martes, 9 de julio de 2013

La Emperatiz De Los Etéreos (cap 5)

Hola, esta semana os voy a dejar varios capítulos porque no se cuando podre subir más. Espero que os este gustando el libro (aunque no creo que mucha gente lo este leyendo). Aquí os dejo el 5º capítulo.
María.
 V
UN COMPAÑERO DE VIAJE
 
El primer día, el tiempo acompañó. La niebla, pe­gajosa y espesa, no llegó a disiparse, pero al menos, no nevó ni estalló ninguna tormenta. Bipa avanzó siempre en línea recta, o en todo caso lo in­tentó. Sabía que, si se detenía un instante o se desviaba, perdería el rumbo. Sólo el instinto y una férrea voluntad de seguir el mismo camino podían asegurarle que avan­zaba en dirección a la Estrella. «Pero está tan lejos —pensó en algún momento, desanimada— que de todas formas no importará que me desvíe un poco. Seguiré estando le­jos igualmente.»Sin embargo, continuó caminando hasta que el ham­bre y el cansancio la vencieron. Entonces se detuvo al abrigo de una protuberancia rocosa y allí montó un improvisado campamento. Intentó encender un fuego, pero había tanta humedad en el ambiente que las ramas no prendieron. Bipa se resignó, se envolvió bien en sus ropas y aferró el Ópalo con ambas manos, para que su reconfortante calidez aliviara el frío y la rigidez que se estaba apoderando de sus dedos. Guardó las ramas, sin embargo. En su mundo, los árboles y matorrales eran escasos y crecían débiles y mustios. Su gente solía utilizar más el carbón que la ma­dera para hacer arder sus hogueras, porque ésta era un lujo difícil de obtener. En aquel momento, Bipa se dio cuenta de que lejos de las Cuevas había todavía menos vegetación. No lo consideró un buen presagio, pero procuró no pen­sar en ello. Durmió al abrigo de la roca el resto del día. Y cuando oscureció, se levantó y buscó con la mirada el suave resplandor de la Estrella. Detectó que la niebla era más clara en una determinada dirección, y se encaminó hacia allí. Indudablemente, hacia más frío de noche que de día; pero de noche corría menos riesgo de perderse, por lo que aún caminó un buen rato más antes de detenerse. Y cuando lo hizo no fue por cansancio, sino porque el cielo se había nublado, ocultándole el resplandor que la guiaba.
Bipa encontró cobijo al pie de una colina. No era un gran refugio, pero no tenía otra cosa. Durmió hasta bien entrada la mañana.
El segundo día despertó entumecida de frío, y tuvo que dar varios saltos para volver a sentir los pies. La hu­medad había calado en sus huesos, le dolía todo el cuerpo y sentía la nariz congelada. En aquel momento se sintió tentada de regresar. Pero tomó el Ópalo entre las manos y éste le infundió calor y confianza.Anduvo toda la mañana bajo un cielo plomizo y pe­sado, y a mediodía comenzó a nevar con suavidad. Con todo, el tiempo seguía siendo bueno, aunque Bipa temía que las nubes le impidieran continuar en la dirección correcta.
El tercer día se desató una violenta tormenta de nieve. Bipa la había visto venir durante toda la mañana. El cielo estaba cada vez más oscuro y un viento desagradable se le metía en los oídos, le cortaba los labios y le congelaba la nariz. La muchacha no soltó el Ópalo en ningún mo­mento, y aun así sentía las manos heladas por debajo de las manoplas. Buscó desesperadamente un refugio, pero la tormenta se abatió sobre ella antes de que lo encontrara. Tambaleándose, avanzó como pudo, luchando contra los elementos, ciega, sorda, sintiendo que el frío devoraba cada fibra de su ser. Tropezó en más de una ocasión, y es­tuvo a punto de no levantarse, pero era demasiado obsti­nada como para dejarse vencer. De modo que siguió arras­trándose sobre la nieve, a tientas, como una autómata. Y cuando creyó que las fuerzas la habían abandonado, en­contró un hueco bajo un saliente. Jadeando, se acurrucó en su interior, tratando de conservar el escaso calor que le restaba. En aquellas circunstancias, ni siquiera la ener­gía que irradiaba el Ópalo servía para confortarla. Lo ha­bría dado todo por un buen fuego y una sopa caliente. Entornando los ojos, recordó las fuentes termales que ma­naban de la roca, adonde los habitantes de las Cuevas iban todos los días a asearse, ellos por la mañana temprano, y ellas al caer la noche. Evocó la deliciosa sensación del agua caliente envolviendo su cuerpo desnudo y se perdió en ensoñaciones llenas de vapor de agua y llamas que crepi­taban alentadoramente.
Y, después, perdió el conocimiento. Fue el silbido del viento lo que la despertó, lo cual fue una suerte, porque de lo contrario habría sucumbido allí mismo, congelada. El Ópalo seguía siendo un corazón cá­lido entre sus manos y contribuyó a despejarla. Sacudió la cabeza, horrorizada, y, con gran esfuerzo, consiguió sacar de la mochila todas las prendas que traía. Se las echó por encima, una detrás de otra, tiritando, mientras hacía enér­gicos movimientos con los brazos para tratar de entrar en calor. Encontró una cavidad en la roca y trató de encender una hoguera allí, pero el viento no se lo permitió.
Bipa permaneció acurrucada en el agujero al menos dos días más, hasta que la tempestad amainó. El viento dejó de soplar, las nubes se levantaron un poco y la nieve volvió a caer lenta y blandamente.
Entonces, Bipa pudo encender una pequeña hoguera. Lloró de alegría al ver la tímida llamita que brotó de en­tre las ramas. Era tan pequeña que apenas calentaba, pero la consoló tanto que no se dio cuenta de que sus lágri­mas habían quedado escarchadas sobre sus mejillas.
Al séptimo día, por la noche, la claridad de la Estre­lla volvió a adivinarse en el horizonte neblinoso, y Bipa re­emprendió la marcha. Cojeaba. Tenía la sensación de que uno de sus pies se había dormido, o se había convertido en un bloque de hielo. Por fortuna, la caminata reavivó la circulación de su sangre y ella no tardó en recuperar la sensibilidad en el pie.
El octavo día tuvo que empezar a racionar la comida. Seguía sin tener señales de Aer ni de Gélida, y mucho menos de la Emperatriz. Desalentada, empezó a pensar en rendirse y regresar. Pero temía estar ahora más lejos de su casa que de su destino. Con aquella niebla no podía sa­berlo. Tal vez Aer estuviese más cerca de lo que pensaba. También él se habría visto frenado por las tormentas. Quizá había hallado un refugio cerca de allí. En cualquier caso, el hogar de Gélida no podía estar muy lejos. Aer había ido y había vuelto, y probablemente no iría mejor preparado que Bipa. Eso le daba ánimos.
El undécimo día avistó entre la niebla los picos de una cordillera que le cerraba el paso. Al principio esto la de­salentó, pero luego recordó las leyendas que hablaban del palacio de la Emperatriz, «más allá de los Montes de Hielo y la Ciudad de Cristal».
Los Montes de Hielo... ¿Sería aquello la primera frontera? No parecían unas montañas especiales, salvo por el hecho de que eran altísi­mas, mucho más altas que cualquiera que Bipa hubiera visto jamás. Pero, claro, el manto de niebla era demasiado espeso, y ella se encontraba demasiado lejos como para es­tar segura.
Pronto se dio cuenta de que se hallaban mucho más distantes de lo que parecía.
El duodécimo día, al caer la noche, las montañas eran todavía una sombra lejana, y los cielos desataron sobre ella una tormenta de nieve aún más violenta que la anterior. Aterida, desorientada y sin aliento, buscó un rincón donde esconderse, pero no lo encontró. Su única posibilidad era llegar hasta la cordillera. Apretó los dientes, aferró bien el Ópalo entre las manos y siguió avanzando, poco a poco, paso a paso, a veces frenada por el viento y a veces arras­trada por él. Llegó un momento en que se movía sin ser ya consciente de lo que hacía. Su mente vagaba muy le­jos de allí, pero una parte de su ser todavía colocaba un pie delante de otro y se acordaba de respirar. Sin saber cómo ni por qué, se levantaba cada vez que se caía y continuaba avanzando, con una obstinación inquebrantable. Se sen­tía como una muñeca sin voluntad propia, arrastrada por una fuerza invisible que la empujaba a seguir adelante. Tal vez fuera el instinto de supervivencia, o tal vez la voz de la Diosa que la guiaba; Bipa nunca lo supo. El caso es que, al atardecer del... ¿decimotercer...?, ¿de­cimocuarto... día?, sus piernas la dirigieron con cierta tor­peza hasta el pie de la cordillera y la mente de Bipa vol­vió a la realidad cuando sus ojos le mostraron la imagen de algo largamente anhelado: una cueva, un refugio. Un techo. Abrigo. Silencio. Calor.
Bipa sollozó de alegría, pero sus lágrimas se congela­ron en su interior aun antes de salir de sus ojos. Se arras­tró como pudo al interior de la cueva, buscó un rincón resguardado, se acurrucó en el suelo y, muerta de frío y de agotamiento, se quedó profundamente dormida.
Nunca llegó a saber si despertó el día decimoquinto o decimosexto. En aquel instante renunció a seguir mante­niendo la cuenta.
Amaneció sumamente hambrienta y aterida de frío. Con los dedos rígidos todavía y tiritando violentamente, devoró toda la comida que le quedaba. Sabía que se estaba quedando sin alimento, pero en aquel momento no le im­portó. Tenía una cueva donde guarecerse. Ya podía nevar ahí fuera todo lo que quisiera, ella estaba a cubierto. La simple idea de poder descansar allí la llenaba de alegría y optimismo. Pasó el resto del día intentando encender un fuego. Por fin, su paciencia se vio recompensada y logró prender una hoguera de mediano tamaño. Entusiasmada, recogió musgo de las paredes y lo echó al fuego para que ardiera mejor todavía, pero sólo consiguió llenar la cueva de un humo oscuro y maloliente. Tosiendo, rebuscó en su mo­chila en busca de más ramas que se hubiesen quedado en el fondo. Y topó con unos bultos en uno de los bolsillos. Extrajo, sorprendida, dos piezas de carbón de buen tamaño.
—Oh —exclamó. Se asustó de oír el sonido de su pro­pia voz. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie.
No recordaba haber guardado carbón en su mochila. Debía de haber sido cosa de Topo. Sonrió, conmovida. Pronto, la hoguera ardía con fuerza, caldeando su refugio. Bipa sacó una pequeña cazuela de barro y puso nieve a ca­lentar. Cuando el agua estuvo tibia, la bebió. No tenía nada con lo que hacer sopa, pero no le importó. El líquido ca­liente la reconfortó y la vivificó por dentro. Y le hizo en­trar en calor por primera vez en muchos días.
Para cuando la tormenta amainó, un día después, Bipa estaba muerta de hambre otra vez y la hoguera ya se había apagado, si bien había caldeado la cueva y la había hecho algo menos húmeda de lo que era.
Bipa retiró la nieve de la entrada y salió a explorar. Por muchas ganas que tuviese de encontrar a Aer, no se sentía con ánimos de abandonar tan pronto su refugio. Le entraba una extraña ansiedad sólo con planteárselo. Necesi­taba recuperar fuerzas y reunir víveres, si esto era posible, antes de continuar el viaje... o regresar a casa.
Todavía no había decidido lo que iba a hacer. La ten­tación de volver era cada vez más fuerte. Por otro lado, la idea de haber sufrido tanto todos aquellos días para nada la retenía y le hacía pensar que regresar sin noticias de Aer era la última opción.
Aquella mañana, sin embargo, Bipa no quiso pensar en ello. Recorrió los alrededores de la cueva, los recovecos entre las rocas a la sombra de las montañas, y halló va­rios arbustos resecos de los que pudo arrancar un buen montón de ramas para su fuego. Pero no encontró nada que comer.
Por la tarde volvió a salir, y en esta ocasión sus ojos captaron por primera vez la vida que se ocultaba en aquel paraje desolado: criaturas de distintas clases, pequeñas o de tamaño mediano, pululaban por entre las rocas. La ma­yoría eran de pelaje blanco y se confundían con la nieve, por eso no las había visto antes. Acuciada por el hambre, Bipa cargó su honda y, tras varios intentos frustrados, lo­gró cazar una especie de roedor, que más tarde cocinó a la brasa en su pequeño fuego. No hizo ascos a aquella co­mida, incluso guardó los huesos para hacer caldo más ade­lante. La Diosa no se prodigaba mucho a la hora de faci­litar el sustento, y menos en aquel lugar. Dadas las circunstancias, Bipa no se podía permitir el lujo de ser exi­gente. Al día siguiente, su exploración la llevó cerca de una extraña escultura de nieve. Bipa se detuvo en seco al verla, sorprendida. Aquello le sacaba varias cabezas, y era demasiado compacto y de forma humanoide lo bastante defi­nida como para no ser simplemente un cúmulo de nieve caído así por azar. Se alzaba al abrigo de una roca, muy er­guido, con los brazos pegados al cuerpo, la línea de la boca tiesa y los dos agujeros que tenía por ojos mirando al frente. Alguien tenía que haberlo modelado, y recientemente. Aunque tenía montoncitos de nieve caída sobre la cabeza y los hombros, en aquel lugar una escultura así no po­dría permanecer tan compacta durante mucho tiempo. Bipa se volvió hacia todos lados, pero no vio a nadie más. Inspiró hondo y gritó:
— ¿¡Aer!?
Sólo el eco (Aer... Aer... Aer...) le devolvió su voz.
— ¿Hay alguien ahí? —insistió ella (Ahí... ahí... ahí...).
Luego, silencio.
Bipa respiró hondo. Se encogió de hombros y retroce­dió un par de pasos para ver la escultura de nieve en con­junto. No tenía el aspecto simpático de los monigotes que levantaban los niños en las Cuevas cuando nevaba. Tenía forma humanoide, sin duda, como si hubiese sido mo­delada con cierta torpeza por las manos de un bebé gigante. La cabeza parecía demasiado grande, los brazos demasiado cortos... y aquella expresión... ¿Cómo podía algo moldeado a partir de un montón de nieve, con una cara dibujada de forma esquemática y apresurada, transmitir semejante sensación de tristeza?
Bipa sintió un escalofrío, y por una vez no se debía a la temperatura del ambiente. Desvió la mirada y se dis­puso a continuar su camino. Sin embargo, no pudo re­sistir la tentación. Se aproximó de nuevo y alargó la mano para tocarla, sólo para comprobar si era tan sólida como parecía o, por el contrario, se desmoronaría al primer roce. Apenas sus dedos tocaron la mano de la estatua de nieve, percibió un súbito destello en el Ópalo que pendía sobre su pecho y una especie de oleada de calor que se despa­rramó por todo su cuerpo, hacia su mano, fuera de su piel, a través de la manopla, hasta los dedos de la enorme escul­tura. Perpleja y asustada, Bipa retiró la mano. Pero el Ópalo volvía a estar como siempre, y la sensación de calor había desaparecido. Había sido tan breve que Bipa empezó a pen­sar que lo había imaginado.
Entonces cayó sobre ella un pequeño montón de nieve, sobresaltándola. Miró hacia arriba y se le escapó un grito de terror.
La estatua había movido la cabeza, y parte de la nieve que la cubría le había caído encima. Con estupor, Bipa la vio sacudir otra vez su enorme cabeza para terminar de librarse de la nieve sobrante; y cuando aquella cosa se in­clinó hacia ella y la miró, con aquellos ojos huecos, Bipa chilló de nuevo y trató de huir. Tropezó con un montículo de nieve y cayó de espaldas, quedando sentada sobre el suelo, incapaz de moverse, mientras veía, aterrada, cómo aquella escultura cobraba vida ante sus ojos. Después de mover la cabeza, sacudió los hombros y alzó los brazos. Los miró, como sorprendiéndose de que siguieran ahí. Luego dio un paso hacia Bipa, pero al notar que ella retrocedía, asustada, se quedó donde estaba, con la enorme cabeza de nieve ladeada sobre un hombro, contemplándola con ex­pectación y cierta melancolía.
Bipa jadeaba de puro terror. La estaba mirando... ¡la estaba mirando! ¿Pero cómo podía verla esa cosa cuyos «ojos» no eran más que dos agujeros perforados en la bola de nieve que tenía por cabeza? ¿Qué era exactamente? ¿Es­taba viva? Si no lo estaba, ¿por qué se movía? Y, si lo es­taba, ¿tendría acaso corazón?Bipa sacudió la cabeza, confundida, y el gigante de nieve la imitó, con tanto entusiasmo que Bipa temió que su cabeza saliera volando por los aires. Pero permaneció en su sitio, demostrándole que aquella criatura era sorpren­dentemente sólida para estar hecha de nieve, como pare­cía. La joven frunció el ceño y trató de pensar con frial­dad. Tampoco era tan importante saber qué era exactamente ni cómo había llegado hasta ahí. Lo principal era averiguar si era peligroso y, en el caso de que no lo fuera, si podía serle de utilidad.
—Esto... hola —le dijo con precaución.
El gigante de nieve no respondió. Sólo continuó con la vista fija en ella.
—¿Qué eres? —siguió preguntando Bipa; luego pensó que tal vez eso no fuera muy cortés y se corrigió—. ¿Quién eres? ¿Tienes nombre?
La criatura permaneció callada.
—Yo soy Bipa —prosiguió ella, empezando a sentirse estúpida.
El otro no se movió. Estaba claro que, o bien no la en­tendía, o simplemente no sabía hablar. Pero, ¿era necesa­rio que la observara de aquella manera, con tanta fijeza?
—Deja ya de mirarme —protestó Bipa, incómoda.
Le arrojó una bola de nieve desde allí, donde se encon­traba, sentada en el suelo, y se arrepintió enseguida de ha­berlo hecho. Contempló con cierto terror cómo la nieve se estrellaba contra el hombro de aquel extraño coloso ani­mado. Pero él no se enfureció. Volvió la cabeza hacia su hombro, hacia el lugar donde había impactado el pro­yectil lanzado por Bipa, sin inmutarse, y luego se giró hacia ella otra vez para contemplarla con aquella mezcla de expectación, tristeza y curiosidad. Bipa suspiró con cierta exasperación. Se levantó como pudo, se sacudió la nieve de los pantalones y le dijo a aquella cosa, fuera lo que fuese:
—Bueno, me alegro de conocerte, pero tengo otras co­sas que hacer. Hasta otra.
Le dio la espalda y prosiguió su camino. Pero, ense­guida, con el corazón latiéndole con fuerza, detectó un sordo rumor tras ella, que se detuvo cuando ella lo hizo. Se volvió lentamente para comprobar que sus temores no eran infundados: el coloso de nieve la seguía.
La muchacha respiró hondo, nerviosa, y se puso en marcha de nuevo, mucho más deprisa. Le bastó una breve mirada por encima de su hombro para comprobar que aquella extraña criatura aún iba tras ella. Bipa echó a correr. El ser de nieve era grande, pero lento, y pronto, con gran alivio por su parte, lo dejó atrás. Se refugió en su cueva, temblando. Cuando consiguió reunir el valor suficiente, se asomó con precaución.
Vio aparecer su enorme mole por detrás de un mon­tículo de nieve. Asustada, se acurrucó tras una roca y trató de pasar inadvertida. El gigante de nieve se detuvo junto a la boca de la cueva, demostrando a las claras que la ha­bía visto —si es que podía realmente «ver» algo—, pero no hizo ademán de entrar. Simplemente se quedó allí plan­tado, como un centinela, silencioso y quieto.
Bipa tardó un rato en atreverse a salir de su escondite. Se desplazó por la cueva, con precaución, y la cabeza del gigante siguió su movimiento, pero eso fue todo.
Lentamente, la muchacha empezó a tranquilizarse. Pronto descubrió que la criatura, a pesar de su tenacidad a la hora de seguirla, no tenía intenciones violentas. Por algún motivo que se le escapaba, respetaba su espacio, y en ningún momento trató de entrar en la cueva, pero tam­poco se apartó de la entrada, salvo cuando Bipa encen­dió un fuego al caer la noche. Entonces se alejó prudente­mente de la boca de la cueva, de aquel foco de calor que podía ser fatal para él, pero no llegó a marcharse.
A la mañana siguiente, cuando Bipa se asomó, aún se­guía allí. Con precaución, la joven salió al exterior. Aún no sabía si era seguro hacerlo, pero se moría de hambre, y tenía que encontrar algo que comer para acallar el ruido de su estómago. Avanzó en un silencio precavido, sin per­der de vista al ser de nieve, pero éste detectó enseguida su presencia y movió la cabeza hacia ella. Bipa desvió la mirada y fingió que no lo había visto. Siguió caminando, como si no le prestara atención, pero a la criatura no pa­reció importarle. La siguió, a una cierta distancia, pero con la infatigable lealtad de un perrito. Bipa respiró hondo, ce­rró los ojos y se detuvo.
—Bueno —masculló—, supongo que todo el mundo es libre de ir a donde le parezca y no puedo impedir que me sigas, ¿no?
Y al decir esto lo miró con resignación. Pero el co­loso de nieve se limitó a ladear la cabeza, indiferente. Bipa no tardó en acostumbrarse a su compañía. La criatura no hacía apenas ruido, no molestaba, no se inter­ponía en su camino. Su única necesidad parecía consistir en seguirla a todas partes, salvo al interior de su cueva. Y pronto, en lugar de sentirse inquieta por su presencia, Bipa empezó a hallarla reconfortante. Por alguna razón, se creía más segura sabiendo que aquel extraño ser velaba por ella a la entrada de su caverna. Aunque nada aseguraba que fuera a defenderla si la atacaban —y, en cualquier caso, un montón de nieve con forma remotamente humana no pa­recía un gran oponente—, lo cierto era que le infundía una curiosa sensación de protección.
Quizá por eso, cuando se vio con fuerzas, Bipa deci­dió que proseguiría su camino hacia la casa de Gélida, en lugar de regresar a su propio hogar. Y así, una mañana neblinosa, guardó en su mochila las escasas provisiones que había podido reunir y se puso de nuevo en marcha.
Hacía tiempo que había descubierto un paso entre las montañas, pero no se había aventurado por él. Aun así, sospechaba que la llevaría al otro lado, por lo que lo enfiló con decisión.
El gigante de nieve la seguía en silencio. Por lo visto, el hecho de que ella se alejara de la cueva, y del lugar donde lo había encontrado, no lo inquietaba. No vaciló en acompañarla a través de las montañas, ni tampoco mostró duda ni preocupación cuando, por fin, el paisaje rocoso se abrió, revelando una amplia extensión nevada. Bipa dejó atrás la cadena montañosa, y la criatura la siguió sin mirar atrás una sola vez.
«Debe de sentirse solo», reflexionó Bipa. Aunque... ¿podría un montón de nieve experimentar la soledad? ¿Po­dría sentir «algo»?
En cualquier caso, el motivo por el cual aquel coloso de nieve iba tras los pasos de Bipa era todavía un miste­rio para ella. A lo largo de los días siguientes, la muchacha trató de darle conversación, de comunicarse con él de modos di­versos, pero todo fue inútil. La criatura se limitaba a mirarla con semblante inexpresivo.
Gozaron de buen tiempo durante aquel periodo. Por descontado, la niebla no se levantaba nunca y las nubes se­guían cubriendo el cielo por completo, pero no se desató ninguna tormenta. Bipa aprovechaba los días al máximo, levantándose temprano y avanzando hasta que no podía más. Quería adelantar todo lo que pudiese ahora que el tiempo era favorable. Se había detenido demasiado en su refugio de las montañas, y seguro que Aer le llevaba mu­cha ventaja.
Con todo, no estaba segura de ir en la dirección co­rrecta. Aquella planicie nevada seguía y seguía, y ella con­tinuaba adelante, simplemente. Pero podía haber perdido el rumbo. Podía estar caminando en círculos. Podía... Eran tantas las cosas que podían estar saliendo mal que Bipa procuraba no pensar en ellas. Estaba convencida de que, si empezaba a enumerar las dificultades con las que podría toparse, el miedo y la duda la paralizarían y no la dejarían continuar. Y en aquellas circunstancias lo mejor era avanzar, moverse, no importaba en qué dirección. De modo que seguía caminando, testaruda, y el gigante de nieve la seguía. Por lo menos, se decía ella a menudo, no le discutía sobre sus intenciones ni sobre el rumbo a se­guir. No estaba muy segura de saber qué contestar si al­guien le preguntara al respecto.
Pero la fortuna siguió sonriéndoles, porque justo cuando ya se acababan las provisiones y Bipa se planteaba volver a hacer otro alto de varios días para cazar, pescar y descansar, unos picachos de hielo emergieron en el hori­zonte.
Bipa se detuvo —y el coloso de nieve con ella—, con el corazón latiéndole de angustia. Pero después de obser­var mejor aquellas formas que se adivinaban entre la nie­bla, respiró, aliviada: no eran de nuevo las montañas. Las puntas tenían un aspecto demasiado regular, parecían ta­lladas por manos humanas. A juzgar por el tamaño que se les adivinaba a aquella distancia, podían ser torres... enormes torres que coronaban un amplio edificio que, en efecto, parecía de hielo, aunque Bipa estaba demasiado lejos como para asegurarlo.
<<¿El palacio de la Emperatriz? ¿Tan cerca?», se pre­guntó, aunque tenía la sensación de que había viajado in­creíblemente lejos. Recordó entonces que también existía otra posibilidad.
—Gélida —murmuró en voz alta. Respiró hondo. Gélida conocía a Aer. Podía preguntarle por él. Con un poco de suerte, tal vez el chico se encontrase en su casa todavía. Pero se acordó de la flor de cristal que él le había robado. Se preguntó si a ella le había molestado mucho y, en tal caso, si seguiría enfadada por ello. Dudó, pero la po­sibilidad de tener noticias de Aer, por fin, o simplemente de poder hablar con otro ser humano, después de tanto tiempo, terminaron de decidirla.
Con paso firme, echó a andar hacia las altas torres que peinaban el horizonte. Alcanzaron el enorme edificio cuando ya comenzaba a oscurecer. Cansada, hambrienta y sin aliento, Bipa se detuvo un instante ante el arco de en­trada y trató de distinguir a simple vista lo que había más allá. Pero el camino se difuminaba en la niebla, y no había suficiente luz para ver la puerta desde allí. Alzó la ca­beza, para contemplar el gigantesco arco de hielo que se erigía sobre ellos. Una hilera de arcos similares, pero más pequeños, recorrían el camino que llevaba hasta el palacio de Gélida. No sujetaban nada, sin embargo, y Bipa pensó que, aunque el efecto era bastante impresionante, aquellos arcos no tenían ninguna utilidad, pues eran altos y estrechos, y no valían tampoco como refugio. La joven evocó su hogar, las casas de su gente, cómodas, acogedoras y prác­ticas, y se preguntó qué clase de persona se molestaría en cubrir el camino que llevaba a su casa con arcos inútiles y ostentosos. La misma clase de persona que coleccionaba flores de cristal, supuso. El recuerdo de la flor de cristal le llevó a pensar en Aer una vez más. Inspiró hondo y desterró las dudas de su mente. Tenía que entrar y preguntar por Aer. Y, de paso, solicitar cobijo y algo caliente para cenar.
Se adentró por el camino, bajo los arcos de hielo. Pero sólo había avanzado una docena de pasos cuando se dio cuenta de que le faltaba algo, y se volvió. La criatura de nieve no se movía. Se había quedado parada bajo el arco principal y la miraba, pero no hacía ademán de seguirla.
—¿Qué te pasa? ¿No vienes?
Su acompañante movió un poco la cabeza, pero se quedó donde estaba.
—Está bien —dijo Bipa—. Espérame aquí, si lo pre­fieres. Volveré por la mañana.
El gigante de nieve no dio muestras de haber compren­dido, pero permaneció donde estaba, y Bipa sospechó que allí lo encontraría al día siguiente, en el mismo lugar.
Siguió, por tanto, sola, por el camino bajo la arcada, hasta que topó con una puerta gigantesca, flanqueada por dos estatuas. La puerta estaba cerrada; un enorme aldabón colgaba sobre ella, pero parecía tan pesado que Bipa no se molestó en tratar de moverlo. Por el contrario, golpeó la puerta con los nudillos, con todas sus fuerzas.
Nada sucedió, al principio. Pero luego se oyó un si­niestro crujido y algo se movió justo junto a Bipa. La chica retrocedió de un salto, asustada, y alzó la cabeza. Repri­mió una exclamación de sorpresa al darse cuenta de que aquellas figuras que había tomado por estatuas no eran ta­les. Eran colosos similares a la criatura de nieve que la había acompañado. Y la estaban mirando.
Estaba demasiado oscuro como para que Bipa pudiese apreciar los detalles, por lo que no podía saber si sus ros­tros eran tan inexpresivos como los de su compañero de nieve. Tampoco podía estar segura de que fuesen a enten­derla, pero de todas formas se aclaró la garganta y dijo, len­tamente y con claridad:
—Me llamo Bipa y vengo de las Cuevas. Quiero ver a Gélida. Me gustaría hacerle una consulta.
Los gigantes no se movieron, al menos al principio. Cuando Bipa ya pensaba que no la habían entendido, uno de ellos se volvió hacia la puerta y, con una facilidad envi­diable, descargó un solo golpe sobre ella con el gran al­dabón.El sonido resonó por el interior del palacio. El coloso esperó. Y entonces, lentamente, las puertas se abrieron, dejando caer una fina lluvia de nieve y escarcha. El guardia entró y se volvió hacia Bipa, como indicándole que le siguiera. Ella lo hizo.

3 comentarios:

  1. NO sé si mucha gente pero a mí me está sirviendo y mucho ^^

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Nos alegra poder ayudarte, y muchas gracias por visitarnos.=)

      Eliminar
  2. A mi tambien me ha ayudado montones! Porfavor sigan hasta el final del libro, cuantos capitulos tiene?
    Gracias!

    ResponderEliminar