martes, 18 de junio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 2)



Aquí os dejo el 2º capítulo. María.
II 
«El día que decida marcharse...»


Una figura larguirucha, una melena despeinada de cabello castaño claro...Bipa resopló para sus adentros. Aer era inconfundible.
— ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Me has asustado!
Entonces fue él quien se sobresaltó. Había entrado en la cueva de espaldas porque venía arrastrando una enorme lámina de un material de color lechoso. Se había envuelto las manos con trapos para no cortarse con los bordes afi­lados de aquella cosa, lo cual le dificultaba el transporte todavía más. Se volvió al oír la voz de Bipa, con cierta expresión culpable.
—Cuando he pasado antes por aquí no había nadie —fue lo primero que dijo.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que si había luz es porque ahora sí hay alguien? —respondió ella, perdiendo la paciencia—. ¡Aparta a los animales de ahí! Se van a ha­cer daño.
Las reses se habían acercado a olisquear a Aer y lo que traía consigo, y el joven retiró con suavidad a un macho cuyo hocico estaba peligrosamente cerca de los bordes afilados. Después, se apoyó contra la pared para descansar.
Bipa no dijo nada. Le dedicó un gruñido desdeñoso y se inclinó para tomar en brazos a uno de los animales, que se restregaba contra su pierna, señal de que se encontraba mal o le dolía algo. La muchacha se puso a examinarlo con­cienzudamente, ignorando a Aer.
El chico la contempló unos instantes.
—¿No quieres saber qué es esto, ni para qué sirve? —la tanteó.
—¿Para cortarte un dedo si no andas con ojo, tal vez? —replicó ella, sin levantar la vista de lo que estaba ha­ciendo. Sus manos, de dedos cortos pero ágiles, repasaban el lanoso pelaje del animal, en busca del origen de la mo­lestia.
Aer se volvió para mirar la lámina, pensativo.
—Tendré que limar los bordes. Pero eso no será nin­gún problema. Lo verdaderamente importante es esto, mira.
Sin previo aviso, cogió la lámpara y se la llevó consigo, dejando a Bipa sin luz suficiente.
—¡Eh! —protestó la joven. Aer hizo caso omiso y ro­deó la lámina hasta quedar oculto tras ella. El material, translúcido, dejaba pasar parte de la luz, e incluso se adi­vinaba la silueta del chico, al otro lado.
—¿Lo ves? —dijo Aer.
—Sí, ¿y qué? —replicó ella sin mucho interés.
Aer reapareció desde detrás del objeto, pero no le de­volvió la lámpara.
—Es una lámina de cuarzo —explicó—, lo bastante fina como para dejar pasar la luz. Me ha costado horro­res extraerla de la roca sin romperla —su voz estaba teñida de mal disimulado orgullo; pero Bipa no era tan fácil de impresionar como las otras chicas.
—Qué pena, porque podías haber dedicado ese tiempo a hacer algo más productivo.
Aer se volvió hacia ella, picado.
—¿Crees que no sirve para nada? ¡Pues te equivocas! Abriré un agujero en el techo de nuestra cueva y encajaré la lámina en él. Así tendremos más luz y claridad durante el día —concluyó, satisfecho, sonriendo de oreja a oreja.
Bipa lo miró fijamente, sin dejarse seducir por su eterno aire de niño travieso. Con un suspiro cargado de pacien­cia, se levantó para acercarse hasta él.
—En primer lugar —le dijo, dando un par de golpecitos sobre la lámina—, al ser tan fino os protegerá menos del frío. Si abres un agujero en el techo y lo tapas con esto, vais a necesitar varios pares de mantas más para poder dor­mir por las noches. No creo que a tu madre le haga gracia.
»Y en segundo lugar —añadió, arrebatándole la lám­para de las manos—, tendrás que limpiar todos los días la nieve que se acumule sobre ella. Porque te tapará esa luz que quieres capturar, y porque, si dejas que se forme un montón lo bastante alto, la lámina acabará por romperse. Así que tu brillante idea es una pérdida de tiempo —con­cluyó encogiéndose de hombros.
Había una tercera razón, pero no la mencionó. Y era que ella no habría cambiado por nada del mundo el cálido resplandor del fuego por la fría luz del exterior.
Pero no valía la pena decírselo a Aer. Porque él ado­raba el exterior, por mucho frío que hiciese y por muy de­solador que fuera el paisaje.
Se sentó de nuevo junto a la res dolorida y reanudó su trabajo, sin molestarse en mirar a Aer. Suponía que esta­ría enfadado con ella y no tenía tiempo para malgastarlo en discusiones.
Transcurrieron unos instantes antes de que volviera a oír su voz.
—¿Sabes qué? Tienes razón.
—Vaya, qué sorpresa —comentó ella con calma. Claro que sabía que tenía razón. La novedad era que él lo reconociera. Así pues, alzó la cabeza para mirarle, intrigada a su pesar, porque le había parecido captar un nuevo tono en la voz del muchacho, de reconocimiento, y tal vez de respeto.
Pero Aer le daba la espalda. Examinaba su hallazgo, contemplándolo desde una nueva perspectiva. Bipa lo vio encogerse de hombros, suspirar con resignación y, acto seguido, alzarlo y arrojarlo contra las rocas de la pared.
—¿Te has vuelto loco? —exclamó ella, pero el ruido de la lámina al romperse ahogó su voz.
—Mejor será que me lo lleve a trozos —dijo Aer, aga­chándose para recogerlos—. Seguro que les encontraré al­guna utilidad.
Bipa le respondió con un gruñido desdeñoso.
—Llévatelos todos —le ordenó—. Voy a venir aquí con mi rebaño hasta que se termine el pasto, y no quiero que haya que lamentar ningún accidente.
Aer no respondió, pero guardó todos los pedazos en su bolsa.
Bipa dejó de prestarle atención y se concentró de nuevo en el animal. Descubrió entonces dónde estaba el problema: la criatura debía de haberse raspado contra algún saliente ro­coso, porque un profundo arañazo marcaba su costado, por debajo del espeso pelaje. Debía de escocerle, seguro. Rebuscó en su morral hasta encontrar un pequeño bote que contenía una cataplasma que haría cicatrizar la herida y reduciría la inflamación. Se aplicó a ello, mientras apuntaba mentalmente que debía visitar a Maga para pedirle que le rellenase el bote.
—¿Has visto esto? —oyó de pronto la voz de Aer muy cerca de ella, sobresaltándola.
Bipa se giró hacia él, molesta. Aprovechando su dis­tracción, el animal se le había escapado antes de que pu­diera terminar de curarlo.
—¿Y ahora, qué? —protestó.
Aer volvió a tomar el farol y lo alzó en alto.
—¿Has visto esto? —repitió.
Ella le echó un vistazo rápido.
—Ah, sí, los dibujos.
—¿Qué serán esos animales? ¿Y ese círculo rojo? ¿Quién pintaría esto? ¿Y para qué?
Pero Bipa ya no lo escuchaba. Había vuelto a atrapar al animal y trataba de reanudar lo que había dejado a mi­tad. Aer la miró de reojo.
—¿Es que no hay nada que pueda llamar tu atención? ¿Nunca te haces preguntas? ¿No sientes curiosidad por nada?
—Las personas que pintaron esos dibujos debieron de morir hace mucho tiempo —replicó ella—. Nunca podrás encontrar a nadie que pueda explicarte en qué pensaban cuando los hicieron. Así que no sirve de nada hacerse pre­guntas al respecto.
En esta ocasión le tocó a Aer resoplar, exasperado.
—Siempre hablas como si lo supieras todo, y en rea­lidad lo único que conoces son las Cuevas y un pedazo de túnel. Como si no hubiera nada más.
—Es que no hay nada más, Aer. Y aunque lo hubiera, no voy a llegar a conocerlo nunca, porque aquí estoy bien y no quiero arriesgarme a morir de frío sólo para ver qué hay más allá; así que no pienso perder el tiempo con co­sas que no van a afectarme lo más mínimo.
—Eres tan ciega y obstinada como los animales de tu rebaño —acusó Aer—; siempre ocultándose en los rin­cones oscuros, siempre apretujándose unos contra otros...
—Las reses son ciegas porque no necesitan ojos, puesto que viven en la oscuridad. ¿Y sabes por qué? Porque no hay nada ahí fuera que pueda interesarles. Porque si salen de los túneles morirán de hambre y de frío. Porque en el pasado los animales que salían, atraídos por la luz, jamás regresa­ban, y al final los que quedaron vivos fueron aquellos que no necesitaban ver, aquellos que sabían apretujarse unos contra otros para mantener el calor. Prefiero ser una res ciega viva que un idiota muerto —concluyó, ceñuda.
Aer la contempló un instante, atónito. Después, para desconcierto de ella, se echó a reír.
—¡Pasas demasiado tiempo aquí dentro, Bipa! Hay muchas cosas en el exterior que no conoces. Como, por ejemplo, esto —añadió, señalando el círculo rojo que, mu­cho tiempo atrás, alguien había pintado en la pared.
—¿Sabes qué es eso? —quiso asegurarse Bipa, incré­dula; Aer asintió—. ¡Me acabas de decir que no lo sabías!
—Y tú, que no te interesaba —contraatacó él—. Bien, no estoy seguro, pero he visto algo parecido. Algún día te lo mostraré.
Bipa se encogió de hombros.
—Puedes ahorrarte la molestia.
—Y algún día —prosiguió Aer, sin escucharla, perdido en sus ensoñaciones— puede que descubra que aquellas reses que se fueron siguiendo la luz en realidad no están perdidas, sino que encontraron un lugar mejor.
—Sin duda, cuando uno está muerto se debe de sen­tir estupendamente bien— cortó ella, con sarcasmo—. Ya no pasas frío, ni hambre, ni tienes que preocuparte por nada. Como en el palacio de la Emperatriz, ¿no? —con­cluyó con intención.
Aer enrojeció y le lanzó una mirada furibunda.
—¿Está mal que crea que mi padre sigue vivo?
—Sí, está mal —respondió Bipa, categórica—. Por­que tu madre pasará la vida esperándole y perderá las po­cas oportunidades que le quedan de ser razonablemente feliz. Y porque, como se descuide, tú seguirás el mismo ca­mino que tu padre, y ella se quedará sola y sufrirá todavía más. Así que olvídate de todas esas historias absurdas de una vez —concluyó levantándose con energía— y de­dícate a cuidar de tu madre y a llevarle algo bueno para co­mer de vez en cuando, para variar. Toma —añadió, depositando en sus manos una cesta de hongos—, llévaselos de mi parte. Y devuélveme la cesta después, que no tengo otra.
—No es necesario... —empezó Aer, pero Bipa le cortó:
—Hazlo, antes de que cambie de idea. La pobre Nuba no tiene la culpa de tener un hijo tan inútil como tú.
Aer entornó los ojos. Bipa sabía que le había herido, pero ella era así; no podía evitar decir lo que pensaba.
Aguardó una réplica por parte del muchacho, una protesta airada; para todo ello estaba preparada. Pero Aer alzó la barbilla y la miró con una misteriosa media sonrisa.
—Le diré que van de tu parte —dijo, sin más—. Gracias, y adiós.
Bipa se quedó tan sorprendida que no acertó a respon­der. Lo vio perderse por la galería, con sus pasos largos y desgarbados, llevando consigo el morral lleno de fragmentos de cuarzo y la cesta de hongos que le acababa de regalar.
Cuando terminó la jornada de trabajo, Bipa llevó de  nuevo las reses a la cueva-corral y regresó a casa.
Su cueva, como casi todas las demás, tenía dos puertas. Una, recubierta con varias capas de pieles para impedir el paso del frío, daba al exterior, al mundo de hielo y nieve que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La otra, interior, comunicaba con la red de galerías común. Algu­nas cuevas estaban unidas por túneles interiores; para lle­gar a otras, por el contrario, era necesario salir al exterior.
Bipa no salía, si podía evitarlo. La cueva que com­partía con su padre tenía una puerta interior muy bien si­tuada, que daba a un túnel que comunicaba con la mayor parte de los hogares con los que tenían más relación, y tam­bién con el pequeño huerto y el corral de las reses.
Cuando llegó a casa, su padre aún no había regresado. Bipa encendió un fuego y salió al exterior el tiempo justo para llenar la olla de nieve recién caída. Después la puso a calentar y, mientras esperaba que la nieve se derritiese y el agua llegara a hervir, sacó del morral las verduras que ha­bía recogido del huerto por la mañana.
El huerto también era subterráneo. Estaba situado en una enorme caverna que, en lugar de puertas exterio­res, tenía ventanas. Haces de aquella luz fría y pálida se colaban por ellas todas las mañanas, y ayudaban a las plan­tas a crecer, desafiando el intenso frío. Eran plantas fuertes y resistentes, plantas que habían sobrevivido a un mundo en el que todas las demás habían perecido. Aun así, Bipa había oído decir que, de no ser por los cuidados de Maga, aquellas plantas también morirían sin remedio.
Bipa suspiró. Sabía lo difícil que era arrancar la comida de las entrañas de su mundo, y por eso lavó las verduras concienzudamente, pero no las peló. Había que aprove­char al máximo todo lo que la Diosa entregaba.
Porque, por desgracia, la Diosa no era lo que se dice muy generosa.
Bipa sonrió para sí. Imaginaba que Maga la reñiría si se le ocurría comentar aquello en voz alta, pero era lo que pensaba. No pudo evitar recordar los gigantescos animales de las pinturas de la pared. Se imaginó lo que debería ser cazar un ejemplar. Trató de calcular cuántos días podría comer una familia con la carne de uno solo de aquellos animales, y cuántos abrigos y mantas podrían confeccionarse con su piel. Después sacudió la cabeza con energía. Nunca había visto nada semejante, y tampoco conocía a nadie que lo hubiera visto. Lo cual quería decir que, o bien aquellos anima­les no existían, y eran producto de las fantasías de alguien sumamente hambriento, o bien habían existido, pero ya no, o vivían demasiado lejos de las Cuevas como para que nadie llegase a toparse con uno. Se encogió de hombros. Pronto llegaría la época de las cacerías y todas las familias tendrían algo más de comida con la que llenar el puchero.
Justo cuando el agua rompía a hervir, llegó Topo. Entró por la puerta exterior, frotándose las manos, y cerró enseguida. Como todos los días, guiñó un ojo y dijo:
—¡Qué frío! ¡Más que ayer, pero menos que mañana!
—Espero que no, padre —replicó ella—, porque si cada día hace más frío que el anterior, llegará un momento en que todos moriremos congelados.
Topo rompió a reír como solía hacer siempre que Bipa respondía algo así. Se despojó del abrigo de piel que llevaba y, cuando por fin se pareció más a un hombre barbudo y orondo, y menos a una bestia bípeda blanca y pe­luda, abrazó a su hija y le mostró los dos pálidos peces que había traído, y que pendían del extremo de una cuerda que llevaba colgada sobre el hombro.
Mientras ella procedía a limpiar los pescados, Topo husmeó en la cazuela.
—¿No has traído hongos? —preguntó, decepcionado.
—Se los he dado a Nuba —respondió ella.
—Bien —asintió Topo.
Le encantaban los hongos, pero nunca objetaba nada cuando se trataba de hacer regalos a Nuba. La pobre mu­jer apenas salía de casa y su hijo, que parecía tener una in­teligencia brillante para cosas absolutamente superfluas, era, en cambio, un desastre en la vida diaria.
Bipa lo miró de reojo. Topo y Nuba parecían estar he­chos el uno para el otro. Y, aunque no fuera así, el sentido común decía que sería mejor para ambas familias formar una sola, pasar a una cueva más grande y reunir esfuer­zos y trabajo. Pero Topo nunca se lo había propuesto a Nuba, y Bipa sabía por qué: había una razón poderosa, más poderosa aún que el recuerdo del hombre ausente, una razón que tanto Nuba como Aer parecían ignorar.
«Es mejor que Nuba siga sin saberlo —se dijo Bipa—. Pero alguien debería tener una pequeña charla con Aer al respecto.»
Comieron en silencio, y después cada cual volvió a sus quehaceres. Bipa llevaba ya un rato remendando sus zapa­tos de pieles cuando llamaron a la puerta exterior.
Bipa y Topo cruzaron una mirada. El hombre fue a abrir; ambos se llevaron una buena sorpresa al ver apare­cer a Aer, sacudiendo la cabeza para quitarse la nieve del pelo.
—¿Otra vez tú? —fue lo primero que se le ocurrió a Bipa.
Pero Aer se rió, inmune a su antipatía.
—He venido a devolveros la cesta —anunció, depositán­dola en manos de Topo—. Y a traerte otra cosa —añadió.
En dos zancadas se había colocado junto a Bipa y le mostraba un colgante hecho con un material de color blanco pálido, que ella reconoció inmediatamente.
—¿No es eso tu cuarto?
—«Cuarzo» —corrigió él—. Sí, es un pedazo del cuarzo que de momento no sirve para nada. Por eso, como agradecimiento por hacérmelo ver, he hecho este colgante para ti. Toma.
Bipa tuvo que sacar la mano del gastado zapato que estaba arreglando para recogerlo antes de que cayera sobre su regazo.
—Y si no sirve para nada, ¿por qué me lo das? —Aer ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa fugaz.
—Porque es bonito.
Bipa lo levantó para verlo mejor a la luz del fuego. Sí, era bonito, pero seguía sin verle la utilidad. Con todo, era perfectamente capaz de captar la buena intención del regalo.
—Si tú lo dices... —murmuró, dudosa—. Gracias.
La sonrisa de Aer se hizo más amplia. Se despidió con un guiño y, sin una sola palabra más, salió de la cueva. Topo cerró la puerta tras de sí.
—Mira que es raro —refunfuñó Bipa, aún perpleja.
No sabiendo qué hacer con el regalo, lo guardó en una cajita donde solía meter las cosas pequeñas que no quería perder.
—Es un bonito detalle —comentó Topo. Bipa se giró hacia él.
—Sé lo que estás pensando. Y en primer lugar, te equi­vocas; y en segundo lugar, no es una buena idea.
Topo se encogió de hombros.
—Todo lo que necesita es una chica sensata que le haga poner los pies en el suelo...
—... para que luego la deje triste y sola, abandonán­dola por perseguir un sueño estúpido, como hizo su padre.
Topo hizo una pausa antes de contestar:
—Aer no es como su padre.
—Siempre dices que se parece mucho a él.
—Sí; comparado con nosotros, son evidentes las dife­rencias y por eso, al verle, todos recordamos al Extraño, al Que Vino de Lejos. Pero Aer lleva también la sangre de Nuba. Es mucho más cálido que su padre, más abierto.
Bipa lo miró de reojo.
—¿Lo conocías mucho?
—Nadie tuvo ocasión de conocerlo bien, salvo Nuba. Se quedó muy poco tiempo entre nosotros.
Bipa sacudió la cabeza.
—Hay que ser muy miserable para abandonar a una mujer embarazada.
—Por extraño que te parezca, él la quería de veras. Pero no pertenecía a este lugar. Su hogar... estuviera donde es­tuviese... tiraba de él, lo llamaba. Es el mismo sentimiento de añoranza que a veces veo en el rostro de Aer.
—Padre, no puedes creer en serio que existe esa Em­peratriz...
—No necesariamente. Pero el Que Vino de Lejos tuvo que venir de Algún Sitio. Algún Sitio... quizá más lejos de lo que ninguno de nosotros ha llegado jamás. Y si fue capaz de llegar hasta aquí, también pudo ser capaz de regresar.
—Me contaron que Nuba lo encontró medio muerto de frío ante su puerta —señaló Bipa—. Por lo visto, lo de llegar hasta aquí fue sólo cuestión de suerte.
—Pero vino de Algún Sitio, pese a todo, y por eso no es extraño que Aer se haga preguntas.
—Lleva diciendo que va a marcharse desde que apren­dió a hablar, padre. Sabes que tarde o temprano se irá en busca del palacio de la Emperatriz, de su padre o de la Diosa sabe qué. Y el día que decida hacerlo nadie va a  detenerlo. Es la persona más cabezota que conozco...
—... Después de ti —bromeó Topo.
Bipa resopló.
—Padre, tú sabes que el temor a dejar a su madre sola es lo único que lo retiene aquí. Pero, ¿qué pasará cuando Nuba ya no esté? ¿Qué pasará si encuentra a otra persona que cuide de ella?
Aquella era una pregunta retórica; Bipa sabía que Topo se la había formulado a sí mismo cientos de veces en los últimos años. Porque conocía lo bastante bien a Aer como para aventurar que, si se acercaba a Nuba y ella no lo rechazaba, el muchacho acabaría por abandonar las Cuevas, en busca de una quimera, con la tranquilidad de saber que su madre estaba en buenas manos. Por esta razón Topo nunca había llegado a ofrecerle a Nuba nada más que su amistad. Para que su hijo siguiera sintiendo que ella lo ne­cesitaba y que no podía abandonarla.
—Tal vez sea capaz de dejar atrás a su madre mur­muró—. Pero, si sienta la cabeza...
—... Lo haría igualmente. Como hizo su padre. Lo sabes.
Topo la miró con fijeza. Ella había vuelto a concen­trarse en sus zapatos.
—Es una pena que ya lo des por perdido.
Bipa sacudió la cabeza.
—Su gran sueño es partir en busca del palacio de la Emperatriz. Lleva repitiéndolo tanto tiempo que se ha ga­nado a pulso que nadie quiera encariñarse demasiado con él. Y quien lo haga, ha de ser consciente de que tarde o temprano tendrá que llorar su ausencia. Así que él se lo ha buscado.
—En cambio, a mí me da la sensación de que está pi­diendo a gritos que alguien le impida marchar.
Bipa esbozó una breve sonrisa de escepticismo.
—Ya sabes que las medias tintas no son lo mío. Si él dice «Me voy a marchar», yo interpreto «Me voy a mar­char»; no «Quiero quedarme pero no puedo». No; lo de Aer es un «Quiero marcharme pero no puedo», y algún día podrá, y se marchará, y te juro que no seré yo quien se vea obligada a echarle de menos.
Topo no contestó. Bipa tampoco volvió al tema. Los dos continuaron con sus tareas, en silencio, al amor de la lumbre.
Bipa y Aer no volvieron a hablar en los días siguien­tes. Cada cual se dedicó a sus cosas, y en las ocasiones en que coincidieron de nuevo, en los túneles o en el exterior, cruzaron apenas unas palabras de saludo. Bipa no llevaba nunca el colgante que él le había regalado, pero, si Aer se percató de este detalle, o se molestó por ello, desde luego no lo dio a entender.
Un día, él fue a buscarla. Se encontró con ella cuando regresaba del huerto, con la cesta llena de verduras y hor­talizas suficientes para varios días. La acompañó a lo largo de la gran caverna, con sus pasos largos y resueltos, y le dijo a modo de saludo:
—Esta noche puedo enseñártelo.
—¿El qué?
—Lo que te dije acerca del círculo rojo, ¿recuerdas? En la pared de la cueva.
Bipa tardó unos instantes en caer en la cuenta.
—¡Ah, eso! Es igual, te dije que no te molestases.
—Vendré a recogerte cuando todos estén dormidos.
—Ni se te ocurra —le advirtió ella; pero el muchacho hizo caso omiso de sus palabras y se alejó a paso ligero, con apenas un gesto de despedida.
Bipa tuvo muchas cosas que hacer el resto del día y pronto se olvidó de Aer. Tampoco se acordó aquella noche, cuando, rendida, cayó en la cama y cerró los ojos, abandonándose a un profundo sueño.
Lo recordó al día siguiente cuando fue a buscar las reses. Se preguntó si Aer había ido a recogerla la noche an­terior. En el caso de que hubiera llamado a la puerta, ni ella ni Topo lo habían oído. Se encontró con él cuando re­gresaba con el rebaño.
—Siento no haber podido pasar anoche —dijo el mu­chacho—. Se levantó niebla a última hora, así que pensé que no valdría la pena molestarte.
Bipa no entendió lo que quería decir, pero igualmente respondió:
—No pasa nada. Es mejor que no me hayas desper­tado.
Aer sonrió.
—Habrá otras ocasiones, no te preocupes.
—No me preocupo —respondió ella.
Se despidieron en la puerta del corral. Mientras Bipa guiaba a las reses al interior, se le acercó otra persona a sa­ludarla, una muchacha de su edad llamada Taba.
—Últimamente te he visto varias veces con Aer —co­mentó ella de forma casual.
—Sí —respondió Bipa; era obvio.
—Parece que... hum... os lleváis mejor que de costum­bre —siguió tanteando Taba.
Bipa se la quedó mirando.
—No hay nada entre Aer y yo —aclaró—. No, no me gusta Aer, ni yo le gusto a él. No, no me ha hablado de ninguna chica en particular. Y no, no voy a hablarle de ti.
Taba se quedó sin habla.
—¿Qué? —se impacientó Bipa—. ¿No era eso lo que querías preguntar?
—Bueno... sí.
—Pues te he ahorrado la molestia de andarte con ro­deos.
—No hace falta ser desagradable —murmuró Taba, ofendida.
—No lo soy. Sólo digo las cosas claras.
Taba no fue la última en preguntarle acerca de Aer en los días que siguieron. Con todo, como el muchacho no varió su conducta habitual, ni sus vecinos los veían juntos
todos los días, pronto se acostumbraron a encontrárselos de vez en cuando hablando en alguna parte. Solían ser conversaciones muy breves, y siempre era Aer el que se acercaba a Bipa. Le enseñaba objetos que hallaba o fabricaba él mismo, le hablaba de su último descubrimiento o le comentaba la última idea extravagante que se le había ocurrido. Bipa escuchaba sin dejar de hacer lo que estuviese haciendo, y cuando Aer callaba y la miraba, expectante, la muchacha le daba su opinión, sincera y brusca en ocasiones. Pero, aunque ella dijera «Eso es una tontería», «No sirve para nada» o «No le veo sentido», Aer nunca se molestaba ni se ofendía. Sólo seguía mirándola con aquellos ojos claros, brillantes, y preguntaba: «¿Por qué?», y Bipa respondía con razones lógicas y sensatas. Aer asentía, pensativo, y decía: «Aja. No se me había ocurrido», o bien: «No es para tanto, pero hay que tenerlo en cuenta»; le daba las gracias y se marchaba corriendo. La idea de que Aer pu­diera estar interesado en Bipa inquietó durante un tiempo a las muchachas que tenían los ojos puestos en él, pero con el paso de los días se fueron tranquilizando. Aer nunca acompañaba a Bipa hasta su casa ni trataba de alargar la conversación para arrancarle unos instantes más en su com­pañía. Tampoco le hacía regalos —el colgante de cuarzo seguía guardado en casa de la joven, y Aer nunca mani­festó intención de darle ninguna otra cosa—, ni trataba de congraciarse con Topo en vistas a una futura conversación más seria.
A Bipa al principio la sacaba de quicio, pero acabó por acostumbrarse. Nunca llegaba a saber si sus opiniones real­mente contaban para algo en la vida de Aer, que seguía siendo un misterio para casi todo el mundo, pero tampoco sentía curiosidad por enterarse. Aer aprendió que podía contar con el consejo de Bipa siempre que no la distrajese de las cosas que ella consideraba importantes, ni le hiciese perder tiempo.
Pero un día, Aer dio un paso más, cuando Bipa me­nos se lo esperaba.

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