martes, 2 de julio de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 4)



IV 
La partida

El joven tardó menos de lo que esperaban en re­cuperar el conocimiento. Mientras estuvo con­valeciente se comportó con normalidad, aunque en ocasiones decía cosas muy extrañas, y, por el contra­rio, nunca hablaba de lo que había hecho durante su ausencia. Nuba pasaba casi todo el tiempo con él. Bipa seguía la misma rutina de siempre, pero por las noches, cuando preparaba sopa para todos, se sentaba junto a él y le ofre­cía un cuenco. Solían quedarse a solas cuando Topo acom­pañaba a Nuba de vuelta a su casa. En una de aquellas oca­siones, Aer le dijo:
—Yo tenía razón, Bipa. El palacio de la Emperatriz existe. Me lo dijo Gélida.
—¿Quién es Gélida? ¿La Emperatriz?
—No, Gélida es Gélida —replicó él; trató de incor­porarse, pero Bipa no se lo permitió—. También ella sueña con llegar hasta la Emperatriz. Ella...
—Estás delirando —le interrumpió Bipa—. Deja de decir tonterías, ¿quieres? Por poco te mueres ahí fuera bus­cando ese palacio que nadie ha visto. Confundes tus fan­tasías con la realidad. Tu madre...
—Mi madre no tiene nada que ver con esto —cortó Aer, y por una vez, Bipa lo vio serio, casi enfadado—. Sé muy bien cuándo sueño y cuándo estoy despierto. Sé muy bien lo que he visto, y te lo voy a demostrar.
Se volvió hacia todos lados con cierta agitación. Bipa tuvo que retenerlo para que no saltara de la cama.
—¿Se puede saber qué buscas?
—Mi mochila. La traje conmigo...
—Ahora te la alcanzo, pero estáte quieto, ¿quieres?
—Cuidado, ¡cuidado! —exclamó Aer al ver que Bipa cogía la mochila de cualquier manera—. ¡No la zarandees de esa forma!
Bipa depositó el morral sobre sus rodillas. Aer lo abrió con suma delicadeza y sacó un bulto envuelto en trapos.
—Mira —dijo en voz baja—. ¿A que nunca habías visto nada como esto?
Lo desenvolvió, descubriendo un objeto de rara y delicada belleza. Tenía la forma de una flor; una flor mu­cho más hermosa y magnífica que cualquiera de las que
brotaban de las tristes plantas del huerto. Sus hojas se alzaban con orgullo, sus pétalos eran perfectos...
Pero no era una flor de verdad. Era dura y transparente, como el hielo, como el cuarzo, pero muchísimo más pura. Tanto, que podía verse perfectamente a través de sus pétalos, como si no estuviese allí.
—Es una flor de cristal —susurró Aer—. Es muy frágil; cualquier golpe podría romperla en cientos de pe­dazos.
—Pero... no es de verdad —dijo Bipa en el mismo tono—. Quiero decir que no puede haber crecido en el suelo, ¿no? No es una planta que haya nacido de la tie­rra. No se puede comer.
Aer suspiró con impaciencia.
—Claro que no se come. Lo importante no es la flor, sino el cristal. Es hermoso, ¿verdad?
—Sí que lo es —admitió Bipa. Estuvo a punto de aña­dir: «Pero no sirve para nada». Por fortuna, se contuvo a tiempo.
—¿Puedo tocarla? —preguntó.
Aer sonrió.
—Claro —dijo—. La he traído para ti.
Bipa lo miró, perpleja.
—¿Para mí? Pero... —no pudo seguir. Por una vez se había quedado sin palabras.
—Para demostrarte que mis padres tenían razón —ex­plicó él—. Que existen más cosas lejos de aquí. Yo estuve en casa de Gélida y me llevé esta flor de su colección de tesoros. Porque tú no estabas allí para verlo y de alguna manera tenía que demostrarte que era real.
—¿Se lo robaste a otra persona? —casi gritó Bipa.
Aer sonrió con picardía.
—Créeme; si la conocieras, no lo lamentarías lo más mínimo. Ahora mismo debe de estar bastante enfadada, pero no me arrepiento. Aunque Gélida es la mujer más hermosa que he visto jamás, esta flor no fue hecha para ella. En cuanto la vi supe que debía traértela.
Bipa seguía sin saber qué decir, en primer lugar por­que lo que le estaba contando Aer le parecía una sarta de disparates, y en segundo lugar porque lo inesperado del regalo todavía le impedía reaccionar. Tomó la flor con de­licadeza entre sus manos y la alzó para verla mejor a la luz del fuego. Lanzó una exclamación de sorpresa cuando la luz se refractó en el cristal, desparramando todo un arco  iris de colores sobre sus asombrados rostros.
—Nunca había visto nada igual —reconoció Bipa.
 Pero Aer parecía horrorizado.
 —No... ¡apártala de ahí! El cristal ha de ser puro... transparente... ¿No lo entiendes?
—No —respondió Bipa—. Si la única función de este objeto es la de ser hermoso, creo que lo es más todavía cuando le da la luz. Así, apagado, es mucho más soso.
—¡Soso! —repitió Aer escandalizado. Le arrebató la flor de las manos—. Desde luego —dijo, de mal humor—, eres la más opaca de todos los opacos.
—¿Cómo me has llamado? —replicó Bipa, estupefacta.
Aer cerró los ojos un momento, cansado. Cuando los abrió sonreía de nuevo.
—No importa —dijo—. La flor es tuya, puedes hacer  con ella lo que quieras. Como si decides romperla porque  no sirve para nada.
Era una opción, se dijo Bipa; pero, contemplando de  nuevo los delicados pétalos de cristal, pensó que era una  lástima; alguien debía de haber invertido mucho tiempo en hacerla, la Diosa sabría cómo. Aunque no tuviera nin­guna utilidad, por respeto al trabajo ajeno valía la pena conservarla. Además, Aer tenía razón: era hermosa.
—No voy a romperla —le aseguró.
La cogió con cuidado para depositarla sobre la chime­nea, lejos del borde, para que no se cayera por accidente. Allí se veía muy bien y no corría peligro de romperse.
Aer sonrió satisfecho, y se recostó bajo las mantas.
—Me alegro de que te guste —dijo con cierto esfuerzo; aún estaba convaleciente y se cansaba con facilidad—. Y de que quieras conservarla. No sólo por lo que me costó conseguirla, sino... porque he vuelto sólo para traértela.
Sus últimas palabras fueron apenas un murmullo. Ins­tantes después, ya dormía otra vez.

Aer no tardó en regresar a su propia casa con su madre, y todo volvió a la normalidad. Tanto él como Nuba reci­bieron muchas visitas aquellos días. La gente quería saber cómo estaba y qué había estado haciendo y, si bien él se­guía sin hablar de su experiencia —Bipa pronto comprobó que no le había mencionado a nadie más la existencia de Gélida—, agradecía su interés con una misteriosa sonrisa.
Casi nadie reparó en la bella flor de cristal que ador­naba el hogar de Bipa y Topo. Por alguna razón, la chica no quería hablar de ello.
Maga sí la vio. En una de las visitas a la casa, cuando Aer todavía estaba allí, convaleciente, su mirada se posó sobre la repisa de la chimenea, y su frente se arrugó leve­mente. Sin embargo, no dijo nada. No cabía duda de que todos se sentían felices de ha­ber recuperado a Aer; aunque hubieran celebrado su fune­ral y hubieran consolado a Nuba por su pérdida y, por tanto, se sintieran un poco desconcertados. Nadie regresaba de la muerte. La Diosa no devolvía nunca lo que reclamaba para sí. Por eso no sabían cómo comportarse con Aer. Lo acogieron con alegría, pero a la vez, con cierta reserva. Hasta Taba mantenía las distan­cias.
Era como si la presencia de Aer fuese solamente un es­pejismo; como si esperasen que desapareciera de nuevo en cualquier momento. Y Bipa empezó a temer que sería así.
A medida que Aer iba recuperando fuerzas se volvía cada vez más huraño y distante, más frío, más serio. Por las noches subía a la colina nevada y contemplaba el horizonte, aun cuando la mayoría de las veces las nubes y la niebla ocultaran la Estrella por completo. Él sabía que estaba allí, y eso le bastaba.
En cierta ocasión, Maga fue a buscarlo a lo alto de la colina y trató de hacerle bajar. Mantuvieron una agria dis­cusión —y Maga nunca discutía con nadie—, pero no llegó a saberse de qué hablaron ni qué se dijeron, porque no lo comentaron con ninguna otra persona. Lo que sí supo Bipa, porque Topo se lo contó, fue que, a raíz de la intervención de Maga, Aer dejó de salir por las noches. En su lugar, se pasaba el tiempo en casa, enfurruñado.
—No está bien de la cabeza —murmuró Bipa.
—Nuba tiene la esperanza de que tú logres hacerle en­trar en razón —dijo Topo.
—¿Yo? ¿Y por qué yo?
La mirada de Topo se desvió, de forma bastante elo­cuente, hacia la flor de cristal que descansaba sobre la chimenea.
—No quieras cargarme de responsabilidades que no me corresponden —protestó ella—. Entre Aer y yo no hay nada. Que a él le dé de vez en cuando por contarme sus chifladuras y por regalarme cosas raras no nos con­vierte en pareja. Ni siquiera sé si somos amigos de ver­dad. No me corresponde cuidar de él, padre, y lo sabes. Incluso en el caso de que Nuba y tú os fuerais a vivir jun­tos en un futuro, si eso nos convirtiera en hermanos, él sería el hermano mayor, así que no tengo por qué cuidar de él.
Se detuvo para recuperar el aliento. Topo no dijo nada. Sólo la miró, pensativo.
—Ya te he dicho muchas veces —concluyó ella con más suavidad— que no quiero encariñarme con él. Por­que si le pasa algo lo echaré de menos. Pero es que encima Nuba y tú pretendéis que me responsabilice de él. Para que, si le ocurre algo, además de echarle de menos me sienta culpable. ¿No comprendes que es injusto, padre?
Topo suspiró.
—Puede que tengas razón. Puede que no haya nada que podamos hacer por él. Tal vez se calme con los años y pueda llegar a ser feliz, o tal vez vuelva a desaparecer, y en esta ocasión no regrese. Tal vez...
—En cualquier caso —cortó Bipa—, es decisión suya. Si quiere hacer locuras, que las haga, es su problema. Sólo lo siento por Nuba —añadió en voz baja.
No hablaron más sobre el tema aquella noche. Cuando Bipa se metió en la cama, echó un vistazo a la flor que relucía misteriosamente sobre la chimenea. Recordó que, una vez, cuando eran niños, le había di­cho a Aer que no encontraría en el exterior nada que su­perara lo que las Cuevas podían ofrecerle. Pero Aer se había ido de todos modos, y había hallado a una mujer llamada Gélida, y una flor de cristal. Y mu­chas otras cosas más, de las que no le había hablado. Y de­bía de echarlas de menos, puesto que no parecía feliz de haber regresado con los suyos.
«Nada de lo que puedas encontrar ahí fuera puede ser mejor que lo que dejarías atrás», le había dicho Bipa aque­lla noche de tormenta, hacía ya tanto tiempo. Suspiró. Ahora comprendía que se equivocaba; que, aunque no entendía la razón, para Aer nada de lo que ha­bía en las Cuevas podía superar lo que el Exterior le pro­metía.
Ni siquiera su madre. Ni siquiera la propia Bipa. Así que, ¿para qué perder el tiempo tratando de hacerle entrar en razón? Sería humillante. Y doloroso, en cierto modo. Pero su padre no comprendía que, cuando una mujer debe suplicar a un hombre que no se vaya, es porque él no tiene interés en quedarse a su lado. Para Bipa, el mensaje estaba claro.
Y Aer se lo confirmó al día siguiente. Porque volvió a desaparecer, sin despedirse, sin dejar ni rastro. Y, aunque muchos tenían la esperanza de que regresa­ría, Bipa sabía que era una esperanza vana. Porque él mismo se lo había dicho. Había vuelto sólo para llevarle la flor, para contarle que estaba equivocada. Aquella era su única cuenta pendiente con el mundo de las Cuevas, y ya estaba saldada.
Le dolió más de lo que había imaginado. Perderlo por segunda vez fue casi peor que haberlo dado por muerto la vez anterior.
Nuba estaba desconsolada; Topo, enfadado; Maga, re­signada. Y el resto de la gente, desconcertados. No sa­bían si partir en su busca o no; si llorar su muerte o no. Porque, si organizaban una búsqueda, era probable que no lo encontraran; y, si volvían a celebrar su funeral, era posible que él regresase de nuevo para trastocar sus vi­das otra vez y volver el mundo del revés. Porque los muer­tos no regresaban, pero él lo había hecho.
Al final fueron muy pocos los que partieron en busca de Aer, Bipa y Topo entre ellos. Como era de esperar, no hallaron nada. Ni siquiera un cuerpo que pudieran en­terrar para darlo definitivamente por muerto. Por eso en esta ocasión no hubo funeral; y la gente de las Cuevas vol­vió a sus tareas cotidianas sin saber si Aer estaba vivo o no. Era, simplemente, un desaparecido, como lo había sido su padre. Y, como Bipa sospechaba, estar desaparecido era casi peor que estar muerto, al menos para la gente que lo espe­raba. Porque existía la posibilidad remota de que volviera, y, mientras no supieran a qué atenerse, seguirían aguar­dándolo, tal vez meses, tal vez años, quizá toda la vida.
Y Bipa comprobó, con horror, que también ella, como Nuba, oteaba el horizonte a menudo, con el deseo de ver a Aer aparecer entre una cortina de nieve, desafiando al frío y a la muerte y saliendo vencedor, como ya había he­cho una vez. Y vio a Nuba en la puerta de su casa, también contemplando el horizonte, con la piel marchita y los ojos apagados, tan sólo alimentados por una febril llama de esperanza. La esperanza era un sentimiento positivo, o al menos eso decía la gente. Pero Bipa sabía la amarga verdad: la es­peranza podía llegar a ser cruel, oh, sí, terriblemente cruel... Podía convertir a una muchacha enamorada en una mu­jer triste y débil, perdida en sus ensoñaciones y en recuer­dos de un tiempo que no volvería. La esperanza podía tras­tornar a una persona hasta hacerle rozar la locura.
En aquel momento, Bipa miró a Nuba, su rostro dulce y cansado, y su mirada siempre prendida en el horizonte, en aquel mundo que no era el suyo y que jamás alcanza­ría, pero que había aprisionado ya su mente, sus deseos y su voluntad. Y decidió que no quería ser como ella.
Aquel día no sacó al rebaño a pastar. Le pidió a Pado, un muchacho un poco más joven que ella, que lo hiciera en su lugar, y fue a ver a Maga. Cuando llegó a su casa, la halló atendiendo a un an­ciano que tenía dolores de espalda. Aguardó en la puerta, para no molestar, pero Maga dijo:
—Remueve el puchero o se pegará al fondo.
Y Bipa obedeció. Uno de los nutritivos caldos de Maga bullía en la olla, con lentitud, desparramando por la habi­tación un olor profundo y delicioso. Bipa removió el contenido del puchero con cierta solemnidad, como todo lo que hacía para Maga. Porque todo aquello en lo que Maga trabajaba era importante, y ella era consciente de que de­bía realizar lo mejor posible cualquier tarea que la chamana le encomendara, por simple que pareciese.
Las manos de Maga masajeaban los frágiles hombros del anciano, su columna, cada una de sus vértebras. Mien­tras, el Ópalo relucía, generando aquel reconfortante ca­lor que todo el mundo asociaba a la mirada de Maga, al milagroso tacto de sus dedos. El tiempo se deslizó lentamente, marcado por las vuel­tas del cucharón y por el crujir de los huesos del anciano. Por fin, cuando Maga terminó y su paciente se fue, mu­cho más aliviado, Bipa preguntó:
—¿Qué sabes del Reino Etéreo, Maga?
Sintió sobre ella la mirada de la chamana, intensa y comprensiva.
—¿Quieres ir tú hasta el Reino Etéreo? ¿Hasta el pa­lacio de la Emperatriz?
Ella negó con la cabeza, sin dejar de mover el cucharón.
—No pretendo llegar tan lejos. Con un poco de suerte, lo alcanzaré mucho antes. Tal vez en el castillo de Gélida —añadió.
Maga alzó una ceja.
—¿Te habló de Gélida?
—No demasiado —Bipa dejó de dar vueltas al cal­do—. ¿La conoces? ¿Sabes cómo es?
Maga suspiró.
—Todo aquel que viaje en dirección a la Estrella —dijo, sin contestar a la pregunta— tendrá que atravesar los Mon­tes de Hielo, una tierra fría e inhóspita donde muy pocas criaturas pueden sobrevivir. Gélida reina sobre todo ese te­rritorio, Bipa. No nos hemos visto nunca, aunque sé que tenemos algo en común.
Bipa recordó lo poco que Aer le había contado acerca de Gélida y dijo, sin poder contenerse:
—Lo dudo mucho.
Maga sonrió.
—Sabrás a qué me refiero en cuanto la veas.
Bipa dejó el cucharón y se volvió hacia ella.
—Tú... ¿sospechabas ya que tenía intención de mar­charme?
Maga asintió, tomando el relevo de Bipa junto al pu­chero.
—Desde la primera vez que te vi mirando a lo lejos por si veías aparecer a Aer.
—Eso no puede ser —protestó la joven—. Lo he de­cidido esta misma mañana. Tengo que hacerlo porque ya estoy harta de que Aer desaparezca sin más, porque Nuba lo está pasando muy mal y él no tiene derecho a compor­tarse de esa forma. Ya no es un niño y no puede estar siem­pre haciendo sufrir a su madre con sus caprichos.
—¿Por qué no le dijiste todo esto antes de que se fuera? —la cortó Maga.
—Se lo he dicho varias veces —replicó Bipa—, pero nunca con la seriedad necesaria, por lo visto.
—¿Y crees que ahora sí te escuchará? Si lo alcanzas, ya sea en casa de Gélida, o incluso más allá... ¿qué le dirás?
Bipa sacudió la cabeza. No respondió, pero su silen­cio fue de lo más elocuente. Maga la miró fijamente.
—Si vas a buscarlo te estarás jugando la vida.
—Lo sé —asintió Bipa.
—Pasarás hambre y frío. Correrás peligros. Puede que no regreses jamás.
Bipa vaciló. Por un momento estuvo a punto de echarse atrás. Pero después dijo:
—Si Aer llegó hasta la casa de Gélida, yo también po­dré hacerlo. Soy tan fuerte como él.
—Lo sé, Bipa. Pero, si alguien ha de ir a buscarlo, ¿por qué tienes que ser tú?
Bipa se mordió el labio inferior, insegura acerca de la respuesta que debía darle.
—Porque Nuba necesita respuestas. Y he de ser yo quien se las traiga, porque entre todos habéis conseguido que me sienta responsable. Porque si no voy yo, nadie lo hará.
—Tu padre puede emprender ese viaje en tu lugar —sugirió Maga, pero Bipa negó con la cabeza.
—Él debe cuidar de Nuba, ahora que ella ya no tiene a nadie. Y nadie más irá a buscar a Aer. Nadie le dirá a la cara esas verdades que no quiere oír. Yo soy la única que le ha dicho lo que piensa. Siempre ha sido así.
—Y por eso él te aprecia más que a nadie.
Bipa gruñó.
—Lo dudo mucho —alzó la cabeza para mirarla—. Sinceramente, Maga, no quiero ir. Quiero quedarme tran­quila y calentita en mi casa, y olvidarme de Aer. Pero sé que no podré volver a la tranquilidad de siempre hasta que no se aclare todo este asunto... hasta que no sepamos si Aer está vivo o está muerto; y, si vive, si tiene o no intención de volver, o si ha conseguido instalarse en otro lugar y sen­tirse más o menos a gusto. Lo peor no es lo que Aer haga o deje de hacer. Lo peor es no saber. No sólo para mí, sino para todos.
Maga suspiró y movió la cabeza.
—Das demasiadas explicaciones, Bipa. Tú y yo sabe­mos que no es ésa la razón por la cual quieres ir a buscar a Aer.
—La puedo resumir: Aer es estúpido porque nadie ha metido en su cabeza ni una pizca de sentido común. Yo lo he intentado, pero no puedo hacer milagros y además no es asunto mío. Sin embargo, como soy la única capaz de inculcarle un poco de sensatez, tendré que ir a buscarlo. Y porque si no voy yo, nadie más lo hará.
Maga sonrió.
—Dices lo que piensas, Bipa, pero no lo que sientes.
—Mis motivos no tienen nada que ver con el roman­ticismo—bufó ella, captando la insinuación—. Lo he di­cho muchas veces, no hay nada entre Aer y yo. No me ju­garía la vida por él...
—... Pero vas a hacerlo.
—Porque me siento responsable y porque tengo que hacerlo. Me parecen razones de más peso que un enamoramiento. De hecho, probablemente si estuviese enamo­rada de él no iría a buscarlo. Haría como Nuba: esperarlo eternamente... o tal vez como Taba: soñar con él sin atre­verme a acercarme. Si eso es el amor, no hay duda de que yo no estoy enamorada. Porque no tengo inconveniente en ir a buscarlo, decirle que es idiota y traerlo a rastras, no importa lo enfadado o humillado que se sienta. Y eso es lo que haré.
Y se cruzó de brazos, ceñuda, dando por finalizada la conversación.
—¿Esto es lo que le vas a decir a tu padre?
Bipa vaciló.
—No va a retenerte —la tranquilizó Maga—. Pero te­merá por ti.
—Oh, yo tengo intención de volver —le aseguró la joven, dirigiéndose ya hacia la puerta—. No sé qué pre­tende Aer, pero yo no quiero estar ahí fuera un instante más de lo necesario. Lo buscaré, lo encontraré y regresaré, con o sin él. Si es con él, mejor que mejor; y, si no, espero poder traerle al menos noticias a Nuba, a Taba, y a todas las personas que lo están esperando.
Maga asintió, sonriendo.
—Pasa a verme antes de marcharte, si no cambias de idea. Tengo algo para ti.
—Gracias —dijo Bipa, pero no preguntó qué era. Se iba a enterar de todos modos cuando llegara el momento.
Cuando comunicó a su padre su decisión de marcharse, él la miró, con aquellos ojos profundos y tristes, y no dijo nada. Bipa repitió, una por una, las razones que le había dado a Maga, que, en honor a la verdad, cada vez le pa­recían menos convincentes. Y cuando creía ya que Topo no la dejaría marchar, él se levantó, la envolvió en un abrazo de oso y murmuró con voz ronca:
—Ten cuidado, hija.
Bipa nunca lloraba; pero, por alguna razón, aquellas palabras anudaron su garganta y anegaron sus ojos. Parpa­deó para retener las lágrimas.
—Descuida, padre. Si el inútil de Aer fue capaz de so­brevivir ahí fuera, cualquiera podrá hacerlo.
Topo sonrió.
—No te confíes, Bipa. Y por encima de todo, mantén siempre caliente tu corazón. No lo olvides.
Bipa no entendió aquel consejo, pero le prometió que no lo olvidaría.
Hizo un macuto con las cosas que pensaba que le se­rían de utilidad. Escogió sus prendas más abrigadas y la comida más nutritiva y duradera. Guardó también yesca y pedernal para encender el fuego si encontraba la ocasión, y algunos botes con medicinas preparadas por Maga para casos de necesidad. Todo útil; nada superfluo. Lo único que incluyó en su equipaje que contradecía su espíritu prác­tico fue el colgante de cuarzo que Aer le había regalado tiempo atrás. Lo sacó de su caja y se lo puso al cuello por vez primera. Se lo metió bajo la ropa, rozando su piel. No sabía por qué; tal vez para recordar el objetivo de su viaje —«¡Como si fuera a olvidarlo!», resopló para sus adentros—, tal vez como talismán, o quizá en la esperanza de que, de alguna manera, la Diosa la guiase hasta su amigo a través de él. Pero eso también era una tontería. La Diosa gobernaba sobre las co­sas vivas, sobre todas las cosas vivas. Pero el cuarzo estaba muerto..., o al menos, no-vivo, puesto que para estar muerto hay que haber vivido alguna vez. Tampoco la flor de cristal estaba viva. Ni muerta.
Bipa se estremeció. No obstante, conservó puesto el colgante.
Antes de partir fueron a verla, sucesivamente, Nuba y Taba. La primera la abrazó con fuerza, le dio las gracias y le suplicó que no corriera riesgos y que volviera atrás si te­nía problemas, aunque no hubiese encontrado a Aer. La segunda le deseó buena suerte, dudó un momento y, des­pués, le dijo en voz baja, con profunda admiración:
—Eres muy valiente.
—Tonterías —bufó ella.
No se consideraba especialmente valiente, ésa era la verdad. Tenía miedo.
Al día siguiente, antes del amanecer, se despidió de Topo, prometiéndole que volvería pronto. Tras un último abrazo, salió por la puerta interior, cargada con su morral, y fue a ver a Maga, como había prometido. Todavía era de noche cuando llamó suavemente a su puerta. Sabía que Maga la recibiría, a pesar de lo temprano de la hora, porque Maga siempre recibía a todo el mundo, en cualquier momento. Cuando le abrió la puerta llevaba un chal sobre la ropa de dormir y aún estaba despeinada, pero la saludó con una amplia sonrisa.
—Pasa, Bipa. Gracias por venir.
—No me puedo quedar mucho tiempo—dijo ella, entrando en la casa—. Quiero marcharme antes de que se levante todo el mundo, porque si no, las despedidas se eter­nizarán.
—No te entretendré demasiado. Ven, acércate.
Bipa obedeció. Ante su sorpresa, vio que Maga se qui­taba el Ópalo que pendía sobre su pecho y se lo ponía a ella al cuello. Trató de resistirse.
—Pero, Maga, ¿qué haces? ¡El Ópalo es tuyo! Lo ne­cesitas para curar a la gente.
—Tú lo necesitarás mucho más que yo. En realidad son las medicinas, los caldos y el propio cuerpo del en­fermo lo que hace que éste sane. El poder del Ópalo sólo acelera las cosas...
—... Y calma el dolor y alivia la fiebre. No, Maga. No puedo aceptarlo.
—Hazlo —dijo Maga, y sus ojos oscuros relucieron un instante, casi, casi, con el mismo brillo del Ópalo—. Hazlo, porque sin el poder de la Diosa morirás de frío, y porque si encuentras a Aer, necesitarás toda la ayuda po­sible para hacerlo volver.
—Pero... pero... —balbuceó Bipa—. No estoy segura de que deba obligarlo a volver... si de verdad existe la Em­peratriz, y él...
—Si llega tan lejos —cortó Maga—, puede que la de­cisión de regresar o no ya no dependa de él.
—¿Qué quieres decir? — preguntó Bipa, intrigada; pero la chamana no dio más detalles.
—Guarda bien el Ópalo —dijo—. Cuídalo, y él te cuidará a ti. Es un regalo de la Diosa; mientras lo lleves contigo, el calor y la vida no te abandonarán.
»Úsalo correctamente, Bipa. Porque el poder del Ópalo es grande. Pero es su portador el que decide cómo, por qué y para qué emplearlo.
—No lo voy a usar —murmuró Bipa, ocultándolo bajo la ropa, de modo que le rozase la piel—. Porque es tuyo y eres tú quien tiene que llevarlo. Pero lo aceptaré, porque tú así lo quieres. Volveré cuanto antes para devol­vértelo —añadió con una sonrisa—. No olvidaré que es un préstamo y que también lo necesitas aquí.
Las dos se despidieron con un fuerte abrazo.
—Que la Diosa esté contigo, Bipa; ojalá encuentres a Aer, y ojalá la Diosa lo acompañe a él todavía.
La muchacha la miró, suspicaz.
—¿Qué me estás ocultando, Maga?
Pero ella movió la cabeza, abatida, y no dijo nada más.
Bipa abandonó las Cuevas cuando la fría claridad del día empezaba a pintar el horizonte. Aunque la niebla im­pedía ver el cielo, como de costumbre, la joven recordaba en qué dirección había visto la Estrella la noche en que la había contemplado junto a Aer. De modo que se abrigó lo mejor que pudo, se ajustó la bufanda y los guantes, se ase­guró de que llevaba bien puesto su morral y echó a andar. Era demasiado temprano y no acudió nadie a despe­dirla, pues les había dicho que partiría más tarde.Y en rea­lidad había tenido intención de hacerlo así. Pero había cambiado de idea al despertarse, sobresaltada, en mitad de la noche. No podía esperar, comprendió. Ni tenía ganas de despedirse de todo el mundo. Ahora estaba convencida de que había sido una buena idea. Porque no habría sabido explicar el hecho de que el Ópalo de Maga fuera a abandonar las Cuevas. Bipa estaba segura de que habría muchos que no entenderían ni acep­tarían la decisión de la chamana, y no los culpaba: tam­bién a ella le resultaba incomprensible. Pero era la volun­tad de Maga, y Maga siempre hacía las cosas por algo. Y debía de haber una razón de peso para que ahora su pre­ciado Ópalo reposase sobre el pecho de la joven, rozando el otro colgante que llevaba, el cuarzo que le había rega­lado Aer.
Bipa sólo se volvió atrás en dos ocasiones. Una, cuando no llevaba ni diez pasos de camino, para despedirse por úl­tima vez de Topo, que seguía en la puerta. Ambos agitaron la mano, pero no dijeron nada más. Sus figuras eran apenas sombras recortadas en la espesa niebla. La segunda vez fue justo antes de que las Cuevas fue­sen engullidas por la neblina matinal. Bipa se detuvo un instante para contemplar la silueta de las colinas en las que habitaba su gente, las altas chimeneas que arañaban el cielo. Cerró los ojos y deseó poder regresar a casa y no tener que marcharse.«Pero si no lo hago yo, nadie más lo hará», se recordó a sí misma con energía. Y, respirando hondo, dio media vuelta para marcharse. Ante ella se alzaban, semiocultas por la nieve, las antiquísimas estatuas de piedra que ha­bían esculpido sus antepasados en tiempos remotos, y que señalaban el límite entre la seguridad y lo desconocido, entre la vida y la muerte. Bipa creyó intuir una muda adver­tencia en sus rostros inexpresivos y desgastados por el tiempo; aun así, siguió caminando sobre la nieve, sin mi­rar atrás.

1 comentario:

  1. Es super, gracias ya tengo el libro completo por pdf, menos este capitulo

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