéreos.
»Todos Cambian en la Ciudad de Cristal; todos aca­ban volviéndose translúcidos tarde o temprano. Pero el proceso no se detiene ahí. La gente sigue Cambiando, y cuando están a punto de alcanzar el siguiente estadio, entonces abandonan la Ciudad y siguen adelante.
»Lux y yo llevamos aquí mucho más tiempo del que nadie puede recordar. Y, sin embargo, ninguno de los dos hemos Cambiado gran cosa desde que tenemos los Ópalos. Nuestro proceso de Cambio está estancado. Y mien­tras siga así no podremos continuar adelante, porque así lo dictan nuestras leyes. Para abandonar la Ciudad, mi her­mano debería seguir Cambiando, y para seguir Cambiando tendría que deshacerse de su Ópalo primero. Y no puede hacerlo mientras yo conserve el mío. ¿Lo entiendes ahora?
Bipa asintió, aunque no lo comprendía del todo.
—La mayor parte de la gente Cambia —dijo Lu­men—. Lo quiera o no.
—¿Quieres decir que, si Aer llega al palacio de la Em­peratriz, se convertirá en un etéreo? ¿Se volverá trans­parente?
—Los etéreos son criaturas extrañas, Bipa. No sé hasta que punto son ya humanos. Quizá por esta razón nadie que haya emprendido el camino hacia el palacio de la Emperatriz ha vuelto sobre sus pasos. Ni los que sucumbie­ron en el viaje ni los que llegaron al final. Por eso, si no te vuelves como ellos, si no te transformas en una etérea, nunca más volverás a ver a tu amigo.
El estómago de Bipa se contrajo de miedo. Respiró hondo.
—En tal caso —dijo, alzando la cabeza con deci­sión— lo alcanzaré antes de que llegue.
Lumen sonrió.
—Deberás partir ya, pues. Esme —llamó—, lleva a Nevado a la galería oriental, a la puerta de salida, ya sa­bes cuál. Nosotros nos reuniremos con vosotros cuando llegue el momento.
La gólem se levantó, con un crujido de sus articula­ciones de cristal, y Nevado la imitó. Bipa los perdió de vista, porque Lumen salió de la sala, llevándose la antor­cha, y tuvo que seguirlo. La muchacha se sintió algo in­tranquila al pensar que dejaban a los dos golems en la más completa oscuridad. Pero oyeron los pasos de ambos, re­chinantes los de ella, susurrantes los de él, alejándose en sentido contrario, al parecer sin echar la luz en falta, por lo que Bipa se obligó a sí misma a calmarse al respecto.
Subieron todavía más, hasta que percibieron la luz del día al final del túnel.
—¿Vamos a salir fuera? —dijo Bipa, preocupada. Re­cordaba muy bien las laderas de la montaña que rodeaban la Ciudad, plagadas de manojos de prismas cristalinos, afi­lados como cuchillas.
—Tranquila, no hay peligro —la apaciguó Lumen.
Emergieron al exterior, en la ladera de la montaña. Había un enorme prisma vertical que ocultaba la entrada del túnel de posibles miradas curiosas. Lumen se refugió tras él, y Bipa, caminando con precaución entre los cris­tales, lo alcanzó.
—Echa un vistazo —la invitó el Maestro Cristalero.
Bipa obedeció.
Vio la Ciudad de Cristal al fondo del desfiladero, en­tre dos marañas de agujas a través de las que no se divisaba ni una sola senda segura.
—¿Lo ves? —murmuró Lumen—. No se puede pasar. La única forma de cruzar al otro lado es atravesando la Ciudad de Cristal.
—Pero no me dejarán entrar —dijo Bipa, desanimada.
—Yo conozco un modo. Sin embargo, tendrás que ha­cerlo de noche. Será más sencillo para ti pasar desaperci­bida entonces.
—¿Quieres decir que existe otra puerta aparte de las dos que se ven desde aquí, la de entrada y la de sali...? Un momento —se interrumpió—. ¿Qué es eso?
Lumen siguió la dirección de su mirada y vio un nu­trido grupo de figuras que avanzaban por el desfiladero en dirección a las puertas de la ciudad. Las guiaba alguien que iba montado sobre algo que parecía un enorme lagarto translúcido.
—Gélida y sus golems de hielo —susurró Bipa, ate­rrorizada—. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
—Me temo que te busca a ti y a tu Ópalo, Bipa —res­pondió Lumen—. Y eso quiere decir que Gélida está mucho más desesperada de lo que creía. Nunca se había atrevido a llegar tan lejos.
Sobrecogidos, prestaron atención. Desde allí oyeron la voz, clara y fría, de la mujer del reino de hielo:
—¡Llamo al Señor de la Ciudad de Cristal! —proclamó ante las puertas cerradas—. ¡Exijo que se me atienda! ¿Es que acaso vuestras torres con ojos no os han informado de que venía?
—Nos han informado perfectamente, Gélida —res­pondió la voz del Señor de la Ciudad de Cristal entre la niebla, desde alguna de las torres de la muralla—. Por eso sabíamos que venías a la cabeza de un ejército; no de­bería extrañarte, pues, hallar las puertas cerradas ante ti.
—He venido en busca de algo que me pertenece —de­claró Gélida, ignorando la acusación implícita de Lux—. Una opaca huyó de mis dominios llevando consigo algo muy valioso. Su rastro me ha traído hasta aquí. Exijo que me la entregues, o de lo contrario...
No terminó la frase, pero sus ultimas palabras vibraron un momento en el aire, preñadas de una sutil amenaza.
—Esa opaca de la que hablas no está aquí —repuso Lux con calma—. Como sabes, no hay lugar para los opa­cos en la Ciudad de Cristal. Recoge a tus golems, Gélida, y vuelve por donde has venido.
—Sé que está aquí —insistió Gélida—. Y me la entre­garás, Señor de la Ciudad de Cristal. Si mañana al alba no tengo a la chica y su tesoro en mi poder, atacaremos la ciu­dad y nos encargaremos de hacerla añicos.
—Pierdes el tiempo, Gélida. Le cerré a esa joven las puertas de la ciudad, igual que ahora te las estoy cerrando a ti.
—Sé que está aquí —repitió Gélida—, porque no hay ningún otro sitio en el que podría estar.
—En eso te equivocas —respondió Lux—, como en todo lo demás.
Gélida le gritó que diera la cara, pero el Señor de la Ciudad de Cristal no volvió a pronunciar palabra, y las puertas permanecieron firmemente cerradas.
Con el corazón en un puño, Lumen y Bipa contempla­ron cómo Gélida y su ejército acampaban ante las murallas de la Ciudad de Cristal.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró Bipa, preocu­pada.
—No tengas miedo. A la entrada que yo conozco no se accede por la puerta principal. No tendrás que atrave­sar las filas del ejército de Gélida.
—Pero, si no me entrego, atacará la ciudad...
—No lo hará. Sabe que, aunque el cristal parezca frá­gil, en realidad es más poderoso que el hielo. Ven, volva­mos a casa. Tienes que partir esta noche, y aún tenemos mucho de qué hablar.

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