XIII
LOS CASI-ETÉREOS
Bipa se incorporó, dolorida.
El suelo parecía tierra normal; pero había perdido
color y consistencia. Tenía la transparencia del agua más pura, y era suave y
mullido como un colchón de plumas.
Alzó la mirada hacia lo alto, pero sólo pudo ver
niebla y más niebla. ¿Dónde había caído? ¿En un foso? ¿Era una quebrada?
Se volvió para ver la cascada, preguntándose adonde
iría a parar tanta agua. Descubrió que desaparecía antes de tocar el suelo.
Simplemente se iba evaporando hasta que ya no quedaba nada.
«Esto es —se dijo Bipa—. La Estrella hace que hasta
el agua y la tierra pierdan solidez. Los convierte en aire, en vapor.»
Nunca había visto nada parecido. En los
dominios de la Emperatriz, incluso el suelo se volvía inmaterial. Por eso había
caído durante tanto rato. La niebla que había atravesado durante el descenso
había sido tierra sólida en un pasado remoto. Y el suelo que pisaba seguía
sublimándose poco a poco, transformándose en aire, bajo la influencia de la
Estrella azul, cuyo poder había ido excavando, con el paso del tiempo, un
formidable agujero en el rostro de la tierra. Un agujero que suplía con niebla
lo que antaño había sido roca viva y tierra fértil.
Bipa se estremeció. ¿Sería aquello el país de los
etéreos? Comenzó a caminar entre la niebla, desorientada. Comprendía que en
aquel lugar no podía existir nada sólido, por lo que tampoco podría encontrar
puntos de referencia. Empezó a gritar llamando a Aer, pero nadie le contestó.
De modo que, aunque no sentía un especial deseo por
conocer a la Emperatriz, optó por seguir el rastro de pálida luz azul que
llegaba hasta las profundidades de la fosa.
Era el camino que Aer habría seguido. Continuó llamándolo
sin dejar de andar entre la niebla. Pero nada cambiaba. Todo parecía igual,
como si el tiempo se hubiese detenido, y llegó un momento en el que Bipa dejó
de llamar a Aer, casi sin darse cuenta. Siguió caminando sobre aquel suelo
blando; y ya había perdido la esperanza de encontrar algo más, cualquier cosa,
cuando tropezó con un bulto y cayó al suelo.
El golpe, aunque no fue doloroso, la hizo
reaccionar.
—¡Eh! —exclamó.
No había nada. Bizqueó, tratando de ver algo entre
la niebla. Estaba segura de que no se lo había imaginado; el golpe había sido real.
«Mira por dónde vas, opaca», gruñó una voz en su
mente.
Bipa ahogó un grito y sacudió la cabeza. Aquellas palabras
no las había escuchado a través de sus oídos. ¿Se estaría volviendo loca?
«No seas grosero —dijo otra voz, más suave, más
dulce—. No es una opaca, es una pálida, casi translúcida, ¿no lo ves?»
«Me ha parecido muy corpórea cuando ha chocado
contra mí. Y mírala: hasta tiene definidos los contornos. No trates de suavizar
mis palabras: es una opaca en toda regla.»
«Bueno, pero no hace falta restregárselo así,
pobrecita. Seguro que no es culpa suya. Hay gente que tiene dificultades para
Cambiar. Hay que ser comprensivos con ellos.»
—¿Quiénes sois? —exigió saber Bipa, entre inquieta y
molesta—. ¿Por qué no puedo veros?
«Si hasta tiene voz —dijo el primer interlocutor,
con cierto fastidio—. Lo que nos faltaba: una opaca ruidosa.»
«A mí sí puedes verme —dijo la segunda voz, algo entristecida—.
Mira detrás de ti.»
Bipa obedeció y descubrió, con asombro, a una chica
de su edad, increíblemente pálida e increíblemente delgada; largos cabellos de
un blanco inmaculado enmarcaban su rostro marmóreo.
—¿Eres... una etérea? —preguntó, fascinada; había
una elegancia sobrenatural en su forma de moverse, mucho más grácil que la de
los golems de agua; parecía flotar entre la niebla.
«Casi —respondió ella, y Bipa descubrió que no necesitaba
mover los labios para hablar—. Soy inmaterial, lo que significa que soy
visible, pero no tangible. Mi amigo, con el que has chocado antes —añadió—, es
invisible. Lo que implica que no puedes verlo, pero sí tocarlo. Los verdaderos
etéreos pierden toda la materialidad. No se les puede ver ni tocar —concluyó,
con tono soñador».
Bipa, que había tratado de comprender la exactitud
de sus palabras, descubrió que, en efecto, su mano pasaba a través de la chica
cuando intentaba tocarla. Pero se quedó de una pieza al escuchar la descripción
que hizo de los etéreos.
—Pero, si no se les puede ver ni tocar —razonó—,
¿cómo sabes que existen?
«Tampoco puedes ver ni tocar el aire, y sabes que
existe», intervino el ser invisible.
—Porque si no existiera, yo no podría respirar y me
asfixiaría.
«Eso tú, que todavía respiras.»
Bipa parpadeó, desconcertada.
—¿Habéis perdido el cuerpo... por completo?
Hubo un breve silencio, y entonces se oyó de nuevo
la voz telepática del ser invisible, repleta de incredulidad.
«¿De dónde ha salido esta chica?»
Bipa no veía por qué debía avergonzarse de su ignorancia.
—¿Cómo podéis estar seguros de que no estáis muertos?
—insistió.
«Está muy confundida, pobrecilla —dijo la muchacha
inmaterial, compasiva—. No estamos muertos, cielo. Simplemente, Cambiamos.
Perdimos corporeidad. Nuestros cuerpos se fueron reblandeciendo hasta
desaparecer por completo. Ahora no estamos encerrados en la cárcel de carne.
Pensamos sin necesidad de cerebro, vemos sin ojos, hablamos sin voz. Somos
nuestra propia esencia, sin cargas, sin límites. Somos lo más puro que había en
nosotros. Somos espíritus.»
«Habla por ti —gruñó el otro—. Yo sólo soy invisible.
Todavía puedo ser golpeado por muchachas opacas desconsideradas.»
Bipa le ignoró.
—Si no te late el corazón, no puedes estar viva —sentenció—.
Y si no estás viva, ya que no tienes un corazón que pueda latir, sólo puedes
estar muerta.
«Hay más estadios aparte de la vida y la muerte»,
dijo la chica; pero parecía algo incómoda.
A Bipa le caía bien y no quería discutir con ella,
por lo que cambió de tema:
—Soy Bipa —dijo—. Estoy buscando a un amigo mío. Se
llama Aer. ¿Lo habéis visto?
Ninguno de los dos pareció reaccionar. Bipa recordó
que para los etéreos los nombres no tenían ningún sentido.
—Tiene que haber llegado hace poco. Un chico de mi
edad, más o menos.
«¿Para qué le buscas?», inquirió el
invisible.
Bipa comprendió que no podía decirles cuáles eran
sus verdaderas intenciones para con Aer. Aquellas personas, si es que todavía
eran personas, consideraban que lo mejor que le podía pasar a alguien era
llegar a ser etéreo. No entenderían que ella pretendiese alejar a su amigo de
la Emperatriz y su perniciosa Estrella.
—Es mi amigo —dijo solamente.
«Pobrecita —volvió a decir la joven inmaterial—. Por
eso está tan perdida. Partieron juntos y él se adelantó y la dejó atrás.»
«Me pregunto por qué», dijo el invisible, con sorna.
«No seas cruel —le reprochó la chica—. Todos los recién
llegados van derechos al palacio de la Emperatriz —le explicó a Bipa—. Ahí tratan
de Ascender. Si están preparados, alcanzarán su objetivo y se transformarán en
etéreos —dijo, y por un instante pareció estar en éxtasis—. De lo contrario,
seguirán rondando por aquí hasta que estén preparados para la Ascensión. Eso
es lo que estamos haciendo nosotros en este lugar», añadió, con súbita
tristeza.
—Entonces —quiso asegurarse Bipa—, aún hay que pasar
otra prueba antes de llegar hasta la Emperatriz. Lo cual quiere decir que es
muy posible que Aer todavía siga por aquí.
«Oh, pero algunos lo consiguen a la primera —se apresuró
a responder la joven, malinterpretándola, y creyendo tranquilizarla con sus
palabras—. Puede que tu amigo sea de ésos. Los hay que escuchan la llamada de
la Emperatriz con mucha más fuerza. Quién pudiese ser como ellos», añadió,
nostálgica.
—Pero, si te conviertes en etérea —no pudo evitar
preguntar Bipa—, ¿perderás también tu visibilidad? ¿Nadie podrá verte?
«A mí tampoco me ven», señaló el invisible, pero ninguna
de las dos le hizo caso.
—¿Qué serás entonces? —insistió Bipa—. ¿Qué será de
ti?
«Seré yo misma —replicó ella, asombrada ante la osadía
de la opaca—. Hallaré mi verdadera esencia.»
—¿Y cuál es tu verdadera esencia? ¿Quién eres? ¿Cómo
te llamas?
La chica inmaterial no supo contestar.
«No la escuches —advirtió entonces el invisible—.
Pretende confundirte. Lleva encima una de esas monstruosas piedras creadas por
la Diosa.»
La joven inmaterial reparó entonces en el Ópalo; se
mostró horrorizada y se alejó de Bipa, como si temiese que pudiera contagiarle
algún tipo de enfermedad.
—He conocido a gente que mataría por poseer uno de
éstos —dijo ella, molesta.
«Gracias a la Emperatriz, nosotros nunca seremos
tentados por el oscuro poder de la Diosa —replicó el invisible—. Como ves,
aquí no hay nada material. No se puede crear golems de niebla. Nadie desea
poseer un Ópalo porque a nadie le sirve para nada. Aquí estamos a salvo de la
Diosa y sus repugnantes creaciones. Nadie puede cometer el sacrilegio de dar
vida a cosas materiales sin alma.»
—Pero ése no es su objetivo —contradijo Bipa, recordando
las palabras de Lumen—. Los Ópalos están para cuidar de los vivos. Para curar
enfermedades, reconfortar a los ancianos y sanar a los heridos.
»Los Ópalos son vida para los vivos. Quienes los utilizan
para animar objetos no los están usando correctamente. Además —añadió,
pensando en Nevado—, no sé hasta que punto es cierto eso de que los golems no
tienen alma.
«Alma», repitió la chica inmaterial inesperadamente.
Bipa la miró, perdida.
—¿Cómo dices?
«Alma —dijo ella de nuevo—. Puedes llamarme Alma.»
—¿Es ése tu nombre?
«No. Es lo que soy.»
«No necesitas un nombre —protestó el invisible—.
Somos casi etéreos.»
«Yo no necesito un nombre —respondió Alma—. Pero
ella sí necesita llamarme de alguna manera. Después de todo, la pobre sigue
siendo opaca», añadió, condescendiente, como si eso lo explicara todo.
«Yo no pienso buscar un nombre para mí sólo para que
ella se sienta más cómoda.»
—No es necesario —intervino Bipa,
maliciosa—. Ya te he buscado un nombre yo misma: voy a llamarte Gruñón.
Hubo un breve silencio.
«No tienes mucha imaginación, ¿verdad?», dijo el
invisible.
—Por lo menos recuerdo mi nombre —replicó Bipa,
picada—. Eso es más de lo que puede decirse de ti.
«Soy el Invisible —respondió el invisible, muy digno—.
Con eso debería bastarte.»
—No os preocupéis tanto por los nombres —cortó Bipa,
impaciente—. De todos modos, iba a despedirme ya, porque no puedo entretenerme
más. Así que adiós. Ha sido un placer conoceros.
Y, sin esperar respuesta, reanudó la marcha.
«¡Espera! —la llamó Alma. Bipa vio que la seguía—.
¿Adonde vas?»
—Al palacio de la Emperatriz —respondió ella—. A
buscar a Aer.
«Pero...», empezó Alma; parecía muy apurada.
—¿Qué? —la animó Bipa, sin detenerse.
«Es que para llegar al palacio de la Emperatriz
tienes que Ascender... y... no te lo tomes a mal... pero creo que te costará un
poquito.»
«¿Ascender, ella? —se burló el Invisible—. Sería más
fácil que la Estrella se cayera del cielo.»
Bipa rechinó los dientes.
—Bien; pues si es necesario, arrancaré esa Estrella
del cielo; pero no he llegado tan lejos como para regresar con las manos
vacías.
«No te lo tomes a mal —seguía diciendo Alma—. Es
sólo que aún estás un poquito corpórea. Pero eso se soluciona con el
tiempo...»
—¡No lo entendéis! —gritó Bipa, perdiendo la paciencia—.
¡No-me-queda-tiempo!
«Tengo que salvar a Aer», se dijo.
Ya no era sólo hacerle entrar en razón. Lo supiera
él o no, estaba en peligro.
«Quizá me equivoque —pensó Bipa— y es cierto que se
está mejor siendo etéreo, pero, aunque todo el mundo me diga lo contrario, yo
sé que esto no puede ser bueno. Tengo que detener a Aer antes de que sea
demasiado tarde.»
Echó a correr. Aún oyó la voz de Alma:
«Sí que se lo ha tomado en serio.»
«Está chiflada», sentenció el Invisible.
Bipa vislumbró por el rabillo del ojo el rostro de
la chica inmaterial, que le dijo mientras flotaba junto a ella:
«Deberías pensártelo.»
—¿Pensarme el qué? —jadeó Bipa, sin dejar de correr.
Sus pies se hundían en el suelo blando, pero no se detuvo.
«Bueno... no quiero ser grosera, pero eres...
demasiado opaca para estar aquí.»
—Eso ya lo has dicho.
«Oh, no tengo nada en contra de ello, créeme —se
apresuró a asegurarle Alma—. Pero aquí, en general... Bueno, no está bien
visto.»
Bipa se detuvo en seco, advirtiendo un peligro en
sus palabras.
—¿Qué insinúas?
Alma parecía incómoda.
«A muchos de los de aquí... no les parecerá bien que
hayas llegado tan lejos... en ese estado. No te permitirán llegar al círculo de
la Ascensión. Te dirán que regreses por donde has venido y que vuelvas cuando
seas un poco menos corpórea. Lo siento —añadió, deprisa—. Son las normas de
este lugar. Sé que no es culpa tuya ser así, y quiero que sepas que te
compadezco muchísimo. Quiero decir, que bastante tienes ya, pobrecita, con ser
tan opaca... Deberías poder intentar la Ascensión al menos una vez...»
«¿Para qué? —intervino el Invisible—. Jamás conseguirá
Ascender en ese estado, es demasiado pesada.»
—Me da igual —cortó Bipa, cansada ya de ellos—. Voy
a seguir adelante y nadie me lo va a impedir. Después de todo lo que he
pasado... ¿creéis que me da miedo una pandilla de fantasmas?
«No somos fantasmas», replicó Alma, mortificada.
Pero Bipa ya no la escuchaba.
«¡Eh! —la llamó Alma—. ¡Chica opac... Quiero decir,
¡Chica-pálida-casi-translúcida! ¡No te vayas!»
Bipa los ignoró durante el resto del trayecto, pero
ellos siguieron hablando de todas formas. Hasta que por fin, la joven se volvió
hacia Alma, que era la única a la que podía ver, y le soltó:
—¡Basta ya! ¿Se puede saber por qué me seguís?
«¡Porque estamos preocupados por ti, naturalmente!»
«Habla por ti», murmuró el Invisible.
—¿Por qué? —insistió Bipa.
Y ninguno de los dos supo contestar.
—Yo os lo diré —continuó la joven—. Os aburrís. La
existencia aquí es sumamente monótona. No podéis hacer otra cosa que hablar,
pensar y esperar. Y yo soy lo único medianamente entretenido que habéis visto
en mucho, mucho tiempo. Así que me seguís porque os he aliviado vuestra
tediosa existencia durante un rato —movió la cabeza, decepcionada—. Lamento
decirlo, pero no me parecéis tan superiores a los opacos como queréis hacerme
creer.
Alma abrió y cerró la boca varías veces, en un
intento, tal vez, de demostrar su desconcierto.
«Eso no ha sido nada gentil por tu parte», le
reprochó por fin, con suavidad.
«Ignórala», le aconsejó el Invisible, muy digno.
Bipa respiró hondo.
—Está bien, lo siento —se disculpó, con más amabilidad—.
Es sólo que estoy cansada, y tengo miedo. Voy demasiado lenta. Nunca conseguiré
alcanzar a Aer a tiempo.
«Eso te pasa por tener cuerpo», le recordó el
Invisible.
«Oh —dijo Alma solamente, como si se le hubiese
ocurrido una gran idea—. Es verdad, tú tienes cuerpo y yo no. Espera aquí.»
—No puedo esperar... —empezó Bipa, pero Alma ya
había desaparecido.
Y de pronto, la muchacha, que se había quejado de
que los casi-etéreos la siguieran a todas partes, se sintió muy sola.
«Quédate aquí un momento —dijo entonces el Invisible;
y por una vez su voz sonó casi amable—. Ella llegara a cualquier parte en un
instante, buscará a tu amigo y te dará noticias de él. Después de todo, tú eres
exasperantemente lenta comparada con ella; y, además es imposible que no estés
cansada arrastrando un cuerpo tan pesado como el tuyo.»
—Supongo que esta vez no pretendías ser desagradable
—murmuró Bipa—. Hace días que no como, ni bebo, ni duermo. Debería estar
agotada. Pero sólo estoy cansada.
«Estás Cambiando. Pero no con la suficiente
rapidez».
—Yo no quiero Cambiar —dijo Bipa, al borde de las
lágrimas.
«Ya lo había notado —dijo el Invisible, con cierta
dureza—. Pero, dime; si no vas a Cambiar, ¿cómo pretendes seguir a tu amigo
hasta el palacio de la Emperatriz? Nunca jamás, nadie que no sea etéreo ha
puesto los pies en él.»
Bipa se secó los ojos, que se le habían llenado de
lágrimas de miedo, rabia e impotencia, y dijo:
—Entonces, yo seré la primera.
«Puede que no —dijo entonces Alma, reapareciendo
súbitamente junto a ellos—. Puede que no. Bipa, he visto a un recién llegado
caminando hacia el Círculo de la Ascensión. Dicen que va a ser su primer
intento, así que puede que se trate de tu amigo. Si te das prisa, lo
alcanzarás.»
Bipa respiró hondo. Tragó saliva varias veces, para
no llorar de nuevo.
—Gracias, Alma —dijo—. Gracias, gracias.
«De nada —sonrió ella—. Seguro que será bonito ascender
juntos. Corre y lo alcanzarás. ¡Corre, Bipa, corre!»
Y Bipa corrió. Emprendió una carrera desesperada a través
de la niebla, guiándose por el helado resplandor de la Estrella, en busca de
Aer. Lo habría llamado con todas
sus fuerzas, si le hubiese quedado aliento.
sus fuerzas, si le hubiese quedado aliento.
Habría echado a volar tras él, si hubiese tenido
alas.
Estaba cerca, muy cerca.
Tan cerca como aquella vez que vio a Aer cruzar el
Abismo y no pudo seguirle. «Oh, grandísimo bobo —no pudo evitar pensar—. No
mereces ni por asomo que me tome tantas molestias por ti.»
Pero, pese a todo, estaba allí, y seguía corriendo,
luchando por despegar sus pies de aquel suelo blando que parecía tratar de
retenerla. Corriendo, siguiendo la estela de la Estrella azul que brillaba
sobre la niebla.
Persiguiendo a Aer, una vez más.
Y finalmente distinguió una delgada
figura entre la bruma, y una oleada de alivio inundó todo su ser.
Incluso ahora que el poder de la Estrella lo había
reducido a una sombra de proporciones esqueléticas, Aer seguía conservando
aquella inconfundible forma de andar.
Bipa se detuvo sólo un instante y gritó con
todas sus fuerzas:
—¡¡AER!!
Pero él no se volvió. La joven echó a correr de
nuevo. Aer avanzaba a paso ligero, casi como si levitara sobre el suelo
brumoso. Bipa se sentía torpe y pesada en comparación, tropezando a cada
instante, hundiéndose hasta los tobillos.
Pero no dejó de correr.
Tenía que alcanzarlo.
Tenía que alcanzarlo.
Tenía que alcanzarlo.
Le pareció entonces que Aer se detenía, y por un instante
le embargó la esperanza de que hubiese notado su presencia y la estuviese
esperando.
—¡¡AER!! —gritó de nuevo.
Él seguía quieto. Bipa detectó algo más junto a él,
una altísima columna de cristal, o tal vez un gigantesco prisma como los que había
encontrado en la caverna que conducía a los dominios de los translúcidos. No
podía saberlo desde aquella distancia. Pero sí quedaba claro que Aer se había
detenido porque no podía ir más allá: la superficie de la columna parecía
totalmente lisa, sin salientes, ni escalas, sin ventanas ni puertas. Allí, la
luz era todavía más intensa.
La Estrella brillaba justo encima de aquella torre
de cristal.
«¿Esto es? —se preguntó Bipa—. ¿Hemos llegado al
palacio de la Emperatriz?»
Sintió miedo, un miedo espantoso. Echó a correr de
nuevo, gritando el nombre de Aer, pero él no reaccionó. Había alzado la cabeza
y miraba a lo alto, tal vez hacia la Estrella, tal vez hacia el fabuloso
palacio que debía de haber debajo.
—¡¡Aer... no!! —gritó Bipa.
Las brumas se disiparon un poco y pudo ver a su
amigo con más claridad. Iba a alcanzarlo...
... cuando, de pronto, chocó contra algo y cayó al
suelo.
—¿Qué...? —pudo decir, aturdida.
Con creciente alarma notó que la izaban y la arrastraban
lejos de Aer. No logró ver a sus captores, aunque percibía el contacto de
varias manos extrañamente blandas aferrando sus brazos y tirando de ella para
separarla de la columna de cristal... y de Aer.
—¡Eh! —protestó Bipa, pataleando con fuerza; pero
sólo consiguió que la sujetaran con más firmeza—. ¡Eh! ¡Soltadme! ¡Dejadme
marchar!
Varias voces resonaron en su cabeza:
«No puedes acercarte...»
«... Opaca...»
«No puedes profanar el Círculo de la Ascensión con
tu impura presencia...»
«... Corpórea...»
«No oses acercarte...»
«... No estás preparada...»
«Tienes que irte...»
«... Esperar...»
«... Cambiar...»
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