XII
El Mar de los Líquidos
Caminó y caminó, durante varios días y
varias noches. En realidad, apenas fue consciente del paso del tiempo. Ya no
sentía sueño, ni hambre, ni sed, ni cansancio. Simplemente avanzaba hacia la
Estrella, hacia el palacio de la Emperatriz.
Tan sólo se detuvo cuando alcanzó el mar por fin. La
superficie cristalina sobre la que caminaba se resquebrajaba cerca de la
orilla, formando enormes placas que flotaban sobre el agua. Algunas de ellas
seguían unidas al suelo firme. Otras se desprendían de la orilla y se perdían
en el mar.
Era un espectáculo de rara belleza: el
suelo de cristal descomponiéndose en placas de todos los tamaños que navegaban
por la superficie de aquel océano liso y transparente. Pero Bipa estaba
demasiado ausente como para darse cuenta. Detuvo sus pasos cuando el suelo
vibró bajo sus pies y el trozo de cristal sobre el que se apoyaba se separó del
resto con un chasquido. Bipa se quedó inmóvil un momentó. El cristal flotó
sobre el agua, lentamente al principio, luego más deprisa, alejándose de
tierra firme. Pero Bipa no sintió miedo. Cayó de rodillas sobre la improvisada
balsa y se dejó llevar.
El cristal flotaba en dirección a la Estrella, como
si ésta lo atrajera también. Pronto, Bipa perdió de vista el continente; o lo
habría perdido de vista si se hubiera tomado la molestia de mirar atrás.
Navegó por un océano limpio y puro, en cuya superficie
lisa como un espejo no se apreciaba ni una sola ola. Navegó bajo un cielo
iluminado día y noche por aquella fría luz azul.
Pero no estaba sola. Formas fluidas y cambiantes se
deslizaban bajo el agua, acompañándola. Ella no les prestó atención. Si lo
hubiese hecho, habría descubierto que eran demasiado transparentes como para
ser realmente peces. Además no parecían poseer una silueta definida, sino que
se alargaban, se contraían, se estiraban, se fusionaban unas con otras para
formar una mayor o desaparecían, fundiéndose con el agua.
Con el tiempo, aquellas criaturas dejaron de seguir
a la balsa de cristal de Bipa.
Pero aparecieron otras. Y éstas eran más grandes y
consistentes. Parecían enormes peces, fusiformes, de poderosas aletas. La
seguían saltando fuera del agua, y al emerger y volver a sumergirse, apenas
formaban ondas en la lisa superficie del mar. Cuando Bipa, atraída por las
esbeltas siluetas que saltaban a su alrededor, se volvió para mirarlas, descubrió
que aquellas criaturas estaban hechas de agua pura.
Trató de tocarlas. Se retiraban, juguetonas, pero
alguna de ellas se dejó acariciar. Cierto. Tenían formas de peces, grandes y
esbeltos, pero eran completamente líquidas.
Aquél era el primer contacto de Bipa con el mar. No
podía saber, por tanto, que aquellos peces no eran realmente peces, sino
delfines, delfines de agua que seguían saltando y riendo como lo habrían hecho
de haber sido sólidos aún. En cualquier caso, Bipa no trató de ahuyentarlos,
porque le reconfortaba su compañía.
El viaje continuó, monótono. Los delfines de agua seguían
saltando a su alrededor, pero Bipa dejó de prestarles atención.
En el horizonte, la Estrella azul seguía iluminando
aquel océano eterno. Y pronto Bipa se dio cuenta de que, si no hacía algo, no
tardaría en pasar a formar parte de él.
Porque su balsa de cristal también se estaba
licuando, como si estuviera hecha de hielo. Poco a poco se fundía con el agua,
volviéndose cada vez más pequeña. Bipa se encogió sobre sí misma.
Nunca había aprendido a nadar, pero, extrañamente,
no era eso lo que más le preocupaba. Era aquella agua, tan pura, tan
transparente. Algo en su corazón temía que ella misma llegaría a formar parte
de aquel mar silencioso. Que se licuaría, igual que Nevado. Tal vez se
convertiría en un pez de agua, o tal vez en millones de gotas que se fundirían
con el océano.
Mientras, el cristal de su balsa seguía
derritiéndose. Bipa se puso en pie para tratar de ocupar lo menos posible.
Sabía, no obstante, que era inútil. Pronto, su balsa desaparecería y ella se
hundiría en el agua.
Alzó la mirada para clavarla en el horizonte. Descubrió,
esperanzada, que había algo más allá. ¿Tal vez tierra firme? Era difícil
saberlo desde tan lejos. Bipa se inclinó hacia adelante, intentando adivinar
qué era aquella extensión que se apreciaba en la lejanía, pero perdió el
equilibrio y, antes de que se diera cuenta, cayó al agua.
Lanzó una exclamación de angustia cuando
el mar se la tragó. Manoteó, aterrada, e intentó volver a subirse a su balsa de
cristal; pero ésta era ya demasiado pequeña para sostenerla.
Instintivamente, abrió la boca para pedir ayuda;
pero las aguas la envolvían, la empujaban, la succionaban; tiraban de ella
como si fuesen un ente vivo.
Sintió un movimiento a su alrededor, y le entró el
pánico. Pero no era el agua, o, al menos, no la del océano. Eran aquellos
extraños delfines, fluidos y transparentes. Hacían piruetas en torno a ella, y
Bipa habría jurado que se reían. Trató de aferrarse a sus lomos plateados, pero
no lo consiguió. Sus cuerpos líquidos no estaban hechos para ser tocados o
acariciados. Los dedos de Bipa traspasaron la piel de agua de uno de ellos, y
la muchacha pataleó, tratando de recuperar el equilibrio para no hundirse
todavía más. Allí no había truco. No podría caminar sobre el agua, de forma
similar a como había caminado sobre el Abismo. Era demasiado opaca todavía,
comprendió. Demasiado corpórea, demasiado pesada. Y por eso iba a morir.
A los dominios de la Emperatriz no podía llegar cualquiera.
Intentó apartar aquellos pensamientos de
su mente y luchó por mantenerse a flote. Sentía que el agua mordía su piel,
arrancando pedazos de su esencia, si es que ello era posible.
Por fin, cuando ya estaba convencida de que no aguantaría
ni un instante más, algo tiró de ella y la sacó del agua.
Bipa tosió, jadeó y pataleó en el aire, entre
aliviada y aterrorizada. Sus pies rozaban la superficie del agua sin llegar a
hundirse en ella, y por un momento creyó que era verdad que había aprendido a
caminar sobre el mar. Pero la lógica se impuso a la ilusión para recordarle que
«algo» la había sacado del agua y todavía la sostenía.
Volvió la cabeza.
Tras ella se alzaba una persona cuyos rasgos
parecían cincelados en cristal. Por un instante la confundió con uno de los
golems animados por Lux; pero enseguida se dio cuenta de que era un ser de
carne y hueso; sus facciones eran humanas, demasiado suaves y detalladas como
para haber sido esculpidas sobre un prisma de cristal. Sin embargo, aquella
persona era casi completamente transparente, y su cuerpo tenía un extraño
aspecto fluido. Bipa temió que fuera un ser de agua, como los delfines que la
habían acompañado hasta allí, y, en un arranque de pánico, tuvo miedo de que la
dejara caer. Se aferró a su muñeca por instinto y descubrió, con alivio, que
aquella persona era sólida, aunque extrañamente blanda. Se miraron un
instante. Bipa no podía dilucidar si era hombre o mujer. Sus rasgos eran muy
finos, al igual que su cabello, que caía a ambos lados de su rostro,
ondulándose de forma similar a la cresta de una ola, y casi igual de fluido.
Sus ojos parecían diamantes líquidos.
—Pesas mucho — comentó el ser, con una voz ligera
como un arroyo.
Ni siquiera por su tono pudo deducir Bipa su sexo.
Quiso disculparse por su propia corporeidad, tan evidente comparada con la de
su salvador o salvadora; sin embargo él, o ella, no le dio tiempo a hablar:
ante el horror de la muchacha, la dejó caer al agua con un sonoro chapoteo;
pero la sostuvo por la ropa, manteniendo su cabeza por encima de la superficie.
Entonces dio media vuelta y echó a andar,
arrastrando a Bipa tras de sí.
Y, en efecto, caminaba sobre el agua, sin hundirse,
deslizando sus pies ligeros por encima de la lisa superficie del mar. Bipa,
maravillada, se dejó llevar.
Su propio cuerpo creaba una estela sobre las aguas,
partiéndolas en dos, pero la persona que la remolcaba apenas le prestaba atención.
Bipa descubrió que los delfines de agua, ligeros como flechas plateadas, los
seguían a cierta distancia, saltando y fusionándose con el mar sin apenas
alterar su superficie.
«Soy tan... corpórea...», pensó antes de hundirse en
un extraño sopor.
La despertó el rumor de una cascada y la
sensación de estar pisando, por fin, suelo firme. Abrió los ojos lentamente.
Lo primero que vio fue un techo fluido, en constante
movimiento, una bóveda de agua que ocultaba el cielo sobre ella. Fascinada,
miró a su alrededor.
Estaba en un habitáculo que parecía más bien una
larga galería. Tanto las paredes como el techo eran líquidos, un túnel de agua
que parecía brotar del suelo de cristal, se curvaba sobre ella y volvía a caer
un poco más allá, cerrando el espacio. Había también pequeños surtidores que
lanzaban alegres chorros al aire, y lugares donde el suelo de cristal volvía a
ser totalmente líquido.
Y estaban ellos.
Había tres personas como la que había rescatado a
Bipa del mar. Todas eran transparentes, y tan parecidas que costaba
diferenciarlas unas de otras. Al principio, Bipa pensó que tal vez se tratara
de unos hermanos, como Lumen y Lux. Después, al mirarlos mejor, descubrió que
lo que los hacía tan similares no eran sus rasgos faciales, que podía diferenciar
si se fijaba bien, sino la misma falta de expresividad en sus rostros.
Habría creído que eran golems especialmente bien diseñados
de no haber visto auténticos golems junto a ellos.
Pero qué golems. Eran criaturas esbeltas, fluidas y
cambiantes, sin rostro, sin solidez; eran puras, transparentes y se movían con
una gracia sobrenatural, como si no estuviesen atados a las leyes físicas.
Y en realidad no podían comportarse como
cuerpos sólidos, porque no lo eran.
Golems de agua.
Como los delfines que Bipa había visto en el mar,
pero con un cierto aspecto humanoide. A Bipa le parecieron hermosos pero
también, sin saber por qué, le produjeron escalofríos.
Una de las personas de verdad se adelantó.
—Te rescatamos en el mar —dijo, con una voz líquida,
similar al rumor de una cascada — Pero no eres como los otros. ¿Qué eres?
Bipa cerró los ojos un momento. «¿Quién soy?», se
preguntó. Luchó por mantener a flote sus recuerdos, que estaban a punto de ser
engullidos por el océano de su memoria: las Cuevas, la gente que conocía, todo
lo que había vivido a lo largo de su viaje.
—Soy Bipa —dijo por fin, con voz resuelta—. Vengo de
las Cuevas y voy en busca de mi amigo Aer. ¿Le habéis visto?
Los tres se miraron unos a otros.
—No, si era como tú —dijo uno de ellos.
—¿Como yo? ¿En qué sentido?
—Vienen muchos Caminantes al Mar de los Líquidos
—dijo otro—. Pero nadie como tú. Eres demasiado opaca como para estar aquí.
—Ya me lo habían dicho —manifestó Bipa algo alicaída;
luego levantó la cabeza, repentinamente interesada—. ¿Qué queréis decir,
entonces? ¿Que Aer ya no es opaco, o que no ha pasado por aquí?
Los tres volvieron a mirarse.
—No lo sabemos —dijo el tercero—. Todos los Cambiantes
son iguales. Sólo tú eres diferente.
—¿Pero no os dijo al menos cómo se llamaba?
Los tres movieron la cabeza al unísono, con un ruido
similar al de un chapoteo.
—Sólo los opacos y los translúcidos tienen nombres.
Los transparentes no los necesitamos. Y los etéreos, tampoco.
Bipa se estremeció.
—¿Queda muy lejos el palacio de la Emperatriz?
Uno de los transparentes señaló hacia el final del
túnel.
—Al otro lado está la región de los etéreos —dijo—.
En su centro se alza la morada de la Emperatriz.
Bipa tembló. En ningún momento de su viaje había
pretendido llegar tan lejos. Y ahora sabía que, si quería alcanzar el palacio
de la Emperatriz, el corazón del país de los etéreos, tendría que Cambiar.
Completa e irremediablemente.
Y no estaba preparada para ello. Ni siquiera por
Aer.
Reflexionó. Antes de internarse por aquel túnel debería
asegurarse de que, en efecto, Aer lo había recorrido antes que ella. Volvió a
repasar con la mirada a sus tres anfitriones, y, como ya sospechaba, encontró
un elemento distintivo en uno de ellos: sobre la frente portaba un Ópalo
similar a una gran gota de rocío. Se dirigió a ése, al que mentalmente decidió
bautizar como «Uno».
—¿No hay ninguna manera de saber con seguridad si mi
amigo pasó por aquí?
Uno parpadeó.
—Mucha gente pasa por aquí —dijo—, pero nadie
permanece con nosotros mucho tiempo. Todos Cambian; se convierten en etéreos y
se van al palacio de la Emperatriz.
—¿Cuánto tiempo? —se impacientó Bipa.
Dos señaló la bóveda de agua que los cubría.
—Los que rechazan la protección del agua Cambian más
deprisa —dijo.
—Los que salen al exterior son sólo quienes no se
sienten preparados aún —corroboró Tres.
—Porque el camino más rápido hacia la Emperatriz es
ese túnel —concluyó Uno—, pero no todo el mundo puede ir por ahí.
Bipa trató de ordenar aquella información para
extraer de ella datos útiles.
—Queréis decir —aventuró— que si Aer era aún demasiado
opaco, estará todavía dando vueltas por ahí fuera. Y si ya estaba preparado
cuando llegó, si Cambió lo suficiente, entonces habrá seguido por el túnel en
dirección al país de los etéreos. ¿Es así?
Uno, Dos y Tres asintieron al unísono.
—Pero tú no puedes seguir por ese túnel —dijo Uno,
adivinando cuáles eran sus intenciones—. Eres demasiado...
—... Opaca —se adelantó Bipa.
—... Consistente —terminó Uno.
Opaca, consistente, corpórea, sólida... A fin de
cuentas, todo venía a significar lo mismo. Bipa alargó la mano para tocar al
humano más cercano a ella, que era Tres. Palpó su brazo y lo encontró blando,
gelatinoso. Alzó su mano para mirarla a contraluz.
Transparente.
Suspiró. Lo había sabido prácticamente desde su llegada
a la Ciudad de Cristal, al territorio de los translúcidos, pero la realidad
nunca la había golpeado con tanta fuerza como hasta ahora. En eso consistía el
Cambio. En eso se estaba convirtiendo Aer, por voluntad propia.
¿Qué clase de criatura sería él, ahora mismo? ¿Sería
tan transparente como los habitantes del País de los Líquidos? ¿Lo reconocería?
Levantó su propia mano para contemplarla. Era
blanca, y pálida, tanto que podía ver las venas que la recorrían. Pero no era
transparente, ni siquiera translúcida. Todavía.
Cerró el puño en un gesto de frustración. ¿Hasta
dónde tendría que seguir a Aer? ¿Qué más perdería en el intento?
Contempló a sus anfitriones con gesto crítico.
—Os habéis vuelto blandos y transparentes —observó—.
¿Por qué seguís aquí? ¿Acaso no deseáis Cambiar del todo?
Hubo un denso silencio, sólo enturbiado por el rumor
del agua.
—Hace falta valor para Cambiar —dijo Dos.
—Bien —murmuró Bipa—. Espero, pues, que Aer sea lo
bastante cobarde como para haberse quedado por aquí, en los túneles de agua.
Los tres la miraron como si hubiese dicho una blasfemia.
—Pero lo dudo —continuó Bipa, impertérrita—. A
menudo la estupidez se confunde con la valentía, y tengo que admitir que Aer es
bastante estúpido.
Sin embargo, contempló el túnel con aprensión. Por
muchas maravillas que le hubiesen contado acerca de la Emperatriz, cada vez
estaba menos segura de querer conocerla.
—Hay un medio de averiguar si tu amigo pasó por aquí
—dijo entonces Uno.
Bipa se volvió inmediatamente hacia él.
—¿En serio? ¿Cuál es?
—Sigúeme —le indicó el transparente.
Dio media vuelta y se internó por uno de los túneles de agua.
Bipa lo siguió.
Caminaron bajo aquella bóveda líquida durante tanto
tiempo que la joven se preguntó si ya habría anochecido. No había modo de saberlo:
la Estrella de la Emperatriz alumbraba el cielo día y noche. No existía la
oscuridad en sus dominios.
No obstante, Bipa se sentía aliviada de que aquella
pantalla acuática la protegiese de la fría mirada del ojo azul. El túnel de
agua seguía discurriendo sobre su cabeza, y en la fina cortina transparente
Bipa podía apreciar pequeñas formas fluidas que parecían peces. Trató de tocar
algunos de ellos, pero la punta de sus dedos siempre los atravesaba. También
aquellos diminutos pececillos eran líquidos como los golems, como la bóveda que
cubría sus cabezas.
—Es otra fase del Cambio —le explicó Uno, adivinando
lo que pensaba—. Todas las criaturas de nuestra tierra acaban por volverse
líquidas. Por eso nos resguardamos en los túneles. Si te vuelves líquido antes
de tiempo, ya no puedes llegar hasta la Emperatriz.
Bipa recordó a Nevado, y se entristeció. Pero había
algo en las palabras de Uno que despertó su interés.
—Antes has dicho que fuera de los túneles se Cambia
más deprisa —recordó—. Y ahora vuelves a hablar de resguardarse en ellos. ¿Por
qué? ¿Qué es lo que hace Cambiar a la gente?
Uno pareció confuso por un momento.
—Su voluntad de Cambiar, naturalmente —dijo—. Si
sales al Exterior es porque deseas Cambiar. Si tienes miedo, te quedas aquí, a
cubierto.
—¿A cubierto de qué? —insistió Bipa.
Uno no respondió.
—Lo que dices no tiene sentido —volvió a la carga
ella—. La voluntad de Cambiar se puede demostrar igualmente siguiendo el
camino que lleva hasta la Emperatriz. Pero tú has dicho que para emprender ese
camino hay que Cambiar primero.
—Hay diferencias —replicó Uno—. Tú quieres ir por
ese camino. Pero no quieres Cambiar.
Bipa no supo qué decir.
Por primera vez a lo largo de su viaje comenzaba a
plantearse los motivos del Cambio. Sabía que era un requisito indispensable
para llegar hasta la Emperatriz, pero... ¿cómo se producía? ¿De verdad bastaba
con desearlo?
«Yo no lo deseo», se dijo. Y, ciertamente, seguía
siendo opaca. Pero no tanto como antes. Contempló las puntas de su propio
cabello; antes eran de color castaño oscuro, pero ahora se habían vuelto
blancas como la nieve.
«Estoy Cambiando —pensó—. No tan deprisa como
debería, tal vez. O quizá estoy pasando demasiado deprisa de un lugar a otro.
Con mi aspecto, debería estar todavía en la casa de Gélida o en la Ciudad de
Cristal, no aquí. Y, sin embargo, estoy Cambiando.»
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó a su anfitrión
súbitamente.
El otro pareció sorprenderse ante la pregunta y la
miró, confuso.
—¿Tiempo? —repitió, como si fuese un concepto desconocido
para él.
Bipa señaló el Ópalo cristalino que lucía sobre su
frente.
—Con eso das vida a los golems de agua —dijo—. Si
tienes una responsabilidad semejante no puedes ser un recién llegado.
Uno tocó el Ópalo con la yema del dedo, casi como si
se sorprendiera de encontrarlo ahí.
—No mucho tiempo —contestó—. Porque, de lo
contrario, me habría vuelto totalmente líquido. Como Todo.
Bipa parpadeó. Uno había pronunciado la palabra
«Todo» de una forma especial, como si se refiriese a alguien en concreto, y no
a algo abstracto.
—¿Todo? ¿Qué es Todo?
—Aquel a quien vamos a ver.
Bipa se sintió inquieta de pronto.
—¿Se llama Todo? ¿Por alguna razón en especial?
—Porque lo es Todo —replicó Uno, con cierta brusquedad—.
Y deja ya de hacer preguntas. Me obligas a pensar.
—Claro, eso explica muchas cosas —murmuró Bipa con
cierta sorna.
Pero Uno no respondió. Llegaron por fin a un enorme
espacio delimitado por paredes de agua, que brotaban del suelo como poderosos
surtidores y se unían sobre sus cabezas formando una cúpula líquida de
estremecedora belleza. Con todo, el espacio estaba bastante seco, y Bipa dio un
par de pasos al frente para adentrarse en él. Se detuvo al ver que Uno no la
seguía.
—Te espero aquí —dijo el transparente—. El gólem te
acompañará.
Bipa detectó la presencia de un gólem de agua que
avanzaba hacia ella. Había emergido directamente de la pared líquida, o tal vez
había estado oculto tras ella. La muchacha no lo sabía, y prefirió no
preguntar.
Siguió al gólem que, con movimientos fluidos y elegantes,
la conducía hacia el centro de la sala. Bipa miró a su alrededor, esperando
encontrar al tal Todo, o, al menos, una puerta que la condujese hasta él. Pero
aquel lugar estaba vacío. Lo único que había era un gran estanque excavado en
el suelo.
El gólem de agua se detuvo junto a la orilla.
—¿Qué? —se impacientó Bipa—. ¿Dónde está Todo?
El gólem volvió su rostro sin rasgos hacia el agua
del estanque.
—¿Qué se supone que debo hacer? —interrogó Bipa,
perdiendo la paciencia.
Se arrodilló sobre el suelo de cristal, junto al
estanque. Tal vez tuviera que beber de sus aguas. Inquieta, cayó en la cuenta
de que hacía mucho que no bebía ni comía nada. Y tampoco sentía deseos de
hacerlo.
Rozó la superficie con la punta de los dedos, produciendo
en ella una gran ondulación. Con sorpresa y algo de aprensión, Bipa observó que
las ondas seguían una trayectoria antinatural, concentrándose en un solo
punto, hasta formar un rostro líquido que emergía directamente del agua,
hierático, inexpresivo, como los del túnel de las máscaras de cristal.
—¿Eres... Todo? —osó preguntar Bipa.
El rostro habló, no con una voz humana, sino con el
sonido del agua que fluye:
—Así me llaman.
—¿Por qué?
—Porque soy el agua —repuso aquella voz
líquida—. Porque mi ser puede contraerse en este estanque o expandirse para
tocar hasta la última gota del océano. Porque puedo recorrer en un instante
toda la región de los Líquidos, por debajo de nuestros frágiles suelos de
cristal. Por eso soy Todo. Y por eso me llaman Todo.
—Pero me miras desde la cara de una persona —dijo
Bipa, sobrecogida, recordando las palabras de Uno—. ¿Fuiste una vez alguien
sólido?
—Sí —respondió Todo—, pero permanecí demasiado
tiempo en este lugar y Cambié demasiado deprisa. Me licué, me mezclé con el
agua y ya no puedo Cambiar más. Y por eso —continuó—, dedico gran parte de mis
esfuerzos a mantener los túneles de agua.
Bipa alzó la cabeza para contemplar la fantástica cúpula
líquida.
—¿Los has hecho tú?
—Es parte de mí.
Bipa quiso preguntarle por los golems de agua, por
el Cambio, por la Estrella... por tantas cosas que no conocía, tantos
misterios para los cuales Todo podía tener las respuestas; pero temía que aquel
ser fluido desapareciese, fundiéndose en el agua en cualquier momento, por lo
que se limitó a hacerle la pregunta más acuciante:
—Estoy buscando a un amigo mío. Se llama Aer. ¿Ha
pasado por aquí?
—No lo sé —respondió Todo—. No puedo saberlo si no
lo he visto antes.
—Puedo describírtelo —se apresuró a responder Bipa.
—Es inútil —sonrió Todo—. Para cuando llegan a este
lugar, todos los Cambiantes son iguales. Pero déjame verlo a través de tus
ojos. Acércate.
Bipa se inclinó sobre el agua, con precaución.
—Acércate más —ordenó Todo.
Bipa obedeció. Cuando su nariz casi rozaba ya la superficie
del estanque, el rostro líquido de Todo desapareció para volver a emerger
justo bajo el suyo. Los labios de Todo se fundieron con los suyos y, cuando
Bipa lanzó una exclamación de sorpresa ante aquel inesperado beso, tragó agua
sin querer. Tosió para escupirla y se alejó del estanque.
—Eso no ha sido muy amable por tu parte —comentó
Todo—. ¿Quieres encontrar a tu amigo o no?
Bipa suspiró. Por toda respuesta, inspiró hondo y
volvió a agacharse sobre el estanque.
De nuevo, el rostro de Todo se unió al suyo, de
nuevo sus labios líquidos rozaron los suyos. Pero en esta ocasión, Bipa no se
movió. Contuvo la respiración y se dejó arrastrar por la fuerza del agua, que
tiró de ella hasta obligarla a sumergir la cara en el estanque. Bipa abrió los
ojos, pero no vio más que oscuridad. Aguantó la respiración tanto como pudo y,
cuando ya sentía sus pulmones a punto de estallar, sacó la cabeza del agua y
respiró hondo, entre toses y jadeos.
El rostro de Todo volvió a emerger en la superficie
del estanque.
Bipa temió que le dijese que aún no tenía
suficiente, pero, por fortuna, Todo no le pidió de nuevo que sumergiera la
cara en el agua.
—Lo he visto —dijo solamente.
El corazón de Bipa latió todavía más deprisa.
—¿Dónde? —inquirió.
La faz de Todo desapareció de la superficie del estanque
y ésta se quedó otra vez lisa como un espejo.
Pero en el agua empezaron a reflejarse imágenes, imágenes
que inundaron a Bipa de añoranza.
Allí estaban las Cuevas. Y su padre. Y Maga.
Y Aer.
Aer cargando con aquella estúpida lámina
de cuarzo, Aer trepando por la colina para ver la Estrella, Aer lanzando bolas
de nieve y haciendo el tonto como de costumbre, Aer derrumbándose ante su
puerta...; Aer contemplando el horizonte con aquella expresión, entre
nostálgica y resuelta, que vaticinaba que un día abandonaría su hogar y a su
gente, tal vez para siempre.
—Es él —jadeó Bipa, casi sin aliento—. Pero son imágenes
del pasado, no del presente, ¿verdad? De cuando vivíamos en las Cuevas
—parecía haber pasado una eternidad desde entonces—. ¿Y dónde estoy yo?
—Al otro lado —respondió la voz borboteante de
Todo—. Esas imágenes son tus recuerdos. Fuiste tú quien las registraste en tu
propia memoria.
Los recuerdos seguían sucediéndose, y Bipa constató,
no sin cierta vergüenza, que había mirado a Aer con mucha más atención de lo
que estaba dispuesta a admitir.
Pero, en aquel momento, descubrir aquello no le importó.
—Bien —murmuró, sin poder apartar todavía los ojos
de sus propios recuerdos—. Ya sabes cómo es Aer. Y ahora, dime, ¿le has visto?
Las imágenes desaparecieron de pronto, y el estanque
reflejó de nuevo los rasgos de Bipa. La voz de Todo la hizo regresar a la
realidad.
—Y éstos son mis recuerdos —dijo.
El estanque le mostraba ahora imágenes del país de
los Líquidos, un amplio mar cristalino recorrido por una extensa red de
caminos sólidos que sostenían túneles de agua. Aquellos caminos permitían que
los transparentes se desplazasen sobre el agua sin hundirse, eso estaba claro.
Pero... ¿por qué razón tenían que estar cubiertos por bóvedas de agua?
Dio con la respuesta casi en el instante en que Todo
volvía a hablar.
—Lo has adivinado —dijo—. Los puentes de cristal han
de estar cubiertos porque, de lo contrario, se licuarían como todo lo demás.
Bipa recordó cómo su balsa de cristal se había derretido
como la escarcha junto al fuego.
—Es el brillo de la Estrella lo que hace que las
cosas y las personas pierdan corporeidad —siguió explicando Todo—. Nada opaco
debe mancillar la morada de la Emperatriz. Por eso su Estrella actúa de faro
que guía a los Caminantes y de barrera para aquellos que no han Cambiado.
—Pero tú mantienes estos caminos sólidos sobre el
mar —murmuró Bipa, tratando de asimilar toda aquella información—. Los cubres
con cortinas y bóvedas de agua. ¿Por qué?
—Porque el agua es el único elemento que
puedo manejar, en mi estado.
—No, no quiero decir eso. Preguntaba... por qué tiendes
caminos sobre el mar. Si la Estrella sirve a la Emperatriz, y ella no quiere
que nada sólido llegue hasta su palacio... ¿por qué ayudas a cruzar a los Caminantes?
—Porque Cambiar es un proceso largo. Muchos tardan
un tiempo, y a menudo el viaje por los túneles los ayuda a Cambiar a su debido
tiempo... Ni antes, ni después. Si no existieran mis túneles de agua, muchos
Caminantes se quedarían en la orilla y se licuarían allí, como...
—... como golems de nieve —murmuró Bipa a media
voz.
—... como me sucedió a mí —completó Todo.
—¿Tú ya no puedes llegar hasta el palacio de la Emperatriz?
—Soy Todo —dijo él con sencillez—. Para
que yo pudiera dar un solo paso fuera del país de los Líquidos, el océano
entero tendría que evaporarse.
El rostro desapareció de la superficie
del agua, dejando una última onda, como un leve suspiro.
Pero las imágenes seguían sucediéndose, y Bipa
prestó atención, porque ahora le mostraban una figura que avanzaba sobre los
caminos de cristal desafiando al impertérrito mar.
Era esbelto, muy esbelto, y se movía con la gracia y
delicadeza de un gólem de agua. Su cabello, completamente blanco, caía sobre
sus hombros como una cascada líquida. Su rostro era pálido como la nieve. Sus
ojos, dos botones de agua.
—No puede ser él —susurró Bipa—. Casi parece un
fantasma.
—Es ya casi un etéreo —corroboró Todo, con un deje
de melancolía en su voz—. Está a punto de alcanzar el estadio perfecto.
—¡Perfecto! —repitió Bipa, sin poder creer lo que
estaba oyendo—. ¡Si... si no es ni la sombra de lo que era! ¿La Estrella le ha
hecho eso? Pero... —se miró las manos, aturdida—. Pero yo he recorrido el mismo
camino que él. Y sigo siendo... opaca.
—Estás anclada a la tierra —le respondió Todo, con
un cierto tono de reproche—. Llevas la marca de la Diosa. Si sabes lo que te
conviene, no te atreverás a acudir con ella al palacio de la Emperatriz.
—¿La marca de la Diosa? —repitió Bipa.
Se llevó una mano al Ópalo.
—Ésa es la maldición de todos los Caminantes —dijo
Todo con rencor—. Muchos ansian poseer un objeto como ése, porque les da poder
para animar golems. Pero al mismo tiempo mantiene corpóreos a sus portadores.
—¿Quieres decir que el Ópalo me protege de la influencia
de la Estrella? —preguntó Bipa, y recordó entonces que Lumen le había dicho
que los portadores del Ópalo veían frenado su proceso de Cambio—. ¿Y que por
eso no he Cambiado, como lo ha hecho Aer?
—Por eso y porque no tienes voluntad de Cambiar
—dijo Todo, con un cierto tono altanero—. Pero sí, es cierto —añadió,
persuasivo—. Si te deshaces de ese Ópalo, Cambiarás más deprisa. Esas cosas no
le gustan nada a la Emperatriz. Son las armas que la Diosa utiliza para arrebatarle
súbditos.
—La Diosa es la tierra que nos sostiene —dijo Bipa,
repitiendo las enseñanzas de Maga—. Es la fuerza que hace crecer las plantas,
el poder que alimenta el fuego, la sangre que corre por nuestras venas. La
Diosa es la vida. ¿Qué clase de persona es esa Emperatriz que tanto la odia?
Todo rió de nuevo.
—Qué poco sabes, joven opaca. Viajas en busca de la
Emperatriz y no tienes ni idea de quién es ella...
—Yo no viajo en busca de la Emperatriz —corrigió
Bipa, ceñuda—. Voy a buscar a Aer. No tengo la culpa de que él se haya vuelto
lo bastante loco como para querer convertirse en una especie de sombra
escuchimizada.
Todo sonrió.
—Sin embargo, deberías saber a qué te enfrentas. Si
eres adoradora de la Diosa, acercarte a la Emperatriz no es una buena idea. Son
enemigas desde tiempo inmemorial.
»Antiguamente, nuestro mundo estaba gobernado por
una Diosa que recordaba constantemente a sus criaturas que estaban hechas de
materia impura, que tenían cuerpos a los que debían atender. Cuerpos que
nacían de otros cuerpos. Que había que alimentar. Cuerpos que crecían y
envejecían, que experimentaban dolor, hambre, sed. Cuerpos que necesitaban
descansar y que sentían el impulso de unirse a otros cuerpos.
»Todas las criaturas vivían esclavas de su propia
corporeidad. Y, cuando, por fin, esos cuerpos morían, regresaban a la tierra
para alimentar a su Diosa. Le pertenecían desde que nacían hasta que la tierra
se los tragaba. Hasta tal punto los controlaba ella.
»Todo esto cambió con la llegada de la Emperatriz.
Ella derrotó a la Diosa y la obligó a retirarse a las profundidades del
subsuelo, desde donde todavía hoy escupe de vez en cuando esas... piedras...
Ópalos... que condensan parte de su poder.
—El poder de la vida —le recordó Bipa con cierta
dureza.
—Pero es la Emperatriz quien gobierna ahora sobre el
mundo —prosiguió Todo, imperturbable—. Ella descendió de los cielos y nos
ofreció la posibilidad de liberarnos de la esclavitud de nuestros cuerpos. Nos
enseñó a Cambiar. Nos dio la oportunidad de alcanzar la eternidad.
—¡La eternidad! —exclamó Bipa con desdén—. ¿De qué
te sirve la eternidad si para ello has de renunciar a la vida?
—La eternidad —replicó Todo— es la libertad ansiada
por todos aquellos que son esclavos de su cuerpo. Tu amigo lo sabe. Sabe que lo
que la Emperatriz le ofrece vale más que una corta vida que pasará
alimentándose, durmiendo, envejeciendo y criando a unos hijos que serán tan
esclavos como él. Por eso te ha dado la espalda, muchacha. A ti y a todo lo que
conoció. Sabe muy bien que el don de la Emperatriz no tiene precio. ¿Qué
podrías ofrecerle tú a cambio de la eternidad? ¿Qué puedes regalarle que valga
más que la libertad?
Bipa montó en cólera. Las palabras de Todo le parecían
una sarta de disparates.
—Vivir la vida —dijo—, eso no tiene precio. Quien no
haya pasado nunca frío no apreciará el valor de una hoguera. Quien nunca haya
llorado no disfrutará de los momentos de risas. Quien no haya pasado hambre no
valorará un plato de estofado caliente. Quien no conozca la muerte no sentirá
amor por la vida. Esto es lo que Maga me enseñó.
»Los etéreos pierden la capacidad de sentir, de emocionarse.
Eso es lo que nos hace amar la vida. Los etéreos buscan una existencia sin
límites y al mismo tiempo renuncian a las cosas que valen la pena. Serán
eternos, sí. Pero estarán eternamente vacíos.
»Tú lo sabes —concluyó, con una traviesa
sonrisa—. Presumes de ser Todo, pero estás atrapado en una cárcel líquida.
Presumes de no sentir necesidades corporales, pero me has robado un beso. Sólo
para tratar de recordar qué se sentía al besar a una mujer.
Todo no respondió.
Bipa se levantó, segura y confiada, por primera vez
en mucho tiempo.
—No eres Todo —le aseguró—. No eres yo. Porque aún
poseo un cuerpo que me delimita. Porque tengo una identidad, y porque aún
recuerdo mi nombre.
»Y sé que tú desearías poder acordarte del tuyo.
—Mientes —farfulló aquel ser de agua—. La Diosa
habla por tu boca y trata de confundirme. Tú...
Bipa no oyó más. Se alejó del estanque, sin prestar
atención a los borboteos de Todo. El gólem la siguió, deslizándose sobre el
suelo de cristal, como una sombra líquida.
Cuando la muchacha llegó a la galería, Uno ya se había
marchado. El gólem de agua la acompañó de regreso a la caverna de donde partía
el túnel que la conduciría hasta el país de los etéreos. Ahora sabía que Aer se
había adentrado en él.
«A estas alturas —pensaba Bipa—, tal vez ya no pueda
encontrarlo. Quizá ya no tenga cuerpo.»
Habría debido seguir su camino sin entretenerse, se
decía a sí misma. Pero, por otro lado, su conversación con Todo le había
enseñado muchas cosas. Y, además, no era tan sencillo continuar adelante.
Hacía falta valor para Cambiar, recordó la joven.
«Pero yo no tengo la menor intención de Cambiar —se
rebeló—. Ya he Cambiado demasiado.» Lo notaba también en sus ropas, que ya le
quedaban anchas. «Cuando todo esto termine —se dijo—, regresaré a casa y
volveré a vivir como una persona normal. Y pronto seré la misma de antes. »
Podría recuperar fácilmente el peso que había
perdido en cuanto volviera a alimentarse correctamente. Pero dudaba que pudiera
recobrar su cabello oscuro y su tono de piel original. Estaba preguntándose si
Maga contaría con algún remedio contra la «enfermedad etérea» cuando llegó a su
destino.
La aguardaban dos transparentes. El primero era Uno,
al que reconoció por el Ópalo de su frente. El otro podía ser Dos o Tres, o
quizá una cuarta persona. Bipa no lo sabía.
—¿Has decidido ya lo que vas a hacer?
—preguntó Uno.
—Sí —respondió Bipa—. Voy a seguir por el túnel que
lleva hasta los etéreos. Ahora mismo —añadió tras una pausa. Lo cierto es que
no se sentía cansada ni hambrienta. Estar Cambiando hacia el estadio etéreo
tenía sus ventajas.
Los dos transparentes cruzaron una mirada de
estupor.
—¡Pero no puedes ir ahora!
—¿Por qué no?
—Eres demasiado corpórea. Te hundirás.
Bipa comprendió entonces que, si se internaba por el
túnel, en algún momento dejaría de tener suelo sólido bajo sus pies.
Se acordó de la placa de cristal que le había
servido de balsa y tuvo una idea.
—No me hundiré —les aseguró—. Lo bueno de
ser corpórea es que mi cerebro todavía no se ha reblandecido tanto como los
vuestros.
Ellos no parecieron ofendidos. La siguieron, con
cierto recelo, cuando Bipa se adentró en el túnel que conducía a los dominios
de la Emperatriz.
Como sospechaba, un poco más allá el suelo cristalino
se fundía con el agua. Bipa se arrodilló en la misma orilla y trató de arrancar
un fragmento de cristal del borde. Necesitó tres intentos hasta conseguir lo
que quería: un pedazo de cristal puntiagudo y alargado como una daga. Entonces
se volvió sobre sí misma y empezó a golpear el suelo un poco más allá,
intentando abrir una brecha.
—¿Qué haces? —quiso saber Uno.
—Trato de fabricarme una balsa como la que me trajo hasta aquí
—explicó Bipa.
—Pero no puedes destruir el túnel.
—No voy a destruir el túnel. Sólo necesito un trozo
de suelo, lo bastante grande como para que pueda transportarme.
Uno no parecía muy conforme. Intentó arrebatarle el
cristal a Bipa, con el resultado de que ambos se cortaron con sus afiladas
aristas.
Bipa lanzó una exclamación de dolor y soltó el fragmento.
Se llevó el dedo a la boca para lamer la herida, y descubrió, consternada, que
la sangre que manaba de ella no era roja, sino de un desvaído tono rosáceo.
Sin embargo, contrastaba vivamente con la sangre de
Uno.
El transparente no había dado muestras de dolor, a
pesar de que su herida parecía más grave que la de Bipa. De ella brotaba un
líquido totalmente incoloro.
—No puede ser agua —balbuceó la chica—. No puedes
tener agua en las venas.
Uno trató de atraparla, pero Bipa retrocedió un paso
y dio un salto en el sitio.
El suelo, que a fin de cuentas flotaba sobre el mar,
se bamboleó. Los transparentes se quedaron quietos.
Bipa saltó de nuevo.
Se oyó un crujido.
—Sacadla de ahí —ordenó Uno a los golems de agua.
Las criaturas avanzaron hacia ella, obedientes.
Bipa saltó por tercera vez. Y entonces,
con un chasquido, la placa de cristal sobre la que estaba se desprendió del
resto y se deslizó lentamente, túnel abajo.
Bipa contempló los rostros de Uno y del otro transparente.
A pesar de ser inexpresivos como máscaras de hielo, casi podía oler su
consternación.
—¡Lo siento mucho! —les gritó mientras se alejaba—.
¡No pretendía ser grosera! ¡Pero tengo que encontrar a Aer!
«... Antes de que sea demasiado tarde», añadió para
sí misma. Se preguntó si al muchacho todavía le quedaría sangre en las venas.
Si aún poseería la capacidad de sentir.
«No importa —se dijo—. He de llevarlo de vuelta a
casa.»
Si no lo hacía... ¿cómo iba a explicarle a Nuba que
su hijo se había transformado en un etéreo sin cuerpo? ¿Le consolaría saber que
había alcanzado la eternidad?
—No llegarás hasta el final —le dijo entonces una
voz conocida, sobresaltándola.
En la superficie del agua, cerca de ella, flotaba el
rostro líquido de Todo.
—No me importa —respondió Bipa—. No pretendo llegar
hasta el final. Sólo quiero encontrar a Aer.
—¿Lo ves? Eres esclava de tus sentimientos.
—Mejor eso que ser esclavo de la Emperatriz. ¿Crees
que no sé que la luz de esa Estrella atrae a la gente? ¿A eso lo llamas
libertad?
Todo le dirigió una mirada indescifrable.
—Podría hacer que volcaras ahora mismo —le dijo—. Y
entonces te arrepentirías de ser opaca y no poder flotar por encima de las
aguas.
—¿Vas a hacer eso? —dijo Bipa, inquieta.
—No —replicó Todo—. Porque no me importa nada lo que
digas o lo que hagas. Y no me importas tú. No me importas en absoluto.
Se hundió en las aguas, dejando apenas una ligera
onda en su superficie. Bipa aguardó, pero no sucedió nada. El mar seguía
tranquilo, y el rostro de Todo no volvió a aparecer.
Aquella fue la última vez que Bipa lo vio.
La balsa de cristal continuó flotando bajo la bóveda
del túnel de agua. La joven perdió la noción del tiempo. El océano parecía
infinito, y aquel túnel, tan eterno como la existencia que se les suponía a los
etéreos.
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