martes, 25 de junio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 3)



III
La Estrella de la Emperatriz

Fue durante la época de las cacerías. Cada cierto tiempo, los adultos que estaban en plena forma fí­sica establecían partidas de caza y abandonaban las Cuevas para adentrarse en las galerías subterráneas. Cuando regresaban, días después, siempre traían presas. En las cavernas más profundas abundaban enormes orugas y distintos tipos de insectos tan grandes como el brazo de un hombre adulto. Algunos de ellos eran comes­tibles. No eran un gran manjar, pero la gente de las Cue­vas estaba acostumbrada a comer lo que podía. Si eran afortunados, los cazadores podían topar con una bestia perdida. Las bestias eran animales peludos, que llegaban a ser tan altos como la cintura de una persona. Cuando se veían acorralados, se volvían feroces y salvajes, y sus ga­rras y colmillos podían llegar a matar con gran facilidad a quien pretendía apresarlos. Con todo, su carne era de­liciosa. Cuando los cazadores regresaban con el cuerpo de una bestia, había fiesta en las Cuevas. Se reunían todos para comer carne asada en torno a la hoguera y la noche parecía un poco menos fría.
En aquella ocasión, Topo se unió a la partida de caza, y Bipa se quedó sola. Todavía era demasiado joven para ir con ellos y, aunque sabía que lo haría algún día y que era necesario que todas las personas sanas y fuertes cola­borasen, no le hacía especial ilusión. Por eso aquella no­che, cuando se arrebujó en su cama, bajo la manta, compadeció a su padre, a quien imaginaba incómodamente acurrucado en los túneles, y no envidió la emoción de la cacería.I
No obstante, tampoco ella pudo dormir bien. En lo más profundo de su sueño la despertaron unos rápidos golpes en la puerta.
Bipa se incorporo aún aturdida. Lo primero que pensó fue que los cazadores habían vuelto antes de tiempo. Pero  entonces se percato que los golpes habían sonado en la puerta exterior, no en la interior, la que daba a los túneles.  Inquieta se levantó y se acercó a mirar por la mirilla.
Estaba demasiado oscuro para distinguir a la persona que aguardaba fuera, pero enseguida se oyó la voz incon­fundible de Aer:
 —¡Soy yo, Bipa! ¡Sal, éste es el momento!
 —¿El momento de qué? —gruñó ella; pero le abrió la puerta, porque dejar a una persona a la intemperie era una tremenda descortesía.
Aer entró, sacudiéndose la escarcha del pelo y fro­tándose las manos para calentárselas; su amplia sonrisa, sin embargo, era capaz de fundir hasta un témpano de hielo.
—Ponte el abrigo y los zapatos, Bipa —ordenó—. Se ha abierto la niebla, pero no durará mucho; no tene­mos demasiado tiempo.
Bipa puso los brazos en jarras.
—Yo no pienso ir a ninguna parte —declaró.
—No está lejos —insistió él—. Volveremos enseguida, te lo prometo.
—¿Y no podemos ir mañana?
—No, no; sólo puede verse de noche, sólo esta noche. Ven, tienes que verlo.
Bipa se lo quedó mirando un momento. Después, ca­pituló.
—De acuerdo, está bien. Pero sólo un momento.
Se puso los zapatos y se abrigó lo mejor que pudo. Des­pués, salió tras Aer al exterior.
Era una noche tranquila. No nevaba ni hacía viento y, como Aer había señalado, la impenetrable capa de niebla que habitualmente cubría las Cuevas se había levantado, permitiendo intuir el cielo nocturno tras un leve velo ne­blinoso.
Bipa siguió a Aer a través del poblado, silencioso y va­cío. Cuando lo vio trepar por una colina nevada dudó un momento, pero acabó por ir tras él.
Llegó, sin aliento, a lo alto del cerro, y se detuvo a des­cansar. Aer se volvió hacia ella con ojos brillantes.
—Mira —dijo, señalando un punto en el horizonte.
Bipa miró.
Había algo en el cielo, una esfera azulada, clara y fría, que emitía un pálido resplandor. Estaba lejos, muy lejos; sin embargo, transmitía una sensación sobrecogedora, como si fuese un ojo de hielo que los contemplase desde la lejanía.
—Parece un trozo de cuarzo gigante —comentó Bipa en un susurro.
Aer volvió a la realidad.
—No —dijo—. Es mucho, mucho más puro.
Pronunció la palabra «puro» con un tono anhelante casi reverencial, y Bipa sintió un escalofrío sin saber por qué.
—Maga me contó una vez que, si no hubiese tanta niebla, veríamos en el cielo muchas más cosas como ésa —prosiguió Aer—. Se llaman estrellas y, aunque parecen pequeños pedacitos de hielo, en realidad son bolas de fuego gigantes que arden sin llegar a apagarse jamás.
—Venga ya —soltó Bipa, escéptica—. ¿Seguro que eso te lo contó Maga? ¿No sería tu madre?
—Maga dice que antiguamente la gente miraba al cielo por las noches y veía millones de estrellas —añadió Aer.
Bipa no  replicó. Era propio de Maga contar historias de tiempos pasados y, ahora que lo pensaba, tal vez sí recordara haberla oído mencionar las estrellas.
—Pero eso no parece una bola de fuego —dijo, señalando a la esfera lejana que pendía sobre las montañas.
—No —admitió Aer—. Parece más bien un cristal de hielo. O quizá fuese una estrella que llegó a apagarse. El caso es que está tan cerca, tan cerca de la superficie del mundo que casi podrías tocarla.
Alargó la mano hacia la supuesta estrella. Sus dedos se bañaron en una luz fantasmal que a Bipa le pareció espantosamente fría e inhumana. De pronto sintió que no po­dia permanecer ni un instante más bajo la mirada de esa cosa
—Vamonos de aquí -dijo, pero Aer no la escuchó. Inquieta Bipa se volvió para mirarlo y vio que el mucha­cho se había quedado contemplando la estrella azulada que colgaba en el horizonte, fascinado. Por un instante, en sus ojos pareció relucir una réplica en miniatura de aquel pedazo de hielo celeste.
—Vamonos —insistió Bipa. Hace más frío de lo normal.
—No parece estar tan lejos —murmuró Aer, aún hip­notizado por la estrella—. Varios días de viaje a lo sumo, talvez...
—Ni lo sueñes —replicó ella con energía. Tiró de él, impaciente; pero resbaló en la nieve y cayó hacia atrás, arrastrando a Aer consigo. Ambos rodaron colina abajo.
Cuando la estrella dejó de ser visible en el cielo, Bipa se sintió mucho mejor.
—Vamónos a casa —dijo—. Ya he tenido bastante por hoy.
Llevó a Aer a rastras buscando siempre el resguardo de las colinas. El muchacho la seguía, como un autómata.
Aun conservaba aquel extraño brillo en los ojos y aquella sonrisa ausente.
Ninguno de los dos habló hasta que llegaron ante la puerta del hogar de Bipa.
—Vuelve con tu madre —dijo ella—. Si se despierta y ve que no estás, se preocupará.
Aer no respondió. Parecía totalmente ido, y Bipa le dio una bofetada para espabilarlo. El joven sacudió la cabeza y la miró, un poco perdido.
—Ya te dije que era una mala idea —le recordó ella—. El frío te ha congelado la sesera. Vete a la cama y duerme un poco; lo necesitas.
—Es lo que brillaba en el cielo —murmuró él—. Igual que en la pintura de la pared: una esfera sobre las cabezas de las personas.
—Esa bola era roja, no azul. Olvídate del tema, ¿quieres?
No añadió que la mancha roja de pintura le había trans­mitido una sensación de calidez y añoranza muy, muy di­ferente de la aterradora frialdad azul de aquel ojo de hielo.
—No —negó él—. Es lo que brilla sobre nuestras cabezas. Como en las historias de mi madre. La señal que guía a los viajeros.
—Deja de decir tonterías. No hay ninguna...
—La señal que guía a los viajeros —interrumpió él—, hasta el palacio de la Emperatriz. Es la luz que baña sus dominios. El Reino Etéreo.
Un escalofrío de miedo recorrió la espina dorsal de Bipa.
—Eso no existe —murmuró—. La Emperatriz es un cuento de niños.
—Pero su luz brilla en el cielo, tú la has visto igual que yo —replicó Aer; de pronto había recuperado su esplén­dida sonrisa—. Buenas noches, Bipa. Que la luz de la Em­peratriz te guíe en la tormenta.
Bipa iba a decir algo, pero él no la dejó. Aún sonriendo, la besó en la frente y se perdió en la oscuridad de la noche.
La muchacha se quedó un momento en la puerta, sin ser capaz de reaccionar. Cuando por fin pudo cerrar, se llevó una mano temblorosa a la frente. Le había sorpren­dido el gesto de él, pero más todavía el sentir que sus la­bios tenían el tacto frío de un cadáver.
Al día siguiente, Bipa fue a ver a Maga antes de ir a buscar el rebaño.
Maga era la chamana de la Comunidad. Nadie sabía qué significaba exactamente la palabra «chamana». Tal vez tu­viera algo que ver con los amplios conocimientos que Maga tenía sobre la vida o sobre el mundo en general. O quizá estuviese relacionada con su capacidad para curar a la gente, o con la forma que tenía de ser el centro de la comunidad sin ser realmente una líder, sin impartir órdenes ni promul­gar leyes. Bipa creía que «chamana» significaba «sabia».
Nadie sabía tampoco qué edad tenía Maga. Llevaba allí tanto tiempo que hasta los más ancianos del lugar re­cordaban haber ido a visitarla de niños, para pedirle con­sejo. Y, sin embargo, a simple vista Maga no daba la im­presión de ser tan vieja. Tenía el aspecto de una mujer madura, de rostro bondadoso, cuyos ojos parecían con­tener la respuesta a todas las preguntas. Los niños crecían, los adultos envejecían con el paso del tiempo, pero Maga permanecía siempre igual. Y eso, lejos de inquietar a los habitantes de las Cuevas, los tranquilizaba. Era reconfor­tante saber que, pasara lo que pasase, Maga siempre estaría ahí, con sus manos milagrosas, su cálida sonrisa y sus sabias palabras.
Aquella mañana, Bipa sentía más frío de lo normal. A pesar de haberse abrigado bien, se estremecía sin saber por qué, como si un soplo del invierno eterno se hubiese instalado en su corazón. Maga percibió su gesto serio y preo­cupado mientras las dos machacaban raíces en sendos mor­teros.
—¿Qué te pasa hoy, Bipa? ¿Te encuentras mal?
Ella no tuvo tiempo de responder. La chamana dejó a un lado el mortero y colocó una mano sobre su frente. La gema que pendía de su cuello, a la que ella llamaba «Ópalo»
y que era el símbolo de su rango, relució un instante como un corazón en llamas. Inmediatamente, una sensación re­confortante se extendió por todo el cuerpo de Bipa.
—Gracias —murmuró ella—. Tenía frío.
—Pero no estás enferma —observó Maga; pensativa, retiró la mano y jugueteó con su amuleto—. ¿Has pasado mucho tiempo a la intemperie?
—Sólo un rato —respondió ella, y le contó su breve salida nocturna con Aer. Maga suspiró, preocupada.
—Ese chico... No importa cuántas veces se lo advierta, sus sueños son más poderosos que su sentido común.
—Estaba muy raro anoche, cuando nos despedimos —recordó Bipa—. Después de contemplar la estrella no parecía el mismo.
Maga la miró un instante. Después dijo con suavidad:
—Hace mucho tiempo, tanto que ya nadie lo recuerda, el mundo era cálido y lleno de colorido. En el cielo brillaba siempre una luz a la que llamábamos el Sol, una bola de fuego que calentaba a todas las criaturas y hacía que las plantas crecieran altas y vigorosas —al decir esto, sostuvo su Ópalo entre las manos; y Bipa se dio cuenta de que la joya se parecía al círculo rojo de las pinturas de la pared, y también al sol que Maga describía—. Pero entonces llegó el invierno... y ya no nos dejó.
—¿Qué fue del Sol? —preguntó Bipa, estremecién­dose.
Maga se encogió de hombros.
—Sigue ahí, en alguna parte. Lo sabemos porque aún existen la noche y el día, y eso significa que el Sol toda­vía sigue emergiendo por el horizonte cada mañana. Pero la niebla, las nubes y la nieve nos impiden verlo.
»Y en las noches más claras puede observarse la Estre­lla, fría e inquietante, una luz que no calienta y que, según algunas leyendas, señalaba la ubicación del Reino Etéreo y del palacio de la Emperatriz.
Bipa sacudió la cabeza.
—¿Existe realmente esa Emperatriz?
—No lo sabemos —respondió Maga—, porque de allí nunca ha vuelto nadie para confirmarlo.
Bipa meditó sobre sus palabras.
—¿Y la Estrella ya existía en tiempos antiguos? —quiso saber.
Maga reflexionó.
—Las leyendas hablan de la existencia de un astro lla­mado Luna —dijo al fin—. Pero dicen que era blanco y que cambiaba de forma cada noche. Podría ser que estuviesen equivocadas y que la Estrella fuese en realidad la Luna de las leyendas. No lo sé.
Bipa calló un momento.
—¿Por qué me has contado esto? —preguntó entonces.
—Para que entiendas un poco mejor la naturaleza de la Estrella. Dicen que en la región sobre la cual brilla no nieva nunca, ni hay tormentas, ni hace tanto frío como aquí. Pero ahora que la has mirado cara a cara, tal vez comprendas que, a pesar de todo, es más seguro habitar en las Cuevas, lejos de su luz azulada. Lamentablemente, Aer no opina igual que yo.
—Comprendo —murmuró Bipa.
Hubo un breve silencio. Entonces Maga dijo:
—Se te va a hacer tarde. Vete a sacar al rebaño, ¿de acuerdo?
—Pero... no he terminado con esto...
—Yo me ocuparé. Habrá muchas otras ocasiones de preparar este remedio, no te apures.
Bipa asintió, aunque aún se sentía algo culpable. Todos los jóvenes tenían la obligación de ir a visitar a Maga regularmente para aprender de ella. Era importante que sus conocimientos se transmitieran y se conservaran, pero a menudo Bipa tenía la sensación de que ni yendo a visitarla todos los días durante el resto de su vida llegaría a saber la mitad de lo que ella sabía.
Por ejemplo, nadie en las Cuevas era capaz de curar a los enfermos de la forma en que ella lo hacía. La gente estaba al corriente de que tenía algo que ver con el Ópalo que pendía de su cuello, pero nadie entendía cómo fun­cionaba la piedra ni cuál era su relación con los misterios de la salud y la enfermedad. Maga solía decir que el Ópalo era un regalo de la Diosa.
Y, como cumplía su función, nadie veía la necesidad de indagar más.
Nadie, salvo Aer, naturalmente.
Bipa se despidió de Maga y se encaminó hacia el co­rral para llevar a cabo su trabajo de pastoreo. Pronto se ol­vidó de la Estrella, de aquel extraordinario Sol que, según Maga, había alumbrado el mundo en días pasados, del comportamiento de Aer y del frío que la chamana había desterrado de su alma. El resto del día transcurrió tran­quilo y monótono, en un ambiente más silencioso de lo habitual debido a la ausencia de los cazadores.
Al anochecer, Bipa aún no se había tropezado con Aer, pero eso no le extrañó.
Se retiró a su casa, se puso cómoda, encendió el fuego, cerró bien la puerta y preparó la cena.
Cuando estaba ya en la cama, alguien llamó con insis­tencia.
Con un suspiro exasperado, Bipa se levantó y fue a abrir, imaginando que sería Aer otra vez. Sin embargo, quien le aguardaba fuera, con el rostro teñido de preocu­pación, era Nuba.
—Buenas noches... —empezó Bipa, sorprendida, pero la mujer la cortó:
—¿Has visto a Aer?
Bipa abrió la boca, perpleja, pero no se le ocurrió nada que decir. Nuba pareció darse cuenta de su desconcierto, porque se corrigió:
—Perdona... Buenas noches, Bipa. Estoy buscando a Aer. No lo he visto en todo el día, y me preguntaba si tú...
No llegó a completar la frase. Se quedó mirando a la chica, suplicante.
En otras circunstancias, Bipa le habría respondido que no era necesario preocuparse, pues Aer desaparecía a menudo, y sin duda regresaría pronto. Pero no pudo evitar recordar la Estrella, aquel ojo gélido e inhumano, y la expresión de Aer al contemplarla.
—Pasa, no te quedes en la puerta —la invitó—. Acér­cate a las brasas.
Nuba entró, pero permaneció junto a la entrada, inquieta. Bipa hizo ademán de aproximarse a la cocina para preparar algo caliente, pero el nerviosismo de Nuba era palpable, y comprendió que no podía esperar más.
—No, no lo he visto desde ayer por la noche —dijo.
Nuba frunció el ceño.
—¿Ayer por la noche?— repitió.
—Vino a buscarme para enseñarme algo que había en el cielo.
Nuba palideció.
—La Estrella de la Emperatriz. La que guía a los ca­minantes hacia el Reino Etéreo.
—Se veía muy clara anoche —asintió Bipa, con un leve tono de reproche en la voz—. ¿Le contaste tú todo eso sobre el Reino Etéreo? Porque él cree que es cierto.
—Es que es cierto —replicó Nuba—. Aer... como su padre... siente la llamada de la Emperatriz. Y ahora ha ido en su busca —concluyó, desolada.
Bipa la miró, muy seria, preguntándose cómo era po­sible que los adultos pudieran cometer en ocasiones estu­pideces propias de un niño pequeño.
—¿Y qué harás si decide ir a buscar ese palacio? ¿No habría sido mejor no decirle nada al respecto?
Nuba sonrió tristemente.
—Habría sido lo más fácil —admitió—, pero no lo correcto. Aer tenía derecho a saber de dónde procede y por qué es diferente.
—Tú lo has hecho diferente —replicó Bipa sin po­derse aguantar—. ¿De qué le van a servir todas esas his­torias si se marcha a buscar a la Emperatriz y muere con­gelado?
Nuba la miró, dolida, pero no fue capaz de respon­der. Bipa sabía que estaba siendo dura, pero le parecía una situación tan absurda que no podía evitar decir lo que pensaba. Con un suspiro impaciente, fue a buscar su abrigo.
—Vamos a decírselo a Maga —decidió—. Tal vez ella sepa qué hacer.
No había en las Cuevas muchas personas capaces de unirse a la búsqueda. Los adultos seguían de cacería, y en el poblado sólo quedaban los ancianos, los niños y los más débiles. Con todo, Maga organizó un grupo de rastreo con los chicos y chicas jóvenes. Por fortuna seguía habiendo buen tiempo, y aunque la niebla cubría completamente el cielo, ocultando la lejana Estrella que había seducido a Aer, no nevaba ni soplaba el viento.
Al amanecer, los jóvenes regresaron a sus casas, agota­dos y sin haber hallado ni rastro de Aer, para desespera­ción de Nuba.
Un rato más tarde regresaron por fin los cazadores. Traían buenas piezas, aunque no habían dado con nin­guna bestia, y venían cansados, pero de buen humor. No obstante, en cuanto se enteraron de la desaparición de Aer organizaron rápidamente una batida y sustituyeron a los jóvenes en la búsqueda.
Por la tarde, sin embargo, se desató una violenta tor­menta de nieve. Cuando, casi al amanecer, Topo regresó a casa con semblante grave, Bipa lo miró interrogante. Topo negó con la cabeza. No hicieron falta palabras. La muchacha suspiró, apenada. A aquellas alturas, si no habían encontrado a Aer, ya no lo harían. Nadie podía sobrevivir a una tormenta como aquélla a la intemperie. Aunque no lo quisieran, tenían que interrumpir las labores de rastreo.
—Pobre Nuba —comentó Bipa. Aunque hacía tiempo que sabía que aquello iba a pasar, sentía un extraño peso en el corazón—. Será imbécil —masculló, refiriéndose a Aer.
—Lo vas a echar de menos —adivinó Topo.
Bipa se encogió de hombros.
—Siempre supe que se marcharía... desde el principio. Y mira que os lo dije: No os encariñéis con él, es una pér­dida de tiempo. Pero, claro... Nuba no tuvo opción. Es su madre.
—Se va a quedar sola —dijo Topo, preocupado—. Me gustaría acompañarla, pero es demasiado pronto y no sé si resulta apropiado, dadas las circunstancias.
Bipa sonrió ante los apuros de su padre.
—La madre de Taba se ha instalado en su casa —ex­plicó—. Le hará compañía los primeros días.
Topo se relajó. Duna, la madre de la joven Taba, ha­bía perdido a su hijo menor cuando sólo era un niño. Te­nía una edad similar a Nuba, se llevaban bastante bien y, lo más importante, comprendía el dolor que le estaría cau­sando a Nuba la desaparición de su hijo.
—Pobre Nuba —repitió Topo las palabras de Bipa.
Ella masculló de nuevo un «será imbécil» y se fue a la cocina a preparar algo caliente para su padre, que ve­nía helado y se había pegado al fuego.
Prosiguieron la búsqueda cuando amainó la tormenta, pero, tal y como esperaban, no hallaron ni rastro de Aer. Pasado un tiempo prudencial, lo dieron por muerto y celebraron un pequeño funeral en su honor. Maga pidió a la Diosa que acogiera su espíritu en su seno, y todos recor­daron al extraño muchacho que en parte era como ellos y en parte pertenecía a otro mundo, de cuya existencia to­davía dudaban.
Nuba lloraba silenciosamente, pálida y con aspecto de estar muy trastornada. Algunas chicas, entre ellas Taba, también sollozaban de forma bastante ostentosa. Bipa no derramó una sola lágrima.
No fue la única. Había rostros apenados, sin duda, pero la muchacha tuvo la impresión de que la mayoría de los presentes sentía más la desgracia de Nuba que la pér­dida de Aer. Y sí, Bipa lo sentía por la madre del muchacho, pero en los últimos tiempos había pasado bastantes ratos con Aer, y en el fondo sabía que Nuba no era la causa del peso que tenía en el corazón.
Poco a poco, la comunidad recuperó su ritmo y con el tiempo todos volvieron a sus tareas cotidianas. Al cabo de unos días ya no se hablaba de Aer. Duna acabó por regresar a su casa, con su compañero y con su hija, y Nuba se quedó sola de nuevo.
Topo y Bipa iban a visitarla a menudo, aunque la joven no se sentía cómoda allí. Porque invariablemente ter­minaban hablando de Aer, y ella no quería hablar de Aer, no quería recordarlo. Era mejor continuar con su vida, seguir adelante, porque Aer se había ido y no iba a volver.
Todos lo sabían; y, sin embargo, Bipa aún detectaba aquel brillo en los ojos de Nuba cuando hablaba de su hijo: la mujer todavía abrigaba la esperanza de verlo regresar de entre los muertos, igual que había aguardado inútilmente durante años el retorno del hombre que la había abandonado.
Bipa quería olvidar, pero no se lo permitían. No sólo se trataba de Nuba; para su sorpresa, descubrió que su pequeño mundo estaba repleto de detalles que le evocaban a Aer: las pinturas de la pared de la cueva donde aún lle­vaba a veces a pastar al rebaño; la colina adonde habían subido aquella noche para contemplar la Estrella; la cesta que le había prestado y que él le había devuelto, junto con aquel regalo sin utilidad... Bipa todavía lo conservaba. Lo encontró en la cajita donde lo había guardado, cuando, apenas unos días después del funeral, la abrió para sacar de su interior un ovillo de lana que necesitaba. Sus dedos toparon con el trozo de cuarzo y lo sacó para verlo a la luz del fuego. Suspiró. Pensó en ti­rarlo, porque no le haría ningún bien guardarlo y porque no servía para nada, salvo para inundar su mente de recuer­dos y volver a hacerle sentir aquella angustiosa opresión en el pecho. Pero finalmente, tras un instante de duda, volvió a introducirlo en la caja, con el resto de pequeñas cosas úti­les y cotidianas que conservaba en su interior.  Y, una noche, mientras el viento silbaba con furia y la nieve golpeaba el tejado sin piedad, justo cuando Bipa ha­bía logrado pasar un día entero sin pensar en Aer, él tuvo la desconsideración de regresar sin ser ya esperado, emer­giendo de la oscuridad como un fantasma inoportuno. Bipa estaba sola aquella noche. Topo se encontraba en casa de Nuba; solía ir a hacerle compañía después de cenar, por­que era el momento en que ella se sentía más triste. Por eso Topo llegaba con algún regalo, algo de comer o alguna cosa que ella necesitara, y le daba conversación hasta que a la mujer, rendida, se le cerraban los ojos, bordeados de arrugas, envejecidos prematuramente. Entonces Topo la acompañaba a la cama, apagaba el fuego y se marchaba en silencio, dejándola descansar. A veces le daba un beso en la frente, para desearle buenas noches, y ella sonreía. Am­bos sabían que, aunque Nuba apreciaba de veras todo lo que Topo hacía por ella, su corazón estaba lejos de allí.
Ambos lo sabían y lo aceptaban y, porque Topo la co­nocía, la comprendía y la amaba, no aguardaba nada que ella no pudiera darle.
Bipa no se entrometía. Le habría gustado ver a Nuba y a su padre juntos, como pareja, y creía sinceramente que Topo podría hacerla feliz, pero entendía que eso sólo sucedería si Nuba le abría su corazón. Mientras no fuera así, nada debía ser forzado, o la consoladora amistad que am­bos compartían se perdería para siempre.
Aquella noche, como tantas otras, Bipa no esperó a Topo levantada. Ella solía acostarse temprano y madrugar mucho, y a menudo las veladas en casa de Nuba se pro­longaban hasta muy tarde, porque la mujer temía el mo­mento de irse a dormir, pues sus sueños le traían recuer­dos de los ausentes que con frecuencia se transformaban en oscuras pesadillas. Bipa, que tenía un sueño pesado y profundo, se pre­guntaba cómo debía de ser que los temores de alguien co­braran vida todas las noches.
Estaba pensando en ello, a punto ya de meterse en la cama, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Perpleja, Bipa se echó una manta sobre los hombros y acudió a abrir. Supuso que sería su padre; aunque él no solía llamar cuando llegaba a casa, tal vez en aquella ocasión lo acompañara Nuba.
Pero era Aer quien aguardaba fuera, un Aer sumamente pálido y delgado, con su pelo castaño claro cubierto de nieve y la nariz amoratada, casi congelada. Sus ropas estaban hechas jirones y se apoyaba contra el quicio de la puerta, incapaz de sostenerse en pie por sí solo.
Parecía salido de las entrañas de una de las pesadillas de Nuba, y Bipa no pudo evitarlo. Gritó. Aer sonrió un poco. Fue una sonrisa torcida, tirante, como si tuviese el rostro helado, o como si hubiese olvi­dado cómo sonreír.
—Hola..., Bipa—susurró.
Antes de que ella pudiera contestar, el muchacho dejó caer el bulto que arrastraba tras de sí, puso los ojos en blanco y se desplomó entre sus brazos, inerte. Bipa luchó por mantener el equilibrio y tiró de él para meterlo en la casa. Estaba frío, muy frío, pero era indudablemente cor­póreo, y eso significaba que estaba allí... y estaba vivo.
Bipa se mordió los labios para aguantar las lágrimas y se esforzó por pensar con claridad. Lo despojó de su abrigo, lleno de nieve, y, como pudo, lo arrastró hasta la cama más cercana, la suya. Lo cubrió con todas las man­tas que encontró y avivó el fuego. Después, lo miró.
—Si sales de ésta, tendrás que dar muchas explicacio­nes —murmuró.
Aer no respondió. Había perdido el conocimiento. Bipa cerró los ojos un momento y respiró hondo, tratando de tranquilizarse. Cuando volvió a mirar, Aer seguía allí, pá­lido, helado, delirante. No era un sueño. Había regresado.
Pero ¿de dónde? ¿Y cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo a la intemperie?
Bipa sacudió la cabeza, alejando aquellas dudas de su mente. Lo más urgente era decidir qué iba a hacer a con­tinuación. Por supuesto que debía avisar a Nuba, y también a Maga, pero no se atrevía a dejar solo a Aer. No so­lamente por el estado precario en el que se encontraba, sino porque una parte de ella temía que, si desviaba la atención aunque fuera un solo instante, el joven se esfumaría de nuevo.
«Eso es una tontería —se dijo—. Tal y como está no va a ir a ninguna parte.»
Pero, ¿y si despertaba? Por débil que se encontrase, ha­bía demostrado en varias ocasiones que no se podía espe­rar de él que actuase de forma sensata. Alargó la mano para colocarla sobre su frente. Notó que le había subido la tem­peratura; eso era bueno, significaba que estaba entrando en calor.
Recordó entonces el bulto que había traído consigo, y abrió la puerta para recuperarlo. Era su viejo y ajado morral.
Bipa lo introdujo en la casa, lo dejó en un rincón y ce­rró la puerta. Después, se sentó junto a Aer y aguardó.
Tras un rato que se le hizo eterno, la puerta exterior se abrió con suavidad, y Topo entró en la casa de puntillas. Se detuvo en seco; era obvio que no esperaba ver a Bipa levantada a aquellas horas. Casi enseguida reparó en la per­sona que yacía sobre la cama de ella, y parpadeó, descon­certado, al reconocer a Aer. Su cabello, más claro que el de los otros habitantes de las cuevas, era inconfundible.
—¿Cómo...? —empezó, pero no pudo continuar. Bipa se encogió de hombros, incapaz de dar una respuesta. En dos zancadas, Topo se plantó junto al muchacho incons­ciente y lo tocó para asegurarse de que era real. Cuando se hizo a la idea, su rostro resplandeció de alegría:
—¡Hay que avisar a Nuba! —exclamó; ya se iba co­rriendo hacia la puerta cuando Bipa lo detuvo.
—No; hay que avisar a Maga. Está muy enfermo y no sé si aguantará hasta el amanecer.
Topo la miró un momento y afirmó:
—Tienes razón —volvió a ajustarse la bufanda en torno al cuello y añadió—: Voy a ver a Maga. Tú quédate con él y asegúrate de que entra en calor.
Ella asintió. Apenas unos instantes después, Topo ha­bía desaparecido por la puerta interior.
Bipa no tuvo que esperar mucho. Su padre no tardó en regresar con Maga, que les ordenó que se hicieran a un lado y examinó el rostro de Aer con atención. Después, colocó ambas manos sobre su frente y musitó una oración a la Diosa suplicando su ayuda. Bipa vio relucir el Ópalo que pendía de su cuello e, inmediatamente, Aer dejó de temblar y se sumió en un sueño reparador.
—Ya ha entrado en calor —dijo Maga en voz baja—. Se recuperará, pero no debe levantarse de la cama, todavía.
—¿Cómo... cómo ha podido sobrevivir tanto tiempo ahí fuera? —murmuró Bipa.
Maga sacudió la cabeza.
—Eso sólo la Diosa lo sabe. Volveré mañana —aña­dió—, para ver cómo está. Ahora voy a casa de Nuba a contarle lo que ha pasado. Me imagino que no tardará en venir, y que querrá llevarse a su hijo con ella, pero es muy importante que no lo mováis, al menos por el mo­mento. Todavía está demasiado débil como para salir al ex­terior.
—Voy contigo a ver a Nuba —dijo Topo, con una am­plia sonrisa—. Quiero darle la noticia personalmente.
De modo que Bipa se quedó otra vez a solas con Aer. El muchacho no había reaccionado, pero tenía mejor as­pecto. Sus mejillas volvían a presentar algo de color, y su nariz ya no estaba tan amoratada. Bipa se preguntó cómo  serían los días que se avecinaban, con Aer reponiéndose en  el pequeño hogar que compartía con su padre. Sí; no cabía duda de que con Aer no había lugar para  la monotonía. El joven siempre se las arreglaba para que le sucediesen cosas extrañas. Y Bipa quería vivir una vida tranquila, pero estaba claro que los problemas en los que se metía Aer no le afectaban únicamente a él, sino tam­bién a todos los de su entorno.
«Ni hablar —se rebeló—. Cuando se recupere, se irá a su casa y se acabó. No más visitas a horas intempestivas, ni más escapadas furtivas en la oscuridad. Yo sólo quiero que me dejen dormir.»
Aquella noche, no obstante, le resultó imposible. No tardó en llegar Nuba hecha un mar de llanto; se abrazó  a su hijo como si temiese que fuera a esfumarse en cualquier momento. Y luego también pasaron por allí los vecinos, alertados por el alboroto. Finalmente, Bipa tuvo que echarlos a todos, alegando que Aer debía descansar y que Maga había dicho que se le molestara lo me­nos posible. Y así, hasta Nuba se marchó a casa, agotada por tantas emociones, pero aún resistiéndose a dejar a Aer.
—Vete a dormir —le dijo a Bipa su padre cuando to­dos se marcharon—. Acuéstate en mi cama. Yo dormiré en la silla.
Bipa no replicó. No era la primera vez que Topo se quedaba dormido sobre su confortable sillón cubierto de pieles, acomodado junto al fuego. De modo que se introdujo entre las mantas y casi enseguida se durmió, pues estaba rendida.
Lo último que oyó antes de dormirse fue la lenta res­piración de Aer desde la cama contigua.

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