María.
V
UN COMPAÑERO DE VIAJE
Bipa encontró cobijo al pie de una colina. No era un
gran refugio, pero no tenía otra cosa. Durmió hasta bien entrada la mañana.
El segundo día despertó entumecida de frío, y tuvo
que dar varios saltos para volver a sentir los pies. La humedad había calado
en sus huesos, le dolía todo el cuerpo y sentía la nariz congelada. En aquel
momento se sintió tentada de regresar. Pero tomó el Ópalo entre las manos y
éste le infundió calor y confianza.Anduvo toda la mañana bajo un cielo plomizo y pesado,
y a mediodía comenzó a nevar con suavidad. Con todo, el tiempo seguía siendo
bueno, aunque Bipa temía que las nubes
le impidieran continuar en la dirección correcta.
El tercer día se desató una violenta tormenta de
nieve. Bipa la había visto venir durante toda la mañana. El cielo estaba cada
vez más oscuro y un viento desagradable se le metía en los oídos, le cortaba
los labios y le congelaba la nariz. La muchacha no soltó el Ópalo en ningún momento,
y aun así sentía las manos heladas por debajo de las manoplas. Buscó
desesperadamente un refugio, pero la tormenta se abatió sobre ella antes de que
lo encontrara. Tambaleándose, avanzó como pudo, luchando contra los elementos,
ciega, sorda, sintiendo que el frío devoraba cada fibra de su ser. Tropezó en
más de una ocasión, y estuvo a punto de no levantarse, pero era demasiado
obstinada como para dejarse vencer. De modo que siguió arrastrándose sobre la
nieve, a tientas, como una autómata. Y cuando creyó que las fuerzas la habían
abandonado, encontró un hueco bajo un saliente. Jadeando, se acurrucó en su
interior, tratando de conservar el escaso calor que le restaba. En aquellas
circunstancias, ni siquiera la energía que irradiaba el Ópalo servía para
confortarla. Lo habría dado todo por un buen fuego y una sopa caliente.
Entornando los ojos, recordó las fuentes termales que manaban de la roca,
adonde los habitantes de las Cuevas iban todos los días a asearse, ellos por la
mañana temprano, y ellas al caer la noche. Evocó la deliciosa sensación del
agua caliente envolviendo su cuerpo desnudo y se perdió en ensoñaciones llenas
de vapor de agua y llamas que crepitaban alentadoramente.
Y, después, perdió el conocimiento. Fue el silbido del viento lo que la despertó, lo
cual fue una suerte, porque de lo contrario habría sucumbido allí mismo,
congelada. El Ópalo seguía siendo un corazón cálido entre sus manos y
contribuyó a despejarla. Sacudió la cabeza, horrorizada, y, con gran esfuerzo,
consiguió sacar de la mochila todas las prendas que traía. Se las echó por
encima, una detrás de otra, tiritando, mientras hacía enérgicos movimientos
con los brazos para tratar de entrar en calor. Encontró una cavidad en la roca
y trató de encender una hoguera allí, pero el viento no se lo permitió.
Bipa permaneció acurrucada en el agujero al menos
dos días más, hasta que la tempestad amainó. El viento dejó de soplar, las
nubes se levantaron un poco y la nieve volvió a caer lenta y blandamente.
Entonces, Bipa pudo encender una pequeña hoguera.
Lloró de alegría al ver la tímida llamita que brotó de entre las ramas. Era
tan pequeña que apenas calentaba, pero la consoló tanto que no se dio cuenta de
que sus lágrimas habían quedado escarchadas sobre sus mejillas.
Al séptimo día, por la noche, la claridad de la
Estrella volvió a adivinarse en el horizonte neblinoso, y Bipa reemprendió la
marcha. Cojeaba. Tenía la sensación de que uno de sus pies
se había dormido, o se había convertido en un bloque de hielo. Por fortuna, la
caminata reavivó la circulación de su sangre y ella no tardó en recuperar la
sensibilidad en el pie.
El octavo día tuvo que empezar a racionar la comida.
Seguía sin tener señales de Aer ni de Gélida, y mucho menos de la Emperatriz.
Desalentada, empezó a pensar en rendirse y regresar. Pero temía estar ahora más
lejos de su casa que de su destino. Con aquella niebla no podía saberlo. Tal
vez Aer estuviese más cerca de lo que pensaba. También él se habría visto
frenado por las tormentas. Quizá había hallado un refugio cerca de allí. En
cualquier caso, el hogar de Gélida no podía estar muy lejos. Aer había ido y
había vuelto, y probablemente no iría mejor preparado que Bipa. Eso le daba
ánimos.
El undécimo día avistó entre la niebla
los picos de una cordillera que le cerraba el paso. Al principio esto la desalentó,
pero luego recordó las leyendas que hablaban del palacio de la Emperatriz, «más
allá de los Montes de Hielo y la Ciudad de Cristal».
Los Montes de Hielo... ¿Sería aquello la primera frontera? No parecían unas
montañas especiales, salvo por el hecho de que eran altísimas, mucho más altas
que cualquiera que Bipa hubiera visto jamás. Pero, claro, el manto de niebla
era demasiado espeso, y ella se encontraba demasiado lejos como para estar
segura.
Pronto se dio cuenta de que se hallaban mucho más
distantes de lo que parecía.
El duodécimo día, al caer la noche, las montañas
eran todavía una sombra lejana, y los cielos desataron sobre ella una tormenta
de nieve aún más violenta que la anterior. Aterida, desorientada y sin aliento,
buscó un rincón donde esconderse, pero no lo encontró. Su única posibilidad era
llegar hasta la cordillera. Apretó los dientes, aferró bien el Ópalo entre las
manos y siguió avanzando, poco a poco, paso a paso, a veces frenada por el
viento y a veces arrastrada por él. Llegó un momento en que se movía sin ser
ya consciente de lo que hacía. Su mente vagaba muy lejos de allí, pero una
parte de su ser todavía colocaba un pie delante de otro y se acordaba de
respirar. Sin saber cómo ni por qué, se levantaba cada vez que se caía y
continuaba avanzando, con una obstinación inquebrantable. Se sentía como una
muñeca sin voluntad propia, arrastrada por una fuerza invisible que la empujaba
a seguir adelante. Tal vez fuera el instinto de supervivencia, o tal vez la voz
de la Diosa que la guiaba; Bipa nunca lo supo. El caso es que, al atardecer del...
¿decimotercer...?, ¿decimocuarto... día?, sus piernas la dirigieron con cierta
torpeza hasta el pie de la cordillera y la mente de Bipa volvió a la realidad
cuando sus ojos le mostraron la imagen de algo largamente anhelado: una cueva,
un refugio. Un techo. Abrigo. Silencio. Calor.
Bipa sollozó de alegría, pero sus
lágrimas se congelaron en su interior aun antes de salir de sus ojos. Se arrastró
como pudo al interior de la cueva, buscó un rincón resguardado, se acurrucó en
el suelo y, muerta de frío y de agotamiento, se quedó profundamente dormida.
Nunca llegó a saber si despertó el día decimoquinto
o decimosexto. En aquel instante renunció a seguir manteniendo la cuenta.
Amaneció sumamente hambrienta y aterida de frío. Con
los dedos rígidos todavía y tiritando violentamente, devoró toda la comida que
le quedaba. Sabía que se estaba quedando sin alimento, pero en aquel momento no
le importó. Tenía una cueva donde guarecerse. Ya podía nevar ahí fuera todo lo
que quisiera, ella estaba a cubierto. La simple idea de poder descansar allí la
llenaba de alegría y optimismo. Pasó el resto del día intentando encender un fuego.
Por fin, su paciencia se vio recompensada y logró prender una hoguera de
mediano tamaño. Entusiasmada, recogió musgo de las paredes y lo echó al fuego
para que ardiera mejor todavía, pero sólo consiguió llenar la cueva de un humo
oscuro y maloliente. Tosiendo, rebuscó en su mochila en busca de más ramas que
se hubiesen quedado en el fondo. Y topó con unos bultos en uno de los
bolsillos. Extrajo, sorprendida, dos piezas de carbón de buen tamaño.
—Oh —exclamó. Se asustó de oír el sonido
de su propia voz. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie.
No recordaba haber guardado carbón en su mochila.
Debía de haber sido cosa de Topo. Sonrió, conmovida. Pronto, la hoguera ardía
con fuerza, caldeando su refugio. Bipa sacó una pequeña cazuela de barro y puso
nieve a calentar. Cuando el agua estuvo tibia, la bebió. No tenía nada con lo
que hacer sopa, pero no le importó. El líquido caliente la reconfortó y la
vivificó por dentro. Y le hizo entrar en calor por primera vez en muchos días.
Para cuando la tormenta amainó, un día después, Bipa
estaba muerta de hambre otra vez y la hoguera ya se había apagado, si bien
había caldeado la cueva y la había hecho algo menos húmeda de lo que era.
Bipa retiró la nieve de la entrada y salió a
explorar. Por muchas ganas que tuviese de encontrar a Aer, no se sentía con
ánimos de abandonar tan pronto su refugio. Le entraba una extraña ansiedad sólo
con planteárselo. Necesitaba recuperar fuerzas y reunir víveres, si esto era
posible, antes de continuar el viaje... o regresar a casa.
Todavía no había decidido lo que iba a hacer. La tentación
de volver era cada vez más fuerte. Por otro lado, la idea de haber sufrido
tanto todos aquellos días para nada la retenía y le hacía pensar que
regresar sin noticias de Aer era la última opción.
Aquella mañana, sin embargo, Bipa no quiso pensar en
ello. Recorrió los alrededores de la cueva, los recovecos entre las rocas a la
sombra de las montañas, y halló varios arbustos resecos de los que pudo
arrancar un buen montón de ramas para su fuego. Pero no encontró nada que
comer.
Por la tarde volvió a salir, y en esta ocasión sus
ojos captaron por primera vez la vida que se ocultaba en aquel paraje desolado:
criaturas de distintas clases, pequeñas o de tamaño mediano, pululaban por
entre las rocas. La mayoría eran de pelaje blanco y se confundían con la nieve,
por eso no las había visto antes. Acuciada por el hambre, Bipa cargó su honda
y, tras varios intentos frustrados, logró cazar una especie de roedor, que más
tarde cocinó a la brasa en su pequeño fuego. No hizo ascos a aquella comida,
incluso guardó los huesos para hacer caldo más adelante. La Diosa no se
prodigaba mucho a la hora de facilitar el sustento, y menos en aquel lugar.
Dadas las circunstancias, Bipa no se
podía permitir el lujo de ser exigente. Al día siguiente, su exploración la llevó cerca de
una extraña escultura de nieve. Bipa se detuvo en seco al verla, sorprendida.
Aquello le sacaba varias cabezas, y era demasiado compacto y de forma humanoide
lo bastante definida como para no ser simplemente un cúmulo de nieve caído así
por azar. Se alzaba al abrigo de una roca, muy erguido, con los brazos pegados
al cuerpo, la línea de la boca tiesa y los dos agujeros que tenía por ojos
mirando al frente. Alguien tenía que haberlo modelado, y recientemente. Aunque
tenía montoncitos de nieve caída sobre la cabeza y los hombros, en aquel lugar
una escultura así no podría permanecer tan compacta durante mucho tiempo. Bipa
se volvió hacia todos lados, pero no vio a nadie más. Inspiró hondo y gritó:
— ¿¡Aer!?
Sólo el eco (Aer... Aer... Aer...) le devolvió
su voz.
— ¿Hay alguien ahí? —insistió ella (Ahí...
ahí... ahí...).
Luego, silencio.
Bipa respiró hondo. Se encogió de
hombros y retrocedió un par de pasos para ver la escultura de nieve en conjunto.
No tenía el aspecto simpático de los monigotes que levantaban los niños en las
Cuevas cuando nevaba. Tenía forma humanoide, sin duda, como si hubiese sido modelada
con cierta torpeza por las manos de un bebé gigante. La cabeza parecía
demasiado grande, los brazos demasiado cortos... y aquella expresión... ¿Cómo
podía algo moldeado a partir de un montón de nieve, con una cara dibujada de
forma esquemática y apresurada, transmitir semejante sensación de
tristeza?
Bipa sintió un escalofrío, y por una vez no se debía
a la temperatura del ambiente. Desvió la mirada y se dispuso a continuar su
camino. Sin embargo, no pudo resistir la tentación. Se aproximó de nuevo y
alargó la mano para tocarla, sólo para comprobar si era tan sólida como parecía
o, por el contrario, se desmoronaría al primer roce. Apenas sus dedos tocaron
la mano de la estatua de nieve, percibió un súbito destello en el Ópalo que
pendía sobre su pecho y una especie de oleada de calor que se desparramó por
todo su cuerpo, hacia su mano, fuera de su piel, a través de la manopla, hasta
los dedos de la enorme escultura. Perpleja y asustada, Bipa retiró la mano.
Pero el Ópalo volvía a estar como siempre, y la sensación de calor había
desaparecido. Había sido tan breve que Bipa empezó a pensar que lo había
imaginado.
Entonces cayó sobre ella un pequeño montón de nieve,
sobresaltándola. Miró hacia arriba y se le escapó un grito de terror.
La estatua había movido la cabeza, y parte de la
nieve que la cubría le había caído encima. Con estupor, Bipa la vio sacudir
otra vez su enorme cabeza para terminar de librarse de la nieve sobrante; y
cuando aquella cosa se inclinó hacia ella y la miró, con aquellos ojos huecos,
Bipa chilló de nuevo y trató de huir. Tropezó con un montículo de nieve y cayó
de espaldas, quedando sentada sobre el suelo, incapaz de moverse, mientras
veía, aterrada, cómo aquella escultura cobraba vida ante sus ojos. Después de
mover la cabeza, sacudió los hombros y alzó los brazos. Los miró, como
sorprendiéndose de que siguieran ahí. Luego dio un paso hacia Bipa, pero al
notar que ella retrocedía, asustada, se quedó donde estaba, con la enorme
cabeza de nieve ladeada sobre un hombro, contemplándola con expectación y
cierta melancolía.
Bipa jadeaba de puro terror. La estaba mirando...
¡la estaba mirando! ¿Pero cómo podía verla esa cosa cuyos «ojos» no eran más
que dos agujeros perforados en la bola de nieve que tenía por cabeza? ¿Qué era
exactamente? ¿Estaba viva? Si no lo estaba, ¿por qué se movía? Y, si lo estaba,
¿tendría acaso corazón?Bipa sacudió la cabeza, confundida, y el gigante de
nieve la imitó, con tanto entusiasmo que Bipa temió que su cabeza saliera
volando por los aires. Pero permaneció en su sitio, demostrándole que aquella
criatura era sorprendentemente sólida para estar hecha de nieve, como parecía.
La joven frunció el ceño y trató de pensar con frialdad. Tampoco era tan
importante saber qué era exactamente ni cómo había llegado hasta ahí. Lo
principal era averiguar si era peligroso y, en el caso de que no lo fuera, si
podía serle de utilidad.
—Esto... hola —le dijo con precaución.
El gigante de nieve no respondió. Sólo continuó con
la vista fija en ella.
—¿Qué eres? —siguió preguntando Bipa; luego pensó
que tal vez eso no fuera muy cortés y se corrigió—. ¿Quién eres? ¿Tienes
nombre?
La criatura permaneció callada.
—Yo soy Bipa —prosiguió ella, empezando a sentirse
estúpida.
El otro no se movió. Estaba claro que, o bien no la
entendía, o simplemente no sabía hablar. Pero, ¿era necesario que la
observara de aquella manera, con tanta fijeza?
—Deja ya de mirarme —protestó Bipa, incómoda.
Le arrojó una bola de nieve desde allí, donde se
encontraba, sentada en el suelo, y se arrepintió enseguida de haberlo hecho.
Contempló con cierto terror cómo la nieve se estrellaba contra el hombro de
aquel extraño coloso animado. Pero él no se enfureció. Volvió la cabeza hacia
su hombro, hacia el lugar donde había impactado el proyectil lanzado por Bipa,
sin inmutarse, y luego se giró hacia ella otra vez para contemplarla con
aquella mezcla de expectación, tristeza y curiosidad. Bipa suspiró con cierta
exasperación. Se levantó como pudo, se sacudió la nieve de los pantalones y le
dijo a aquella cosa, fuera lo que fuese:
—Bueno, me alegro de conocerte, pero tengo otras cosas
que hacer. Hasta otra.
Le dio la espalda y prosiguió su camino.
Pero, enseguida, con el corazón latiéndole con fuerza, detectó un sordo rumor
tras ella, que se detuvo cuando ella lo hizo. Se volvió lentamente para
comprobar que sus temores no eran infundados: el coloso de nieve la seguía.
La muchacha respiró hondo, nerviosa, y se puso en
marcha de nuevo, mucho más deprisa. Le bastó una breve mirada por encima de su
hombro para comprobar que aquella extraña criatura aún iba tras ella. Bipa echó
a correr. El ser de nieve era grande, pero lento, y pronto, con gran alivio por
su parte, lo dejó atrás. Se refugió en su cueva, temblando. Cuando consiguió
reunir el valor suficiente, se asomó con precaución.
Vio aparecer su enorme mole por detrás de un montículo
de nieve. Asustada, se acurrucó tras una roca y trató de pasar inadvertida. El
gigante de nieve se detuvo junto a la boca de la cueva, demostrando a las
claras que la había visto —si es que podía realmente «ver» algo—, pero no hizo
ademán de entrar. Simplemente se quedó allí plantado, como un centinela,
silencioso y quieto.
Bipa tardó un rato en atreverse a salir de su
escondite. Se desplazó por la cueva, con precaución, y la cabeza del gigante
siguió su movimiento, pero eso fue todo.
Lentamente, la muchacha empezó a tranquilizarse.
Pronto descubrió que la criatura, a pesar de su tenacidad a la hora de
seguirla, no tenía intenciones violentas. Por algún motivo que se le escapaba,
respetaba su espacio, y en ningún momento trató de entrar en la cueva, pero tampoco
se apartó de la entrada, salvo cuando Bipa encendió un fuego al caer la noche.
Entonces se alejó prudentemente de la boca de la cueva, de aquel foco de calor
que podía ser fatal para él, pero no llegó a marcharse.
A la mañana siguiente, cuando Bipa se asomó, aún seguía
allí. Con precaución, la joven salió al exterior. Aún no sabía si era seguro
hacerlo, pero se moría de hambre, y tenía que encontrar algo que comer para
acallar el ruido de su estómago. Avanzó en un silencio precavido, sin perder
de vista al ser de nieve, pero éste detectó enseguida su presencia y movió la
cabeza hacia ella. Bipa desvió la mirada y fingió que no lo había visto. Siguió
caminando, como si no le prestara atención, pero a la criatura no pareció
importarle. La siguió, a una cierta distancia, pero con la infatigable lealtad
de un perrito. Bipa respiró hondo, cerró los ojos y se detuvo.
—Bueno —masculló—, supongo que todo el mundo es
libre de ir a donde le parezca y no puedo impedir que me sigas, ¿no?
Y al
decir esto lo miró con resignación. Pero el coloso de nieve se limitó a ladear
la cabeza, indiferente. Bipa no tardó en acostumbrarse a su compañía. La
criatura no hacía apenas ruido, no molestaba, no se interponía en su camino.
Su única necesidad parecía consistir en seguirla a todas partes, salvo al
interior de su cueva. Y pronto, en lugar de sentirse inquieta por su presencia,
Bipa empezó a hallarla reconfortante. Por alguna razón, se creía más segura
sabiendo que aquel extraño ser velaba por ella a la entrada de su caverna.
Aunque nada aseguraba que fuera a defenderla si la atacaban —y, en cualquier
caso, un montón de nieve con forma remotamente humana no parecía un gran
oponente—, lo cierto era que le infundía una curiosa sensación de protección.
Quizá por eso, cuando se vio con fuerzas, Bipa decidió
que proseguiría su camino hacia la casa de Gélida, en lugar de regresar a su
propio hogar. Y así,
una mañana neblinosa, guardó en su mochila las escasas provisiones que había
podido reunir y se puso de nuevo en marcha.
Hacía tiempo que había descubierto un
paso entre las montañas, pero no se había aventurado por él. Aun así,
sospechaba que la llevaría al otro lado, por lo que lo enfiló con decisión.
El gigante de nieve la seguía en silencio. Por lo
visto, el hecho de que ella se alejara de la cueva, y del lugar donde lo había
encontrado, no lo inquietaba. No vaciló en acompañarla a través de las
montañas, ni tampoco mostró duda ni preocupación cuando, por fin, el paisaje
rocoso se abrió, revelando una amplia extensión nevada. Bipa dejó atrás la
cadena montañosa, y la criatura la siguió sin mirar atrás una sola vez.
«Debe de sentirse solo», reflexionó Bipa. Aunque...
¿podría un montón de nieve experimentar la soledad? ¿Podría sentir «algo»?
En cualquier caso, el motivo por el cual aquel
coloso de nieve iba tras los pasos de Bipa era todavía un misterio para ella. A lo largo de los días siguientes, la muchacha trató
de darle conversación, de comunicarse con él de modos diversos, pero todo fue
inútil. La criatura se limitaba a mirarla con semblante inexpresivo.
Gozaron de buen tiempo durante aquel periodo. Por
descontado, la niebla no se levantaba nunca y las nubes seguían cubriendo el
cielo por completo, pero no se desató ninguna tormenta. Bipa aprovechaba los
días al máximo, levantándose temprano y avanzando hasta que no podía más. Quería
adelantar todo lo que pudiese ahora que el tiempo era favorable. Se había
detenido demasiado en su refugio de las montañas,
y seguro que Aer le llevaba mucha ventaja.
Con todo, no estaba segura de ir en la dirección correcta.
Aquella planicie nevada seguía y seguía, y ella continuaba adelante,
simplemente. Pero podía haber perdido el rumbo. Podía estar caminando en
círculos. Podía... Eran tantas las cosas que podían estar saliendo mal
que Bipa procuraba no pensar en ellas. Estaba convencida de que, si empezaba a
enumerar las dificultades con las que podría toparse, el miedo y la duda la
paralizarían y no la dejarían continuar. Y en aquellas circunstancias lo mejor
era avanzar, moverse, no importaba en qué dirección. De modo que seguía
caminando, testaruda, y el gigante de nieve la seguía. Por lo menos, se decía
ella a menudo, no le discutía sobre sus intenciones ni sobre el rumbo a seguir.
No estaba muy segura de saber qué contestar si alguien le preguntara al
respecto.
Pero la fortuna siguió sonriéndoles, porque justo
cuando ya se acababan las provisiones y Bipa se planteaba volver a hacer otro
alto de varios días para cazar, pescar y descansar, unos picachos de hielo
emergieron en el horizonte.
Bipa se detuvo —y el coloso de nieve con ella—, con
el corazón latiéndole de angustia. Pero después de observar mejor aquellas
formas que se adivinaban entre la niebla, respiró, aliviada: no eran de nuevo
las montañas. Las puntas tenían un aspecto demasiado regular, parecían talladas
por manos humanas. A juzgar por el tamaño que se les adivinaba a aquella
distancia, podían ser torres... enormes torres que coronaban un amplio edificio
que, en efecto, parecía de hielo, aunque Bipa estaba demasiado lejos como para
asegurarlo.
<<¿El palacio de la Emperatriz? ¿Tan cerca?»,
se preguntó, aunque tenía la sensación de que había viajado increíblemente
lejos. Recordó entonces que también existía otra
posibilidad.
—Gélida —murmuró en voz alta. Respiró hondo. Gélida
conocía a Aer. Podía preguntarle por él. Con un poco de suerte, tal vez el chico
se encontrase en su casa todavía. Pero se acordó de la flor de cristal que él
le había robado. Se preguntó si a ella le había molestado mucho y, en tal caso,
si seguiría enfadada por ello. Dudó, pero la posibilidad de tener noticias de
Aer, por fin, o simplemente de poder hablar con otro ser humano, después de
tanto tiempo, terminaron de decidirla.
Con paso firme, echó a andar hacia las altas torres
que peinaban el horizonte. Alcanzaron el enorme edificio cuando ya comenzaba a
oscurecer. Cansada, hambrienta y sin aliento, Bipa se detuvo un instante ante
el arco de entrada y trató de distinguir a simple vista lo que había más allá.
Pero el camino se difuminaba en la niebla, y no había suficiente luz para ver
la puerta desde allí. Alzó la cabeza, para contemplar el gigantesco arco de
hielo que se erigía sobre ellos. Una hilera de arcos similares, pero más
pequeños, recorrían el camino que llevaba hasta el palacio de Gélida. No
sujetaban nada, sin embargo, y Bipa pensó que, aunque el efecto era bastante
impresionante, aquellos arcos no tenían ninguna utilidad, pues eran altos y
estrechos, y no valían tampoco como refugio. La joven evocó su hogar, las casas
de su gente, cómodas, acogedoras y prácticas, y se preguntó qué clase
de persona se molestaría en cubrir el camino que llevaba a su casa con arcos
inútiles y ostentosos. La misma clase de persona que coleccionaba flores
de cristal, supuso. El recuerdo de la flor de cristal le llevó a pensar
en Aer una vez más. Inspiró hondo y desterró las dudas de su mente. Tenía que
entrar y preguntar por Aer. Y, de paso, solicitar cobijo y algo caliente para
cenar.
Se adentró por el camino, bajo los arcos de hielo.
Pero sólo había avanzado una docena de pasos cuando se dio cuenta de que le faltaba
algo, y se volvió. La criatura de nieve no se movía. Se había quedado parada
bajo el arco principal y la miraba, pero no hacía ademán de seguirla.
—¿Qué te pasa? ¿No vienes?
Su acompañante movió un poco la cabeza, pero se
quedó donde estaba.
—Está bien —dijo Bipa—. Espérame aquí, si lo prefieres.
Volveré por la mañana.
El gigante de nieve no dio muestras de haber comprendido,
pero permaneció donde estaba, y Bipa sospechó que allí lo encontraría al día
siguiente, en el mismo lugar.
Siguió, por tanto, sola, por el camino bajo la
arcada, hasta que topó con una puerta gigantesca, flanqueada por dos estatuas.
La puerta estaba cerrada; un enorme aldabón colgaba sobre ella, pero parecía
tan pesado que Bipa no se molestó en tratar de moverlo. Por el contrario,
golpeó la puerta con los nudillos, con todas sus fuerzas.
Nada sucedió, al principio. Pero luego se oyó un siniestro
crujido y algo se movió justo junto a Bipa. La chica retrocedió de un salto,
asustada, y alzó la cabeza. Reprimió una exclamación de sorpresa al darse
cuenta de que aquellas figuras que había tomado por estatuas no eran tales.
Eran colosos similares a la criatura de nieve que la había acompañado. Y la
estaban mirando.
Estaba demasiado oscuro como para que Bipa pudiese
apreciar los detalles, por lo que no podía saber si sus rostros eran tan
inexpresivos como los de su compañero de nieve. Tampoco podía estar segura de
que fuesen a entenderla, pero de todas formas se aclaró la garganta y dijo,
lentamente y con claridad:
—Me llamo Bipa y vengo de las Cuevas. Quiero ver a
Gélida. Me gustaría hacerle una consulta.
Los gigantes no se movieron, al menos al principio.
Cuando Bipa ya pensaba que no la habían entendido, uno de ellos se volvió hacia
la puerta y, con una facilidad envidiable, descargó un solo golpe sobre ella
con el gran aldabón.El sonido resonó por el interior del palacio. El
coloso esperó. Y entonces, lentamente, las puertas se abrieron,
dejando caer una fina lluvia de nieve y escarcha. El guardia entró y se volvió
hacia Bipa, como indicándole que le siguiera. Ella lo hizo.
NO sé si mucha gente pero a mí me está sirviendo y mucho ^^
ResponderEliminarNos alegra poder ayudarte, y muchas gracias por visitarnos.=)
EliminarA mi tambien me ha ayudado montones! Porfavor sigan hasta el final del libro, cuantos capitulos tiene?
ResponderEliminarGracias!