martes, 5 de noviembre de 2013

La Emperatriz D e Los Etéreos ( cap 13)



XIII 
LOS CASI-ETÉREOS
 
Por fin, el agua dejó de fluir y la cortina líquida se abrió ante ella. Bipa apenas tuvo tiempo de ver la enorme Estre­lla azul brillando sobre su cabeza. De pronto, el agua a sus pies cedió, y la joven se vio a sí misma precipitándose, junto con su balsa de cristal, por una formidable cascada que caía a través del banco de niebla más enorme que había visto en su vida. Cayó y cayó a través de la niebla, y cuando ya pensaba que caería eternamente, su cuerpo se estrelló con­tra un suelo extrañamente blando.
Bipa se incorporó, dolorida.
El suelo parecía tierra normal; pero había perdido color y consistencia. Tenía la transparencia del agua más pura, y era suave y mullido como un colchón de plumas.
Alzó la mirada hacia lo alto, pero sólo pudo ver niebla y más niebla. ¿Dónde había caído? ¿En un foso? ¿Era una quebrada?
Se volvió para ver la cascada, preguntándose adonde iría a parar tanta agua. Descubrió que desaparecía antes de tocar el suelo. Simplemente se iba evaporando hasta que ya no quedaba nada.
«Esto es —se dijo Bipa—. La Estrella hace que hasta el agua y la tierra pierdan solidez. Los convierte en aire, en vapor.»
Nunca había visto nada parecido. En los dominios de la Emperatriz, incluso el suelo se volvía inmaterial. Por eso había caído durante tanto rato. La niebla que había atravesado durante el descenso había sido tierra sólida en un pasado remoto. Y el suelo que pisaba seguía sublimándose poco a poco, transformándose en aire, bajo la influencia de la Estrella azul, cuyo poder había ido excavando, con el paso del tiempo, un formidable agujero en el rostro de la tierra. Un agujero que suplía con niebla lo que an­taño había sido roca viva y tierra fértil.
Bipa se estremeció. ¿Sería aquello el país de los eté­reos? Comenzó a caminar entre la niebla, desorientada. Comprendía que en aquel lugar no podía existir nada sólido, por lo que tampoco podría encontrar puntos de referencia. Empezó a gritar llamando a Aer, pero na­die le contestó.
De modo que, aunque no sentía un especial deseo por conocer a la Emperatriz, optó por seguir el rastro de pá­lida luz azul que llegaba hasta las profundidades de la fosa.
Era el camino que Aer habría seguido. Continuó lla­mándolo sin dejar de andar entre la niebla. Pero nada cam­biaba. Todo parecía igual, como si el tiempo se hubiese detenido, y llegó un momento en el que Bipa dejó de llamar a Aer, casi sin darse cuenta. Siguió caminando sobre aquel suelo blando; y ya había perdido la esperanza de encontrar algo más, cualquier cosa, cuando tropezó con un bulto y cayó al suelo.
El golpe, aunque no fue doloroso, la hizo reaccionar.
—¡Eh! —exclamó.
No había nada. Bizqueó, tratando de ver algo entre la niebla. Estaba segura de que no se lo había imaginado; el golpe había sido real.
«Mira por dónde vas, opaca», gruñó una voz en su mente.
Bipa ahogó un grito y sacudió la cabeza. Aquellas pa­labras no las había escuchado a través de sus oídos. ¿Se es­taría volviendo loca?
«No seas grosero —dijo otra voz, más suave, más dulce—. No es una opaca, es una pálida, casi translúcida, ¿no lo ves?»
«Me ha parecido muy corpórea cuando ha chocado contra mí. Y mírala: hasta tiene definidos los contornos. No trates de suavizar mis palabras: es una opaca en toda regla.»
«Bueno, pero no hace falta restregárselo así, pobrecita. Seguro que no es culpa suya. Hay gente que tiene dificul­tades para Cambiar. Hay que ser comprensivos con ellos.»
—¿Quiénes sois? —exigió saber Bipa, entre inquieta y molesta—. ¿Por qué no puedo veros?
«Si hasta tiene voz —dijo el primer interlocutor, con cierto fastidio—. Lo que nos faltaba: una opaca ruidosa.»
«A mí sí puedes verme —dijo la segunda voz, algo en­tristecida—. Mira detrás de ti.»
Bipa obedeció y descubrió, con asombro, a una chica de su edad, increíblemente pálida e increíblemente del­gada; largos cabellos de un blanco inmaculado enmarca­ban su rostro marmóreo.
—¿Eres... una etérea? —preguntó, fascinada; había una elegancia sobrenatural en su forma de moverse, mu­cho más grácil que la de los golems de agua; parecía flotar entre la niebla.
«Casi —respondió ella, y Bipa descubrió que no ne­cesitaba mover los labios para hablar—. Soy inmaterial, lo que significa que soy visible, pero no tangible. Mi amigo, con el que has chocado antes —añadió—, es invisible. Lo que implica que no puedes verlo, pero sí tocarlo. Los ver­daderos etéreos pierden toda la materialidad. No se les puede ver ni tocar —concluyó, con tono soñador».
Bipa, que había tratado de comprender la exactitud de sus palabras, descubrió que, en efecto, su mano pa­saba a través de la chica cuando intentaba tocarla. Pero se quedó de una pieza al escuchar la descripción que hizo de los etéreos.
—Pero, si no se les puede ver ni tocar —razonó—, ¿cómo sabes que existen?
«Tampoco puedes ver ni tocar el aire, y sabes que existe», intervino el ser invisible.
—Porque si no existiera, yo no podría respirar y me asfixiaría.
«Eso tú, que todavía respiras.»
Bipa parpadeó, desconcertada.
—¿Habéis perdido el cuerpo... por completo?
Hubo un breve silencio, y entonces se oyó de nuevo la voz telepática del ser invisible, repleta de incredulidad.
«¿De dónde ha salido esta chica?»
Bipa no veía por qué debía avergonzarse de su igno­rancia.
—¿Cómo podéis estar seguros de que no estáis muer­tos? —insistió.
«Está muy confundida, pobrecilla —dijo la mucha­cha inmaterial, compasiva—. No estamos muertos, cielo. Simplemente, Cambiamos. Perdimos corporeidad. Nues­tros cuerpos se fueron reblandeciendo hasta desaparecer por completo. Ahora no estamos encerrados en la cárcel de carne. Pensamos sin necesidad de cerebro, vemos sin ojos, hablamos sin voz. Somos nuestra propia esencia, sin cargas, sin límites. Somos lo más puro que había en nosotros. Somos espíritus.»
«Habla por ti —gruñó el otro—. Yo sólo soy invisi­ble. Todavía puedo ser golpeado por muchachas opacas desconsideradas.»
Bipa le ignoró.
—Si no te late el corazón, no puedes estar viva —sen­tenció—. Y si no estás viva, ya que no tienes un corazón que pueda latir, sólo puedes estar muerta.
«Hay más estadios aparte de la vida y la muerte», dijo la chica; pero parecía algo incómoda.
A Bipa le caía bien y no quería discutir con ella, por lo que cambió de tema:
—Soy Bipa —dijo—. Estoy buscando a un amigo mío. Se llama Aer. ¿Lo habéis visto?
Ninguno de los dos pareció reaccionar. Bipa recordó que para los etéreos los nombres no tenían ningún sentido.
—Tiene que haber llegado hace poco. Un chico de mi edad, más o menos.
«¿Para qué le buscas?», inquirió el invisible.
Bipa comprendió que no podía decirles cuáles eran sus verdaderas intenciones para con Aer. Aquellas personas, si es que todavía eran personas, consideraban que lo mejor que le podía pasar a alguien era llegar a ser etéreo. No entenderían que ella pretendiese alejar a su amigo de la Emperatriz y su perniciosa Estrella.
—Es mi amigo —dijo solamente.
«Pobrecita —volvió a decir la joven inmaterial—. Por eso está tan perdida. Partieron juntos y él se adelantó y la dejó atrás.»
«Me pregunto por qué», dijo el invisible, con sorna.
«No seas cruel —le reprochó la chica—. Todos los re­cién llegados van derechos al palacio de la Emperatriz —le explicó a Bipa—. Ahí tratan de Ascender. Si están preparados, alcanzarán su objetivo y se transformarán en etéreos —dijo, y por un instante pareció estar en éxtasis—. De lo contrario, seguirán rondando por aquí hasta que estén pre­parados para la Ascensión. Eso es lo que estamos haciendo nosotros en este lugar», añadió, con súbita tristeza.
—Entonces —quiso asegurarse Bipa—, aún hay que pa­sar otra prueba antes de llegar hasta la Emperatriz. Lo cual quiere decir que es muy posible que Aer todavía siga por aquí.
«Oh, pero algunos lo consiguen a la primera —se apre­suró a responder la joven, malinterpretándola, y creyendo tranquilizarla con sus palabras—. Puede que tu amigo sea de ésos. Los hay que escuchan la llamada de la Emperatriz con mucha más fuerza. Quién pudiese ser como ellos», añadió, nostálgica.
—Pero, si te conviertes en etérea —no pudo evitar pre­guntar Bipa—, ¿perderás también tu visibilidad? ¿Nadie podrá verte?
«A mí tampoco me ven», señaló el invisible, pero nin­guna de las dos le hizo caso.
—¿Qué serás entonces? —insistió Bipa—. ¿Qué será de ti?
«Seré yo misma —replicó ella, asombrada ante la osa­día de la opaca—. Hallaré mi verdadera esencia.»
—¿Y cuál es tu verdadera esencia? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
La chica inmaterial no supo contestar.
«No la escuches —advirtió entonces el invisible—. Pretende confundirte. Lleva encima una de esas monstruo­sas piedras creadas por la Diosa.»
La joven inmaterial reparó entonces en el Ópalo; se mostró horrorizada y se alejó de Bipa, como si temiese que pudiera contagiarle algún tipo de enfermedad.
—He conocido a gente que mataría por poseer uno de éstos —dijo ella, molesta.
«Gracias a la Emperatriz, nosotros nunca seremos tentados por el oscuro poder de la Diosa —replicó el in­visible—. Como ves, aquí no hay nada material. No se puede crear golems de niebla. Nadie desea poseer un Ópalo porque a nadie le sirve para nada. Aquí estamos a salvo de la Diosa y sus repugnantes creaciones. Nadie puede cometer el sacrilegio de dar vida a cosas materia­les sin alma.»
—Pero ése no es su objetivo —contradijo Bipa, recor­dando las palabras de Lumen—. Los Ópalos están para cuidar de los vivos. Para curar enfermedades, reconfortar a los ancianos y sanar a los heridos.
»Los Ópalos son vida para los vivos. Quienes los uti­lizan para animar objetos no los están usando correcta­mente. Además —añadió, pensando en Nevado—, no sé hasta que punto es cierto eso de que los golems no tie­nen alma.
«Alma», repitió la chica inmaterial inesperadamente.
Bipa la miró, perdida.
—¿Cómo dices?
«Alma —dijo ella de nuevo—. Puedes llamarme Alma.»
—¿Es ése tu nombre?
«No. Es lo que soy.»
«No necesitas un nombre —protestó el invisible—. Somos casi etéreos.»
«Yo no necesito un nombre —respondió Alma—. Pero ella sí necesita llamarme de alguna manera. Después de todo, la pobre sigue siendo opaca», añadió, condescendiente, como si eso lo explicara todo.
«Yo no pienso buscar un nombre para mí sólo para que ella se sienta más cómoda.»
—No es necesario —intervino Bipa, maliciosa—. Ya te he buscado un nombre yo misma: voy a llamarte Gruñón.
Hubo un breve silencio.
«No tienes mucha imaginación, ¿verdad?», dijo el invisible.
—Por lo menos recuerdo mi nombre —replicó Bipa, picada—. Eso es más de lo que puede decirse de ti.
«Soy el Invisible —respondió el invisible, muy dig­no—. Con eso debería bastarte.»
—No os preocupéis tanto por los nombres —cortó Bipa, impaciente—. De todos modos, iba a despedirme ya, porque no puedo entretenerme más. Así que adiós. Ha sido un placer conoceros.
Y, sin esperar respuesta, reanudó la marcha.
«¡Espera! —la llamó Alma. Bipa vio que la seguía—. ¿Adonde vas?»
—Al palacio de la Emperatriz —respondió ella—. A buscar a Aer.
«Pero...», empezó Alma; parecía muy apurada.
—¿Qué? —la animó Bipa, sin detenerse.
«Es que para llegar al palacio de la Emperatriz tienes que Ascender... y... no te lo tomes a mal... pero creo que te costará un poquito.»
«¿Ascender, ella? —se burló el Invisible—. Sería más fácil que la Estrella se cayera del cielo.»
Bipa rechinó los dientes.
—Bien; pues si es necesario, arrancaré esa Estrella del cielo; pero no he llegado tan lejos como para regresar con las manos vacías.
«No te lo tomes a mal —seguía diciendo Alma—. Es sólo que aún estás un poquito corpórea. Pero eso se so­luciona con el tiempo...»
—¡No lo entendéis! —gritó Bipa, perdiendo la pacien­cia—. ¡No-me-queda-tiempo!
«Tengo que salvar a Aer», se dijo.
Ya no era sólo hacerle entrar en razón. Lo supiera él o no, estaba en peligro.
«Quizá me equivoque —pensó Bipa— y es cierto que se está mejor siendo etéreo, pero, aunque todo el mundo me diga lo contrario, yo sé que esto no puede ser bueno. Tengo que detener a Aer antes de que sea demasiado tarde.»
Echó a correr. Aún oyó la voz de Alma:
«Sí que se lo ha tomado en serio.»
«Está chiflada», sentenció el Invisible.
Bipa vislumbró por el rabillo del ojo el rostro de la chica inmaterial, que le dijo mientras flotaba junto a ella:
«Deberías pensártelo.»
—¿Pensarme el qué? —jadeó Bipa, sin dejar de correr. Sus pies se hundían en el suelo blando, pero no se detuvo.
«Bueno... no quiero ser grosera, pero eres... demasiado opaca para estar aquí.»
—Eso ya lo has dicho.
«Oh, no tengo nada en contra de ello, créeme —se apresuró a asegurarle Alma—. Pero aquí, en general... Bueno, no está bien visto.»
Bipa se detuvo en seco, advirtiendo un peligro en sus palabras.
—¿Qué insinúas?
Alma parecía incómoda.
«A muchos de los de aquí... no les parecerá bien que hayas llegado tan lejos... en ese estado. No te permitirán llegar al círculo de la Ascensión. Te dirán que regreses por donde has venido y que vuelvas cuando seas un poco me­nos corpórea. Lo siento —añadió, deprisa—. Son las nor­mas de este lugar. Sé que no es culpa tuya ser así, y quiero que sepas que te compadezco muchísimo. Quiero decir, que bastante tienes ya, pobrecita, con ser tan opaca... De­berías poder intentar la Ascensión al menos una vez...»
«¿Para qué? —intervino el Invisible—. Jamás conse­guirá Ascender en ese estado, es demasiado pesada.»
—Me da igual —cortó Bipa, cansada ya de ellos—. Voy a seguir adelante y nadie me lo va a impedir. Después de todo lo que he pasado... ¿creéis que me da miedo una pandilla de fantasmas?
«No somos fantasmas», replicó Alma, mortificada.
Pero Bipa ya no la escuchaba.
«¡Eh! —la llamó Alma—. ¡Chica opac... Quiero decir, ¡Chica-pálida-casi-translúcida! ¡No te vayas!»
Bipa los ignoró durante el resto del trayecto, pero ellos siguieron hablando de todas formas. Hasta que por fin, la joven se volvió hacia Alma, que era la única a la que po­día ver, y le soltó:
—¡Basta ya! ¿Se puede saber por qué me seguís?
«¡Porque estamos preocupados por ti, naturalmente!»
«Habla por ti», murmuró el Invisible.
—¿Por qué? —insistió Bipa.
Y ninguno de los dos supo contestar.
—Yo os lo diré —continuó la joven—. Os aburrís. La existencia aquí es sumamente monótona. No podéis ha­cer otra cosa que hablar, pensar y esperar. Y yo soy lo único medianamente entretenido que habéis visto en mucho, mucho tiempo. Así que me seguís porque os he aliviado vuestra tediosa existencia durante un rato —movió la cabeza, decepcionada—. Lamento decirlo, pero no me pa­recéis tan superiores a los opacos como queréis hacerme creer.
Alma abrió y cerró la boca varías veces, en un intento, tal vez, de demostrar su desconcierto.
«Eso no ha sido nada gentil por tu parte», le reprochó por fin, con suavidad.
«Ignórala», le aconsejó el Invisible, muy digno.
Bipa respiró hondo.
—Está bien, lo siento —se disculpó, con más amabi­lidad—. Es sólo que estoy cansada, y tengo miedo. Voy demasiado lenta. Nunca conseguiré alcanzar a Aer a tiempo.
«Eso te pasa por tener cuerpo», le recordó el Invisible.
«Oh —dijo Alma solamente, como si se le hubiese ocurrido una gran idea—. Es verdad, tú tienes cuerpo y yo no. Espera aquí.»
—No puedo esperar... —empezó Bipa, pero Alma ya había desaparecido.
Y de pronto, la muchacha, que se había quejado de que los casi-etéreos la siguieran a todas partes, se sintió muy sola.
«Quédate aquí un momento —dijo entonces el In­visible; y por una vez su voz sonó casi amable—. Ella llegara a cualquier parte en un instante, buscará a tu amigo y te dará noticias de él. Después de todo, tú eres exasperantemente lenta comparada con ella; y, además es im­posible que no estés cansada arrastrando un cuerpo tan pe­sado como el tuyo.»
—Supongo que esta vez no pretendías ser desagrada­ble —murmuró Bipa—. Hace días que no como, ni bebo, ni duermo. Debería estar agotada. Pero sólo estoy cansada.
«Estás Cambiando. Pero no con la suficiente rapidez».
—Yo no quiero Cambiar —dijo Bipa, al borde de las lágrimas.
«Ya lo había notado —dijo el Invisible, con cierta dureza—. Pero, dime; si no vas a Cambiar, ¿cómo pretendes seguir a tu amigo hasta el palacio de la Emperatriz? Nunca jamás, nadie que no sea etéreo ha puesto los pies en él.»
Bipa se secó los ojos, que se le habían llenado de lágri­mas de miedo, rabia e impotencia, y dijo:
—Entonces, yo seré la primera.
«Puede que no —dijo entonces Alma, reapareciendo súbitamente junto a ellos—. Puede que no. Bipa, he visto a un recién llegado caminando hacia el Círculo de la Ascensión. Dicen que va a ser su primer intento, así que puede que se trate de tu amigo. Si te das prisa, lo alcanzarás.»
Bipa respiró hondo. Tragó saliva varias veces, para no llorar de nuevo.
—Gracias, Alma —dijo—. Gracias, gracias.
«De nada —sonrió ella—. Seguro que será bonito as­cender juntos. Corre y lo alcanzarás. ¡Corre, Bipa, corre!»
Y Bipa corrió. Emprendió una carrera desesperada a través de la niebla, guiándose por el helado resplandor de la Estrella, en busca de Aer. Lo habría llamado con todas
sus fuerzas, si le hubiese quedado aliento.
Habría echado a volar tras él, si hubiese tenido alas.
Estaba cerca, muy cerca.
Tan cerca como aquella vez que vio a Aer cruzar el Abismo y no pudo seguirle. «Oh, grandísimo bobo —no pudo evitar pensar—. No mereces ni por asomo que me tome tantas molestias por ti.»
Pero, pese a todo, estaba allí, y seguía corriendo, lu­chando por despegar sus pies de aquel suelo blando que parecía tratar de retenerla. Corriendo, siguiendo la estela de la Estrella azul que brillaba sobre la niebla.
Persiguiendo a Aer, una vez más.
Y finalmente distinguió una delgada figura entre la bruma, y una oleada de alivio inundó todo su ser.
Incluso ahora que el poder de la Estrella lo había re­ducido a una sombra de proporciones esqueléticas, Aer se­guía conservando aquella inconfundible forma de andar.
Bipa se detuvo sólo un instante y gritó con todas sus fuerzas:
—¡¡AER!!
Pero él no se volvió. La joven echó a correr de nuevo. Aer avanzaba a paso ligero, casi como si levitara sobre el suelo brumoso. Bipa se sentía torpe y pesada en compara­ción, tropezando a cada instante, hundiéndose hasta los tobillos.
Pero no dejó de correr.
Tenía que alcanzarlo.
Tenía que alcanzarlo.
Tenía que alcanzarlo.
Le pareció entonces que Aer se detenía, y por un ins­tante le embargó la esperanza de que hubiese notado su presencia y la estuviese esperando.
—¡¡AER!! —gritó de nuevo.
Él seguía quieto. Bipa detectó algo más junto a él, una altísima columna de cristal, o tal vez un gigantesco prisma como los que había encontrado en la caverna que con­ducía a los dominios de los translúcidos. No podía saberlo desde aquella distancia. Pero sí quedaba claro que Aer se había detenido porque no podía ir más allá: la superficie de la columna parecía totalmente lisa, sin salientes, ni es­calas, sin ventanas ni puertas. Allí, la luz era todavía más intensa.
La Estrella brillaba justo encima de aquella torre de cristal.
«¿Esto es? —se preguntó Bipa—. ¿Hemos llegado al palacio de la Emperatriz?»
Sintió miedo, un miedo espantoso. Echó a correr de nuevo, gritando el nombre de Aer, pero él no reaccionó. Había alzado la cabeza y miraba a lo alto, tal vez hacia la Estrella, tal vez hacia el fabuloso palacio que debía de ha­ber debajo.
—¡¡Aer... no!! —gritó Bipa.
Las brumas se disiparon un poco y pudo ver a su amigo con más claridad. Iba a alcanzarlo...
... cuando, de pronto, chocó contra algo y cayó al suelo.
—¿Qué...? —pudo decir, aturdida.
Con creciente alarma notó que la izaban y la arras­traban lejos de Aer. No logró ver a sus captores, aunque percibía el contacto de varias manos extrañamente blan­das aferrando sus brazos y tirando de ella para separarla de la columna de cristal... y de Aer.
—¡Eh! —protestó Bipa, pataleando con fuerza; pero sólo consiguió que la sujetaran con más firmeza—. ¡Eh! ¡Soltadme! ¡Dejadme marchar!
Varias voces resonaron en su cabeza:
«No puedes acercarte...»
«... Opaca...»
«No puedes profanar el Círculo de la Ascensión con tu impura presencia...»
«... Corpórea...»
«No oses acercarte...»
«... No estás preparada...»
«Tienes que irte...»
«... Esperar...»
«... Cambiar...»

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