martes, 5 de noviembre de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 12)



XII 
El Mar de los Líquidos
 
Caminó y caminó, durante varios días y varias no­ches. En realidad, apenas fue consciente del paso del tiempo. Ya no sentía sueño, ni hambre, ni sed, ni cansancio. Simplemente avanzaba hacia la Estrella, ha­cia el palacio de la Emperatriz.
Tan sólo se detuvo cuando alcanzó el mar por fin. La superficie cristalina sobre la que caminaba se resquebra­jaba cerca de la orilla, formando enormes placas que flo­taban sobre el agua. Algunas de ellas seguían unidas al suelo firme. Otras se desprendían de la orilla y se perdían en el mar.
Era un espectáculo de rara belleza: el suelo de cristal descomponiéndose en placas de todos los tamaños que na­vegaban por la superficie de aquel océano liso y transpa­rente. Pero Bipa estaba demasiado ausente como para darse cuenta. Detuvo sus pasos cuando el suelo vibró bajo sus pies y el trozo de cristal sobre el que se apoyaba se separó del resto con un chasquido. Bipa se quedó inmóvil un momentó. El cristal flotó sobre el agua, lentamente al princi­pio, luego más deprisa, alejándose de tierra firme. Pero Bipa no sintió miedo. Cayó de rodillas sobre la improvi­sada balsa y se dejó llevar.
El cristal flotaba en dirección a la Estrella, como si ésta lo atrajera también. Pronto, Bipa perdió de vista el con­tinente; o lo habría perdido de vista si se hubiera tomado la molestia de mirar atrás.
Navegó por un océano limpio y puro, en cuya super­ficie lisa como un espejo no se apreciaba ni una sola ola. Navegó bajo un cielo iluminado día y noche por aquella fría luz azul.
Pero no estaba sola. Formas fluidas y cambiantes se deslizaban bajo el agua, acompañándola. Ella no les prestó atención. Si lo hubiese hecho, habría descubierto que eran demasiado transparentes como para ser realmente peces. Además no parecían poseer una silueta definida, sino que se alargaban, se contraían, se estiraban, se fusionaban unas con otras para formar una mayor o desaparecían, fundién­dose con el agua.
Con el tiempo, aquellas criaturas dejaron de seguir a la balsa de cristal de Bipa.
Pero aparecieron otras. Y éstas eran más grandes y con­sistentes. Parecían enormes peces, fusiformes, de poderosas aletas. La seguían saltando fuera del agua, y al emerger y vol­ver a sumergirse, apenas formaban ondas en la lisa superfi­cie del mar. Cuando Bipa, atraída por las esbeltas siluetas que saltaban a su alrededor, se volvió para mirarlas, descu­brió que aquellas criaturas estaban hechas de agua pura.
Trató de tocarlas. Se retiraban, juguetonas, pero alguna de ellas se dejó acariciar. Cierto. Tenían formas de peces, grandes y esbeltos, pero eran completamente líquidas.
Aquél era el primer contacto de Bipa con el mar. No podía saber, por tanto, que aquellos peces no eran real­mente peces, sino delfines, delfines de agua que seguían saltando y riendo como lo habrían hecho de haber sido só­lidos aún. En cualquier caso, Bipa no trató de ahuyen­tarlos, porque le reconfortaba su compañía.
El viaje continuó, monótono. Los delfines de agua se­guían saltando a su alrededor, pero Bipa dejó de prestar­les atención.
En el horizonte, la Estrella azul seguía iluminando aquel océano eterno. Y pronto Bipa se dio cuenta de que, si no hacía algo, no tardaría en pasar a formar parte de él.
Porque su balsa de cristal también se estaba licuando, como si estuviera hecha de hielo. Poco a poco se fundía con el agua, volviéndose cada vez más pequeña. Bipa se encogió sobre sí misma.
Nunca había aprendido a nadar, pero, extrañamente, no era eso lo que más le preocupaba. Era aquella agua, tan pura, tan transparente. Algo en su corazón temía que ella misma llegaría a formar parte de aquel mar silencioso. Que se licuaría, igual que Nevado. Tal vez se convertiría en un pez de agua, o tal vez en millones de gotas que se fundi­rían con el océano.
Mientras, el cristal de su balsa seguía derritiéndose. Bipa se puso en pie para tratar de ocupar lo menos posible. Sabía, no obstante, que era inútil. Pronto, su balsa desaparecería y ella se hundiría en el agua.
Alzó la mirada para clavarla en el horizonte. Descu­brió, esperanzada, que había algo más allá. ¿Tal vez tierra firme? Era difícil saberlo desde tan lejos. Bipa se inclinó hacia adelante, intentando adivinar qué era aquella exten­sión que se apreciaba en la lejanía, pero perdió el equili­brio y, antes de que se diera cuenta, cayó al agua.
Lanzó una exclamación de angustia cuando el mar se la tragó. Manoteó, aterrada, e intentó volver a subirse a su balsa de cristal; pero ésta era ya demasiado pequeña para sostenerla.
Instintivamente, abrió la boca para pedir ayuda; pero las aguas la envolvían, la empujaban, la succionaban; tira­ban de ella como si fuesen un ente vivo.
Sintió un movimiento a su alrededor, y le entró el pá­nico. Pero no era el agua, o, al menos, no la del océano. Eran aquellos extraños delfines, fluidos y transparentes. Hacían piruetas en torno a ella, y Bipa habría jurado que se reían. Trató de aferrarse a sus lomos plateados, pero no lo consiguió. Sus cuerpos líquidos no estaban hechos para ser tocados o acariciados. Los dedos de Bipa traspasaron la piel de agua de uno de ellos, y la muchacha pataleó, tratando de recuperar el equilibrio para no hundirse todavía más. Allí no había truco. No podría caminar sobre el agua, de forma similar a como había caminado sobre el Abismo. Era demasiado opaca todavía, comprendió. Demasiado corpó­rea, demasiado pesada. Y por eso iba a morir.
A los dominios de la Emperatriz no podía llegar cual­quiera.
Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente y lu­chó por mantenerse a flote. Sentía que el agua mordía su piel, arrancando pedazos de su esencia, si es que ello era posible.
Por fin, cuando ya estaba convencida de que no aguan­taría ni un instante más, algo tiró de ella y la sacó del agua.
Bipa tosió, jadeó y pataleó en el aire, entre aliviada y aterrorizada. Sus pies rozaban la superficie del agua sin lle­gar a hundirse en ella, y por un momento creyó que era verdad que había aprendido a caminar sobre el mar. Pero la lógica se impuso a la ilusión para recordarle que «algo» la había sacado del agua y todavía la sostenía.
Volvió la cabeza.
Tras ella se alzaba una persona cuyos rasgos parecían cin­celados en cristal. Por un instante la confundió con uno de los golems animados por Lux; pero enseguida se dio cuenta de que era un ser de carne y hueso; sus facciones eran humanas, demasiado suaves y detalladas como para haber sido esculpidas sobre un prisma de cristal. Sin embargo, aquella persona era casi completamente transparente, y su cuerpo tenía un extraño aspecto fluido. Bipa temió que fuera un ser de agua, como los delfines que la habían acompañado hasta allí, y, en un arranque de pánico, tuvo miedo de que la dejara caer. Se aferró a su muñeca por instinto y descu­brió, con alivio, que aquella persona era sólida, aunque ex­trañamente blanda. Se miraron un instante. Bipa no po­día dilucidar si era hombre o mujer. Sus rasgos eran muy finos, al igual que su cabello, que caía a ambos lados de su rostro, ondulándose de forma similar a la cresta de una ola, y casi igual de fluido. Sus ojos parecían diamantes líquidos.
—Pesas mucho — comentó el ser, con una voz ligera como un arroyo.
Ni siquiera por su tono pudo deducir Bipa su sexo. Quiso disculparse por su propia corporeidad, tan evidente comparada con la de su salvador o salvadora; sin embargo él, o ella, no le dio tiempo a hablar: ante el horror de la muchacha, la dejó caer al agua con un sonoro chapoteo; pero la sostuvo por la ropa, manteniendo su cabeza por encima de la superficie.
Entonces dio media vuelta y echó a andar, arrastrando a Bipa tras de sí.
Y, en efecto, caminaba sobre el agua, sin hundirse, des­lizando sus pies ligeros por encima de la lisa superficie del mar. Bipa, maravillada, se dejó llevar.
Su propio cuerpo creaba una estela sobre las aguas, par­tiéndolas en dos, pero la persona que la remolcaba apenas le prestaba atención. Bipa descubrió que los delfines de agua, ligeros como flechas plateadas, los seguían a cierta distancia, saltando y fusionándose con el mar sin apenas alterar su superficie.
«Soy tan... corpórea...», pensó antes de hundirse en un extraño sopor.
La despertó el rumor de una cascada y la sensación de estar pisando, por fin, suelo firme. Abrió los ojos lentamente.
Lo primero que vio fue un techo fluido, en constante movimiento, una bóveda de agua que ocultaba el cielo so­bre ella. Fascinada, miró a su alrededor.
Estaba en un habitáculo que parecía más bien una larga galería. Tanto las paredes como el techo eran líquidos, un túnel de agua que parecía brotar del suelo de cristal, se curvaba sobre ella y volvía a caer un poco más allá, cerrando el espacio. Había también pequeños surtidores que lanzaban alegres chorros al aire, y luga­res donde el suelo de cristal volvía a ser totalmente líquido.
Y estaban ellos.
Había tres personas como la que había rescatado a Bipa del mar. Todas eran transparentes, y tan parecidas que costa­ba diferenciarlas unas de otras. Al principio, Bipa pensó que tal vez se tratara de unos hermanos, como Lumen y Lux. Después, al mirarlos mejor, descubrió que lo que los hacía tan similares no eran sus rasgos faciales, que podía diferenciar si se fijaba bien, sino la misma falta de expre­sividad en sus rostros.
Habría creído que eran golems especialmente bien di­señados de no haber visto auténticos golems junto a ellos.
Pero qué golems. Eran criaturas esbeltas, fluidas y cam­biantes, sin rostro, sin solidez; eran puras, transparentes y se movían con una gracia sobrenatural, como si no estuviesen atados a las leyes físicas.
Y en realidad no podían comportarse como cuerpos sólidos, porque no lo eran.
Golems de agua.
Como los delfines que Bipa había visto en el mar, pero con un cierto aspecto humanoide. A Bipa le parecieron hermosos pero también, sin saber por qué, le produjeron escalofríos.
Una de las personas de verdad se adelantó.
—Te rescatamos en el mar —dijo, con una voz líquida, similar al rumor de una cascada — Pero no eres como los otros. ¿Qué eres?
Bipa cerró los ojos un momento. «¿Quién soy?», se preguntó. Luchó por mantener a flote sus recuerdos, que estaban a punto de ser engullidos por el océano de su memoria: las Cuevas, la gente que conocía, todo lo que ha­bía vivido a lo largo de su viaje.
—Soy Bipa —dijo por fin, con voz resuelta—. Vengo de las Cuevas y voy en busca de mi amigo Aer. ¿Le ha­béis visto?
Los tres se miraron unos a otros.
—No, si era como tú —dijo uno de ellos.
—¿Como yo? ¿En qué sentido?
—Vienen muchos Caminantes al Mar de los Líquidos —dijo otro—. Pero nadie como tú. Eres demasiado opaca como para estar aquí.
—Ya me lo habían dicho —manifestó Bipa algo alicaí­da; luego levantó la cabeza, repentinamente interesada—. ¿Qué queréis decir, entonces? ¿Que Aer ya no es opaco, o que no ha pasado por aquí?
Los tres volvieron a mirarse.
—No lo sabemos —dijo el tercero—. Todos los Cam­biantes son iguales. Sólo tú eres diferente.
—¿Pero no os dijo al menos cómo se llamaba?
Los tres movieron la cabeza al unísono, con un ruido similar al de un chapoteo.
—Sólo los opacos y los translúcidos tienen nombres. Los transparentes no los necesitamos. Y los etéreos, tampoco.
Bipa se estremeció.
—¿Queda muy lejos el palacio de la Emperatriz?
Uno de los transparentes señaló hacia el final del túnel.
—Al otro lado está la región de los etéreos —dijo—. En su centro se alza la morada de la Emperatriz.
Bipa tembló. En ningún momento de su viaje había pretendido llegar tan lejos. Y ahora sabía que, si quería al­canzar el palacio de la Emperatriz, el corazón del país de los etéreos, tendría que Cambiar. Completa e irremedia­blemente.
Y no estaba preparada para ello. Ni siquiera por Aer.
Reflexionó. Antes de internarse por aquel túnel debe­ría asegurarse de que, en efecto, Aer lo había recorrido an­tes que ella. Volvió a repasar con la mirada a sus tres anfitriones, y, como ya sospechaba, encontró un elemento distintivo en uno de ellos: sobre la frente portaba un Ópalo similar a una gran gota de rocío. Se dirigió a ése, al que mentalmente decidió bautizar como «Uno».
—¿No hay ninguna manera de saber con seguridad si mi amigo pasó por aquí?
Uno parpadeó.
—Mucha gente pasa por aquí —dijo—, pero nadie permanece con nosotros mucho tiempo. Todos Cambian; se convierten en etéreos y se van al palacio de la Empe­ratriz.
—¿Cuánto tiempo? —se impacientó Bipa.
Dos señaló la bóveda de agua que los cubría.
—Los que rechazan la protección del agua Cambian más deprisa —dijo.
—Los que salen al exterior son sólo quienes no se sien­ten preparados aún —corroboró Tres.
—Porque el camino más rápido hacia la Emperatriz es ese túnel —concluyó Uno—, pero no todo el mundo puede ir por ahí.
Bipa trató de ordenar aquella información para extraer de ella datos útiles.
—Queréis decir —aventuró— que si Aer era aún de­masiado opaco, estará todavía dando vueltas por ahí fuera. Y si ya estaba preparado cuando llegó, si Cambió lo suficiente, entonces habrá seguido por el túnel en dirección al país de los etéreos. ¿Es así?
Uno, Dos y Tres asintieron al unísono.
—Pero tú no puedes seguir por ese túnel —dijo Uno, adivinando cuáles eran sus intenciones—. Eres demasiado...
—... Opaca —se adelantó Bipa.
—... Consistente —terminó Uno.
Opaca, consistente, corpórea, sólida... A fin de cuen­tas, todo venía a significar lo mismo. Bipa alargó la mano para tocar al humano más cercano a ella, que era Tres. Palpó su brazo y lo encontró blando, gelatinoso. Alzó su mano para mirarla a contraluz.
Transparente.
Suspiró. Lo había sabido prácticamente desde su llegada a la Ciudad de Cristal, al territorio de los trans­lúcidos, pero la realidad nunca la había golpeado con tanta fuerza como hasta ahora. En eso consistía el Cam­bio. En eso se estaba convirtiendo Aer, por voluntad propia.
¿Qué clase de criatura sería él, ahora mismo? ¿Sería tan transparente como los habitantes del País de los Líquidos? ¿Lo reconocería?
Levantó su propia mano para contemplarla. Era blanca, y pálida, tanto que podía ver las venas que la recorrían. Pero no era transparente, ni siquiera translúcida. Todavía.
Cerró el puño en un gesto de frustración. ¿Hasta dónde tendría que seguir a Aer? ¿Qué más perdería en el intento?
Contempló a sus anfitriones con gesto crítico.
—Os habéis vuelto blandos y transparentes —ob­servó—. ¿Por qué seguís aquí? ¿Acaso no deseáis Cambiar del todo?
Hubo un denso silencio, sólo enturbiado por el rumor del agua.
—Hace falta valor para Cambiar —dijo Dos.
—Bien —murmuró Bipa—. Espero, pues, que Aer sea lo bastante cobarde como para haberse quedado por aquí, en los túneles de agua.
Los tres la miraron como si hubiese dicho una blas­femia.
—Pero lo dudo —continuó Bipa, impertérrita—. A menudo la estupidez se confunde con la valentía, y tengo que admitir que Aer es bastante estúpido.
Sin embargo, contempló el túnel con aprensión. Por muchas maravillas que le hubiesen contado acerca de la Em­peratriz, cada vez estaba menos segura de querer conocerla.
—Hay un medio de averiguar si tu amigo pasó por aquí —dijo entonces Uno.
Bipa se volvió inmediatamente hacia él.
—¿En serio? ¿Cuál es?
—Sigúeme —le indicó el transparente.
Dio media vuelta y se internó por uno de los túneles de agua.
Bipa lo siguió.
Caminaron bajo aquella bóveda líquida durante tanto tiempo que la joven se preguntó si ya habría anochecido. No había modo de saberlo: la Estrella de la Emperatriz alumbraba el cielo día y noche. No existía la oscuridad en sus dominios.
No obstante, Bipa se sentía aliviada de que aquella pan­talla acuática la protegiese de la fría mirada del ojo azul. El túnel de agua seguía discurriendo sobre su cabeza, y en la fina cortina transparente Bipa podía apreciar pequeñas formas fluidas que parecían peces. Trató de tocar algunos de ellos, pero la punta de sus dedos siempre los atravesaba. También aquellos diminutos pececillos eran líquidos como los golems, como la bóveda que cubría sus cabezas.
—Es otra fase del Cambio —le explicó Uno, adivi­nando lo que pensaba—. Todas las criaturas de nuestra tie­rra acaban por volverse líquidas. Por eso nos resguardamos en los túneles. Si te vuelves líquido antes de tiempo, ya no puedes llegar hasta la Emperatriz.
Bipa recordó a Nevado, y se entristeció. Pero había algo en las palabras de Uno que despertó su interés.
—Antes has dicho que fuera de los túneles se Cambia más deprisa —recordó—. Y ahora vuelves a hablar de res­guardarse en ellos. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace Cambiar a la gente?
Uno pareció confuso por un momento.
—Su voluntad de Cambiar, naturalmente —dijo—. Si sales al Exterior es porque deseas Cambiar. Si tienes miedo, te quedas aquí, a cubierto.
—¿A cubierto de qué? —insistió Bipa.
Uno no respondió.
—Lo que dices no tiene sentido —volvió a la carga ella—. La voluntad de Cambiar se puede demostrar igual­mente siguiendo el camino que lleva hasta la Emperatriz. Pero tú has dicho que para emprender ese camino hay que Cambiar primero.
—Hay diferencias —replicó Uno—. Tú quieres ir por ese camino. Pero no quieres Cambiar.
Bipa no supo qué decir.
Por primera vez a lo largo de su viaje comenzaba a plan­tearse los motivos del Cambio. Sabía que era un requi­sito indispensable para llegar hasta la Emperatriz, pero... ¿cómo se producía? ¿De verdad bastaba con desearlo?
«Yo no lo deseo», se dijo. Y, ciertamente, seguía siendo opaca. Pero no tanto como antes. Contempló las puntas de su propio cabello; antes eran de color castaño oscuro, pero ahora se habían vuelto blancas como la nieve.
«Estoy Cambiando —pensó—. No tan deprisa como debería, tal vez. O quizá estoy pasando demasiado deprisa de un lugar a otro. Con mi aspecto, debería estar todavía en la casa de Gélida o en la Ciudad de Cristal, no aquí. Y, sin embargo, estoy Cambiando.»
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó a su an­fitrión súbitamente.
El otro pareció sorprenderse ante la pregunta y la miró, confuso.
—¿Tiempo? —repitió, como si fuese un concepto des­conocido para él.
Bipa señaló el Ópalo cristalino que lucía sobre su frente.
—Con eso das vida a los golems de agua —dijo—. Si tienes una responsabilidad semejante no puedes ser un re­cién llegado.
Uno tocó el Ópalo con la yema del dedo, casi como si se sorprendiera de encontrarlo ahí.
—No mucho tiempo —contestó—. Porque, de lo contrario, me habría vuelto totalmente líquido. Como Todo.
Bipa parpadeó. Uno había pronunciado la palabra «Todo» de una forma especial, como si se refiriese a al­guien en concreto, y no a algo abstracto.
—¿Todo? ¿Qué es Todo?
—Aquel a quien vamos a ver.
Bipa se sintió inquieta de pronto.
—¿Se llama Todo? ¿Por alguna razón en especial?
—Porque lo es Todo —replicó Uno, con cierta brus­quedad—. Y deja ya de hacer preguntas. Me obligas a pensar.
—Claro, eso explica muchas cosas —murmuró Bipa con cierta sorna.
Pero Uno no respondió. Llegaron por fin a un enorme espacio delimitado por paredes de agua, que brotaban del suelo como poderosos surtidores y se unían sobre sus cabezas formando una cúpula líquida de estremecedora belleza. Con todo, el espacio estaba bastante seco, y Bipa dio un par de pasos al frente para adentrarse en él. Se detuvo al ver que Uno no la seguía.
—Te espero aquí —dijo el transparente—. El gólem te acompañará.
Bipa detectó la presencia de un gólem de agua que avanzaba hacia ella. Había emergido directamente de la pared líquida, o tal vez había estado oculto tras ella. La muchacha no lo sabía, y prefirió no preguntar.
Siguió al gólem que, con movimientos fluidos y ele­gantes, la conducía hacia el centro de la sala. Bipa miró a su alrededor, esperando encontrar al tal Todo, o, al menos, una puerta que la condujese hasta él. Pero aquel lugar es­taba vacío. Lo único que había era un gran estanque exca­vado en el suelo.
El gólem de agua se detuvo junto a la orilla.
—¿Qué? —se impacientó Bipa—. ¿Dónde está Todo?
El gólem volvió su rostro sin rasgos hacia el agua del estanque.
—¿Qué se supone que debo hacer? —interrogó Bipa, perdiendo la paciencia.
Se arrodilló sobre el suelo de cristal, junto al estanque. Tal vez tuviera que beber de sus aguas. Inquieta, cayó en la cuenta de que hacía mucho que no bebía ni comía nada. Y tampoco sentía deseos de hacerlo.
Rozó la superficie con la punta de los dedos, produ­ciendo en ella una gran ondulación. Con sorpresa y algo de aprensión, Bipa observó que las ondas seguían una tra­yectoria antinatural, concentrándose en un solo punto, hasta formar un rostro líquido que emergía directamente del agua, hierático, inexpresivo, como los del túnel de las máscaras de cristal.
—¿Eres... Todo? —osó preguntar Bipa.
El rostro habló, no con una voz humana, sino con el sonido del agua que fluye:
—Así me llaman.
—¿Por qué?
—Porque soy el agua —repuso aquella voz líquida—. Porque mi ser puede contraerse en este estanque o expan­dirse para tocar hasta la última gota del océano. Porque puedo recorrer en un instante toda la región de los Líqui­dos, por debajo de nuestros frágiles suelos de cristal. Por eso soy Todo. Y por eso me llaman Todo.
—Pero me miras desde la cara de una persona —dijo Bipa, sobrecogida, recordando las palabras de Uno—. ¿Fuiste una vez alguien sólido?
—Sí —respondió Todo—, pero permanecí demasiado tiempo en este lugar y Cambié demasiado deprisa. Me li­cué, me mezclé con el agua y ya no puedo Cambiar más. Y por eso —continuó—, dedico gran parte de mis esfuer­zos a mantener los túneles de agua.
Bipa alzó la cabeza para contemplar la fantástica cú­pula líquida.
—¿Los has hecho tú?
—Es parte de mí.
Bipa quiso preguntarle por los golems de agua, por el Cambio, por la Estrella... por tantas cosas que no cono­cía, tantos misterios para los cuales Todo podía tener las respuestas; pero temía que aquel ser fluido desapareciese, fundiéndose en el agua en cualquier momento, por lo que se limitó a hacerle la pregunta más acuciante:
—Estoy buscando a un amigo mío. Se llama Aer. ¿Ha pasado por aquí?
—No lo sé —respondió Todo—. No puedo saberlo si no lo he visto antes.
—Puedo describírtelo —se apresuró a responder Bipa.
—Es inútil —sonrió Todo—. Para cuando llegan a este lugar, todos los Cambiantes son iguales. Pero déjame verlo a través de tus ojos. Acércate.
Bipa se inclinó sobre el agua, con precaución.
—Acércate más —ordenó Todo.
Bipa obedeció. Cuando su nariz casi rozaba ya la su­perficie del estanque, el rostro líquido de Todo desapa­reció para volver a emerger justo bajo el suyo. Los labios de Todo se fundieron con los suyos y, cuando Bipa lanzó una exclamación de sorpresa ante aquel inesperado beso, tragó agua sin querer. Tosió para escupirla y se alejó del estanque.
—Eso no ha sido muy amable por tu parte —comentó Todo—. ¿Quieres encontrar a tu amigo o no?
Bipa suspiró. Por toda respuesta, inspiró hondo y vol­vió a agacharse sobre el estanque.
De nuevo, el rostro de Todo se unió al suyo, de nuevo sus labios líquidos rozaron los suyos. Pero en esta ocasión, Bipa no se movió. Contuvo la respiración y se dejó arrastrar por la fuerza del agua, que tiró de ella hasta obligarla a sumergir la cara en el estanque. Bipa abrió los ojos, pero no vio más que oscuridad. Aguantó la respiración tanto como pudo y, cuando ya sentía sus pulmones a punto de estallar, sacó la cabeza del agua y respiró hondo, entre to­ses y jadeos.
El rostro de Todo volvió a emerger en la superficie del estanque.
Bipa temió que le dijese que aún no tenía suficiente, pero, por fortuna, Todo no le pidió de nuevo que sumer­giera la cara en el agua.
—Lo he visto —dijo solamente.
El corazón de Bipa latió todavía más deprisa.
—¿Dónde? —inquirió.
La faz de Todo desapareció de la superficie del estan­que y ésta se quedó otra vez lisa como un espejo.
Pero en el agua empezaron a reflejarse imágenes, imá­genes que inundaron a Bipa de añoranza.
Allí estaban las Cuevas. Y su padre. Y Maga.
Y Aer.
Aer cargando con aquella estúpida lámina de cuarzo, Aer trepando por la colina para ver la Estrella, Aer lan­zando bolas de nieve y haciendo el tonto como de costum­bre, Aer derrumbándose ante su puerta...; Aer contem­plando el horizonte con aquella expresión, entre nostálgica y resuelta, que vaticinaba que un día abandonaría su ho­gar y a su gente, tal vez para siempre.
—Es él —jadeó Bipa, casi sin aliento—. Pero son imá­genes del pasado, no del presente, ¿verdad? De cuando vi­víamos en las Cuevas —parecía haber pasado una eterni­dad desde entonces—. ¿Y dónde estoy yo?
—Al otro lado —respondió la voz borboteante de Todo—. Esas imágenes son tus recuerdos. Fuiste tú quien las registraste en tu propia memoria.
Los recuerdos seguían sucediéndose, y Bipa constató, no sin cierta vergüenza, que había mirado a Aer con mu­cha más atención de lo que estaba dispuesta a admitir.
Pero, en aquel momento, descubrir aquello no le im­portó.
—Bien —murmuró, sin poder apartar todavía los ojos de sus propios recuerdos—. Ya sabes cómo es Aer. Y ahora, dime, ¿le has visto?
Las imágenes desaparecieron de pronto, y el estan­que reflejó de nuevo los rasgos de Bipa. La voz de Todo la hizo regresar a la realidad.
—Y éstos son mis recuerdos —dijo.
El estanque le mostraba ahora imágenes del país de los Líquidos, un amplio mar cristalino recorrido por una ex­tensa red de caminos sólidos que sostenían túneles de agua. Aquellos caminos permitían que los transparentes se des­plazasen sobre el agua sin hundirse, eso estaba claro. Pero... ¿por qué razón tenían que estar cubiertos por bóvedas de agua?
Dio con la respuesta casi en el instante en que Todo volvía a hablar.
—Lo has adivinado —dijo—. Los puentes de cristal han de estar cubiertos porque, de lo contrario, se licuarían como todo lo demás.
Bipa recordó cómo su balsa de cristal se había derre­tido como la escarcha junto al fuego.
—Es el brillo de la Estrella lo que hace que las cosas y las personas pierdan corporeidad —siguió explicando Todo—. Nada opaco debe mancillar la morada de la Em­peratriz. Por eso su Estrella actúa de faro que guía a los Ca­minantes y de barrera para aquellos que no han Cambiado.
—Pero tú mantienes estos caminos sólidos sobre el mar —murmuró Bipa, tratando de asimilar toda aquella información—. Los cubres con cortinas y bóvedas de agua. ¿Por qué?
—Porque el agua es el único elemento que puedo manejar, en mi estado.
—No, no quiero decir eso. Preguntaba... por qué tien­des caminos sobre el mar. Si la Estrella sirve a la Empera­triz, y ella no quiere que nada sólido llegue hasta su pala­cio... ¿por qué ayudas a cruzar a los Caminantes?
—Porque Cambiar es un proceso largo. Muchos tar­dan un tiempo, y a menudo el viaje por los túneles los ayuda a Cambiar a su debido tiempo... Ni antes, ni des­pués. Si no existieran mis túneles de agua, muchos Ca­minantes se quedarían en la orilla y se licuarían allí, como...
—... como golems de nieve —murmuró Bipa a me­dia voz.
—... como me sucedió a mí —completó Todo.
—¿Tú ya no puedes llegar hasta el palacio de la Em­peratriz?
—Soy Todo —dijo él con sencillez—. Para que yo pu­diera dar un solo paso fuera del país de los Líquidos, el océano entero tendría que evaporarse.
El rostro desapareció de la superficie del agua, dejando una última onda, como un leve suspiro.
Pero las imágenes seguían sucediéndose, y Bipa prestó atención, porque ahora le mostraban una figura que avan­zaba sobre los caminos de cristal desafiando al impertérrito mar.
Era esbelto, muy esbelto, y se movía con la gracia y de­licadeza de un gólem de agua. Su cabello, completamente blanco, caía sobre sus hombros como una cascada líquida. Su rostro era pálido como la nieve. Sus ojos, dos botones de agua.
—No puede ser él —susurró Bipa—. Casi parece un fantasma.
—Es ya casi un etéreo —corroboró Todo, con un deje de melancolía en su voz—. Está a punto de alcanzar el es­tadio perfecto.
—¡Perfecto! —repitió Bipa, sin poder creer lo que estaba oyendo—. ¡Si... si no es ni la sombra de lo que era! ¿La Estrella le ha hecho eso? Pero... —se miró las manos, aturdida—. Pero yo he recorrido el mismo camino que él. Y sigo siendo... opaca.
—Estás anclada a la tierra —le respondió Todo, con un cierto tono de reproche—. Llevas la marca de la Diosa. Si sabes lo que te conviene, no te atreverás a acudir con ella al palacio de la Emperatriz.
—¿La marca de la Diosa? —repitió Bipa.
Se llevó una mano al Ópalo.
—Ésa es la maldición de todos los Caminantes —dijo Todo con rencor—. Muchos ansian poseer un objeto como ése, porque les da poder para animar golems. Pero al mismo tiempo mantiene corpóreos a sus portadores.
—¿Quieres decir que el Ópalo me protege de la in­fluencia de la Estrella? —preguntó Bipa, y recordó enton­ces que Lumen le había dicho que los portadores del Ópalo veían frenado su proceso de Cambio—. ¿Y que por eso no he Cambiado, como lo ha hecho Aer?
—Por eso y porque no tienes voluntad de Cambiar —dijo Todo, con un cierto tono altanero—. Pero sí, es cierto —añadió, persuasivo—. Si te deshaces de ese Ópalo, Cambiarás más deprisa. Esas cosas no le gustan nada a la Emperatriz. Son las armas que la Diosa utiliza para arre­batarle súbditos.
—La Diosa es la tierra que nos sostiene —dijo Bipa, repitiendo las enseñanzas de Maga—. Es la fuerza que hace crecer las plantas, el poder que alimenta el fuego, la san­gre que corre por nuestras venas. La Diosa es la vida. ¿Qué clase de persona es esa Emperatriz que tanto la odia?
Todo rió de nuevo.
—Qué poco sabes, joven opaca. Viajas en busca de la Emperatriz y no tienes ni idea de quién es ella...
—Yo no viajo en busca de la Emperatriz —corrigió Bipa, ceñuda—. Voy a buscar a Aer. No tengo la culpa de que él se haya vuelto lo bastante loco como para que­rer convertirse en una especie de sombra escuchimizada.
Todo sonrió.
—Sin embargo, deberías saber a qué te enfrentas. Si eres adoradora de la Diosa, acercarte a la Emperatriz no es una buena idea. Son enemigas desde tiempo inmemorial.
»Antiguamente, nuestro mundo estaba gobernado por una Diosa que recordaba constantemente a sus criaturas que estaban hechas de materia impura, que tenían cuer­pos a los que debían atender. Cuerpos que nacían de otros cuerpos. Que había que alimentar. Cuerpos que crecían y envejecían, que experimentaban dolor, hambre, sed. Cuer­pos que necesitaban descansar y que sentían el impulso de unirse a otros cuerpos.
»Todas las criaturas vivían esclavas de su propia cor­poreidad. Y, cuando, por fin, esos cuerpos morían, regre­saban a la tierra para alimentar a su Diosa. Le pertenecían desde que nacían hasta que la tierra se los tragaba. Hasta tal punto los controlaba ella.
»Todo esto cambió con la llegada de la Emperatriz. Ella derrotó a la Diosa y la obligó a retirarse a las profun­didades del subsuelo, desde donde todavía hoy escupe de vez en cuando esas... piedras... Ópalos... que condensan parte de su poder.
—El poder de la vida —le recordó Bipa con cierta dureza.
—Pero es la Emperatriz quien gobierna ahora sobre el mundo —prosiguió Todo, imperturbable—. Ella descen­dió de los cielos y nos ofreció la posibilidad de liberarnos de la esclavitud de nuestros cuerpos. Nos enseñó a Cam­biar. Nos dio la oportunidad de alcanzar la eternidad.
—¡La eternidad! —exclamó Bipa con desdén—. ¿De qué te sirve la eternidad si para ello has de renunciar a la vida?
—La eternidad —replicó Todo— es la libertad ansiada por todos aquellos que son esclavos de su cuerpo. Tu amigo lo sabe. Sabe que lo que la Emperatriz le ofrece vale más que una corta vida que pasará alimentándose, durmiendo, envejeciendo y criando a unos hijos que serán tan esclavos como él. Por eso te ha dado la espalda, muchacha. A ti y a todo lo que conoció. Sabe muy bien que el don de la Em­peratriz no tiene precio. ¿Qué podrías ofrecerle tú a cam­bio de la eternidad? ¿Qué puedes regalarle que valga más que la libertad?
Bipa montó en cólera. Las palabras de Todo le pare­cían una sarta de disparates.
—Vivir la vida —dijo—, eso no tiene precio. Quien no haya pasado nunca frío no apreciará el valor de una hoguera. Quien nunca haya llorado no disfrutará de los momentos de risas. Quien no haya pasado hambre no valorará un plato de estofado caliente. Quien no conozca la muerte no sen­tirá amor por la vida. Esto es lo que Maga me enseñó.
»Los etéreos pierden la capacidad de sentir, de emo­cionarse. Eso es lo que nos hace amar la vida. Los etéreos buscan una existencia sin límites y al mismo tiempo re­nuncian a las cosas que valen la pena. Serán eternos, sí. Pero estarán eternamente vacíos.
»Tú lo sabes —concluyó, con una traviesa sonrisa—. Presumes de ser Todo, pero estás atrapado en una cárcel lí­quida. Presumes de no sentir necesidades corporales, pero me has robado un beso. Sólo para tratar de recordar qué se sentía al besar a una mujer.
Todo no respondió.
Bipa se levantó, segura y confiada, por primera vez en mucho tiempo.
—No eres Todo —le aseguró—. No eres yo. Porque aún poseo un cuerpo que me delimita. Porque tengo una identidad, y porque aún recuerdo mi nombre.
»Y sé que tú desearías poder acordarte del tuyo.
—Mientes —farfulló aquel ser de agua—. La Diosa habla por tu boca y trata de confundirme. Tú...
Bipa no oyó más. Se alejó del estanque, sin prestar aten­ción a los borboteos de Todo. El gólem la siguió, deslizán­dose sobre el suelo de cristal, como una sombra líquida.
Cuando la muchacha llegó a la galería, Uno ya se ha­bía marchado. El gólem de agua la acompañó de regreso a la caverna de donde partía el túnel que la conduciría hasta el país de los etéreos. Ahora sabía que Aer se había aden­trado en él.
«A estas alturas —pensaba Bipa—, tal vez ya no pueda encontrarlo. Quizá ya no tenga cuerpo.»
Habría debido seguir su camino sin entretenerse, se decía a sí misma. Pero, por otro lado, su conversación con Todo le había enseñado muchas cosas. Y, además, no era tan sencillo continuar adelante.
Hacía falta valor para Cambiar, recordó la joven.
«Pero yo no tengo la menor intención de Cambiar —se rebeló—. Ya he Cambiado demasiado.» Lo notaba también en sus ropas, que ya le quedaban anchas. «Cuando todo esto termine —se dijo—, regresaré a casa y volveré a vivir como una persona normal. Y pronto seré la misma de antes. »
Podría recuperar fácilmente el peso que había perdido en cuanto volviera a alimentarse correctamente. Pero dudaba que pudiera recobrar su cabello oscuro y su tono de piel original. Estaba preguntándose si Maga contaría con algún remedio contra la «enfermedad etérea» cuando llegó a su destino.
La aguardaban dos transparentes. El primero era Uno, al que reconoció por el Ópalo de su frente. El otro podía ser Dos o Tres, o quizá una cuarta persona. Bipa no lo sabía.
—¿Has decidido ya lo que vas a hacer? —preguntó Uno.
—Sí —respondió Bipa—. Voy a seguir por el túnel que lleva hasta los etéreos. Ahora mismo —añadió tras una pausa. Lo cierto es que no se sentía cansada ni hambrienta. Estar Cambiando hacia el estadio etéreo tenía sus ventajas.
Los dos transparentes cruzaron una mirada de estupor.
—¡Pero no puedes ir ahora!
—¿Por qué no?
—Eres demasiado corpórea. Te hundirás.
Bipa comprendió entonces que, si se internaba por el túnel, en algún momento dejaría de tener suelo sólido bajo sus pies.
Se acordó de la placa de cristal que le había servido de balsa y tuvo una idea.
—No me hundiré —les aseguró—. Lo bueno de ser corpórea es que mi cerebro todavía no se ha reblande­cido tanto como los vuestros.
Ellos no parecieron ofendidos. La siguieron, con cierto recelo, cuando Bipa se adentró en el túnel que conducía a los dominios de la Emperatriz.
Como sospechaba, un poco más allá el suelo crista­lino se fundía con el agua. Bipa se arrodilló en la misma orilla y trató de arrancar un fragmento de cristal del borde. Necesitó tres intentos hasta conseguir lo que que­ría: un pedazo de cristal puntiagudo y alargado como una daga. Entonces se volvió sobre sí misma y empezó a golpear el suelo un poco más allá, intentando abrir una brecha.
—¿Qué haces? —quiso saber Uno.
—Trato de fabricarme una balsa como la que me trajo hasta aquí —explicó Bipa.
—Pero no puedes destruir el túnel.
—No voy a destruir el túnel. Sólo necesito un trozo de suelo, lo bastante grande como para que pueda trans­portarme.
Uno no parecía muy conforme. Intentó arrebatarle el cristal a Bipa, con el resultado de que ambos se corta­ron con sus afiladas aristas.
Bipa lanzó una exclamación de dolor y soltó el frag­mento. Se llevó el dedo a la boca para lamer la herida, y descubrió, consternada, que la sangre que manaba de ella no era roja, sino de un desvaído tono rosáceo.
Sin embargo, contrastaba vivamente con la sangre de Uno.
El transparente no había dado muestras de dolor, a pesar de que su herida parecía más grave que la de Bipa. De ella brotaba un líquido totalmente incoloro.
—No puede ser agua —balbuceó la chica—. No pue­des tener agua en las venas.
Uno trató de atraparla, pero Bipa retrocedió un paso y dio un salto en el sitio.
El suelo, que a fin de cuentas flotaba sobre el mar, se bamboleó. Los transparentes se quedaron quietos.
Bipa saltó de nuevo.
Se oyó un crujido.
—Sacadla de ahí —ordenó Uno a los golems de agua.
Las criaturas avanzaron hacia ella, obedientes.
Bipa saltó por tercera vez. Y entonces, con un chas­quido, la placa de cristal sobre la que estaba se desprendió del resto y se deslizó lentamente, túnel abajo.
Bipa contempló los rostros de Uno y del otro transpa­rente. A pesar de ser inexpresivos como máscaras de hielo, casi podía oler su consternación.
—¡Lo siento mucho! —les gritó mientras se alejaba—. ¡No pretendía ser grosera! ¡Pero tengo que encontrar a Aer!
«... Antes de que sea demasiado tarde», añadió para sí misma. Se preguntó si al muchacho todavía le queda­ría sangre en las venas. Si aún poseería la capacidad de sentir.
«No importa —se dijo—. He de llevarlo de vuelta a casa.»
Si no lo hacía... ¿cómo iba a explicarle a Nuba que su hijo se había transformado en un etéreo sin cuerpo? ¿Le consolaría saber que había alcanzado la eternidad?
—No llegarás hasta el final —le dijo entonces una voz conocida, sobresaltándola.
En la superficie del agua, cerca de ella, flotaba el ros­tro líquido de Todo.
—No me importa —respondió Bipa—. No pretendo llegar hasta el final. Sólo quiero encontrar a Aer.
—¿Lo ves? Eres esclava de tus sentimientos.
—Mejor eso que ser esclavo de la Emperatriz. ¿Crees que no sé que la luz de esa Estrella atrae a la gente? ¿A eso lo llamas libertad?
Todo le dirigió una mirada indescifrable.
—Podría hacer que volcaras ahora mismo —le dijo—. Y entonces te arrepentirías de ser opaca y no poder flotar por encima de las aguas.
—¿Vas a hacer eso? —dijo Bipa, inquieta.
—No —replicó Todo—. Porque no me importa nada lo que digas o lo que hagas. Y no me importas tú. No me importas en absoluto.
Se hundió en las aguas, dejando apenas una ligera onda en su superficie. Bipa aguardó, pero no sucedió nada. El mar seguía tranquilo, y el rostro de Todo no volvió a apa­recer.
Aquella fue la última vez que Bipa lo vio.
La balsa de cristal continuó flotando bajo la bóveda del túnel de agua. La joven perdió la noción del tiempo. El océano parecía infinito, y aquel túnel, tan eterno como la existencia que se les suponía a los etéreos.

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