VI
GÉLIDA
La puerta se cerró tras ellos, dejando fuera al otro gigante y a la criatura de nieve que guardaba a Bipa junto a la entrada. «Estará bien», se obligó a pensar ella.
Avanzaron por un corredor tenuemente iluminado. Bipa
miró a su alrededor, sobrecogida. Había supuesto que el interior del edificio
sería cálido y agradable, como todos los hogares que ella conocía, pero lo
cierto era que allí dentro hacía tanto frío como fuera. Y ahora veía por qué. Las
paredes, los suelos, los techos... todo estaba tallado en hielo puro. Por esta
razón resultaba muy difícil caminar, y le costaba seguir el ritmo de su
acompañante. Bajo la suave luminiscencia que se derramaba desde las paredes
Bipa comprobó, con asombro, que el guardia no era exactamente como la criatura
de nieve que la había seguido desde las montañas. Su forma y proporciones eran
similares, sí. Pero su cuerpo, al igual que todo en aquel lugar, estaba hecho
de hielo, como si hubiera sido moldeado a partir de un témpano gigantesco. En
cualquier caso, aunque era igual de inexpresivo, parecía tallado con más
cuidado que la criatura de nieve de Bipa: estaba mejor proporcionado y sus
facciones habían sido esculpidas con más detalle.
Resultaba tan sorprendente que a Bipa le costaba dejar
de mirarlo. Y, distraída como estaba, resbaló sobre las baldosas de hielo y
cayó de espaldas, golpeándose dolorosamente. Dejó escapar un gemido y se
quedó sentada en el suelo, tratando de recuperar el aliento. Cuando alzó la
cabeza vio que el guardia de hielo seguía allí, esperándola; pero había otra
figura junto a él, un hombrecillo pálido que la observaba con desaprobación.
Era humano, aunque a Bipa no le inspiró mucha más confianza que el gigante de
hielo.
En primer lugar, estaba extremadamente delgado, tan
delgado que Bipa tuvo la impresión de que cualquier soplo de aire se lo
llevaría en volandas. En segundo lugar, no era que estuviera pálido
simplemente, sino que su rostro era completamente blanco, como si se lo hubiese
pintado con polvos de tiza para borrar todo rastro de color de su semblante.
También su pelo era blanco como la escarcha, y lo tenía peinado hacia
arriba, en punta, lo cual acentuaba el aspecto alargado de su rostro. Y sus
ropas eran las más finas que Bipa había visto jamás, tan tenues que casi
dejaban ver la piel del hombre a través de ellas. Desde luego, no abrigarían
mucho, pensó la muchacha, y se preguntó cómo alguien que vivía en una
casa de hielo podía soportar el intenso frío vestido de aquella manera.
—¿Qué haces tú
aquí? —soltó entonces el hombrecillo,
con disgusto.
Bipa se levantó con dificultad. Le costó un poco mantener
el equilibrio.
—He venido a ver a Gélida —dijo con precaución; todavía
no estaba segura de que fuera una buena idea mencionar a Aer.
—¿Una opaca como tú quiere ver a Gélida?
—¿Opaca? —repitió Bipa, desconcertada. No era la
primera vez que la llamaban de aquella manera. Sonaba a insulto, pero no estaba
segura, y odiaba no entender lo que estaba sucediendo. Pasó por alto, sin
embargo, el tono del individuo pálido y añadió:
—Llevo muchos días viajando y estoy cansada y hambrienta.
Me preguntaba si podría alojarme aquí esta noche...
Se interrumpió al darse cuenta de que el otro la miraba
de arriba abajo, con evidente fastidio.
—No vas a ser del agrado de Gélida —comentó.
—Por lo poco que sé de ella, sospecho que tampoco
Gélida va a ser de mi agrado —replicó Bipa, molesta—. Pero ni siquiera ella
puede llegar al extremo de dejar a una persona a la intemperie, aunque sea una
opaca. ¿O es que tu Gélida no tiene corazón?
Al mencionar la palabra «corazón», los ojos del hombrecillo
se posaron en el Ópalo que descansaba sobre el pecho de Bipa, y sus labios se
curvaron en una extraña sonrisa, que la chica encontró sumamente desagradable.
Tuvo la impresión de que aquel rostro blanquecino no solía sonreír a menudo.
—Ven —dijo el hombre; dio media vuelta y echó a
andar hacia el interior de la casa. O tal vez andar no fuera el término
correcto; más bien cabría decir que «se deslizaba», como los niños de las
Cuevas cuando patinaban sobre el lago helado.
Bipa nunca había aprendido a patinar, porque lo consideraba
inútil y peligroso, y en aquel momento se arrepintió de no haberlo hecho.
Trató de seguir al hombrecillo a través del corredor, pero pronto resbaló,
cayó de nuevo y se encontró sola. El gigante de hielo había vuelto a su puesto
en la puerta, y su guía se había alejado ya demasiado.
Con un suspiro, Bipa se levantó de nuevo y avanzó,
como pudo, aferrándose a los salientes de la pared. Cuando llegó por fin al
final del pasillo desembocó en una amplia sala, con un techo altísimo del que
colgaban enormes carámbanos de hielo que irradiaban una luz pálida y fría, similar
a la de la Estrella. Bipa se obligó a apartar la mirada y a centrarla en el
individuo macilento que la había guiado hasta allí, y que la aguardaba junto a
la puerta. A su lado había una mujer alta y huesuda, también muy delgada —la
joven empezó a perder la esperanza de que le dieran bien de cenar—, y vestida y
peinada en el mismo estilo que su compañero, con el pelo y la cara tiznados de
blanco y ropas albas y finas, similares a hojas marchitas.
-¿Eres Gélida? —le preguntó Bipa sin rodeos.
La mujer torció el gesto.
—Sigúeme —dijo solamente, y desapareció a través de
una puerta rematada en un arco apuntado. Bipa se volvió hacia el tipo pálido,
pero éste se había quedado donde estaba y se limitó a mirarla con desdén. De
modo que ella se apresuró a seguir a la mujer, como pudo, a través de salas y
corredores. Como tenía que esforzarse por mantener el equilibrio, no pudo
fijarse en lo que sucedía a su alrededor, pero sí vio de reojo a más personas
pálidas y delgadas, con el cabello de punta, como llamas blancas enmarcando
sus rostros empolvados de tiza. Vio también a algunas criaturas de hielo, pero
más pequeñas, de tamaño humano, que se deslizaban por los corredores, haciendo
crujir sus articulaciones. El motivo por el cual eran capaces de moverse
resultaba un misterio que habría tenido a Aer ensimismado durante semanas,
pero Bipa no le prestó atención en aquel momento. Tenía cosas más importantes
en que pensar.
La mujer la llevó hasta una pequeña habitación con
una cama, un arcón y una cómoda.
—Aséate y cámbiate de ropa —le ordenó—. Podrás ver a
Gélida a la hora de cenar, pero sólo si estás presentable.
Bipa abrió la boca para replicar, pero la mujer ya
se había dado la vuelta, con un crujir de su túnica, y se alejaba por el
pasillo.
La muchacha suspiró. La habitación era fría y
austera, pero mucho mejor que cualquiera de los lugares donde había dormido
desde que abandonara su casa. Y además habían dicho que le darían de cenar.
Corrió la cortina que hacía las veces de puerta y
dejó su mochila en un rincón. Probó la cama; estaba bien, aunque las sábanas
eran muy finas y no había mantas. Tampoco había nada parecido a una chimenea en
la habitación. Bipa supuso que no podrían encender fuego en aquel lugar,
porque se vendría todo abajo. Por fortuna, llevaba manta y abrigo encima y, con
un poco de suerte, no pasaría frío aquella noche.
Se acercó a la cómoda y vio una palangana llena de
agua. Estaba tremendamente fría, pero aun así aprovechó para lavarse la cara y
las manos. Se preguntó si la gente del castillo de Gélida tomaba baños
calientes alguna vez, y suspiró con añoranza. Lo más parecido a un baño caliente
que había tomado en los últimos tiempos había sido una especie de ducha, allá
en su cueva de las montañas, derramando por encima de su cabeza una olla de
agua, procedente de un montón de nieve calentada al fuego.
Descubrió sobre la cómoda varios botes con polvos
blancos, que, adivinó, estaban destinados al maquillaje de la piel y del pelo.
«Ni hablar», se dijo a sí misma. Abrió el arcón y extrajo de él varias prendas
del mismo material fino y translúcido. Escogió una túnica similar a la que le
había visto a la mujer que le había guiado hasta allí. «Me voy a morir de frío
con esto», pensó. Pero la promesa de la cena era demasiado tentadora, por lo
que se despojó de su abrigo y de su cálida ropa y, tiritando, trató de ponerse
la túnica.
No tardó en comprobar que era demasiado estrecha
para ella. Lo intentó con todas las prendas que sacó del arcón, pero,
invariablemente, parecían hechas para gente mucho más delgada, por lo que
volvió a dejarlas en su sitio y soltó la tapa, con un estrépito que delataba
su mal humor. Volvió a ponerse su propia ropa y se sintió mucho mejor. Poco a
poco, fue entrando otra vez en calor.
Al cabo de un rato regresó la mujer a buscarla.
Torció el gesto al verla tranquilamente sentada en la cama, todavía embutida
en sus ropas de lana y piel.
—¡Opaca! —la riñó—. ¿No te he dicho que te vistieras
con algo más apropiado?
—Me llamo Bipa —replicó ella—. Y lo habría hecho si
tuvieseis ropa para gente normal, y no sólo para esqueletos andantes.
—¡Esqueletos andantes! —repitió la mujer, pasmada—.
¡No has comprendido nada acerca de nuestra verdadera esencia, pequeña opaca!
Nosotros, los pálidos, hemos emprendido ya el camino del Cambio. Sin embargo,
a ti todavía te falta mucho para llegar a nuestro nivel. ¡Deberías agradecer
que te hayamos permitido entrar en el hogar de nuestra señora! ¡Deberías
suplicarnos que te ayudemos a alcanzar un estado adecuado de esbeltez! ¡Deberías
avergonzarte de tu aspecto!
—¿Avergonzarme, yo? —soltó Bipa, que apenas entendía
lo que le estaban diciendo—. ¿Por qué razón? ¡En cualquier caso, me daría
vergüenza parecerme a ti.
La mujer palideció un poco más, si es que esto era
posible.
—¡Cómo osas hablarme así, tú que eres un... cúmulo
de carne! —le echó en cara—. ¡Ni siquiera has tenido la decencia de blanquearte
el pelo por lo menos! ¡Eres... eres repugnante!
Bipa montó en cólera.
—Mi pelo es mío, me gusta así y no quiero cambiarlo
—replicó—. Y no soy un cúmulo de carne. Soy una mujer y tengo formas de mujer,
y si estuviera tan delgada como tú me moriría de frío. En el lugar del que
vengo, los padres alimentan bien a sus hijos para que sobrevivan a las noches
de ventisca y a los tiempos de escasez, y nadie adelgaza hasta que se le
marquen las costillas, a no ser que esté muy enfermo, cosa que, por supuesto,
no es un estado que nadie en su sano juicio desee alcanzar. Y lo que sí
es verdaderamente repugnante es tu forma de tratar a las visitas.
La mujer entornó los ojos y le dio una
bofetada en pleno rostro. Ella se la devolvió en un acto reflejo. La otra la
contempló, horrorizada, como si estuviese viendo un monstruo, y salió huyendo
por el pasillo, deslizándose con precipitación y dejando escapar cortos
alaridos de terror.
Bipa respiró hondo y trató de calmarse. No se
arrepentía de haberle dicho todo aquello, pero estaba empezando a pensar que
debería haber contenido su lengua. Ahora no le darían de cenar, si es que era
cierto que en aquella casa se comía alguna vez.
En cualquier caso, no podía quedarse esperando. Volvió
a abrir el arcón y sacó unos zapatos que había visto antes, y que tenían una
suela que parecía ofrecer cierta resistencia al hielo. Se los puso, suponiendo
que con ellos le sería más fácil deslizarse por los pasillos. Tras esconder su
mochila debajo de la cómoda, se asomó al exterior. No vio a nadie. Salió al
pasillo, dispuesta a explorar el hogar de Gélida.
Al principio avanzó con precaución, escondiéndose
tras los marcos y las columnas de hielo para evitar que la vieran, pero, poco a
poco, fue olvidándose de tener cuidado. La vida en aquel lugar le parecía tan
extraña y sin sentido que una parte de sí misma estaba convencida de sufrir los
efectos de un sueño absurdo del que no había despertado aún.
Habitaba poca gente en el inmenso palacio, aquel monstruoso
esqueleto frío y blanquecino, que más se parecía a una gigantesca cáscara
hueca que a un hogar de verdad. Muchas de esas personas, si es que lo eran
realmente, estaban conformadas de hielo, como los gigantes de la entrada.
Éstos parecían más bien ejercer funciones de criados o de vigilantes; pero, si
en realidad vigilaban algo, o bien lo hacían con escaso interés o no
consideraban que Bipa fuese digna de su atención, porque apenas la miraban
cuando pasaba por su lado. Las personas de carne y hueso —o, mejor dicho, se corrigió
Bipa desdeñosamente, «de piel y hueso»—, los pálidos, como los había llamado
la mujer con la que había discutido, sí reparaban en ella. Su presencia
interrumpía conversaciones y atraía miradas de reprobación. Pero nadie le
dirigió la palabra ni trató de averiguar qué hacía ella allí. Se limitaban a
torcer la cara en una mueca de disgusto y a retomar sus actividades,
volviéndole la espalda y fingiendo que no la habían visto. Y sus actividades parecían tremendamente insustanciales.
Charla insulsa y vacía, risas forzadas, juegos de manos, coqueteos frivolos...
Incluso aquellos que se dedicaban a cosas más prácticas, como supervisar a las
criaturas de hielo o trajinar en una gran sala, llena de utensilios,
recipientes y alacenas, que Bipa deseó con fervor que fuese una cocina, lo
hacían de forma indolente, como si aquellas tareas fuesen demasiado mundanas
para ellos. Bipa no tardó en sentirse espantosamente fuera de lugar. Ya no se
trataba sólo de que fuese extranjera en el palacio de Gélida, o de que aquellas
personas pensaran y actuaran de una forma incomprensible para ella. Era que
tenía la sensación de que ni siquiera eran humanas. No más que aquellos seres
de hielo que recorrían los pasillos. Con todo, Bipa no pudo evitar pensar que
los habitantes del palacio de Gélida estaban frustrados por alguna razón.
Había en sus ojos un leve brillo de añoranza, no como el de Nuba, que echaba de
menos a su hombre, sino más bien parecido al de Aer: un anhelo de algo que
escapaba al entendimiento de Bipa. Un deseo de estar en otra parte, una «Otra
Parte» que tal vez habían visto en sueños o a través de los cuentos de una
madre. Bipa casi los compadeció. Nunca había podido comprender que Aer quisiera
cambiar las Cuevas por alguna otra cosa. Pero no le costaba nada entender que
cualquier persona sintiese deseos de escapar de la morada de Gélida.
Sacudió la cabeza para alejar aquellas ideas
de su mente. Los pálidos exhibían con orgullo sus ropas finas y sus rostros
empolvados. A juzgar por la forma en que miraban a Bipa, parecían considerar un
honor vivir allí y de aquella manera. La joven empezó a preguntarse qué clase
de mujer sería Gélida, y por qué aquellas personas, que por lo visto vivían
según sus reglas, estaban orgullosas de hacerlo.
No tardó en hallar respuesta a aquellas preguntas.
Momentos después, el sonido de una campanilla, vibrante y apremiante, llegó a
todos los rincones del palacio. Todos los pálidos dejaron lo que tenían entre
manos y se pusieron en marcha, a través de pasillos y estancias, siguiendo la
voz de la campanilla. Bipa fue tras ellos.
Llegaron a un enorme salón con una larguísima mesa
que lo ocupaba prácticamente por completo. En uno de los extremos de la misma
había un alto trono, reservado, sin duda, para la señora de la casa.
Bipa se obligó a apartar la mirada de la mesa, donde
ya habían dispuesto servicios de cristal que anunciaban la cena, para echar un
vistazo a su alrededor en busca de Gélida. Se preguntó si la reconocería: todas
aquellas personas blancas y delgadas le parecían iguales. Sin embargo, no
tardó en tranquilizarse en ese sentido, porque supo quién era Gélida en cuanto
la vio, y entendió, de golpe, por qué ella tenía la silla más grande, y por qué
aquellas personas vivían en su palacio de aquel modo.
Gélida estaba junto al ventanal, conversando con dos
hombres y una mujer que se habían acercado a saludarla. Lucía ropas del mismo
estilo que los demás, pero, sin ninguna razón aparente, las suyas parecían más
ligeras, más vaporosas. Su delgadez se asemejaba más bien a la esbeltez de un
junco. Su rostro era niveo y su cabello, de color blanco, sin necesidad de
polvos, tintes ni afeites. Sus ojos parecían cristales de nieve.
Era a ella, comprendió Bipa entonces, a quien los pálidos
trataban de imitar. Y tuvo que admitir que era una dama hermosa, a pesar de
aquella insana delgadez que ella llevaba con gracia natural. Pero, si hubiese
sido tan sabia como hermosa, no habría permitido que aquellas personas la
copiaran de un modo tan artificial. «Maga no lo habría aceptado», pensó, y se
preguntó por qué se habría acordado de ella en aquel instante. En cualquier
caso, pensar en Maga le hizo recordar el motivo por el que estaba allí.
Ignorando las miradas de desaprobación de la gente, se adelantó desde el lugar
que ocupaba, en un discreto segundo plano, y se acercó a Gélida.
Ella escuchaba, con la cabeza ligeramente inclinada
sobre su cuello de cisne, la aduladora chachara de uno de los hombres, pero no
parecía ni molesta ni complacida. Su frío rostro de esfinge no mostraba la
menor emoción.
Cuando advirtió la presencia de Bipa, levantó la mirada
y la clavó en ella. No dijo nada. Aguardó, como habría aguardado la imagen de
una diosa, inmóvil e inconmovible, a que sus fieles depositaran ofrendas a sus
pies.
Pero Bipa no era una de sus fieles, ni pensaba
serlo.
—Hola —saludó—. Me llamo Bipa, y vengo de las
Cuevas. Me gustaría hablar contigo un momento.
Las personas de rostros empolvados murmuraron entre
ellas, escandalizadas. Pero Gélida sólo sonrió, una media sonrisa que más
parecía una grieta en una superficie escarchada que una verdadera sonrisa, y
dijo:
—Dejadnos a solas.
—Pero, mi blanca señora, ¡es una opaca!
—Lo sé —cortó ella, con una voz tan fría como su
nombre—. Dejadnos a solas, he dicho.
Los tres se retiraron, y nadie más osó acercarse.
—¿Qué significa opaca? —quiso saber Bipa.
—Significa que no eres etérea.
Bipa tampoco tenía muy claro el significado de la
palabra «etérea». Sólo sabía que tenía que ver con la Emperatriz.
—Por supuesto que no lo soy. He nacido en las Cuevas,
como ya te he dicho. ¿Vosotros sois etéreos?
—Somos menos opacos que tú, y eso debería bastarte
—replicó Gélida, en un tono con el que pretendía dejar patente su superioridad
sobre Bipa—. ¿Acaso no sabes quiénes somos?
—Tengo entendido que os llamáis los pálidos —respondió
ella—. Salta a la vista por qué.
Gélida esbozó una media sonrisa.
—Así nos llaman, ciertamente. Pero también se nos
conoce como los gélidos. ¿Sabes por qué razón?
—¿Porque todos los que viven aquí quieren ser como
tú?
Ella la miró con condescendencia; al parecer no
había captado la ironía de las palabras de Bipa.
—Porque veneramos la pureza del hielo; porque lo esculpimos
y moldeamos, y porque ansiamos poder alcanzar su transparencia. Y tú, si lo deseas
con fuerza, pronto serás como nosotros.
—No, gracias —se apresuró a responder Bipa—. No lo
deseo lo más mínimo.
La sonrisa de Gélida se esfumó.
—¿Por qué motivo, pues, has venido a llamar a mi
puerta? —preguntó con sequedad.
Bipa dudó. No estaba segura
de que debiera hablarle de Aer.
—Estoy de paso —repuso, esquiva—. Voy hacia el palacio
de la Emperatriz.
Gélida se rió, con una risa helada y cortante.
—Nunca podrás llegar al palacio de la Emperatriz.
Eres demasiado opaca. Podría ser que —añadió sugestivamente—, si te quedaras
un tiempo aquí, lograras volverte pálida, como nosotros, y eso significa que
serías un poco más etérea y un poco menos opaca. No bastaría para que llegases
a la Emperatriz, pero ya estarías un paso más cerca.
Bipa sacudió la cabeza.
—No, gracias. Prefiero quedarme como estoy.
—Eres una pobre niña ignorante —sonrió Gélida con
desdén—. Prefieres revolearte en el barro antes que aspirar a lo más alto.
—Yo no me revuelco en el barro —observó Bipa—. Y no
hace falta ser muy lista para darse cuenta de que aquí la gente se muere de
hambre. Así que no veo por qué debería tener en cuenta la opinión de alguien
que vive en una casa de hielo y dice que es mejor ser blanca y flaca que estar
sana y tener un hogar cálido y confortable. Es una idea absurda y estúpida.
Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se mordió
la lengua, pero ya era tarde. Se maldijo por no haber podido contenerse. Pero
Gélida no pareció inmutarse.
—Oh —dijo—. Muy bien. De modo que crees que aquí la
gente se muere de hambre. Deduzco entonces que no querrás quedarte a cenar para compartir nuestra comida inexistente.
Bipa se ruborizó; y no era algo que le sucediese a menudo.
—Sí, me gustaría —masculló.
Gélida sonrió, complacida.
—Bien. Entonces, siéntate a la mesa, y cenemos. Después,
tendremos otra conversación. Sé que los opacos os tomáis muy en serio las
necesidades del cuerpo. Tal vez cuando tengas tu enorme estómago lleno, te
comportes de un modo un poco más sociable.
Bipa resopló por lo bajo, pero no replicó. Murmuró
un agradecimiento y fue a ocupar de nuevo su rincón. Gélida se sentó ante la
mesa momentos después. Tras ella, lo hicieron el resto de comensales. Bipa se
quedó de pie hasta que una de las criaturas de hielo trajo una silla para ella.
Cuando se sentó, las personas acomodadas a su derecha e izquierda se apartaron
un poco. Bipa las ignoró y centró su atención en los criados que recorrían la
estancia portando grandes ollas de sopa. Los cucharones eran demasiado pequeños
como para que las manos de las criaturas de hielo los manejaran con soltura,
por lo que cada comensal debía servirse a sí mismo. Bipa observó que
procuraban ponerse raciones muy pequeñas y que, cuando empezaban a comer, lo
hacían con cierto gesto avergonzado. También se dio cuenta de que los criados
de hielo sostenían las ollas sin problemas, y no pudo evitar preguntarse cómo
era posible que no se les derritieran las manos.
Cuando le llegó el turno, entendió la razón. Decepcionada,
comprobó que se trataba de una sopa fría, aguada y con poca sustancia. Ante la
mirada horrorizada de sus compañeros de mesa, llenó su cuenco hasta que casi se
desbordó. Se lo terminó enseguida. La sopa fría no llenó su estómago ni calmó
su hambre, por lo que quedó aguardando, impaciente, el segundo plato.
Pero no hubo segundo plato. Gélida, que sólo había
probado una cucharada de sopa, se levantó de la mesa en cuanto los criados
retiraron los servicios, y todos los demás la imitaron.
Sólo Bipa se quedó sentada, incapaz de
creer lo que estaba sucediendo.
—¡Un momento...! —exclamó a media voz. Las personas
que estaban más próximas a ella fingieron que no la habían oído.
Furiosa, Bipa se levantó y avanzó a grandes zancadas
hasta Gélida.
—¿Esto qué es? ¿Una broma? —le espetó.
—Oh, ¿no te ha gustado la cena?
—No he tenido ocasión de juzgar. Lo cierto es que
cuando has hablado de «cena inexistente» creía que se trataba de un sarcasmo.
Gélida sonrió con desprecio.
—Los opacos, jovencita... dependéis demasiado de
vuestras necesidades corporales. Nosotros, los pálidos, estamos por encima de
todo eso.
—Tonterías. Si no comierais, estaríais
todos muertos.
—Pero no lo estamos, ¿verdad? Sé a qué
has venido aquí, Bipa. No vas al palacio de la Emperatriz. No tienes el menor
interés en ser como los etéreos o siquiera en conocerlos. Tu mente simple y
primitiva es incapaz de captar siquiera un atisbo de su grandeza.
Bipa bufó y fue a replicar, pero las palabras que
Gélida pronunció a continuación la hicieron callar.
—Has venido a buscar al muchacho opaco que me robó
mi flor de cristal.
La joven abrió la boca, pero la cerró de nuevo, incapaz
de responder.
—Resultaba evidente —prosiguió Gélida—. Sólo hay un
motivo por el cual los opacos abandonan sus Cuevas para venir hasta aquí, y es
porque quieren ser etéreos. Pero tú, querida mía, no quieres ser etérea. La
única razón por la que podrías estar aquí tenía que ser que estuvieras buscando
a alguien.
Bipa respiró hondo.
—Ese chico se llama Aer y es mi amigo —declaró—. Ya
ha sobrevivido a un viaje por las nieves, pero no sé si tendrá tanta suerte la
próxima vez. Por eso lo busco. ¿Ha estado aquí?
—Estuvo aquí hace tiempo, sí. Se sumó a mi corte
para aprender de mí. Sabía que no estaba preparado para proseguir su viaje, y
por eso se quedó... Pero en lugar de esperar, perder opacidad y continuar
adelante, como hacen todos, él me robó uno de mis tesoros de cristal, y ahora
sé que volvió atrás... con los opacos... contigo —se rió, con aquella risa fría
y elegante—. ¿Por qué razón debería darte noticias de él? ¿Me devolverás a
cambio mi flor de cristal?
Bipa se preguntó si debía decirle que Aer se la
había regalado a ella. Desechó la idea. No valía la pena; la flor estaba muy
lejos, en la cueva que Bipa compartía con Topo y que era su hogar. Y no le iba
a servir de nada a Gélida saberlo.
—No puedo devolvértela —respondió, y era verdad.
Gélida sonrió de nuevo.
—Lo suponía —dijo solamente.
—¿No me vas a decir entonces si Aer pasó por aquí
después de lo de la flor? Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de que te la
robara. Pídesela a él, no a mí.
—Suponía que te la había regalado a ti. Pero no te
preocupes, porque es otra cosa lo que te voy a pedir a cambio de la
información que necesitas. Acompáñame.
Con un ligero crujido de sus ropas, Gélida se encaminó
hacia la puerta. Bipa la siguió, pero fue la única. Con un solo gesto, la dueña
del palacio de hielo disuadió a los demás comensales de ir tras sus pasos.
Recorrieron el frío y desolado hogar de Gélida hasta
una sala custodiada por dos gigantes de hielo. Las criaturas se movieron para
obstruir el camino, pero Gélida dijo:
—Dejadnos pasar.
Y ellos se retiraron a un lado. Gélida entró en la
habitación, y Bipa fue tras ella. La chica se quedó impresionada, a su pesar.
Aquello era un pequeño museo de joyas de cristal, semejantes a la flor que Aer
le había regalado tiempo atrás. Había jarras, vasos y bandejas, pero también
figuras de personas, árboles, peces, animales y otros seres que Bipa
desconocía, todos tallados en un cristal tan puro como refulgente.
—Maravillas traídas de la Ciudad de Cristal —dijo
Gélida a media voz—. Absolutamente transparentes. Un paso más hacia la esencia
de los etéreos. ¿Tienes idea de lo valiosas que son? No, claro, no puedes
tenerla —terminó en actitud desdeñosa—. Y, sin embargo sí que puedes compensarme
por la pérdida de una de las piezas más valiosas de mi colección.
—No tengo nada que darte... —empezó
Bipa, pero Gélida la cortó:
—Sí que lo tienes —alargó su blanca mano hacia ella,
y su dedo índice, rematado por una larga uña de hielo, señaló el pecho de
Bipa—: Quiero tu colgante —dijo.
Ella se llevó la mano, instintivamente, hacia el
trozo de cuarzo que su amigo le había regalado y que aún pendía sobre su
pecho.
—Ése, no —se impacientó Gélida—. El otro. Dámelo y
te diré dónde está Aer.
Bipa se quedó anonadada. Primero, porque Gélida reconocía
que tenía noticias de Aer y que podría guiarla hasta él. Segundo, porque le
estaba pidiendo a cambio el Ópalo que Maga le había entregado. Lo cubrió
rápidamente con ambas manos, quizá para protegerlo de la ávida mirada de la
mujer de hielo.
—No puedo dártelo. No es mío, sólo me lo han prestado.
Ella rió abiertamente.
—No te creo. No es algo que nadie abandonaría voluntariamente,
muchacha. Muchos matarían por poseer algo así, de modo que no me hagas creer
que te lo han prestado. Tienes que haberlo robado en alguna parte.
Pero Bipa apenas la escuchaba. Se había dado cuenta,
por primera vez, de que sobre el pecho de Gélida también descansaba un Ópalo
como el suyo, pero de un tono pálido, desvaído, casi blanco, como si el calor
de la piedra se hubiese apagado, como si el Ópalo se hubiese cansado de seguir
vivo, si es que las gemas podían atesorar alguna clase de «vida» en su
interior. En comparación, el Ópalo de Bipa, el de Maga, se mostraba refulgente
como una pequeña esfera de fuego.
—¿Qué le ha pasado al tuyo?— quiso saber.
—No es de tu incumbencia. Lo único que tienes que
saber es que si me entregas tu Ópalo te diré dónde está tu amigo. Yo en tu
lugar no me lo pensaría —añadió con una sonrisa—, porque sin mí nunca lo encontrarás.
—No estés tan segura —replicó ella—. Además, ya te
he dicho que el Ópalo no es mío, y que no lo puedo entregar a la ligera. Y si
no quieres creerme, allá tú —concluyó, muy digna.
—Como gustes —dijo Gélida—. Regresa, pues, a tu
habitación, si lo deseas, y reflexiona sobre mi oferta. Pero date prisa: cuanto
más tardes en decidirte, más alejarás a Aer de ti.
Algo comprimió el corazón de Bipa, produciéndole una
sensación angustiosa. Pero respondió, sin embargo:
—De nada me servirá saber dónde está Aer si no tengo
el Ópalo para que me mantenga con vida.
—Quién sabe —dijo Gélida, crípticamente—. Tal vez él
esté más cerca de lo que crees.
Bipa le respondió con un gruñido.
Momentos más tarde, caminaba de vuelta a su cuarto.
Escondió el Ópalo bajo la camisa y se sintió reconfortada por su suave
calidez. Se preguntó por qué lo querría Gélida, y por qué el Ópalo de ella
parecía tan triste y apagado. Pero enseguida apartó de su mente aquellos pensamientos.
Lo principal era decidir qué debía hacer. Podía abandonar el hogar de Gélida por la mañana y
proseguir la búsqueda de Aer por su cuenta. La idea de continuar tan pronto
aquel viaje tan duro la desalentaba, pero el hecho de que aquel palacio no
fuese muy acogedor hacía un poco más fácil la partida. Por otra parte, ¿y si
Aer estaba ahí mismo, en el palacio? ¿Y si Gélida lo mantenía prisionero? Se le ocurrió que, aunque Gélida no quisiese responder
a sus preguntas, tal vez otra persona sí lo haría.
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