viernes, 4 de octubre de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 11)


XI 
Te llevaré a casa...
 
Enseguida descubrió, con sorpresa y algo de apren­sión, que aquellas protuberancias de las paredes eran rostros esculpidos en cristal. Todos ellos pa­recían iguales, máscaras inertes e inexpresivas, con los ojos vacíos y la boca entreabierta.
Los rostros cubrían todos los resquicios del túnel, salvo el suelo. Tapizaban las paredes y el techo abovedado que se alzaba sobre ella. Bipa se preguntó quién se habría tomado la molestia de tallar todas aquellas caras en el cristal y por qué. No obstante, enseguida las olvidó para centrarse en el camino que tenía ante sí.
El túnel parecía interminable. A pesar de la presencia de todos aquellos rostros de cristal que la vigilaban, las únicas amenazas que parecía contener el lugar eran la monotonía y el aburrimiento. A Bipa no le preocupaban las máscaras. Le parecían inofensivas, comparadas con los cientos de Bipas y Nevados del Laberinto de los Espejos. Las caras de cris­tal no se movían ni le recordaban a nadie en particular.
Por eso no se preocupó cuando empezó a creer que re­conocía los rasgos de alguna que otra. «Son todas iguales —se recordó a sí misma—. Es el cansancio lo que te hace ver cosas raras.» Pero inconscientemente empezó a fijarse más en las máscaras. Se detuvo, perpleja, ante una de ellas.
En una primera mirada le había parecido que era igual que su amiga Taba. Pero al observarla de cerca descubrió que había sido una ilusión óptica: aquella cara de cristal era como todas las demás.
El fenómeno, no obstante, se repitió. A medida que fue avanzando le pareció descubrir los rostros de personas a las que conocía; pero siempre las veía por el rabillo del ojo. Cuando se volvía para examinarlas mejor se daba cuenta de que las máscaras seguían siendo todas idénticas.
Así, desde las paredes del túnel de cristal la contemplaron los rostros de Nuba, de Gélida, de Maga, de Lumen (o tal vez Lux); también creyó reconocer a otras personas de las Cue­vas, el mundo que había dejado atrás. Y por fin, como había temido, una de las máscaras tomó el aspecto de su padre.
Bipa se volvió bruscamente hacia aquel rostro crista­lino. Esperaba descubrir, una vez más, que se había equi­vocado. Pero vio, con horror, que la máscara tenía de ver­dad los rasgos de Topo.
Su corazón dejó de latir un breve instante. No eran imaginaciones suyas. Los rostros de cristal eran los rostros de gente que conocía. Y aquél era, sin duda, su padre; hasta le pareció que le sonreía.
Apartó la mirada, muerta de miedo. De pronto el tú­nel ya no estaba cuajado de rostros iguales. Era toda una galería de caras conocidas. Ahí estaba de nuevo Taba, y Maga, y Nuba, y toda la gente de las Cuevas, y Lumen (o Lux), y Gélida, incluso Nivea.
Eran ellos, todos y cada uno de ellos, ahora los veía con tanta claridad que no comprendía cómo había creído, al principio, que todas las máscaras eran iguales.
—¿Qué... qué hacéis aquí? —balbuceó.
Y oyó la voz de Taba en alguna parte.
—Oh, Bipa... fuiste a buscar a Aer, ¿verdad? Qué va­liente eres...
Bipa se volvió hacia todos lados, sacudiendo la cabeza con violencia, esperando, tal vez, despertar así de una ex­traña pesadilla. Ahí estaba la máscara con el rostro de Taba, y sí, estaba hablando...
... Y de pronto, todos los rostros estaban hablando.
—... Tienes que devolverme el Ópalo —decía Maga; parecía mucho más vieja y cansada de lo que Bipa recor­daba—. Sabes que lo necesito. Los enfermos...
—... Mi hijo —decía Nuba—. Siguió el camino de su padre. Él...
—... Ese colgante que llevas —exigía Gélida—. Dá­melo, y a cambio te permitiré salir con vida de este lugar...
—... Es peligroso, Bipa—proclamaba Lumen—. No podrás alcanzar a tu amigo si sigues siendo opaca, pero...
—... Vuelve a casa —le imploraba su padre.
Solamente repetía eso, una y otra vez, como una le­tanía: vuelve a casa... vuelve a casa... vuelve a casa...
Bipa gritó y se tapó los oídos, pero las voces continua­ban hablando, todas a la vez, y resonaban en su cabeza y en su corazón. La joven echó a correr, buscando el final de aquel lugar de locura, pero el túnel no se terminaba, y las máscaras reproducían una y otra vez los rasgos de sus ami­gos y conocidos, que seguían hablando sin cesar.
—... Una opaca como tú no puede traspasar las puer­tas de la Ciudad de Cristal...
—... ¡Un cúmulo de carne! ¿Cómo te atreves...?
—... Aer se fue... como su padre... El palacio de la Em­peratriz...
—Vuelve a casa... vuelve a casa... vuelve a casa...
Bipa no pudo más. Se detuvo y gritó al túnel, con to­das sus fuerzas:
—¡¡¡Basta!!! ¡Callaos de una vez!
Los rostros de cristal enmudecieron un instante, pero enseguida volvieron a hablar todos al mismo tiempo, en una cacofonía de voces que hundió a Bipa en una pro­funda desesperación. Se sentó en el suelo, con la cabeza escondida entre las rodillas y protegida por ambos bra­zos, hecha una pequeña pelota temblorosa. Las voces seguían parloteando, y Bipa luchó por ignorarlas. Ni si­quiera la fresca presencia de Nevado contribuyó a recon­fortarla.
Hasta que oyó aquella voz:
—... Eres la más opaca de todos los opacos.
Bipa abrió los ojos y alzó la cabeza, inquieta. Se vol­vió hacia la pared más cercana. Su mirada saltó de máscara en máscara hasta que topó con la que buscaba.
El rostro de Aer, allí mismo, en el túnel de cristal, entre una máscara de Topo y otra de Nivea. Un rostro anguloso y transparente, pero que reproducía sus rasgos y hasta su picara sonrisa.
Bipa sabía, en el fondo, que no era real. Pero su ali­vio al verlo fue tal que le habló como si lo fuera.
—¡Idiota! —le espetó—. Lo he pasado fatal, y todo por tu culpa. Sólo tú podías ser tan estúpido como para emprender un viaje como éste.
—Y sólo una estúpida seguiría a un estúpido —le re­plicó él, para su sorpresa—. Vamos, Bipa. Sabes que es mi destino, que lo llevo en la sangre. Tengo que ir al palacio de la Emperatriz. No hay otra salida.
—Sí, la hay —le replicó Bipa, con cierta angustia—. Puedes volver a casa. Tu madre te echa de menos. Todos te echan de menos.
—Y tú también, ¿no es cierto?
—Más quisieras —gruñó ella, pero el rostro de cristal siguió hablando, sin escucharla.
—Me estás siguiendo porque quieres atarme a tu lado —prosiguió, sin piedad—. Porque no quieres admitir que no soy como tú. Mi lugar no está entre los opacos. A donde yo voy tú no puedes seguirme.
—No sé por qué crees que... —empezó ella, pero no encontró las palabras para continuar.
Las acusaciones de Aer abrían una herida profunda en su corazón.
No obstante, la máscara siguió hablando. Ya no pa­recía de cristal; había adquirido fluidez y elasticidad, y por eso, su gesto desdeñoso y su sonrisa llena de ironía y desprecio eran todavía más apreciables que antes.
—Mírate. ¿Qué te hace pensar que te quiero a mi lado? ¿A una Opaca que es incapaz de comprender la grandeza de los etéreos, la grandeza de la Emperatriz? ¿Qué te hace pensar que estás a mi altura?
Bipa parpadeó, luchando con furia para retener las lágrimas.
—Cállate... Oh, cállate, estúpido cabeza hueca...
—¿Hasta dónde vas a llegar en mi busca? ¿Qué te hace pensar que quiero que me sigas... opaca?
Su última palabra estaba cargada de desprecio.
—¡Cállate! —bramó Bipa, pero Aer se rió, se rió con fuerza y sin piedad... se rió de ella.
Y Bipa no tuvo más remedio que escuchar aquellas car­cajadas, mientras el rostro de su padre repetía: «Vuelve a casa... vuelve a casa...». Y el de Nivea le recordaba: «Eres repugnante, opaca, un cúmulo de carne...».
—¡¡Callaos!! —gritó Bipa con todas sus fuerzas—. ¡Dejadme todos en paz!
Pero los rostros continuaban hablando todos a la vez y, por encima de aquellas voces, Aer seguía riéndose de ella...
Bipa sintió que se mareaba. El mundo empezó a girar vertiginosamente a su alrededor, tuvo la sensación de que caía... y perdió el conocimiento antes de tocar el suelo.
Cuando despertó, horas más tarde, no se oía absolu­tamente nada. Las voces habían callado, de forma inexpli­cable, y apenas quedaba un eco de ellas en algún rincón de su mente. Lenta, muy lentamente, Bipa abrió los ojos. Ya no estaba en el túnel de cristal. Las máscaras habían desaparecido. Ante ella se extendía una interminable es­tepa blanqueada por la nieve.
Se incorporó. Le dolía la cabeza, pero se esforzó por situarse. Miró a su alrededor y se encontró al pie de una alta cordillera formada por inmensos bloques de cuarzo translúcido. Junto a ella se abría la boca de una cueva de la que fluía un resplandor que no le era desconocido.
—El Túnel de las Mil Máscaras —murmuró; descu­brió a Nevado a su lado, inmóvil como una estatua, alerta como un centinela—. ¿Me has sacado tú? —le preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
El gólem no se inmutó. Tampoco lo hizo cuando Bipa lo abrazó en señal de agradecimiento.
La brisa le trajo un susurro siniestro. Parecía prove­nir del interior de la cueva.
—Vamonos de aquí —dijo, reprimiendo un estreme­cimiento.
Se levantó, aún temblorosa, y comenzó a caminar, con­tenta de volver a estar al aire libre y de poder alejarse de aquel lugar.
Recorrieron la llanura en silencio. La niebla allí era menos densa, pero la luz que clareaba el cielo no se pa­recía a la luz diurna que Bipa conocía. Era una luz azul, pálida, helada; teñía el ambiente con una extraña to­nalidad que definía los contornos y espesaba el aire a la vez.
—Esta luz —comprendió la joven— no es de este mundo.
Se detuvo y alzó la cabeza. Y allí, suspendida en el cielo, entre la niebla, vio la Estrella, todavía lejana, pero mu­cho más grande y real de lo que jamás había imaginado.
—La Estrella que señala el lugar donde está el palacio de la Emperatriz— murmuró Bipa.
Estaban muy cerca.
Demasiado cerca.
Continuaron la marcha a través de aquella estepa va­cía, anormalmente silenciosa.
Hasta que llegaron al Abismo.
Era una profunda garganta que abría la tierra y la par­tía en dos. Entre uno y otro lado de la brecha se extendía un precipicio tan hondo que no se veía el final; y tan am­plio que apenas se distinguía el otro extremo entre la nie­bla.
Y no había nada para cruzarlo. Ni un puente, ni una escalera, ni una cuerda... Nada.
Le vinieron a la mente las palabras del Maestro Cris­talero: «¿Acaso sabes volar?».
No obstante, y contra todo pronóstico, Bipa no se de­sanimó ni permitió que la acometiera la desesperación. Acogió la nueva situación con un cierto estado de resigna­ción indiferente, o de indiferencia resignada.
—Muy bien —dijo solamente—. Este Abismo será muy grande, pero tiene que terminar en alguna parte.
De modo que se puso en marcha de nuevo, seguida por Nevado, a lo largo del precipicio. Caminaron hasta que se hizo de noche, una noche extraña, teñida por el resplandor azul de la Estrella. Entonces acamparon al borde del barranco. Y al día siguiente continuaron otra vez.
Llevaban medio día caminando cuando algo sacó a Bipa de su sopor.
Había una figura moviéndose por el precipicio. No por el borde, como hacían ellos, sino a través del precipi­cio. Bipa corrió, esperando ver un puente o algo similar, pero cuando estuvo lo bastante cerca se detuvo, con el co­razón palpitante, sin poder creer lo que veía.
En primer lugar, no había ningún puente. La per­sona que cruzaba el Abismo lo hacía caminando en el aire, suspendida sobre un vacío tan profundo que a Bipa le daba vértigo sólo de imaginarlo. Aquel loco o valiente simplemente flotaba sin nada que lo sostuviese, volaba sin necesidad de alas.
Aquel loco o valiente era Aer.
Bipa reconoció su modo de andar, resuelto y desgar­bado, incluso en el aire. Reconoció su figura aun en la dis­tancia, aunque el cabello se le hubiese vuelto completa­mente blanco, y hubiese adelgazado tanto que más parecía un esqueleto que una persona.
—No puedo creerlo —murmuró, con los ojos anega­dos de lágrimas—. No puedo creerlo.
Lo había encontrado. Lo había alcanzado, por fin. Se secó los ojos con el dorso de la mano y gritó:
-¡¡Aer!!
El eco le devolvió su voz (Aer... Aer... Aer...), pero el muchacho que caminaba suspendido en el vacío no pa­reció escucharla. Bipa lo intentó de nuevo:
—¡¡Aer!! ¡¡Soy yo, Bipa! ¡Espérame!
Espérame... espérame... espérame...
Nuevamente, no se produjo ninguna reacción en él. Bipa empezó a temer que se hubiese quedado sordo.
—¡Voy a buscarte! —le gritó—. ¡Enseguida voy!
Voy... voy... voy...
Bipa corrió a lo largo del precipicio hasta que llegó a la altura de Aer.
Ahí comprobó, con creciente angustia, que no había modo de cruzar. Era tal y como parecía: Aer caminaba en el aire, avanzaba hacia la otra orilla del Abismo, flo­tando con la ligereza despreocupada de una nube.
Otra vez oyó la voz de Lumen desde su recuerdo.
«Porque si cruza al otro lado, Bipa, ya no tendrás modo de llegar hasta él.»
El pánico se adueñó del corazón de la muchacha.
—¡¡Aer!! —lo llamó de nuevo—. ¡Aer, espera! ¡Vuelve! ¡Por favor, Aer, no sigas! ¡Vuelve!
Vuelve... vuelve... vuelve.
El joven seguía sin reaccionar. Impasible, continuaba avanzando a través del vacío. Bipa reía y lloraba, medio histérica.
—Esto no puede estar pasando... no puede ser real... —murmuraba, caminando arriba y abajo, al borde del pre­cipicio, como una fiera enjaulada.
Trató de recordar todo lo que Lumen le había contado acerca de aquel lugar. Que para cruzar había que volar, ha­bía dicho. Bipa apenas había prestado atención, y ahora se arrepentía. En su momento lo había considerado un disparate. Y, sin embargo, Aer estaba volando... o flotando... o ca­minando en el aire... Y cada vez se alejaba más y más de ella.
No podía dejarlo marchar. No, después de todo lo que había sufrido para encontrarlo.
—¡¡Aer!! —gritó de nuevo.
Los Caminantes cruzaban al otro lado, recordó. Por­que no tenían miedo a la muerte. Pero tanto ella como Lu­men se aferraban demasiado a la vida. Demasiado como para atreverse a saltar.
¿Sería por el Ópalo que pendía de sus cuellos? ¿El Ópalo, regalo de la Diosa, dador de vida, que incluso era capaz de animar la materia inerte? Lumen había dicho algo acerca de que aquella gema detenía el proceso de Cambio, o como mínimo lo ralentizaba.
Bipa dudó un instante. Pero la figura de Aer era cada vez más pequeña. No tenía mucho tiempo.
Se quitó el Ópalo y lo depositó sobre la nieve. Des­pués, lentamente, se acercó al borde del barranco. Tragó saliva y miró hacia abajo. Profundo vacío y negra oscuri­dad. Se mareó y tuvo que cerrar los ojos.
—No puedo —sollozó—. ¿Me oyes? —le gritó a Aer—. ¡No puedo! ¡Y tú no puedes hacerme esto! ¡No pue­des obligarme a saltar para alcanzarte! ¡Eres... oh, maldita sea! —estalló.
Maldita sea... maldita sea... maldita sea..., coreó el eco.
Bipa volvió a ponerse el Ópalo, con dedos temblorosos.
—Tengo miedo —le confesó a Nevado—. No puedo ir tras él. Pero entonces... todo lo que he hecho... ¿no ha servido para nada?
La simple idea de volver con las manos vacías y desan­dar todo aquel camino la angustiaba. Pero no podía hacer otra cosa que quedarse allí, al borde del Abismo, mirando cómo Aer se iba para siempre.
—Estúpido... —masculló—. Cómo has podido ser tan tonto...
Cerró los ojos un momento, para no ver la silueta de Aer alejándose de ella. Se preguntó cómo había llegado hasta allí. Todo le parecía un mal sueño.
Recordó que tanto Maga como su padre la habían pre­venido acerca de aquel viaje. Ella había respondido...
—Si el inútil de Aer ha sido capaz de sobrevivir ahí fuera, yo también podré hacerlo —murmuró, repitiendo aquellas palabras que ahora le parecían tan lejanas.
Inspiró hondo. Y una vocecilla susurró en su cabeza: «Bueno, Aer está volando, ¿no? ¿Por qué no podrías ha­cerlo tú?»
La respuesta le llegó del propio Aer, a través de su re­cuerdo: «¡Eres la más opaca de todos los opacos!».
Los etéreos vuelan, comprendió. Los etéreos han apren­dido a no depender de las limitaciones de su cuerpo. No duermen, no comen, no sienten frío, no sufren... No caminan por el suelo.
¿Significaba eso que Aer era ya uno de ellos?
Con el corazón encogido, contempló la figura del joven suspendido sobre el Abismo. «Se ha lanzado a la sima», pensó.
—Puede que su cerebro sí se haya vuelto etéreo —co­mentó desdeñosamente—. Pero él todavía parece... cor­póreo.
Tal vez fuese ya translúcido, como Lumen. Pero no podía haber Cambiado todavía. No con ese aspecto. «Y sin embargo, vuela. O flota. Si él puede hacerlo, tú tam­bién», insistió la vocecita.
Bipa tragó saliva. Avanzó un paso. Sintió el Abismo en la punta del pie, y retrocedió de nuevo.
—No puedo —murmuró—. No puedo.
Y entonces, la neblina borró el contorno de Aer y su figura se perdió en la lejanía.
—¡¡Aer... no!! —gritó Bipa, horrorizada.
No podía perderlo... no podía perderlo...
Eso fue lo último que pensó, lo único en que pensó, antes de arrojarse al vacío.
No tuvo tiempo de prepararse, de imaginar que volaba o de esforzarse por volverse más etérea. La caída contrajo su estómago y la inundó de una espantosa sensación de pánico.
Y, tras sólo unos segundos cayendo al vacío, el vacío acudió a su encuentro y la retuvo en el aire con un dolo­roso golpe. Bipa gritó al ver el Abismo a sus pies. Su ho­rrorizada mente tardó un poco en asimilar que se apoyaba sobre algo sólido. Algo sólido, frío, pulido e invisible... O, mejor dicho, transparente.
Sus sospechas se vieron confirmadas cuando Nevado aterrizó junto a ella con cierta torpeza. Bipa rió entre lá­grimas, dividida entre el nerviosismo y la alegría.
Después de todo, sí había un puente. Un puente de cristal.
—Sabía que Aer no es tan especial como pretendía ha­cerme creer —dijo, triunfal.
Se puso en pie con cuidado. Quiso echar a correr tras el joven, pero la prudencia se lo desaconsejó. Al fin y al cabo, no podía ver el puente y no sabía cuáles eran sus límites. Un paso en falso y acabaría cayendo al vacío de verdad.
De modo que Bipa reanudó la marcha, siempre se­guida por Nevado, en pos de Aer, cruzando el Abismo.
La travesía se le hizo eterna. Tenía que caminar con cierta lentitud, pero hacía ya rato que había perdido de vista a Aer, y la exasperaba no poder correr tras él.
Cuando por fin, horas más tarde, puso los pies al otro lado, exhaló un suspiro de alivio.
La estepa continuaba sólo un poco más. Después, se convertía en una llanura de cristal, y más allá, el suelo se resquebrajaba en grandes placas flotantes que daban paso a un inmenso mar, liso como un espejo.
Bipa miró a su alrededor, buscando, desesperada, seña­les de Aer entre la niebla.
Pero no vio a nadie.
Pero no oyó a nadie.
Ni la más mínima brizna de brisa peinaba sus cabe­llos ni pellizcaba la superficie del mar. Bipa quiso gritar llamando a Aer, pero no se atrevió. Tenía la sensación, totalmente irracional, de que algo terrible sucedería si se atrevía a turbar el silencio sobrenatural de aquel lugar.
Parecía que la niebla se disipaba sobre el agua. A lo le­jos, la Estrella lucía en el cielo, como un inmenso broche de hielo. Era mucho más grande, mucho más brillante y mucho más inquietante que la primera vez que la vio.
Y ejercía sobre ella una misteriosa fascinación.
Echó a andar sin dudarlo más. Tenía que ir al lugar que le señalaba la Estrella, se dijo. Era la única dirección que podía haber tomado Aer, aunque ello supusiera atra­vesar el mar. Pero —pensó, de una manera entre lógica y absurda—, si Aer había caminado suspendido en el aire, bien podría caminar sobre las aguas.
El mar resultó estar más lejos de lo que Bipa había cal­culado, pero ella no detuvo la marcha. La nieve fue desa­pareciendo del suelo, poco a poco, hasta que la muchacha se encontró caminando sobre un terreno que al principio tomó por hielo, pero que enseguida descubrió que era puro cristal. No se hizo preguntas ni se planteó qué haría cuando llegase a la orilla, ni por qué razón había perdido la pista de Aer otra vez.
El brillo azul de la Estrella parecía ser la única pre­gunta, y la única respuesta. No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció caminando sobre aquella intermina­ble estepa de cristal. Avanzaba como en trance, sin ser cons­ciente del hambre y de la sed, ni tampoco del calor que le producía la ropa que llevaba, y que ahora resultaba exce­siva para la temperatura del ambiente.
En algún momento, desde algún rincón de su mente, la vocecita de su conciencia expresó su preocupación acerca de las distancias: no era posible que el mar estuviese tan lejos. Tal vez fuera sólo una ilusión.
Pero Bipa no le hizo caso y siguió andando. Tampoco escuchó al sentimiento de inquietud que le insinuaba que la luz de la Estrella la tenía hechizada, hipnotizada; y que, si llegaba a alcanzar el mar, no podría detenerse y perece­ría ahogada en sus aguas de espejo.
Por fin un extraño sonido fue sacándola lentamente de su trance. En aquel inmenso desierto de cristal, ni si­quiera sus pasos resultaban audibles. Pero poco a poco fue consciente de que llevaba un buen rato oyendo un molesto sonido rítmico: chof... chof... chof...
Aquel ruido la distraía de su estado contemplativo. Trató de ignorarlo.
Chof... chof... chof...
Por fin, pareció despertar de un sueño y se detuvo, exasperada, para descubrir el origen de la molestia.
El ruido enmudeció en el mismo instante en que ella interrumpió sus pasos.
Bipa parpadeó. La Estrella requería de nuevo su aten­ción, la llamaba, como un poderoso canto de sirena, para conducirla directamente al palacio de la Emperatriz; pero la muchacha ya había girado la cintura buscando el ori­gen de aquel sonido, y otra imagen captó su mirada y se instaló en su retina, de donde nunca más volvería a desaparecer.
Nevado.
En cuanto Bipa lo vio, volvió a la realidad de forma brusca y brutal. Se olvidó por un momento de la Es­trella, de Aer y de todo lo demás, mientras su concien­cia recomponía las piezas de un rompecabezas que no era tan difícil de resolver, y que habría completado mu­cho antes, de no haber estado hipnotizada por aquel as­tro de despiadada luz azul. El chof... chof... chof... era el sonido de los pasos del gólem de nieve, cuyas formas eran ya apenas reconocibles. La temperatura del am­biente había ido subiendo durante el trayecto, pero Bipa no había sido consciente de ello, o, al menos, no tanto como para darse cuenta de lo que eso supondría para su amigo.
Nevado se estaba derritiendo. Su piel mostraba una textura acuosa, como si sudase copiosamente. Sus manos eran dos muñones. Sus pies quedaban ahora a la altura de lo que habían sido sus rodillas. En su rostro ya casi no se podían apreciar los dos huecos hundidos que tenía por ojos. Parecía empequeñecido, febril y más frágil que nunca.
Y, no obstante, la había seguido hasta allí, fiel hasta el final.
Bipa dejó escapar un grito de angustia que resonó en aquel páramo desolado como el aullido de un fantasma. Con precipitación, tomó el Ópalo y trató de colocarlo so­bre el pecho de Nevado; pero la gema se hundió en su cuerpo igual que si fuese de mantequilla.
—¡Tengo que sacarte de aquí! —gritó.
Tomó la mano de Nevado con cuidado, lo justo para retenerla sin destrozarla, y tiró de ella suavemente, para hacerle ver al gólem que quería que la siguiera.
Y emprendió una precipitada marcha en dirección con­traria a la que llevaba hasta la Estrella, arrastrando a Ne­vado tras de sí. Su mente trataba frenéticamente de recor­dar cuándo lo había visto en perfectas condiciones por última vez. Quizá después de cruzar el Abismo... ¿Y cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Serían capaces de alcanzar de nuevo la zona en la que todavía hacía el frío suficiente como para que Nevado siguiese entero? ¿O era ya demasiado tarde?
Bipa no quería ni planteárselo. Notaba que la mano de Nevado era cada vez más blanda, y que sus propios de­dos estaban cada vez más empapados.
—¡Corre, corre, corre...! —le gritaba al gólem, mien­tras luchaba con todas sus fuerzas para alejarlo de aquella Estrella que, contra todo pronóstico, había resultado irra­diar un calor que era letal para él.
Pero la alocada carrera no duró mucho. De pronto, Bipa sintió un tirón, y cuando quiso darse cuenta se había quedado con la mano del gólem entre sus dedos... Una mano que ahora no era más que un bulto de nieve informe y acuoso.
Bipa la contempló un momento, conmocionada, y luego alzó la mirada. Deseó no haberlo hecho.
Nevado se había caído. Ya casi no le quedaban pier­nas, y trataba de incorporarse con los muñones de sus bra­zos. La cabeza era apenas una protuberancia amorfa entre sus hombros. Su esencia seguía fluyendo, en estado líquido, sobre lo que quedaba de su cuerpo.
Cuando miró a Bipa, con el rostro empapado, pareció que lloraba.
Ella lloró también.
Se arrodilló junto a él y trató de recomponerlo, a pe­sar de que sabía que era inútil. Lo que quedaba de Nevado se derretía entre sus dedos.
—Tiene que haber... una... manera... —farfullaba Bipa.
Pero cada vez había menos nieve y, por el contrario, el charco de agua sobre el que se encontraba el gólem se ex­tendía más y más.
Por fin, la chica se rindió. Abrazó con cuidado la cin­tura de Nevado, que ahora era delgada y frágil, y apoyó la cabeza sobre su pecho, cada vez más blando. Se dio cuenta de que su calor corporal contribuiría a derretir el cuerpo del gólem más deprisa, por lo que trató de apar­tarse. Pero Nevado no se lo permitió. Bipa sintió que pa­saba los restos de sus brazos sobre los hombros de ella, para retenerla a su lado. El gólem de nieve no quería que­darse solo.
—No te dejaré —le prometió entre lágrimas—. No te dejaré... —su voz se ahogó en un sollozo—. Eres... un... estúpido —balbuceó como pudo—. ¿Por qué has tenido que seguirme hasta aquí? ¿Por qué?
Furiosa, arrancó el Ópalo de su cuello y lo arrojó le­jos de sí. Aquel objeto había revivido a Nevado y lo ha­bía rescatado de las garras del olvido, pero también era, muy probablemente, la causa de que el gólem la siguiera a todas partes, movido por una atracción similar a la que arrastraba a Aer, a Bipa y a tantos otros hacia los dominios de la Emperatriz.
Sin embargo, Nevado no mostró ningún interés en el Ópalo caído. Seguía abrazando a Bipa.
—Eres... un estúpido —sollozó ella, conmovida.
Estaba empapada, pero no se le ocurrió intentar apar­tarse otra vez.
Así, lentamente, Nevado se licuó entre sus brazos hasta que ya no fue más que un informe montoncito de nieve blanda. Pese a ello, Bipa se quedó allí, llorando, contemplando impotente cómo los restos de Nevado seguían derritiéndose sin remedio. Pronto, del leal gólem de nieve no quedó más que un charco de agua sobre el suelo de cristal.
La muchacha deseó haberse llevado una botella del ta­ller de Lumen. Tal vez podría haber recogido un poco de agua y logrado congelarla a su regreso, quizá...
Sacudió la cabeza, abrumada por la pena. Sabía, en el fondo, que Nevado ya no existía. Se había ido, había de­saparecido del todo, y aquel charco de agua era sólo agua.
Con todo, deseó poder conservar aunque sólo fuera un poco, como recuerdo. Rozó el charco con la punta de los dedos y se los llevó a los labios en un último beso de despedida.
Cerró los ojos, demasiado abatida como para seguir adelante. Y allí se quedó, tal vez una hora, tal vez dos, no habría sabido decirlo. Cuando abrió los ojos otra vez, ya ni siquiera quedaba agua. El gólem había desaparecido por completo.
Bipa se levantó y, agobiada por la pena, clavó la vista en la Estrella que atraía a Aer irremediablemente.
—¡Mira lo que ha pasado por culpa tuya! —gritó con voz ronca, y no sabía si se dirigía a Aer, a la Estrella o a la Emperatriz—. ¡Aer! —lo llamó—. ¡Cuando te encuentre te voy a llevar a casa a rastras, lo quieras o no! ¿Me oyes? ¡Y ya no me voy a molestar en preguntarte!
Se le quebró la voz. Aquel viaje había sido una locura desde el principio, Bipa lo sabía; pero ahora, tras la desa­parición de Nevado, sentía que necesitaba darle un sen­tido. Si no encontraba a Aer, si no lo llevaba de vuelta, el sacrificio del gólem habría sido en vano.
Se secó las lágrimas, cargó con sus cosas y se puso en marcha de nuevo.

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