martes, 5 de noviembre de 2013

La Emperatriz De Los Etéreos (cap 14)


XIV 
La Emperatriz



Todas las voces hablaban a la vez, y Bipa chilló:
—¡Callaos! ¡Dejadme en paz! Siguió debatiéndose con todas sus fuerzas, pero los invisibles continuaban tirando de ella. Bajo un velo de lá­grimas, Bipa descubrió varios rostros espectrales entre la niebla: seres inmateriales, como Alma, que no podían re­tenerla, pero que no renunciaban a observar lo que estaba sucediendo y a hacer comentarios a su vez.
«¿Qué hace aquí una opaca?»
«¿Cómo se atreve?»
«¿Por qué no ha Cambiado?»
«Qué horror, es monstruosa...»
—¡Dejadme marchar! —aulló la joven, cada vez más desesperada—. ¿Qué os importa cómo sea yo? ¿Qué más os da? ¡Aer! —gritó de nuevo—. ¡Aer, escúchame! ¡Soy yo, Bipa! ¡He venido a buscarte!
«Déjalo; no puede escucharte», dijo una voz conocida.
Bipa dejó de patalear. Miró a Alma, suplicante.
—Diles que me suelten —rogó—. Sólo quiero llegar hasta Aer. Sólo quiero hablar con él. Por favor... he ve­nido desde muy lejos... —se le quebró la voz y no pudo continuar.
«Es inútil, Bipa —dijo Alma—. El chico tiene dere­cho a intentar la Ascensión. No debes estorbarle.»
—¿La Ascensión adonde? ¿Al palacio de la Emperatriz? —Bipa se revolvió entre las garras invisibles de sus capto­res—. ¡Pero no puedo permitirlo! ¡Necesito hablar con él!
«Es culpa tuya —dijo entonces la voz del Invisible al que ya conocía—. ¿No te has parado a pensarlo? Si hubie­ses Cambiado, serías inmaterial ahora. Y nadie podría retenerte. Eres tú la que has caído en tu propia trampa. Tú y tu obstinada resistencia a Cambiar.»
—Pero... ¡pero Aer todavía no ha Cambiado! —pro­testó ella.
«¿Estás segura?»
Con el corazón en un puño, Bipa contempló la esbelta silueta de su amigo. Parpadeó. No, no era una ilusión óp­tica producida por la niebla. Realmente, sus contornos es­taban borrosos. Y su figura no era del todo sólida. Podía ver a través de él.
Para todos los casi-etéreos allí reunidos, aquello era una buena señal. Significaba que Aer había evolucionado hacia un estadio superior.
Pero Bipa, egoístamente tal vez, sólo podía pensar en que lo estaba perdiendo.
—¡¡AER!! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones y de su desesperación.
El grito resonó por todo el valle y conmocionó a sus silenciosos habitantes. Bipa sintió que los invisibles le clavaban los dedos con más violencia, pero no le im­portó.
Porque Aer se había dado la vuelta y los estaba mi­rando.
Bipa contuvo el aliento. Su cabello era ya blanco, tan blanco que brillaba entre la niebla, y tan fino y ligero que flotaba en torno a él. En un rostro casi cadavérico, de la frialdad de una flor de escarcha, sus ojos parecían más enormes que nunca y relucían como dos gotas de cristal azul.
Aquél era el único toque de color en él: aquellos ojos que atesoraban en sus pupilas el brillo de la Estrella de la Emperatriz.
Y estaba tan, tan delgado... a Bipa se le encogió el co­razón. Parecía frágil como el más fino cristal, ligero como un soplo de brisa.
«Su cuerpo ya casi no existe —dijo Alma, con res­peto—. Pronto podrá Ascender. Si su voluntad es lo bas­tante poderosa, tal vez sea capaz de pasar a la última fase del Cambio ahora mismo.»
Aquello fue más de lo que Bipa podía soportar. Los casi-etéreos se habían sumido en un silencio reverencial y observaban a Aer, conscientes de la importancia del momento.
Pero Bipa no podía quedarse callada.
—¡Aer! —gritó—. ¡Soy yo, Bipa! ¡He venido a bus­carte!
La mirada del joven resbaló sobre los presentes, clara, cristalina y sutil, sin detenerse en Bipa siquiera por un ins­tante, como si no la viera o no la reconociera. Entonces, lentamente, Aer dio media vuelta, alzó la cabeza hacia la Estrella y abrió los brazos.
—¡Aer! —gritó de nuevo Bipa—. ¡Estúpido cabeza hueca! ¡Vuélvete! ¡Mírame! ¡No sigas con esto o lo lamen­tarás!
«Cállate —cortó el Invisible con brusquedad—. Está Cambiando. ¿No lo ves?»
En efecto, la muchacha se daba cuenta de que la figura de Aer era cada vez más tenue. Se estaba transformando en un etéreo. Ante sus ojos. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.
«Oh —suspiró Alma—. Un recién llegado. Y tan jo­ven. Debía de ansiarlo con todas sus fuerzas, porque la Em­peratriz le ha concedido su deseo.»
«Los hay que nacen con suerte», comentó el Invisible.
Bipa contempló, impotente, cómo los pies de Aer se separaban del suelo y el muchacho comenzaba a flotar, len­tamente, cada vez más alto.
Un murmullo de envidia y admiración llegó hasta la mente de Bipa, procedente de las filas de los casi-etéreos, las criaturas invisibles e inmateriales que aguardaban a per­der los últimos rastros de su corporeidad.
«Miradlo... —decían—. Está Ascendiendo.»
Bipa sacudió la cabeza.
—Esto no puede estar pasando —murmuró—. No es más que un mal sueño...
«Míralo —dijo Alma—. Está Ascendiendo. Sólo al­guien que lo haya deseado desde hace mucho tiempo po­dría conseguirlo al primer intento.»
Bipa recordó las palabras de Aer, muchos años atrás, cuando ambos eran niños. Había jurado que llegaría al pa­lacio de la Emperatriz.
«Si tanto te importa —dijo el Invisible—, ¿por qué quieres apartarlo de su sueño?»
Bipa apretó los puños y alzó la cabeza, con renovada decisión.
—Porque su sueño lo matará. No me importa que des­pués me odie durante el resto de su vida. He de sacarlo de ahí. ¡Aer! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Te llevaré de vuelta a casa, lo quieras o no!
Luchó de nuevo por desasirse, con todas sus ener­gías, con una fuerza nacida de la desesperación. Por fin, logró liberarse de aquellas manos blandas que la retenían y echó a correr, gritando el nombre de Aer.
Oyó las voces de los casi-etéreos en su mente, pero ya no les prestó atención.
«¡No la dejéis marchar!»
«¡Sujetadla!»
«Es igual; dejadla ir. Después de todo, no logrará As­cender.»
Bipa llegó al pie del gigantesco prisma de cristal. Miró hacia arriba, entre la niela, pero sólo pudo ver una he­lada y deslumbrante luz azul.
Y Aer flotaba, cada vez más alto, lejos de su alcance.
—¡Aer! —gritó Bipa.
Pero él seguía sin escucharla.
Bipa trató de saltar, pero resultaba obvio que era de­masiado pesada. Se sintió desfallecer. Jamás lograría alcan­zar a su amigo.
Pero tenía que hacerlo. Debía hacerlo porque, si lo per­día de vista esta vez, ya no habría más ocasiones.
Oprimió el Ópalo entre sus manos, rogando a la Diosa que le ayudase a arrebatarle a la Emperatriz aquel mucha­cho atolondrado y encantador.
«No dejes que se lo lleve —suplicó—. Por favor, a él no.»
Pero no tenía modo de seguirlo. Ella era Bipa la opaca, Bipa la corpórea, la pesada, la voluminosa. Jamás logra­ría volar del modo en que él lo hacía.
Para ello, recordó, había que transformarse en eté­reo. Había que Cambiar.
Y para Cambiar se necesitaban dos cosas: la luz de la Estrella y la voluntad de Cambiar. Incluso en aquel mo­mento en que la vida de Aer dependía de ello, Bipa no deseaba Cambiar. No quería ser más pálida, más delgada, más transparente, más etérea. Y en cuanto al otro requi­sito, su Ópalo la había protegido en gran medida de aque­lla inhumana luz azul.
No había ninguna posibilidad.
¿O tal vez sí?
También había creído, al borde del Abismo, que se­ría incapaz de volar.
Y, no obstante, se había arrojado al vacío y había cru­zado al otro lado. Y no lo había hecho hipnotizada por la luz de la Estrella, ni llevada por su deseo de Cambiar.
Cerró los ojos un momento.
«Tal vez lo que me haga falta —se dijo—, sea volun­tad a secas.»
Volvió a abrir los ojos y le gritó a Aer, que seguía ele­vándose hacia la morada de la Emperatriz:
—¡Aer! ¡Espérame, que voy contigo! ¡Volaré si es pre­ciso, pero te juro que voy a llegar ahí arriba y voy a obli­garte a bajar! ¡Y lo digo en serio!
No obtuvo respuesta, pero tampoco la esperaba. Rauda como el pensamiento, se quitó la cadena con el Ópalo y la enrolló a su muñeca para no perderla, de modo que la piedra no quedara en contacto con su piel. De inmediato, se sintió más ligera.
Aer seguía ascendiendo. La Emperatriz lo reclama­ba para sí, y era una soberana impaciente y caprichosa. Con creciente angustia, Bipa comprobó que ya era difí­cil distinguirlo, no sólo a causa de la niebla y la distan­cia, sino también porque su silueta iba haciéndose cada vez más tenue, como las últimas gotas de lluvia tras la tormenta.
—¡Aer! —gritó—. ¡No! ¡Espera! ¡No te vayas!
No debía dejarlo marchar.
No podía dejarlo marchar.
Y, mientras, la luz azul de la Estrella se colaba por sus retinas e inundaba su ser, pintando su alma con el resplan­dor de la Emperatriz.
No podía dejarlo marchar.
Apenas notó que se volvía más ligera y que sus pies se despegaban del suelo. Ya no oyó en su mente los murmullos de los casi-etéreos que los contemplaban desde abajo.
Sólo tenía ojos para Aer, que se elevaba cada vez más y más lejos...
Tenía que alcanzarlo, como fuera.
—¡Aer, vuelve! —gritó; y después—: ¡No puedo de­jarte marchar!
Siguió llamándolo, ajena a todo lo demás, sin ser cons­ciente de que levitaba, flotaba, volaba y estaba cada vez más lejos del suelo. Lo único que le importaba era que es­taba cada vez más cerca de Aer.
Podría haber sido un instante o una eternidad, o am­bas cosas. Pero, cuando Bipa llegó por fin a la altura de Aer, tuvo la sensación de que el tiempo ya no existía.
No tenía ya voz para llamarlo. Alargó la mano y trató de sujetarlo por un pie.
Pero sus dedos no lograron aferrado. El joven, haciendo honor a su nombre, parecía haberse vuelto tan inconsis­tente como el aire.
Inmaterial.
Casi-etéreo.
«No puede ser», pensó Bipa, horrorizada, y la angus­tia la hizo flotar un poco más alto. Cuando pudo mirarle a la cara se dio cuenta, con espanto, de que Aer ya casi no era Aer. Se había convertido en una sombra, en un espectro.
Pronto, comprendió, desaparecería sin más.
—¡Aer, escúchame! ¡Mírame! —insistió.
Pero el muchacho seguía sin reaccionar. Sus ojos estaban fijos en la luz de la Estrella, y su rostro parecía haberse congelado en una permanente expresión de éxtasis.
Bipa alzó la mirada para ver qué era lo que lo tenía tan embrujado. Era la primera vez que lo hacía desde que co­menzara su ascensión. Antes, sólo había tenido ojos para Aer.
Ahora podía contemplar la verdad en toda su inmensidad.
Y echó de menos los cuentos de Nuba. Porque eran mu­cho más amables que la espantosa realidad que los aguardaba.
No había ningún palacio. No había ninguna Empe­ratriz.
En lo alto de aquel prisma cristalino sólo estaba la Es­trella, aterradora, voraz, que los atraía hacia ella como una piedra imán.
Bipa sentía su hambre, su deseo de atraparlos. Con ho­rror, vio que su propia mano comenzaba a transparentarse. Como había sospechado, era la propia Estrella la que vol­vía etéreas a las personas.
La Estrella era la Emperatriz de las leyendas.
Había descendido de los cielos en tiempos remotos, y su luz azul había ido despojando a las cosas, a los anima­les y a las gentes de su corporeidad. Como un niño que le quita la cáscara a un fruto seco para devorar el interior, así iba la Emperatriz desnudando a los espíritus de sus cuer­pos para, por fin, alimentarse de su esencia.
De esa manera, con el tiempo, fue acabando con toda la vida que recubría el planeta. Y éste se volvió frío en su superficie, pero conservó sus últimas fuerzas en el interior.
Sin saberlo, las gentes de las Cuevas y otras comuni­dades similares eran rebeldes en un mundo gobernado por la inhumana Emperatriz, la Estrella azul que descendió de los cielos. Ellos adoraban a la Diosa de la vida en un mundo donde los que veneraban a la Emperatriz, hipnotizados por su frío resplandor, despreciaban todo lo que los rodeaba y soñaban con liberarse de sus cuerpos para ofrecer sus es­píritus a su hambrienta señora.
Y, ahora, la Emperatriz, aquella estrella que se alimen­taba de almas, iba a devorarlos a ellos también.
Bipa lo supo en el mismo instante en que la luz de la Emperatriz rozó su retina. Después de tantísimo tiempo devorando la esencia de todas las cosas vivas que había sobre la tierra, a la Emperatriz le quedaba ya poco de qué alimentarse. Aquella criatura llevaba mucho tiempo pasando hambre. Y no podía hacer nada al res­pecto, puesto que estaba varada en aquel mundo, el mundo que ella misma había asolado, sin posibilidad de escapar.
Y, por eso, Bipa y Aer tampoco escaparían. Porque ella no se podía permitir el lujo de dejarlos escapar.
La chica trató de sujetar a su amigo, pero, una vez más, lo encontró tan incorpóreo que fue como intentar captu­rar al viento con los dedos.
—No, Aer, no —le suplicó—. No te vayas.
En un impulso, alzó el Ópalo, que aún pendía de su muñeca, y pasó la cadena por la cabeza del joven. «Diosa, mantenlo atado a este mundo —le rogó—. Devuélvele su cuerpo, el cuerpo que creció en el vientre de su madre igual que las semillas que se alojan en tu seno. Diosa, te lo su­plico, ayúdame: ayúdale.»
Dejó caer el Ópalo.
Pero, ante su horror, la piedra atravesó limpiamente la imagen de Aer, amenazando con precipitarse al vacío. Sin embargo, en el último momento, la cadena quedó engan­chada en la punta del pie de Aer.
La piedra que había otorgado vida al cuerpo inerte de Nevado devolvía ahora parte de su materialidad a una vida sin cuerpo.
Bipa recuperó el colgante y volvió a ponérselo a Aer en el cuello.
Y esta vez se quedó allí.
Llorando de alivio, abrazó a su amigo por primera vez en mucho, mucho tiempo. Su cuerpo parecía frágil y poco consistente, por lo que ella no quiso estrecharlo con mucha fuerza. Pero sí trató de infundirle calor, puesto que Aer le transmitía la frialdad de un gólem de hielo.
Debido a la influencia del Ópalo, o a la corporeidad recuperada de Aer, o a ambas cosas, los dos comenzaron a caer, lentamente.
Entonces él la miró; y sus ojos, claros y brillantes, pa­recían dos réplicas exactas de la estrella azul.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, con una voz tenue, casi inexistente.
—Voy a sacarte de aquí —dijo Bipa, resuelta—. Voy a salvarte. Escaparemos juntos...
—Yo no quiero escapar —cortó Aer, separándose de ella con brusquedad—. Voy a llegar hasta la Emperatriz. Seré etéreo. Seré eterno.
—No serás nada —replicó Bipa—. La Emperatriz hará que tu cuerpo se desvanezca y devorará tu alma, y enton­ces no quedará nada de tí. ¿Me oyes? ¡Nada!
Aer se apartó de ella todavía más.
—¡Déjame en paz! —le espetó, y se quitó la cadena con el Ópalo—. ¡No quiero esto! ¡Quiero Ascender!
Bipa recogió el Ópalo antes de que cayera al vacío.
—¡Idiota! —le recriminó—. ¡Recuerda lo que Maga te decía! ¡Antes de mirar al cielo hay que mirar alrededor! ¡Antes de soñar con otros mundos tienes que cuidar de éste!
Pero Aer ya no la escuchaba. Había vuelto su rostro hacia la Emperatriz y alzaba sus brazos al cielo, ofrecién­dose, entregándose.
Bipa se tragó las lágrimas. Veía cómo el cuerpo de Aer se desvanecía de nuevo y ella no podía hacer nada para evitarlo.
—¡Está bien! —le gritó, furiosa—. ¡Vete tú solo! ¡Yo no pienso acercarme más a esa cosa!
Volvió a colgarse el Ópalo. La fuerza de la Diosa tiró de ella hacia la tierra, y el poder de la Emperatriz tiró de ella hacia el cielo.
Los dedos de Bipa se cerraron en torno al Ópalo y lo sintió cálido y palpitante en sus manos. Era tan diferente a la fría Estrella azul...
... que la miraba desde el cielo, hermosa, fascinante y letal.
Bipa sacudió la cabeza para liberarse de su embrujo. Cerró los ojos un instante y se le ocurrió una idea loca, una idea absurda... Pero, si funcionaba, sería la única oportunidad de salvar a Aer. La única oportunidad de salir de allí con vida.
Se puso el Ópalo sobre el pecho y comenzó a pensar en cosas terrenales.
Pensó en comida, y empezó a sentir hambre.
Pensó en su cama, y empezó a sentir sueño.
Pensó en Nevado, y sintió tristeza.
Lentamente, su cuerpo fue despertando para recor­darle que seguía viva.
Y, al mismo tiempo, comenzó a Descender.
La reacción de la Emperatriz no se hizo esperar. Bipa sintió un fuerte tirón. La estrella trataba de atraerla con más intensidad.
Bipa se esforzó en seguir sintiendo cada célula de su cuerpo. Fue una tortura, porque de pronto todas sus sen­saciones físicas regresaron de golpe a ella: el hambre, la sed, el cansancio, el frío, el dolor, el sueño... Llevaba mucho tiempo sin ocuparse de su cuerpo, y éste le pasó factura en cuanto osó interrogarle.
Y, cuanto más intensas se hacían estas sensaciones, tanto más opaca se volvía Bipa.
Y más le atraía la tierra.
Y, justamente, por eso, la Emperatriz luchaba más y más para absorberla.
Bipa se estaba protegiendo. Estaba recuperando su en­voltorio carnal y, en otras circunstancias, la Estrella le ha­bría dejado marchar. Pero la tenía demasiado cerca y es­taba demasiado hambrienta. Bipa sabía que, una vez iniciada la Ascensión, no había vuelta atrás y la Empera­triz la devoraría igualmente, sin importar el estado en el que se encontrara.
Contaba con ello, en realidad. Cuando sintió que la fuerza de atracción de la estrella era tan intensa que no po­dría soportarla más, Bipa se quitó el Ópalo y lo sujetó en su mano, cerró los ojos y evitó pensar en nada.
Y salió disparada hacia arriba.
La Emperatriz la succionó casi con desesperación, y Bipa se vio Ascendiendo más deprisa de lo que ningún Eté­reo lo había hecho jamás.
Pasó junto a Aer y alargó la mano para tomar la de él. Pero el chico se había vuelto ya demasiado inmaterial como para poder tocarlo.
«Debo subir... —pensó Bipa—. Pero no... muy de­prisa...»
Estaba aterrorizada, pero debía llevar a cabo el plan que se había propuesto. Cuando juzgó que era el momento apropiado, soltó el Ópalo.
Aguantó todo lo que pudo, rezando a la Diosa e insis­tiendo en ser la más opaca de todos los opacos, mientras la Emperatriz tiraba de ella, tratando de arrebatarle la corporeidad en la que Bipa se empeñaba en envolverse.
Y entretanto, poco a poco, el Ópalo Ascendía. La fuerza de atracción de la Emperatriz en aquel momento era tan intensa que ni siquiera el poder de la piedra podía resistírsele. Bipa sintió que también ella seguía subiendo, y luchó
por mantenerse en aquella posición. La Emperatriz tiró de ellos todavía más. Bipa se esforzó por seguir donde estaba...
Pero la fuerza de la Estrella era tan poderosa que creyó que iba a desgarrarle el alma.
Y, mientras tanto, el Ópalo seguía Ascendiendo, por­que la Emperatriz continuaba succionando furiosamente... hasta que su resplandor se lo tragó. Instantes después, la luz azul de la Estrella menguó hasta adoptar un tono más pálido, enfermizo.
—¡Ahí tienes! —le gritó Bipa, sin poderse conte­ner—. ¡Espero que te provoque una buena indigestión!
La Estrella parpadeó un par de veces, tratando de asimi­lar la fuente de vida pura que era el Ópalo que acababa de penetrar en su esfera cristalina. Pareció que algo se revolvía en su interior, y Bipa se sintió inquieta a pesar de su alegría: La Diosa estaba atacando a la Emperatriz alienígena desde su propio corazón; o, mejor dicho, acababa de dotar de corazón a una criatura cuya esencia consistía en no poseer ninguno.
Hubo solamente otro par de destellos azules.
Y, entonces, la Estrella estalló.
No fue una explosión ígnea ni estruendosa. Ni siquiera fue particularmente violenta.
Simplemente, la Estrella se contrajo y después vomitó en silencio miríadas de frías chispas azules. Bipa no fue ca­paz de ver nada más. De pronto, sin la fuerza de atracción de la Emperatriz, la gravedad tiró de ella con urgencia, y empezó a caer en picado.
La tierra que tanto había defendido iba a destrozarla irremediablemente.
«Voy a morir —fue lo único que pudo pensar—. Voy a morir.»
Y su cuerpo le obsequió con una sensación muy pro­pia de los opacos: el miedo. Cerró los ojos.
Algo la frenó en el aire, sin embargo. Bipa sintió que se le cortaba la respiración, y más tarde recordaría haber pensado que el impacto no había sido tan doloroso como temía. Pero sus sentidos le comunicaron que seguía viva, por lo que abrió los ojos, con precaución.
Aer la sostenía y la miraba con seriedad. Aunque a su alrededor seguía parpadeando aquella lluvia de luces azu­les, los ojos de Aer eran cristalinos, transparentes, sin asomo de color.
Pero lo más importante era que el chico la estaba su­jetando.
—Te has vuelto corpóreo —murmuró ella.
—Por poco tiempo—dijo Aer. Bipa no lo entendió.
Flotaron los dos, suavemente, hasta el suelo. Aer se­guía siendo demasiado etéreo como para caer a plomo, como Bipa, incluso sin la mirada azul de la Emperatriz cla­vada en el cielo.
Por fin aterrizaron sobre el suelo blando. Enseguida se vieron rodeados de casi-etéreos.
«¿Qué ha pasado?»
«¿Dónde está la Estrella?»
«¿Y la Emperatriz?»
«¡Ha sido culpa de la opaca!»
«¡No tendría que haber Ascendido! ¡Ha ofendido a la Emperatriz!»
«Silencio todos», dijo la voz del Invisible al que Bipa conocía.
«¿Por qué hemos de callarnos?»
«Sí, eso, ¿por qué?»
«¡La opaca debe pagar!»
«Silencio todos —repitió el Invisible—. Estoy viendo algo que hacía mucho que no contemplaba. Y lo echo de menos.»
Era un argumento extraño y en apariencia poco con­vincente. Pero todos, invisibles e inmateriales, enmudecie­ron y retrocedieron un par de pasos para dejar espacio a Bipa y a su amigo.
Ella no les prestaba atención. Aer se había derrumbado en el suelo, y ella lo sostenía ahora entre sus brazos; estaba extremadamente delgado y débil.
Al borde de la muerte.
Sin la poderosa fuerza hipnótica de la Emperatriz, el maltratado cuerpo del muchacho empezaba a acusar sus carencias.
—Tienes que aguantar, Aer —le estaba diciendo ella en voz baja, con un nudo en la garganta—. Te llevaré a casa, te cuidaremos y te pondrás bien.
Aer respiraba con dificultad. Le dirigió una mirada cansada y, en aquel rostro casi cadavérico, aún fue capaz de lucir su inconfundible sonrisa.
—Es... demasiado tarde, Bipa.
—No, no lo es —discutió ella—. No he llegado tan lejos sólo para dejarte morir.
—Es que... es duro. El hambre, el dolor... el sueño. No aguanto más. Mi cuerpo... me tortura. Aún estoy a tiempo de... ser etéreo... Todavía puedo... librarme del dolor...
Bipa no pudo más.
Le dio un sonoro bofetón que lo dejó aturdido por un instante.
—¡Pero qué te has creído! —le gritó—. ¡Yo sí que he sufrido, no te imaginas cuánto! ¡He pasado hambre y frío, he pasado miedo, he estado a punto de morir! ¡Me he de­jado los pies caminando detrás de ti y he perdido a un buen amigo cuyo único error fue acompañarme en mi viaje! ¿Y te atreves a hablarme de dolor? ¿Qué sabes tú del dolor?
Sin poder contenerse más, se echó a llorar.
—Pero... Bipa—pudo decir Aer, confuso—. ¿Por qué... has hecho todo esto por mí? ¿Por qué... has venido a buscarme?
Ella lo miró como si fuera realmente corto de enten­dederas.
—Porque te quiero, estúpido —respondió, sin más.
Y, bajo una lluvia de destellos azules que seguía anun­ciando la muerte de una estrella, las miradas de ambos se cruzaron y en sus ojos brilló, por un instante, la verdadera esencia del poder de la Diosa.

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