XI
Te llevaré a casa...
Los rostros cubrían todos los resquicios del túnel,
salvo el suelo. Tapizaban las paredes y el techo abovedado que se alzaba sobre
ella. Bipa se preguntó quién se habría tomado la molestia de tallar todas
aquellas caras en el cristal y por qué. No obstante, enseguida las olvidó para centrarse
en el camino que tenía ante sí.
El túnel parecía interminable. A pesar
de la presencia de todos aquellos rostros de cristal que la vigilaban, las
únicas amenazas que parecía contener el lugar eran la monotonía y el
aburrimiento. A Bipa no le preocupaban las máscaras. Le parecían inofensivas, comparadas
con los cientos de Bipas y Nevados del Laberinto de los Espejos. Las caras de
cristal no se movían ni le recordaban a nadie en particular.
Por eso no se preocupó cuando empezó a
creer que reconocía los rasgos de alguna que otra. «Son todas iguales —se
recordó a sí misma—. Es el cansancio lo que te hace ver cosas raras.» Pero
inconscientemente empezó a fijarse más en las máscaras. Se detuvo, perpleja,
ante una de ellas.
En una primera mirada le había parecido que era
igual que su amiga Taba. Pero al observarla de cerca descubrió que había sido
una ilusión óptica: aquella cara de cristal era como todas las demás.
El fenómeno, no obstante, se repitió. A medida que
fue avanzando le pareció descubrir los rostros de personas a las que conocía;
pero siempre las veía por el rabillo del ojo. Cuando se volvía para examinarlas
mejor se daba cuenta de que las máscaras seguían siendo todas idénticas.
Así, desde las paredes del túnel de cristal la
contemplaron los rostros de Nuba, de Gélida, de Maga, de Lumen (o tal vez Lux);
también creyó reconocer a otras personas de las Cuevas, el mundo que había
dejado atrás. Y por fin, como había temido, una de las máscaras tomó el aspecto
de su padre.
Bipa se volvió bruscamente hacia aquel rostro cristalino.
Esperaba descubrir, una vez más, que se había equivocado. Pero vio, con
horror, que la máscara tenía de verdad los rasgos de Topo.
Su corazón dejó de latir un breve instante. No eran
imaginaciones suyas. Los rostros de cristal eran los rostros de gente que
conocía. Y aquél era, sin duda, su padre; hasta le pareció que le sonreía.
Apartó la mirada, muerta de miedo. De pronto el túnel
ya no estaba cuajado de rostros iguales. Era toda una galería de caras
conocidas. Ahí estaba de nuevo Taba, y Maga, y Nuba, y toda la gente de las
Cuevas, y Lumen (o Lux), y Gélida, incluso Nivea.
Eran ellos, todos y cada uno de ellos, ahora los
veía con tanta claridad que no comprendía cómo había creído, al principio, que
todas las máscaras eran iguales.
—¿Qué... qué hacéis aquí? —balbuceó.
Y oyó la voz de Taba en alguna parte.
—Oh, Bipa... fuiste a buscar a Aer, ¿verdad? Qué valiente
eres...
Bipa se volvió hacia todos lados, sacudiendo la
cabeza con violencia, esperando, tal vez, despertar así de una extraña
pesadilla. Ahí estaba la máscara con el rostro de Taba, y sí, estaba
hablando...
... Y de pronto, todos los rostros estaban hablando.
—... Tienes que devolverme el Ópalo —decía Maga;
parecía mucho más vieja y cansada de lo que Bipa recordaba—. Sabes que lo
necesito. Los enfermos...
—... Mi hijo —decía Nuba—. Siguió el camino de su
padre. Él...
—... Ese colgante que llevas —exigía Gélida—. Dámelo,
y a cambio te permitiré salir con vida de este lugar...
—... Es peligroso, Bipa—proclamaba Lumen—. No podrás
alcanzar a tu amigo si sigues siendo opaca, pero...
—... Vuelve a casa —le imploraba su padre.
Solamente repetía eso, una y otra vez, como una letanía:
vuelve a casa... vuelve a casa... vuelve a casa...
Bipa gritó y se tapó los oídos, pero las voces
continuaban hablando, todas a la vez, y resonaban en su cabeza y en su
corazón. La joven echó a correr, buscando el final de aquel lugar de locura,
pero el túnel no se terminaba, y las máscaras reproducían una y otra vez los
rasgos de sus amigos y conocidos, que seguían hablando sin cesar.
—... Una opaca como tú no puede traspasar las puertas
de la Ciudad de Cristal...
—... ¡Un cúmulo de carne! ¿Cómo te
atreves...?
—... Aer se fue... como su padre... El palacio de la
Emperatriz...
—Vuelve a casa... vuelve a casa...
vuelve a casa...
Bipa no pudo más. Se detuvo y gritó al túnel, con todas
sus fuerzas:
—¡¡¡Basta!!! ¡Callaos de una vez!
Los rostros de cristal enmudecieron un instante,
pero enseguida volvieron a hablar todos al mismo tiempo, en una cacofonía de
voces que hundió a Bipa en una profunda desesperación. Se sentó en el suelo,
con la cabeza escondida entre las rodillas y protegida por ambos brazos, hecha
una pequeña pelota temblorosa. Las voces seguían parloteando, y Bipa luchó por ignorarlas.
Ni siquiera la fresca presencia de Nevado contribuyó a reconfortarla.
Hasta que oyó aquella voz:
—... Eres la más opaca de todos los
opacos.
Bipa abrió los ojos y alzó la cabeza, inquieta. Se
volvió hacia la pared más cercana. Su mirada saltó de máscara en máscara hasta
que topó con la que buscaba.
El rostro de Aer, allí mismo, en el túnel de
cristal, entre una máscara de Topo y otra de Nivea. Un rostro anguloso y
transparente, pero que reproducía sus rasgos y hasta su picara sonrisa.
Bipa sabía, en el fondo, que no era real. Pero su
alivio al verlo fue tal que le habló como si lo fuera.
—¡Idiota! —le espetó—. Lo he pasado fatal, y todo
por tu culpa. Sólo tú podías ser tan estúpido como para emprender un viaje como
éste.
—Y sólo una estúpida seguiría a un estúpido —le replicó
él, para su sorpresa—. Vamos, Bipa. Sabes que es mi destino, que lo llevo en la
sangre. Tengo que ir al palacio de la Emperatriz. No hay otra salida.
—Sí, la hay —le replicó Bipa, con cierta angustia—.
Puedes volver a casa. Tu madre te echa de menos. Todos te echan de menos.
—Y tú también, ¿no es cierto?
—Más quisieras —gruñó ella, pero el rostro de
cristal siguió hablando, sin escucharla.
—Me estás siguiendo porque quieres atarme a tu lado
—prosiguió, sin piedad—. Porque no quieres admitir que no soy como tú. Mi lugar
no está entre los opacos. A donde yo voy tú no puedes seguirme.
—No sé por qué crees que... —empezó ella, pero no
encontró las palabras para continuar.
Las acusaciones de Aer abrían una herida
profunda en su corazón.
No obstante, la máscara siguió hablando. Ya no parecía
de cristal; había adquirido fluidez y elasticidad, y por eso, su gesto
desdeñoso y su sonrisa llena de ironía y desprecio eran todavía más apreciables
que antes.
—Mírate. ¿Qué te hace pensar que te quiero a mi
lado? ¿A una Opaca que es incapaz de comprender la grandeza de los etéreos, la
grandeza de la Emperatriz? ¿Qué te hace pensar que estás a mi altura?
Bipa parpadeó, luchando con furia para retener las
lágrimas.
—Cállate... Oh, cállate, estúpido cabeza hueca...
—¿Hasta dónde vas a llegar en mi busca? ¿Qué te hace
pensar que quiero que me sigas... opaca?
Su última palabra estaba cargada de desprecio.
—¡Cállate! —bramó Bipa, pero Aer se rió, se rió con
fuerza y sin piedad... se rió de ella.
Y Bipa no tuvo más remedio que escuchar aquellas carcajadas,
mientras el rostro de su padre repetía: «Vuelve a casa... vuelve a casa...». Y
el de Nivea le recordaba: «Eres repugnante, opaca, un cúmulo de carne...».
—¡¡Callaos!! —gritó Bipa con todas sus fuerzas—.
¡Dejadme todos en paz!
Pero los rostros continuaban hablando todos a la vez
y, por encima de aquellas voces, Aer seguía riéndose de ella...
Bipa sintió que se mareaba. El mundo empezó a girar
vertiginosamente a su alrededor, tuvo la sensación de que caía... y perdió el
conocimiento antes de tocar el suelo.
Cuando despertó, horas más tarde, no se oía absolutamente
nada. Las voces habían callado, de forma inexplicable, y apenas quedaba un eco
de ellas en algún rincón de su mente. Lenta, muy lentamente, Bipa abrió los
ojos. Ya no estaba en el túnel de cristal. Las máscaras habían desaparecido.
Ante ella se extendía una interminable estepa blanqueada por la nieve.
Se incorporó. Le dolía la cabeza, pero se esforzó
por situarse. Miró a su alrededor y se encontró al pie de una alta cordillera
formada por inmensos bloques de cuarzo translúcido. Junto a ella se abría la
boca de una cueva de la que fluía un resplandor que no le era desconocido.
—El Túnel de las Mil Máscaras —murmuró; descubrió a
Nevado a su lado, inmóvil como una estatua, alerta como un centinela—. ¿Me has
sacado tú? —le preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
El gólem no se inmutó. Tampoco lo hizo cuando Bipa
lo abrazó en señal de agradecimiento.
La brisa le trajo un susurro siniestro. Parecía
provenir del interior de la cueva.
—Vamonos de aquí —dijo, reprimiendo un estremecimiento.
Se levantó, aún temblorosa, y comenzó a caminar, contenta
de volver a estar al aire libre y de poder alejarse de aquel lugar.
Recorrieron la llanura en silencio. La niebla allí
era menos densa, pero la luz que clareaba el cielo no se parecía a la luz
diurna que Bipa conocía. Era una luz azul, pálida, helada; teñía el ambiente
con una extraña tonalidad que definía los contornos y espesaba el aire a la
vez.
—Esta luz —comprendió la joven— no es de este mundo.
Se detuvo y alzó la cabeza. Y allí, suspendida en el
cielo, entre la niebla, vio la Estrella, todavía lejana, pero mucho más grande
y real de lo que jamás había imaginado.
—La Estrella que señala el lugar donde está el
palacio de la Emperatriz— murmuró Bipa.
Estaban muy cerca.
Demasiado cerca.
Continuaron la marcha a través de aquella estepa vacía,
anormalmente silenciosa.
Hasta que llegaron al Abismo.
Era una profunda garganta que abría la tierra y la
partía en dos. Entre uno y otro lado de la brecha se extendía un precipicio
tan hondo que no se veía el final; y tan amplio que apenas se distinguía el
otro extremo entre la niebla.
Y no había nada para cruzarlo. Ni un puente, ni una
escalera, ni una cuerda... Nada.
Le vinieron a la mente las palabras del Maestro Cristalero:
«¿Acaso sabes volar?».
No obstante, y contra todo pronóstico, Bipa no se desanimó
ni permitió que la acometiera la desesperación. Acogió la nueva situación con
un cierto estado de resignación indiferente, o de indiferencia resignada.
—Muy bien —dijo solamente—. Este Abismo será muy
grande, pero tiene que terminar en alguna parte.
De modo que se puso en marcha de nuevo, seguida por
Nevado, a lo largo del precipicio. Caminaron hasta que se hizo de noche, una
noche extraña, teñida por el resplandor azul de la Estrella. Entonces acamparon
al borde del barranco. Y al día siguiente continuaron otra vez.
Llevaban medio día caminando cuando algo
sacó a Bipa de su sopor.
Había una figura moviéndose por el precipicio. No
por el borde, como hacían ellos, sino a través del precipicio. Bipa
corrió, esperando ver un puente o algo similar, pero cuando estuvo lo bastante
cerca se detuvo, con el corazón palpitante, sin poder creer lo que veía.
En primer lugar, no había ningún puente. La persona
que cruzaba el Abismo lo hacía caminando en el aire, suspendida sobre un vacío
tan profundo que a Bipa le daba vértigo sólo de imaginarlo. Aquel loco o
valiente simplemente flotaba sin nada que lo sostuviese, volaba sin necesidad
de alas.
Aquel loco o valiente era Aer.
Bipa reconoció su modo de andar, resuelto y desgarbado,
incluso en el aire. Reconoció su figura aun en la distancia, aunque el cabello
se le hubiese vuelto completamente blanco, y hubiese adelgazado tanto que más
parecía un esqueleto que una persona.
—No puedo creerlo —murmuró, con los ojos anegados
de lágrimas—. No puedo creerlo.
Lo había encontrado. Lo había alcanzado, por fin. Se
secó los ojos con el dorso de la mano y gritó:
-¡¡Aer!!
El eco le devolvió su voz (Aer... Aer... Aer...),
pero el muchacho que caminaba suspendido en el vacío no pareció
escucharla. Bipa lo intentó de nuevo:
—¡¡Aer!! ¡¡Soy yo, Bipa! ¡Espérame!
Espérame... espérame... espérame...
Nuevamente, no se produjo ninguna reacción en él.
Bipa empezó a temer que se hubiese quedado sordo.
—¡Voy a buscarte! —le gritó—. ¡Enseguida voy!
Voy... voy... voy...
Bipa corrió a lo largo del precipicio hasta que
llegó a la altura de Aer.
Ahí comprobó, con creciente angustia, que no había
modo de cruzar. Era tal y como parecía: Aer caminaba en el aire, avanzaba hacia
la otra orilla del Abismo, flotando con la ligereza despreocupada de una nube.
Otra vez oyó la voz de Lumen desde su recuerdo.
«Porque si cruza al otro lado, Bipa, ya no tendrás
modo de llegar hasta él.»
El pánico se adueñó del corazón de la muchacha.
—¡¡Aer!! —lo llamó de nuevo—. ¡Aer, espera! ¡Vuelve!
¡Por favor, Aer, no sigas! ¡Vuelve!
Vuelve... vuelve... vuelve.
El joven seguía sin reaccionar. Impasible,
continuaba avanzando a través del vacío. Bipa reía y lloraba, medio histérica.
—Esto no puede estar pasando... no puede ser real...
—murmuraba, caminando arriba y abajo, al borde del precipicio, como una fiera
enjaulada.
Trató de recordar todo lo que Lumen le había contado
acerca de aquel lugar. Que para cruzar había que volar, había dicho. Bipa
apenas había prestado atención, y ahora se arrepentía. En su momento lo había
considerado un disparate. Y, sin embargo, Aer estaba volando... o flotando... o
caminando en el aire... Y cada vez se alejaba más y más de ella.
No podía dejarlo marchar. No, después de todo lo que
había sufrido para encontrarlo.
—¡¡Aer!! —gritó de nuevo.
Los Caminantes cruzaban al otro lado, recordó. Porque
no tenían miedo a la muerte. Pero tanto ella como Lumen se aferraban demasiado
a la vida. Demasiado como para atreverse a saltar.
¿Sería por el Ópalo que pendía de sus cuellos? ¿El
Ópalo, regalo de la Diosa, dador de vida, que incluso era capaz de animar la
materia inerte? Lumen había dicho algo acerca de que aquella gema detenía el
proceso de Cambio, o como mínimo lo ralentizaba.
Bipa dudó un instante. Pero la figura de
Aer era cada vez más pequeña. No tenía mucho tiempo.
Se quitó el Ópalo y lo depositó sobre la nieve. Después,
lentamente, se acercó al borde del barranco. Tragó saliva y miró hacia abajo.
Profundo vacío y negra oscuridad. Se mareó y tuvo que cerrar los ojos.
—No puedo —sollozó—. ¿Me oyes? —le gritó a Aer—. ¡No
puedo! ¡Y tú no puedes hacerme esto! ¡No puedes obligarme a saltar para
alcanzarte! ¡Eres... oh, maldita sea! —estalló.
Maldita sea... maldita sea... maldita
sea..., coreó el eco.
Bipa volvió a ponerse el Ópalo, con dedos
temblorosos.
—Tengo miedo —le confesó a Nevado—. No puedo ir tras
él. Pero entonces... todo lo que he hecho... ¿no ha servido para nada?
La simple idea de volver con las manos vacías y
desandar todo aquel camino la angustiaba. Pero no podía hacer otra cosa que
quedarse allí, al borde del Abismo, mirando cómo Aer se iba para siempre.
—Estúpido... —masculló—. Cómo has podido ser tan
tonto...
Cerró los ojos un momento, para no ver la silueta de
Aer alejándose de ella. Se preguntó cómo había llegado hasta allí. Todo le
parecía un mal sueño.
Recordó que tanto Maga como su padre la habían prevenido
acerca de aquel viaje. Ella había respondido...
—Si el inútil de Aer ha sido capaz de sobrevivir ahí
fuera, yo también podré hacerlo —murmuró, repitiendo aquellas palabras que
ahora le parecían tan lejanas.
Inspiró hondo. Y una vocecilla susurró en su cabeza:
«Bueno, Aer está volando, ¿no? ¿Por qué no podrías hacerlo tú?»
La respuesta le llegó del propio Aer, a través de su
recuerdo: «¡Eres la más opaca de todos los opacos!».
Los etéreos vuelan, comprendió. Los etéreos han
aprendido a no depender de las limitaciones de su cuerpo. No duermen, no
comen, no sienten frío, no sufren... No caminan por el suelo.
¿Significaba eso que Aer era ya uno de ellos?
Con el corazón encogido, contempló la figura del
joven suspendido sobre el Abismo. «Se ha lanzado a la sima», pensó.
—Puede que su cerebro sí se haya vuelto etéreo —comentó
desdeñosamente—. Pero él todavía parece... corpóreo.
Tal vez fuese ya translúcido, como Lumen. Pero no
podía haber Cambiado todavía. No con ese aspecto. «Y sin embargo, vuela. O
flota. Si él puede hacerlo, tú también», insistió la vocecita.
Bipa tragó saliva. Avanzó un paso. Sintió el Abismo
en la punta del pie, y retrocedió de nuevo.
—No puedo —murmuró—. No puedo.
Y entonces, la neblina borró el contorno de Aer y su
figura se perdió en la lejanía.
—¡¡Aer... no!! —gritó Bipa, horrorizada.
No podía perderlo... no podía perderlo...
Eso fue lo último que pensó, lo único en que pensó,
antes de arrojarse al vacío.
No tuvo tiempo de prepararse, de imaginar que volaba
o de esforzarse por volverse más etérea. La caída contrajo su estómago y la
inundó de una espantosa sensación de pánico.
Y, tras sólo unos segundos cayendo al vacío, el
vacío acudió a su encuentro y la retuvo en el aire con un doloroso golpe. Bipa
gritó al ver el Abismo a sus pies. Su horrorizada mente tardó un poco en
asimilar que se apoyaba sobre algo sólido. Algo sólido, frío, pulido e
invisible... O, mejor dicho, transparente.
Sus sospechas se vieron confirmadas cuando Nevado
aterrizó junto a ella con cierta torpeza. Bipa rió entre lágrimas, dividida
entre el nerviosismo y la alegría.
Después de todo, sí había un puente. Un puente de
cristal.
—Sabía que Aer no es tan especial como pretendía hacerme
creer —dijo, triunfal.
Se puso en pie con cuidado. Quiso echar a correr
tras el joven, pero la prudencia se lo desaconsejó. Al fin y al cabo, no podía
ver el puente y no sabía cuáles eran sus límites. Un paso en falso y acabaría
cayendo al vacío de verdad.
De modo que Bipa reanudó la marcha, siempre seguida
por Nevado, en pos de Aer, cruzando el Abismo.
La travesía se le hizo eterna. Tenía que caminar con
cierta lentitud, pero hacía ya rato que había perdido de vista a Aer, y la
exasperaba no poder correr tras él.
Cuando por fin, horas más tarde, puso los pies al
otro lado, exhaló un suspiro de alivio.
La estepa continuaba sólo un poco más. Después, se
convertía en una llanura de cristal, y más allá, el suelo se resquebrajaba en
grandes placas flotantes que daban paso a un inmenso mar, liso como un espejo.
Bipa miró a su alrededor, buscando, desesperada,
señales de Aer entre la niebla.
Pero no vio a nadie.
Pero no oyó a nadie.
Ni la más mínima brizna de brisa peinaba sus cabellos
ni pellizcaba la superficie del mar. Bipa quiso gritar llamando a Aer, pero no
se atrevió. Tenía la sensación, totalmente irracional, de que algo terrible
sucedería si se atrevía a turbar el silencio sobrenatural de aquel lugar.
Parecía que la niebla se disipaba sobre el agua. A
lo lejos, la Estrella lucía en el cielo, como un inmenso broche de hielo. Era
mucho más grande, mucho más brillante y mucho más inquietante que la primera
vez que la vio.
Y ejercía sobre ella una misteriosa fascinación.
Echó a andar sin dudarlo más. Tenía que ir al lugar
que le señalaba la Estrella, se dijo. Era la única dirección que podía haber
tomado Aer, aunque ello supusiera atravesar el mar. Pero —pensó, de una manera
entre lógica y absurda—, si Aer había caminado suspendido en el aire, bien
podría caminar sobre las aguas.
El mar resultó estar más lejos de lo que Bipa había
calculado, pero ella no detuvo la marcha. La nieve fue desapareciendo del
suelo, poco a poco, hasta que la muchacha se encontró caminando sobre un
terreno que al principio tomó por hielo, pero que enseguida descubrió que era
puro cristal. No se hizo preguntas ni se planteó qué haría cuando llegase a la
orilla, ni por qué razón había perdido la pista de Aer otra vez.
El brillo azul de la Estrella parecía ser la única
pregunta, y la única respuesta. No habría sabido decir cuánto tiempo
permaneció caminando sobre aquella interminable estepa de cristal. Avanzaba
como en trance, sin ser consciente del hambre y de la sed, ni tampoco del
calor que le producía la ropa que llevaba, y que ahora resultaba excesiva para
la temperatura del ambiente.
En algún momento, desde algún rincón de su mente, la
vocecita de su conciencia expresó su preocupación acerca de las distancias: no
era posible que el mar estuviese tan lejos. Tal vez fuera sólo una ilusión.
Pero Bipa no le hizo caso y siguió andando. Tampoco
escuchó al sentimiento de inquietud que le insinuaba que la luz de la Estrella
la tenía hechizada, hipnotizada; y que, si llegaba a alcanzar el mar, no podría
detenerse y perecería ahogada en sus aguas
de espejo.
Por fin un extraño sonido fue sacándola lentamente
de su trance. En aquel inmenso desierto de cristal, ni siquiera sus pasos
resultaban audibles. Pero poco a poco fue consciente de que llevaba un buen
rato oyendo un molesto sonido rítmico: chof... chof... chof...
Aquel ruido la distraía de su estado contemplativo.
Trató de ignorarlo.
Chof... chof... chof...
Por fin, pareció despertar de un sueño y se detuvo,
exasperada, para descubrir el origen de la molestia.
El ruido enmudeció en el mismo instante en que ella
interrumpió sus pasos.
Bipa parpadeó. La Estrella requería de nuevo su atención,
la llamaba, como un poderoso canto de sirena, para conducirla directamente al
palacio de la Emperatriz; pero la muchacha ya había girado la cintura buscando
el origen de aquel sonido, y otra imagen captó su mirada y se instaló en su
retina, de donde nunca más volvería a desaparecer.
Nevado.
En cuanto Bipa lo vio, volvió a la realidad de forma
brusca y brutal. Se olvidó por un momento de la Estrella, de Aer y de todo lo
demás, mientras su conciencia recomponía las piezas de un rompecabezas que no
era tan difícil de resolver, y que habría completado mucho antes, de no haber
estado hipnotizada por aquel astro de despiadada luz azul. El chof...
chof... chof... era el sonido de los pasos del gólem de nieve, cuyas formas
eran ya apenas reconocibles. La temperatura del ambiente había ido subiendo
durante el trayecto, pero Bipa no había sido consciente de ello, o, al menos,
no tanto como para darse cuenta de lo que eso supondría para su amigo.
Nevado se estaba derritiendo. Su piel mostraba una
textura acuosa, como si sudase copiosamente. Sus manos eran dos muñones. Sus
pies quedaban ahora a la altura de lo que habían sido sus rodillas. En su
rostro ya casi no se podían apreciar los dos huecos hundidos que tenía por
ojos. Parecía empequeñecido, febril y más frágil que nunca.
Y, no obstante, la había seguido hasta allí, fiel
hasta el final.
Bipa dejó escapar un grito de angustia que resonó en
aquel páramo desolado como el aullido de un fantasma. Con precipitación, tomó
el Ópalo y trató de colocarlo sobre el pecho de Nevado; pero la gema se hundió
en su cuerpo igual que si fuese de mantequilla.
—¡Tengo que sacarte de aquí! —gritó.
Tomó la mano de Nevado con cuidado, lo justo para
retenerla sin destrozarla, y tiró de ella suavemente, para hacerle ver al gólem
que quería que la siguiera.
Y emprendió una precipitada marcha en dirección contraria
a la que llevaba hasta la Estrella, arrastrando a Nevado tras de sí. Su mente
trataba frenéticamente de recordar cuándo lo había visto en perfectas
condiciones por última vez. Quizá después de cruzar el Abismo... ¿Y cuánto tiempo
había pasado desde entonces? ¿Serían capaces de alcanzar de nuevo la zona en la
que todavía hacía el frío suficiente como para que Nevado siguiese entero? ¿O
era ya demasiado tarde?
Bipa no quería ni planteárselo. Notaba que la mano
de Nevado era cada vez más blanda, y que sus propios dedos estaban cada vez
más empapados.
—¡Corre, corre, corre...! —le gritaba al gólem, mientras
luchaba con todas sus fuerzas para alejarlo de aquella Estrella que, contra
todo pronóstico, había resultado irradiar un calor que era letal para él.
Pero la alocada carrera no duró mucho. De pronto,
Bipa sintió un tirón, y cuando quiso darse cuenta se había quedado con la mano
del gólem entre sus dedos... Una mano que ahora no era más que un bulto de
nieve informe y acuoso.
Bipa la contempló un momento, conmocionada, y luego
alzó la mirada. Deseó no haberlo hecho.
Nevado se había caído. Ya casi no le quedaban piernas,
y trataba de incorporarse con los muñones de sus brazos. La cabeza era apenas
una protuberancia amorfa entre sus hombros. Su esencia seguía fluyendo, en
estado líquido, sobre lo que quedaba de su cuerpo.
Cuando miró a Bipa, con el rostro empapado, pareció
que lloraba.
Ella lloró también.
Se arrodilló junto a él y trató de recomponerlo, a
pesar de que sabía que era inútil. Lo que quedaba de Nevado se derretía entre
sus dedos.
—Tiene que haber... una... manera... —farfullaba
Bipa.
Pero cada vez había menos nieve y, por el contrario,
el charco de agua sobre el que se encontraba el gólem se extendía más y más.
Por fin, la chica se rindió. Abrazó con cuidado la
cintura de Nevado, que ahora era delgada y frágil, y apoyó la cabeza sobre su
pecho, cada vez más blando. Se dio cuenta de que su calor corporal contribuiría
a derretir el cuerpo del gólem más deprisa, por lo que trató de apartarse.
Pero Nevado no se lo permitió. Bipa sintió que pasaba los restos de sus brazos
sobre los hombros de ella, para retenerla a su lado. El gólem de nieve no
quería quedarse solo.
—No te dejaré —le prometió entre lágrimas—. No te
dejaré... —su voz se ahogó en un sollozo—. Eres... un... estúpido —balbuceó
como pudo—. ¿Por qué has tenido que seguirme hasta aquí? ¿Por qué?
Furiosa, arrancó el Ópalo de su cuello y lo arrojó
lejos de sí. Aquel objeto había revivido a Nevado y lo había rescatado de las
garras del olvido, pero también era, muy probablemente, la causa de que el
gólem la siguiera a todas partes, movido por una atracción similar a la que
arrastraba a Aer, a Bipa y a tantos otros hacia los dominios de la Emperatriz.
Sin embargo, Nevado no mostró ningún interés en el
Ópalo caído. Seguía abrazando a Bipa.
—Eres... un estúpido —sollozó ella, conmovida.
Estaba empapada, pero no se le ocurrió intentar apartarse
otra vez.
Así, lentamente, Nevado se licuó entre sus brazos
hasta que ya no fue más que un informe montoncito de nieve blanda. Pese a ello,
Bipa se quedó allí, llorando, contemplando impotente cómo los restos de Nevado
seguían derritiéndose sin remedio. Pronto, del leal gólem de nieve no quedó más
que un charco de agua sobre el suelo de cristal.
La muchacha deseó haberse llevado una botella del taller
de Lumen. Tal vez podría haber recogido un poco de agua y logrado congelarla a
su regreso, quizá...
Sacudió la cabeza, abrumada por la pena. Sabía, en
el fondo, que Nevado ya no existía. Se había ido, había desaparecido del todo,
y aquel charco de agua era sólo agua.
Con todo, deseó poder conservar aunque sólo fuera un
poco, como recuerdo. Rozó el charco con la punta de los dedos y se los llevó a
los labios en un último beso de despedida.
Cerró los ojos, demasiado abatida como para seguir
adelante. Y allí se quedó, tal vez una hora, tal vez dos, no habría sabido
decirlo. Cuando abrió los ojos otra vez, ya ni siquiera quedaba agua. El gólem
había desaparecido por completo.
Bipa se levantó y, agobiada por la pena, clavó la
vista en la Estrella que atraía a Aer irremediablemente.
—¡Mira lo que ha pasado por culpa tuya! —gritó con
voz ronca, y no sabía si se dirigía a Aer, a la Estrella o a la Emperatriz—.
¡Aer! —lo llamó—. ¡Cuando te encuentre te voy a llevar a casa a rastras, lo
quieras o no! ¿Me oyes? ¡Y ya no me voy a molestar en preguntarte!
Se le quebró la voz. Aquel viaje había sido una
locura desde el principio, Bipa lo sabía; pero ahora, tras la desaparición de
Nevado, sentía que necesitaba darle un sentido. Si no encontraba a Aer, si no
lo llevaba de vuelta, el sacrificio del gólem habría sido en vano.
Se secó las lágrimas, cargó con sus cosas y se puso
en marcha de nuevo.
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